La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento (66 page)

BOOK: La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento
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Sería superficial y radicalmente erróneo explicar esta fusión aduciendo que, en cada evento real y en cada personalidad real, los rasgos positivos y negativos están siempre mezclados; existen tantos motivos de alabanza como motivos de injuria. Esta explicación es estática y mecánica, considera el fenómeno como algo aislado, inmóvil y terminado, mientras que son los principios morales, abstractos, los que presiden el aislamiento de algunos rasgos positivos o negativos.

En Rabelais, la alabanza-injuria se relaciona a todo lo que tiene una existencia verdadera y a cada una de sus partes, pues toda criatura muere y nace al mismo tiempo, el pasado y el porvenir, lo periclitado y lo nuevo, la vieja y la nueva verdad, se fusionan en ella. Y en cualquier pequeña parte del presente que tomemos, encontraremos la misma fusión, profundamente dinámica; todo lo que existe —el todo como cada una de sus partes— es una etapa en devenir, y por tanto es risible, como toda cosa en devenir, pero debe ser objeto de burlas alegres.

Analizaremos dos episodios en los cuales la fusión de la alabanza-injuria se revela con una simplicidad y un concretismo particulares; luego, abordaremos muchos otros fenómenos análogos así como algunas de sus fuentes comunes.

En el Tercer Libro se encuentra el episodio siguiente: Panurgo, agobiado al no poder encontrar una solución al problema de su matrimonio, enredado en las respuestas desfavorables obtenidas por vía adivinatoria, ruega al hermano Juan que le dé un consejo y una solución; envuelve su ruego en forma de una letanía elogiosa, dirigida al hermano Juan. Toma como invocación el término obsceno de «cojón» y lo repite ciento cincuenta y tres veces, acompañándolo cada vez de un epíteto elogioso, caracterizando el perfecto estado del órgano del hermano Juan.

He aquí el comienzo:

«Escuchas pequeño cojón, cojón frailuno, cojón famoso, cojón sufrido, cojón nacido, cojón emplomado, cojón alaciado, cojón filtrado, cojón calafateado, cojón pintado, cojón grotesco, cojón arabesco, cojón acerado, cojón vestido como liebre, cojón anticuario, cojón asegurado, cojón rubio, cojón querellado...» (Libro III, cap. XXVI).

Todos estos ciento cincuenta y tres epítetos son extremadamente variados; están agrupados, aunque sin rigor, sea en función de los campos de los que han sido tomados, por ejemplo, términos relativos a las artes plásticas (pintado, arabesco), términos literarios, etc., sea en función de la aliteración, o con ayuda de una rima o una asonancia. Se trata, por lo tanto, de lazos puramente exteriores, sin ninguna relación con el objeto mismo designado por el término «cojón»; en relación a éste, los ciento cincuenta y tres epítetos son casuales y accidentales. Esta palabra, como todas las palabras obscenas, está aislada dentro de la lengua; no es empleada evidentemente en las artes plásticas, ni en la arquitectura, ni en los oficios; de ahí que todo epíteto colocado junto a la palabra resulte insólito y forme una especie de disonancia. Pero los ciento cincuenta y tres epítetos tienen un rasgo común: poseen un carácter positivo, describen el «cojón» en perfecto estado y constituyen, de este modo, una alabanza-elogio. Esta es la razón por la cual toda la invocación de Panurgo al hermano Juan es de carácter laudatorio y elogioso.

Cuando Panurgo ha terminado de exponer su asunto, el hermano Juan le responde a su vez. Como él está descontento de Panurgo, su tono no es el mismo. Elige la misma invocación, el sustantivo «cojón», y lo repite ciento cincuenta veces, pero todos estos epítetos designan el estado malo y lamentable del órgano. He aquí un fragmento de la letanía del hermano Juan:

«Responde, cojón marchito, cojón mohoso, cojón herrumbroso, cojón rastrojeado, cojón bañado en agua fría, cojón colgante, cojón transido, cojón abatido, cojón bajo, cojón flojo...» (Libro III, cap. XXVIII).

La invocación al hermano Juan es injuriosa. El principio exterior de elección de los epítetos es el mismo que el de Panurgo: aplicados al órgano en cuestión, éstos resultan accidentales, exceptuando tal vez algunos que caracterizan los síntomas aparentes de enfermedades venéreas.

Notamos aquí algunos rasgos comunes con el célebre episodio de los limpiaculos. Estos son evidentes. Los trescientos tres epítetos dirigidos al
órgano están sometidos al rito del destronamiento y efectúan un nuevo
nacimiento. Su significación se renueva en una esfera insólita de la vida. Conocemos ya esto. Pasemos ahora a examinar otros aspectos.

La palabra «cojón» era bastante usual en el lenguaje familiar de la plaza pública en tanto que apelación, injuria, como término afectuoso,
(couillaud, couillette),
en tanto que invocación amistosa y también como simple ornamento del lenguaje. Se la encuentra muy a menudo en la obra de Rabelais, quien nos da una multitud de derivados, a veces del todo inesperado:
couillar, couillatre, couillaud, couillette, couillonnas, couilloné, couilloniforme, couillonnicque, couillonniquement y,
en fin, el nombre propio del leñador Couillatrix.

Estos derivados, sorprendentes e insólitos, han animado y renovado el vocabulario, (Rabelais gustaba de los derivados insólitos de términos obscenos). Es preciso advertir que, en la palabra «cojón», el elemento de invocación familiar era mucho más fuerte que en los otros términos análogos. Esta es la razón por la que Rabelais la escogió para construir su letanía paródica.

Este término era esencialmente ambivalente: suscitaba de manera indisoluble la alabanza y la injuria, elevaba y humillaba a la vez. En esta acepción, era equivalente de «loco» o de «tonto». Así como el bufón (loco tonto), era el rey del «mundo al revés», el cojón, reservado principal de la fuerza viril, era, por así decirlo, el centro del cuadro no oficial, marginal, del mundo, el rey de lo «bajo» corporal, topográfico. Esta es la ambivalencia del término que Rabelais desarrolló en su letanía. De comienzo a fin, es imposible trazar una frontera, por poco precisa que sea, entre el elogio y la injuria, imposible decir dónde acaba uno y comienza la otra. Bajo esta perspectiva, importa poco que uno escoja los epítetos únicamente positivos y el otro los únicamente negativos, en la medida en que tanto éstos como aquéllos se relacionan con una palabra profundamente ambivalente, de suerte que unos y otros no hacen sino acentuar esta ambivalencia.

La palabra «cojón» se repite trescientas tres veces en la letanía, y el hecho de que el tono con que es pronunciada cambie, de que la entonación suplicante y afectuosa ceda el lugar a una entonación burlona y despectiva, no hace sino acentuar la ambivalencia de esta palabra de la plaza pública, de doble rostro, como Jano. De este modo, la invocación elogiosa de Panurgo y la injuriosa del hermano Juan, tienen igualmente un doble rostro, cada una en particular, mientras que las dos juntas reconstruyen un Jano de doble rostro, por así decirlo, de segundo orden.

Esta palabra laudatoria ambivalente, «cojón», crea la atmósfera específica de la charla del hermano Juan con Panurgo, que caracteriza a su vez la atmósfera del conjunto de la obra. Introduce el tono de franqueza familiar absoluta en el cual todas las cosas son llamadas por su nombre, mostradas tanto por delante como por detrás, tanto por alto como por bajo, en el interior como en el exterior.

¿A quién se dirige el elogio-injuria de esta letanía? ¿A Panurgo? ¿Al hermano Juan? ¿Quizás al cojón? ¿Tal vez, en fin, a los trescientos tres fenómenos que, en calidad de epítetos, están junto a este término obsceno y por lo mismo se encuentran destronados y renovados?

El principio, el elogio-injuria de esta letanía se dirige al hermano Juan y a Panurgo, pero en realidad no tiene una destinación determinada ni limitada. Se propaga en todas las direcciones, engloba en su corriente todas las esferas posibles de la cultura y de la realidad, en calidad de epíteto de una palabra obscena. El término ambivalente de «cojón», forma familiar de asociación del elogio y la injuria, es universal. Y no en vano Rabelais empleó en su presentación la forma de la letanía religiosa. De este modo, esta forma, piadosa y unilateralmente elogiosa, se encuentra rebajada, englobada en la corriente del elogio-injuria, que refleja la contradicción del mundo en proceso de devenir. De esta manera, toda esta invocación ambivalente pierde el carácter de simple familiaridad cotidiana y se transforma en un punto de vista universal, en verdadera letanía al revés dirigida a lo bajo material y corporal encarnado en la imagen del cojón.

No será superfluo señalar que entre las dos letanías, (las de Panurgo y el hermano Juan), están consignadas las palabras de este último sobre el nacimiento del Anticristo, la necesidad de vaciar sus cojones antes del Juicio final y el proyecto de Panurgo proponiendo que cada malhechor, antes de ser ejecutado, engendre otro hombre. Vemos, pues, que la imagen del cojón aparece en su significación universal y cósmica, y está directamente ligada al tema del Juicio final y de los infiernos.

De este modo, la letanía paródica que acabamos de examinar es la expresión condensada de la particularidad esencial del vocabulario rabelesiano que reúne siempre, en forma más o menos sorprendente, la alabanza y la injuria, y está siempre dirigido al mundo bicorporal en estado de devenir.

Estas particularidades existían ya en potencia en el lenguaje popular de la plaza pública, hacia el cual se orienta el estilo de Rabelais.

La ausencia de palabras y expresiones neutras caracteriza a este lenguaje. Como el lenguaje hablado, éste va siempre dirigido a alguien, se orienta hacia un interlocutor, le habla, habla por él o sobre él. Para el interlocutor, segunda persona, no existen, de manera general, el epíteto o las formas neutras; éstas son ya sea amables, elogiosas, lisonjeras, afectuosas, ya sea despectivas, humillantes o injuriosas. Pero con respecto a una tercera persona no existen tonos o formas rigurosamente neutras, no más, por otra parte, que con relación a las cosas: la cosa es, también ella, o bien elogiada, o bien injuriada.

Cuanto más oficial es el lenguaje, más se distinguen estos tonos, elogios e injurias, puesto que el lenguaje refleja la jerarquía social instaurada, la jerarquía oficial de las apreciaciones, (ante las cosas y las nociones), y las fronteras estáticas entre las cosas y los fenómenos, instituidas por la concepción del mundo oficial.

Pero cuanto menos oficial y más familiar sea el lenguaje, más frecuente y sustancialmente se unirán estos tonos, más débil será la frontera entre el elogio y la injuria; éstos comienzan a coincidir en una sola persona y en una sola cosa, en tanto que representantes de un mundo en devenir. Las fronteras oficiales firmes entre las cosas, los fenómenos y los valores, comienzan a mezclarse y a desaparecer. Despierta la antiquísima ambivalencia de todas las palabras y expresiones que engloban los votos de la vida y de la muerte, las simientes de la tierra y el renacimiento. El aspecto no oficial del mundo en vía de devenir, y del cuerpo grotesco, se revela. Y esta vieja ambivalencia se reanuda en una forma licenciosa y alegre.

Es posible observar ciertas supervivencias de esta ambivalencia en el lenguaje de las personas cultas de la época moderna. En la correspondencia íntima, se encuentran a veces términos groseros e injuriosos empleados en un sentido afectuoso. Cuando determinado límite ha sido superado en las relaciones entre ciertas personas, y cuando éstas se han tornado perfectamente íntimas y francas, vemos esbozarse una mutación en el empleo ordinario de las palabras, una destrucción de la jerarquía verbal; el lenguaje se reorganiza en un tono nuevo, francamente familiar; las palabras afectuosas parecen convencionales y falsas, borrosas, unilaterales y sobre todo incompletas; su coloración jerárquica las vuelve inapropiadas para la libre familiaridad que se ha instaurado, y por eso todas las palabras banales son desterradas y reemplazadas sea por palabras injuriosas, sea por palabras creadas a partir de su tipo y modelo. La alabanza y la injuria se mezclan en una unidad indisoluble. El «cojón» de doble rostro de Juan y de Panurgo hace su aparición. Allí donde se crean las condiciones determinantes de una relación totalmente no oficial, completa y entera, relacionada con la vida, las palabras comienzan a orientarse hacia esta plenitud ambivalente. Parece que la vieja plaza pública retoma su vida en las frases intercambiadas en la casa, la intimidad conduce los acentos de la antigua familiaridad, aboliendo todas las fronteras entre los hombres.

Sería un error grosero trasponer este fenómeno al plano psicológico. Se trata, en efecto, de un fenómeno social y verbal muy complejo. Todos los pueblos modernos tienen inmensas esferas de lenguaje no publicado, cuya existencia es negada por la lengua literaria y hablada, constituida según las reglas y las opiniones de la lengua literaria y libresca. Sólo fragmentos lamentables y borrosos de esas esferas no publicadas llegan a las páginas de los libros, y, en la mayoría de los casos, en calidad de «diálogos pintorescos»; son así situados en el plano verbal más alejado del dominio del discurso directo o serio del autor.

Resulta, en efecto, imposible edificar sobre estas esferas verbales un juicio serio, un pensamiento ideológico válido o una imagen artística de valor; no porque suelan estar teñidas de obscenidades, que pueden también no existir, sino porque parecen
alógicas,
parecen violar todas las distancias habituales entre las cosas, fenómenos y valores; funden en un todo lo que el pensamiento suele delimitar estrictamente, o incluso oponer diametralmente. En estas esferas no publicadas, las fronteras entre los objetos y los fenómenos son trazadas de manera distinta a la que exige y autoriza el cuadro del mundo predominante; estas fronteras parecen querer asir el objeto próximo, el estado siguiente de evolución.

En la época moderna, todas estas esferas alógicas del lenguaje no publicado sólo se manifiestan allí donde desaparecen los fines serios del lenguaje, allí donde los hombres, bajo condiciones extremas de familiaridad, se dedican a un juego verbal desenfadado y sin objetivo, soltando las riendas de su imaginación verbal fuera de la rutina seria del pensamiento y de la creación metafórica. Estas no hacen más que penetrar débilmente en la literatura libresca, y únicamente en las formas inferiores de lo cómico verbal desprovisto de objetivos.
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Actualmente, todas esas esferas han perdido casi su significación anterior, sus lazos con la cultura popular, y se han transformado en su mayor parte en supervivencias agonizantes del pasado.

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