La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento (62 page)

BOOK: La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento
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La atmósfera de la escena no tiene, pues, nada de carnavalesco. Pero al mismo tiempo, el carácter carnavalesco de ciertas imágenes y de la procesión en su conjunto es absolutamente innegable. A pesar de la influencia deformadora de las concepciones cristianas, los diablos del carnaval, (o de las saturnales), están netamente representados. Observamos aún, al
personaje del gigante,
característico del cuerpo grotesco, que participa obligatoriamente en todas las procesiones de tipo carnavalesco; hemos dicho que recordaba a Hércules, sobre todo gracias a su maza (además, en la tradición antigua Hércules tenía una relación directa con los infiernos). Los etíopes encarnan, a su vez, la misma concepción grotesca. La imagen de los hombrecillos encima de los ataúdes es extremadamente típica; detrás de la coloración cristiana, se advierte muy claramente la ambivalencia de la muerte que da a luz. Además es preciso comprender en el plano de lo «bajo» material y corporal, haciendo abstracción de la interpretación cristiana, la presencia de las mujeres de mala vida, con sus movimientos indecentes (los del coito), y a este propósito recordemos la metáfora relacionada con la equitación que emplea Rabelais para designar el acto sexual, el término de «sofrenada». Los hombres vestidos con pieles de bestias y armados de utensilios culinarios y domésticos son eminentemente carnavalescos. Las llamas que rodean a los guerreros son el fuego del carnaval que quema y renueva un pasado espantoso (como los «moccoli» del carnaval de Roma). El destronamiento es también conservado, todos estos pecadores eran viejos señores feudales, caballeros, damas de la alta sociedad, eclesiásticos; ahora, no son más que almas destronadas, caídas. Así, Gochelin conversa con un ex-vizconde castigado por haber negado justicia; otro señor es castigado por haber robado injustamente un molino a su vecino.

Hay en esta procesión de año nuevo algo de la «procesión de los dioses destronados», sobre todo en la fisonomía antigua de Arlequín y de su maza. Sabemos que las procesiones del carnaval pasaban a veces en la Edad Media, sobre todo en los países germánicos, por ser las de los dioses paganos caídos y destronados. La idea de la fuerza suprema lanzada a lo bajo y de la verdad de los tiempos pasados, está sólidamente asociada al centro mismo de las imágenes carnavalescas. No podemos excluir, naturalmente, la influencia de las saturnales en la progresión de estas ideas. En cierta medida, los dioses antiguos representan el papel del rey destronado de las saturnales. Es característico advertir que, desde la segunda mitad del siglo
XIX
, numerosos autores alemanes han defendido la tesis del origen alemán de la palabra carnaval, que tomaría su etimología de
Karne
o
Karth,
«lugar santo», (es decir la comunidad pagana, los dioses y sus servidores), y de
val
(o
wol),
«muerte», «asesinado». Carnaval significaría así: «procesión de dioses muertos.» Hemos citado esta explicación con el único fin de probar hasta qué punto la idea del carnaval, comprendida como la procesión de los dioses destronados, podía ser tenaz.

El relato sin malicia de Orderic Vidal, muestra cómo las imágenes del infierno y las del carnaval estaban indistintamente mezcladas en la conciencia de los cristianos del siglo
XI
, que tanto temían a Dios. Al final de la Edad Media, esta mezcla dio origen a las formas de las diabladas, donde el carnaval supone una victoria definitiva y transforma los infiernos en un alegre espectáculo, bueno para ser montado en la plaza pública. «El infierno» tal como figura en casi todas las alegrías y carnavales del Renacimiento, es una manifestación paralela al proceso de «Carnavalización de los infiernos».

Tomaba las formas más diversas. He aquí, por ejemplo, sus metamorfosis en las procesiones de Nuremberg, en el siglo
XVI
(que han sido objeto de procesos verbales detallados): casa, torre, palacio, nave, molino de viento, dragón escupiendo llamas, elefante llevando personas en su lomo, ogro gigante devorando niños, viejo diablo devorando mujeres malas, tienda con baratijas para vender, monte de Venus, horno de panadero donde son cocidos los tontos, cañones para disparar sobre las harpías, trampas para los tontos, galeras cargadas de monjes y religiosos, rueda de la fortuna haciendo girar a los tontos, etc. Hay que recordar que este edificio repleto de cargas de artificio era habitualmente quemado ante el Ayuntamiento.

Todas estas variaciones sobre el «infierno» del carnaval son ambivalentes, y todas, desde cierta perspectiva y en cierta medida, incluyen el temor vencido por la risa. Bajo una forma más o menos anodina, todas son los peleles del viejo mundo en fuga; son a menudo ridículos fantoches, e incluso a veces, se insiste en el carácter absoluto del mundo en vía de desaparición, en su inutilidad, su estupidez, su inepcia, su ridícula pretensión, etc. Todo ello es análogo al fárrago rebajante del que están llenos los infiernos rabelesianos: viejas calzas que remienda Alejandro de Macedonia, montones de basura y trapos que rebuscan los antiguos usureros, etc. Este mundo es entregado a las llamas regeneradoras del carnaval.

Nuestra exposición elucida el valor de concepción del mundo que tienen las imágenes del infierno tanto en la tradición medieval como en la obra de Rabelais. De esta manera, el lazo orgánico del infierno con todas las otras imágenes del sistema rabelesiano se hace evidente. Examinaremos todavía algunos de estos aspectos.

La cultura popular del pasado se ha esforzado siempre, en todas las fases de su larga evolución, en vencer por la risa, en desmitificar, en traducir en el lenguaje de lo «bajo» material y corporal, (en su acepción ambivalente), los pensamientos, imágenes y símbolos cruciales de las culturas oficiales. Ya hemos visto en el capítulo precedente cómo el temor cósmico y las imágenes de los cataclismos universales y las teorías escatológicas que ella entraña, cultivadas en los sistemas de las concepciones oficiales, encontraron su equivalente cómico en las de los cataclismos carnavalescos, las profecías paródicas, etc., que tenían por efecto liberar el temor, vincular al mundo con el hombre, facilitar que el tiempo y su curso se transformen en los tiempos festivos de las alternancias y renovaciones.

Y lo mismo ocurrió con la imagen del infierno. La tradición de la carnavalización de las ideas cristianas oficiales relativas al infierno, o en otros términos, la carnavalización del infierno, del purgatorio y del paraíso, se prolongó durante toda la Edad Media. Sus elementos penetraron incluso la «visión» oficial del infierno. A finales de la Edad Media, el infierno se convierte en el tema crucial en el que se cruzan todas las culturas, oficial y popular. Con él se revela del modo más resuelto y decisivo la diferencia de estas dos culturas, de estas dos concepciones del mundo. El infierno encarna la imagen original del balance, la del fin y acabamiento de las vidas y destinos individuales, al mismo tiempo que el juicio definitivo de cada vida humana en su conjunto, juicio en cuya base estaban asentados los
criterios superiores
de la concepción cristiana oficial, (religiosa y metafísica, ética, social y política). Es así una imagen sintética, que revela bajo una forma no abstracta, sino brillante y condensada, metafórica y emocional, las principales concepciones de la Edad Media oficial acerca del bien y del mal. Por eso, la imagen del infierno ha constituido siempre el arma excepcionalmente poderosa de la propaganda religiosa.

Los rasgos esenciales de la Edad Media oficial fueron llevados a sus límites en la imagen del infierno, especie de condensación de la seriedad lúgubre inspirada por el temor y la intimidación. El juicio extra-histórico de la persona humana y de sus actos se manifiesta de la manera más consecuente posible. La vertical de la ascensión y de la caída triunfaba en él, negando la horizontal del tiempo histórico, del movimiento progresivo de avance. De manera general, la concepción del tiempo que tenía la Edad Media oficial, se manifestaba de modo excepcionalmente agudo.

He aquí por qué la cultura popular se esforzaba en vencer, por medio de la risa, esta expresión extrema de seriedad lúgubre y en transformarla en un festivo fantoche de carnaval. La cultura popular organiza a su manera la imagen del infierno, oponiendo a la estéril eternidad la muerte preñada que da a luz, y a la perpetuación del pasado, de lo antiguo, el nacimiento de un porvenir mejor,
nuevo,
surgido del pasado agonizante. Si el infierno cristiano despreciaba la tierra, se alejaba de ella, el infierno del carnaval sancionaba la tierra, y lo bajo de ella, como el fecundo seno maternal, donde la muerte se dirigía al nacimiento, donde la vida nueva nacía de la muerte de lo antiguo. Por eso, las imágenes de lo «bajo» material y corporal atraviesan en este punto el infierno carnavalizado.

Durante el Renacimiento, el infierno se va llenando cada vez más de reyes, papas, eclesiásticos y hombres de estado, no sólo recientemente desaparecidos, sino también vivos. Todo lo que es condenado, denegado, destinado a la desaparición, se reúne en el infierno. Es por eso que la sátira, en el sentido restringido del término, del Renacimiento y del siglo
XVII
, utilizaba a menudo la imagen del infierno para bosquejar la galería de personalidades históricas adversas y los tipos sociales negativos. Pero a menudo, esta sátira (la de Quevedo por ejemplo), tenía un carácter puramente negativo; la ambivalencia de sus imágenes era considerablemente reducida. La imagen que la literatura ofrecía de los infiernos ingresaría luego en una fase nueva.

El último capítulo de
Pantagruel
nos cuenta que Rabelais se proponía describir el viaje de su héroe al país legendario del preste Juan, (situado en la India), y luego a los infiernos. Este tema no es en modo alguno casual. Recordemos que la imagen directriz de Pantagruel es la boca abierta, es decir, en último término, la «garganta del infierno» del misterio medieval. Todas las imágenes de Rabelais están impregnadas del movimiento hacia lo bajo, (de la tierra y del cuerpo), todas conducen a los infiernos, hasta el episodio de los limpiaculos.

La fuente principal de Rabelais, la leyenda popular del gigante Gargantúa, contenía el episodio del descenso a los infiernos. En verdad, ésta no figura en las
Grandes Cronicques;
sin embargo, una farsa de 1540 la trata como algo universalmente conocido; una variante oral de la leyenda anotada por Thomas Sebillet (op. cit., pp. 52-53) consigna también un episodio similar.

Las figuras cómicas populares descienden con gusto a los infiernos. Es lo que hace Arlequín, quien como Pantagruel fue un diablo antes de tener una existencia literaria. En 1585 apareció en París una obra titulada
La Joyeuse Histoire d'Arlequín.
En el infierno, Arlequín ejecuta sus cabriolas, da miles de saltos de todas clases, marcha hacia atrás, saca la lengua, etc., de tal modo, que hace reír a Caronte y a Plutón.

Todos estos saltos y volteretas grotescas no pretenden contrastar estáticamente con el infierno, sino que son ambivalentes cómo el infierno mismo. En efecto, son profundamente topográficos, teniendo como punto de referencia el cielo, la tierra, el infierno, lo alto, lo bajo, el delante y el detrás; son otras tantas intervenciones y permutaciones de lo alto y lo bajo, de lo delantero y lo trasero; en otros términos, el tema del descenso a los infiernos está
implícitamente
contenido en el movimiento más elemental de las cabriolas. Esto es lo que explica que las figuras de lo cómico popular se orienten hacia el infierno. Tabarin, célebre cómico del siglo
XVII
, efectuó también su descenso a los infiernos, que fue objeto de un libro aparecido en 1612.

El plan de Rabelais deseaba que el trayecto de Pantagruel a los infiernos pasara por el país del preste Juan, habitualmente situado en la India. Sabemos ya que las leyendas localizaban en este país la entrada al infierno y al paraíso terrestre, lo que hace que el itinerario pantagruelesco se justifique perfectamente desde este punto de vista. Pero el camino que sigue nuestro héroe en la India es el de Occidente, donde estaba situado desde siempre el «país de la muerte», es decir el infierno. Según Rabelais, ese camino pasaba por las islas de Perlas, o Brasil. Al mismo tiempo, este camino legendario, «al oeste de las columnas de Hércules», era el eco del autor respecto a las búsquedas geográficas de su época. En 1523-1524, Francisco I había enviado al italiano Verazzano a América central, a fin de buscar el estrecho que permitiera reducir la distancia hasta la India y la China (y no dar la vuelta al África como lo hacían los portugueses).

La continuación del libro esbozado en el último capítulo de
Pantagruel
ha sido, de hecho, casi enteramente realizada. Decimos «de hecho» porque sólo su aspecto exterior sufrió algunos cambios notables. El país del preste Juan y el infierno están ausentes. Este último fue reemplazado por el «oráculo de la Divina Botella» (no sabemos a ciencia cierta cómo lo habría descrito el propio Rabelais) mientras que el viaje hacia el sudeste lo elevó hacia el noroeste (aludimos al viaje de Pantagruel en el
Cuarto Libro).

Este nuevo itinerario hacía también eco de las nuevas búsquedas geográficas y coloniales en Francia. Verazzano no había descubierto el estrecho que buscaba en América central. Jacques Cartier, célebre contemporáneo de Rabelais, había lanzado una nueva idea: transferir el itinerario de las búsquedas en dirección norte, hacia las zonas polares. En 1540 puso el pie en tierra canadiense. En 1541, Francisco I le confía la misión de colonizar este nuevo territorio de América del Norte. Por su parte, Rabelais cambia el itinerario de su héroe, y le hace viajar hacia el noroeste, en las zonas polares señaladas por Jacques Cartier.

Así, el verdadero camino del explorador en dirección del noroeste no era otro que
el camino legendario de los celtas hacia el infierno y el paraíso.
Al noroeste de Irlanda, el océano estaba lleno de misterios, se podía escuchar en el rugido de las olas la voz y los gemidos de los difuntos, las aguas estaban sembradas de islas misteriosas que guardaban maravillas de toda especie, semejantes a las de la India.

Las leyendas del «hoyo de San Patricio» se vinculan al ciclo celta. Estas leyendas sobre las maravillas del mar de Irlanda, habían sido registradas por la literatura de finales de la Antigüedad, en particular por Luciano y Plutarco. Por ejemplo, Rabelais cuenta la historia de las palabras heladas que se deshacen, tomada directamente de Plutarco, si bien sus imágenes son, sin duda, de origen celta. Se puede decir lo mismo de la Isla de los Macreons. Advirtamos que Plutarco cuenta que una de las islas del Noroeste, es decir Irlanda, es el hogar de Saturno y está custodiado por Briareo.
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