El presidente les hizo señas para que se sentaran. Sólo permaneció de pie el secretario de Estado.
—Señor presidente —dijo—, todos los presentes deseamos comunicarle nuestro más sentido pésame por la pérdida de su hija, y le expresamos nuestro cariño, asegurándole la mayor devoción y lealtad en estos momentos de crisis personal y de crisis para nuestra nación. Estamos aquí para ofrecerle algo más que nuestro consejo profesional. Estamos aquí para expresarle nuestra solidaridad individual.
Había lágrimas en los ojos del secretario de Estado, y eso que era un hombre notable por su frialdad y reserva.
Kennedy inclinó un momento la cabeza. Era el único de los presentes que no parecía mostrar ninguna emoción, como no fuera por la palidez de su rostro. Los miró durante largo rato, como si reconociera a cada uno de los presentes, como aceptando sus sentimientos de afecto y comunicándoles su gratitud. Sin embargo, y aun sabiendo eso, se dispuso a hacer añicos esos buenos sentimientos.
—Quiero darles las gracias a todos —dijo—, y me siento agradecido también al poder contar con ustedes. Pero ahora les ruego que dejen de lado mi propia desgracia personal y no la tengan en cuenta en el contexto de esta reunión. Estamos aquí para decidir qué es lo mejor para nuestro país. En eso consiste nuestro deber y nuestra obligación más sagrada. Las decisiones que he tomado son estrictamente no personales.
Se detuvo un momento, permitiendo que la conmoción y el reconocimiento causado por sus palabras calaran hondo en lo que sólo él controlaba.«Oh, Dios mío, lo va a hacer», pensó Helen du Pray.
—En esta reunión veremos cuáles son nuestras opciones —siguió diciendo Kennedy—. Dudo mucho que acepte cualquiera de sus opciones, pero debo darles la oportunidad de argumentarlas. Antes, sin embargo, permítanme presentarles mi propio escenario. Diré que cuento en ello con el apoyo de mi equipo personal. —Guardó un momento de silencio, que empleó para proyectar todo su magnetismo. Después se enderezó y siguió diciendo-: En primer lugar, el análisis de los hechos. Los trágicos y recientes acontecimientos han formado parte de un plan maestro concebido con audacia y ejecutado sin piedad. El asesinato del papa el Domingo de Resurrección, el secuestro del avión en ese mismo día, la deliberada imposibilidad logística de cumplir con las exigencias para obtener la liberación de los rehenes, aun a pesar de que estuve de acuerdo en cumplirlas, y finalmente el asesinato innecesario de mi hija a primeras horas de esta mañana. Incluso la captura del asesino del papa aquí, en nuestro país, un acontecimiento que no hubiéramos debido controlar, también forma parte de un plan general para que ellos pudieran exigir la liberación del asesino. Las pruebas que apoyan este análisis son realmente abrumadoras.
Observó las miradas de incredulidad en sus rostros. Se detuvo un momento, antes de continuar.
—Pero ¿cuál podría ser el propósito de un plan tan terrorífico y complicado? En el mundo existe en la actualidad un gran desprecio por la autoridad, sobre todo la del Estado, pero, más específicamente, un desprecio por la autoridad moral de Estados Unidos. Se trata de algo que va mucho más allá del desprecio histórico por la autoridad expresado por los jóvenes y que a menudo es positivo, dentro de sus justos límites. El propósito de este plan terrorista consiste en desacreditar a Estados Unidos como figura de autoridad. No sólo en las vidas de miles de millones de personas comunes, sino también ante los ojos de los gobiernos del mundo. Debemos contestar a ese desafío en algún momento, y ese momento es ahora.
»Por lo que sabemos, Rusia no ha formado parte del plan, como tampoco han participado en él los países árabes, excepto el sultanato de Sherhaben. Desde luego, el grupo terrorista clandestino mundial conocido como los "Cien" ha ofrecido su apoyo logístico y de personal. Pero todas las pruebas indican que sólo un hombre controla la operación y que, al parecer, ese hombre no acepta ser controlado, excepto quizá por el sultán de Sherhaben.
Volvió a detenerse. Por un momento, se sintió sorprendido ante su propia calma. Continuó hablando:
—Ahora sabemos con seguridad que el sultán es cómplice. Sus tropas se hallan desplegadas para proteger el aparato de ataques exteriores, no para ayudarnos con los rehenes. El sultán afirma actuar en favor de nuestros intereses, pero en realidad está implicado en todos estos actos. No obstante, y para ser justos, debo decir que no hay pruebas de que conociera la intención de Yabril de asesinar a mi hija.
Kennedy se calló de nuevo. Su pausa, sin embargo, no invitaba a la interrupción. Miró de nuevo a todos los presentes, impresionándolos con su serenidad. Luego continuó diciendo:
—Segundo: el pronóstico. No nos encontramos ante una situación habitual de rehenes. Esto forma parte de un plan mucho más inteligente que tiene la intención de humillar al máximo a Estados Unidos, conseguir que nuestro país ruegue la devolución de los rehenes después de haber sufrido una serie de humillaciones que parecen haberle dejado impotente. Es una situación que puede prolongarse durante semanas y perfectamente cubierta por los medios de comunicación de todo el mundo. Y no existe la menor garantía de que los rehenes que permanecen en el avión nos sean devueltos sanos y salvos. En tales circunstancias, no puedo imaginar a continuación más que el caos. Nuestro propio pueblo perdería la fe en nosotros y en nuestro país.
Una nueva pausa, lo suficiente para comprobar que ahora empezaba a impresionar a sus oyentes, que los presentes comprendían que estaba defendiendo una idea. Continuó hablando:
—Remedios: he estudiado el memorándum donde se sintetizan las opciones de que disponemos. Creo que se trata de los mismos recursos habituales y poco convincentes empleados en el pasado. Sanciones económicas, misiones armadas de rescate, presiones sobre el gobierno, concesiones otorgadas en secreto al mismo tiempo que se afirma que nunca negociaremos con los terroristas. La preocupación por la posibilidad de que la Unión Soviética se niegue a permitirnos efectuar un ataque militar a gran escala en el golfo Pérsico.Todas estas opciones implican que debemos someternos y aceptar nuestra profunda humillación ante los ojos del mundo. Y, en mi opinión, con ello se perdería la vida de más de un rehén.
—Mi departamento acaba de recibir una promesa definitiva del sultán de Sherhaben —le interrumpió el secretario de Estado—. Se nos asegura la liberación de todos los rehenes, una vez cumplidas las exigencias de los terroristas. Está encolerizado ante la acción de Yabril y asegura estar preparado para lanzar un asalto contra el avión. Se ha asegurado la promesa de Yabril de liberar a cincuenta rehenes, como una muestra de buena voluntad.
Kennedy lo miró fijamente por un momento. Los ojos cerúleos aparecían recorridos por venas con diminutos puntitos negros. Después habló con una voz fría y matizada por una tensa cortesía, pero tan controlada que las palabras casi sonaron metálicas.
—Señor secretario, cuando haya terminado, todos los presentes tendrán su oportunidad para hablar. Mientras tanto, le ruego que no me interrumpa. Esa oferta será desechada y no se dará a conocer a los medios de comunicación.
El secretario de Estado se quedó evidentemente sorprendido ante la reacción. El presidente jamás le había hablado antes con tanta frialdad, nunca había demostrado su poder de una forma tan descarada. El secretario de Estado inclinó la cabeza para estudiar su copia del memorándum y sus mejillas enrojecieron ligeramente. Kennedy continuó hablando:
—Solución: doy instrucciones al jefe de Estado Mayor para que dirija y planifique ahora mismo un ataque aéreo contra los campos petrolíferos de Sherhaben y su ciudad petrolífera industrial de Dak. La misión del ataque aéreo será la destrucción de todo el equipo petrolífero, las torres de perforación, los oleoductos, etcétera. La ciudad será destruida. Cuatro horas antes del ataque se dejarán caer hojas advirtiendo a la población para que evacué la ciudad. El ataque aéreo tendrá lugar exactamente dentro de treinta y seis horas a partir de ahora mismo. Es decir, a las once de la noche del jueves, hora de Washington.
En la sala se produjo un silencio mortal que abarcó a las más de treinta personas que tenían los resortes del poder en Estados Unidos. Kennedy continuó hablando:
—El secretario de Estado se pondrá en contacto con los países necesarios para obtener la aprobación de sobrevuelo. Dejará bien claro que cualquier negativa por su parte implicará el cese automático de toda clase de relaciones económicas y militares con este país, y que las consecuencias de esa negativa serían calamitosas.
El secretario de Estado pareció levitar de su asiento, como disponiéndose a protestar, pero se contuvo a tiempo. Entre los presentes se extendieron los murmullos, que fueron de sorpresa o conmoción.
Kennedy levantó las manos, casi en un gesto de cólera, pero no dejó de sonreír, una sonrisa con la que parecía querer tranquilizarlos a todos. Su actitud se hizo menos exigente, más informal, y sonrió al secretario de Estado, dirigiéndose directamente a él.
—El secretario de Estado —siguió diciendo— me enviará inmediatamente al embajador del sultán de Sherhaben. Yo mismo le comunicaré lo siguiente al embajador: el sultán debe entregar los rehenes mañana por la tarde. Se ocupará también de entregar al terrorista, Yabril, de una forma que éste no pueda quitarse la vida. Si el sultán se niega, Sherhaben será totalmente destruido. —Kennedy volvió a hacer una pausa. La sala estaba en el más absoluto silencio—. Esta reunión tiene la clasificación de máxima seguridad. No quiero que se produzca ninguna filtración. Si la hubiere, se tomarán las medidas más extremas que permita la ley. Ahora pueden ustedes hablar.
Se dio cuenta de que todos los presentes se habían quedado mudos ante sus palabras, que los miembros de su equipo personal habían bajado las miradas, negándose a mirar a los ojos a todos los demás.
Kennedy se sentó, arrellanándose en el sillón de cuero negro, extendió las piernas por fuera de debajo de la mesa y miró hacia un lado, en dirección al Jardín Rosado, mientras la reunión continuaba. Desde esa posición, escuchó la voz del secretario de Estado.
—Señor presidente, me permito discutir de nuevo su decisión. Eso sería un desastre para Estados Unidos. Si utilizáramos la fuerza para aplastar a una nación pequeña, nos convertiríamos en parias entre las naciones.
La voz siguió hablando durante largo rato, pero él ya no escuchaba las palabras. Después, escuchó la voz del secretario del Interior, una voz que sonó casi monótona y que, sin embargo, exigía atención.
—Señor presidente, si destruimos Dak, destruimos cincuenta milmillones de dólares estadounidenses, es decir, el dinero de una compañía petrolífera de este país, dinero que la clase media estadounidense ha invertido en compra de acciones de las compañías petrolíferas. También restringimos con ello nuestras disponibilidades de petróleo. El precio de la gasolina se duplicará para los consumidores nacionales.
Se escuchó el balbuceo confuso de otros argumentos. ¿Por qué se tenía que destruir la ciudad de Dak antes de que se obtuviera alguna clase de satisfacción? Aún quedaban por explorar numerosos caminos. El mayor peligro consistía en actuar con precipitación. Kennedy miró su reloj. Ya llevaban más de una hora discutiendo. Se levantó.
—Les agradezco a todos sus consejos-dijo—. Desde luego, el sultán de Sherhaben podría salvar a su país cumpliendo inmediatamente con mis exigencias. Pero no lo hará. La ciudad de Dak tendrá que ser destruida para que no se ignoren nuestras amenazas. La alternativa para nosotros sería gobernar un país al que podría humillar cualquier hombre con valor y unas pocas armas.
»Y en cuanto a los cincuenta mil millones de dólares en pérdidas para los accionistas estadounidenses, es Bert Audick quien dirige el consorcio que posee esa propiedad. Ese hombre ya ha ganado sus cincuenta mil millones y mucho más. Haremos todo lo posible por ayudarlo, desde luego. Permitiré al señor Audick una oportunidad para salvar su inversión de alguna otra forma. Voy a enviar un avión a Sherhaben para recoger a los rehenes y otro avión militar para transportar a los terroristas a este país y someterlos a juicio. El secretario de Estado invitará al señor Audick a volar a Sherhaben en uno de esos aviones. Su tarea consistirá en ayudar a convencer al sultán para que acepte mis condiciones. Persuadirlo de que la única forma de salvar la ciudad de Dak, el sultanato de Sherhaben y la compañía petrolífera estadounidense consiste en acceder inmediatamente a mis demandas. Ése debe ser el trato.
—Si el sultán no está de acuerdo, eso significa que perderemos otros dos aviones, a Audick y a los rehenes —dijo el secretario de Defensa.
—Es muy probable —asintió Kennedy—. Veremos si Audick tiene el valor para hacerlo. Pero es astuto. Él sabrá tan bien como yo que el sultán no tendrá más remedio que estar de acuerdo. Y estoy tan seguro de ello que le voy a enviar al consejero de Seguridad Nacional, el señor Wrx.
—Señor presidente —dijo el jefe de la CÍA—, debe usted saber que las armas antiaéreas instaladas alrededor de Dak son manejadas por estadounidenses con contratos civiles del gobierno de Sherhaben y las compañías petrolíferas estadounidenses. Se trata de compatriotas entrenados para manejar puestos de lanzamiento de misiles y es posible que opongan resistencia.
—Audick les transmitirá la orden de evacuar —dijo Kennedy—. Claro que, como estadounidenses, si luchan serán considerados como traidores y los compatriotas que les pagan también serán acusados como traidores ante los tribunales. —Se detuvo un momento para que sus palabras calaran hondo. Eso significaba que Audick sería acusado ante los tribunales. Se volvió hacia Christian—. Chris, puede usted empezar a trabajar en los aspectos legales del caso.
Entre los presentes había dos miembros de la Cámara legislativa, el líder de la mayoría del Senado, Thomas Lambertino, y el portavoz de la Cámara de Representantes, Alfred Jintz. El senador fue el primero en hablar.
—Creo que se trata de un plan de acción demasiado drástico como para tomarse sin que se haya discutido previamente en ambas cámaras.
—Con todos los debidos respetos, debo decirle que no hay tiempo para eso —replicó Kennedy con cortesía—. Y entra dentro de mis poderes como jefe ejecutivo el emprender esta acción. No cabe la menor duda de que las cámaras legislativas podrán revisar más tarde la decisión y emprender la acción que juzguen conveniente. Pero confío sinceramente en que el Congreso me apoyará a mí y a la nación en esta situación extrema.