Según decían sus enemigos, Bert Audick ya se había tragado dos de las gigantescas compañías petrolíferas estadounidenses, como si fuera una rana tragándose moscas. Porque tenía el aspecto de una rana, con la boca ancha en un gran rostro con papada y unos ojos ligeramente abultados. Y, sin embargo, era un hombre impresionante, con una cabeza grande y maciza y con una quijada tan prominente como sus torres petrolíferas. Pero en asuntos de negocios se movía con la ligereza de un bailarín de ballet. Disponía de un aparato de inteligencia muy complejo, que le proporcionaba estimaciones acerca de las reservas de petróleo de la Unión Soviética mucho más exactas que las de la CÍA. Una información que no compartía con el gobierno de Estados Unidos. ¿Por qué iba a hacerlo? Después de todo, pagaba enormes cantidades para conseguirla, y el valor que tenía para él era precisamente su exclusividad.Al igual que muchos estadounidenses, creía realmente, y así lo proclamaba, que un ciudadano libre en un país libre tiene el derecho de situar sus intereses personales por delante de los objetivos de los gobiernos oficiales elegidos. Porque si cada ciudadano se dedicaba a fomentar su propio bienestar, ¿cómo podía dejar de prosperar el país?
Siguiendo las recomendaciones de Dazzy, Francis Kennedy estuvo de acuerdo en entrevistarse con este hombre. Audick era una de las personas más influyentes en Estados Unidos. No para el público, para quien no era más que una figura en la sombra, presentada en los periódicos y en la revista
Fortune
como un zar caricaturizado del petróleo. Pero ejercía una influencia enorme entre los representantes elegidos en el Senado y en la Cámara. También tenía numerosos amigos y asociados entre los pocos miles de hombres que controlaban las industrias más importantes de Estados Unidos y que formaban parte del club Sócrates. Los hombres pertenecientes a ese club controlaban los medios de comunicación impresos, la televisión, dirigían compañías desde las que se manipulaba la compra y el envío de grano, los gigantes de Wall Street, los colosos de la electrónica y de la automoción, los Templarios del Dinero, que dirigían los bancos. Y, lo más importante de todo, Audick era amigo personal del sultán de Sherhaben.
Bert Audick fue escoltado hasta la sala de reuniones, donde Francis Kennedy se hallaba reunido con su equipo y los miembros pertinentes del gabinete. Todos comprendieron que no acudía sólo para ayudar al presidente, sino también para advertirle. Era la empresa petrolífera de Audick la que tenía invertidos cincuenta mil millones de dólares en los campos petrolíferos de Sherhaben y en la ciudad principal de Dak. Poseía una voz mágica, amistosa, persuasiva y tan segura de lo que decía que parecía como si la campana de una catedral tañera al final de cada frase. Podría haber sido un político destacado de no ser por su incapacidad para mentir a la gente acerca de los temas políticos, y sus creencias eran tan de derechas que ni siquiera lo habrían elegido en los distritos más conservadores.
Empezó por expresarle a Kennedy su más profunda solidaridad, y lo hizo con tal sinceridad que no quedó la menor duda acerca desu principal razón para ofrecer sus servicios: el rescate de Theresa Kennedy.
—Señor presidente —le dijo a Kennedy—, he estado en contacto con todas las personas que conozco en los países árabes. Desaprueban este terrible asunto y nos ayudarán en todo lo que puedan. Soy amigo personal del sultán de Sherhaben y ejerceré sobre él toda la influencia que me sea posible. Se me ha informado que hay ciertas pruebas de que el propio sultán forma parte de la conspiración del secuestro del avión y el asesinato del papa. Le aseguro que el sultán está de nuestra parte, sin que importe lo que digan esas pruebas.
Estas palabras pusieron en guardia a Francis Kennedy. ¿Cómo sabía Audick de la existencia de pruebas contra el sultán? Esa información sólo la conocían los miembros del gabinete y su propio equipo, y se le había otorgado la máxima clasificación de seguridad. ¿Cabía la posibilidad de que Audick fuera el medio con que contaba el sultán para asegurarse la absolución una vez terminara el problema? ¿Que existiera un posible escenario en el que Audick y el sultán fueran los salvadores de su hija?
—Señor presidente —siguió diciendo Audick—, tengo entendido que está usted dispuesto a cumplir con las exigencias de los secuestradores. Creo que es una actitud prudente. Cierto que eso será un golpe para el prestigio estadounidense, para su autoridad. Pero eso es algo que se podrá reparar más tarde. Sin embargo, permítame darle mi garantía personal en la cuestión que más le preocupa: su hija no sufrirá ningún daño.
El tañido de la campana de la catedral que era su voz sonó con seguridad. Y fue la certidumbre de sus palabras lo que hizo que Kennedy dudara de él. A partir de su propia experiencia en la arena política, Kennedy sabía que la expresión de una confianza completa es la cualidad más sospechosa en cualquier clase de líder.
—¿Cree usted que debemos entregarles al hombre que asesinó al papa? —preguntó Kennedy.
La respuesta no importaba, puesto que ya había dado órdenes de conceder a Yabril todo lo que pidiera. Sin embargo, quería escuchar lo que este hombre tuviera que decirle. Audick malinterpretó la pregunta.
—Señor presidente, sé que es usted católico, pero recuerde que este país es fundamentalmente protestante. No hay por qué convertir el asesinato de un papa en la más importante de nuestras preocupaciones políticas desde el punto de vista de la política exterior. El futuro de nuestro país exige mantener abiertas las venas del petróleo. Necesitamos Sherhaben. Debemos actuar con mucho cuidado, inteligencia y sin apasionamientos. Y vuelvo a repetirle mi garantía personal: su hija está a salvo.
Sin lugar a dudas, aquel hombre era sincero y sus palabras impresionaban. Kennedy le dio las gracias y le acompañó hasta la puerta. Una vez que hubo abandonado la estancia, se volvió hacia Dazzy y le preguntó:
—¿Qué demonios ha estado diciendo?
—Sólo ha pretendido indicarle unos cuantos puntos —contestó Dazzy—. Y quizá desea que no tenga usted la idea de utilizar la ciudad de Dak, que vale cincuenta mil millones de dólares, como elemento de negociación. —Guardó un momento de silencio y añadió-: Creo que él puede ayudar.
Kennedy parecía perdido en sus pensamientos. Christian aprovechó el momento y dijo:
—Señor presidente, tengo que verle a solas.
Kennedy se disculpó ante los presentes y llevó a Christian al despacho Oval. Aunque no le gustaba utilizar la pequeña habitación, las demás estancias de la Casa Blanca estaban llenas de asesores y planificadores de estrategias, a la espera de instrucciones.
A Christian, en cambio, le gustaba el despacho Oval. La luz penetraba por los tres largos ventanales con cristales a prueba de balas; había dos banderas: la alegre roja, blanca y azul del país, situada a la derecha de la pequeña mesa de despacho, y la bandera presidencial, de un azul más oscuro, situada a la izquierda. Kennedy le indicó que se sentara. Christian se preguntó cómo era posible que aquel hombre pareciera tan sereno. Aunque habían sido muy buenos amigos desde hacía muchos años, no detectaba en él ningún indicador de emoción.
—Ha transcurrido una hora entera de discusión inútil —dijo Kennedy—. Ya he dejado bien claro que vamos a entregarles todo lo que pidan. A pesar de todo, ellos siguen discutiendo.
—Tenemos más problemas —dijo Christian—. Aquí mismo, en nuestro país. Me disgusta mucho tener que molestarle, pero es necesario. —A continuación informó a Kennedy acerca de la carta sobre la bomba atómica—. Probablemente no es más que una fanfarronada. Sólo hay una posibilidad entre un millón de que esa bomba exista. Pero si existe, podría destruir diez manzanas de la ciudad y matar a miles de personas. Además, la lluvia radiactiva convertiría la zona en un lugar inhabitable durante no se sabe cuánto tiempo. Así pues, tenemos que tomarnos muy en serio esa única posibilidad.
—Confío en que no vaya a decirme ahora que esto también está relacionado con el secuestro —dijo Kennedy con un suspiro.
—Quién sabe —se limitó a decir Chnstian.
—En cualquier caso, maneje el asunto de una forma sigilosa, y soluciónelo sin jaleo —dijo Kennedy—. Incluyalo en la clasificación de secreto atómico. —Kennedy apretó el botón del intercomunicador con el despacho de Dazzy—. Euge, tráeme copias de la ley clasificada de Secretos Atómicos, y también todos los archivos médicos sobre investigación cerebral. Prepárame una reunión con el doctor Annacone para después de esta crisis de los rehenes.
Kennedy apagó el intercomunicador. Se levantó y miró a través de los ventanales del despacho Oval. Con aire ausente, recorrió con los dedos la tela doblada de la bandera de Estados Unidos. Permaneció así durante largo rato, pensando.
A Christian le asombró la capacidad de aquel hombre para separar este asunto de todo lo que estaba ocurriendo.
—Creo que se trata de un problema interno, una especie de fallo psicológico predicho desde hace años por los estudios de los especialistas. Estamos investigando a algunos sospechosos.
Kennedy permaneció delante de la ventana unos minutos más. Cuando finalmente habló, lo hizo con suavidad.
—Chris, no comuniques nada de esto a ningún otro departamento del gobierno, y procura que no se enteren. Quiero que esto quede entre tú y yo. Ni siquiera deben saberlo Dazzy y los demás miembros de mi equipo personal. Sería contraproducente añadirlo a todo lo demás.
—Comprendo —dijo Christian.
En ese momento, Eugene Dazzy entró en el despacho.
—Señor presidente —dijo Dazzy—, Sebbediccio, el jefe de seguridad italiano, se ha mostrado encantado al saber que vamos a entregar al asesino del papa a ese tipo de Sherhaben. Dice que ahora podrá descubrir y matar a ese hijo de perra.
La ciudad de Washington estaba abarrotada por la continua llegada de representantes de los medios de comunicación y sus equipos, procedentes de todas partes del mundo. Había una especie de murmullo en el aire, como en un estadio abarrotado; las calles aparecían llenas de gente que formaba vastas multitudes delante de la Casa Blanca, como si quisieran con ello compartir los sufrimientos del presidente. El cielo aparecía cruzado por aviones de transporte y aviones transcontinentales fletados especialmente. Los asesores gubernamentales y sus equipos personales volaban a países extranjeros para conferenciar acerca de la crisis. Lo mismo hacían los enviados especiales. Se trajo a la zona una división más de tropas del ejército para que patrullara la ciudad y protegiera todos los accesos a la Casa Blanca. Las enormes multitudes parecían dispuestas a permanecer en vela durante toda la noche, como si con ello trataran de asegurarle a Francis Xavier Kennedy que él no se encontraba solo con su problema. El ruido producido por esa multitud envolvía la Casa Blanca y sus terrenos circundantes.
La programación regular de televisión era interrumpida continuamente para informar sobre la crisis de los rehenes y para especular sobre el destino de Theresa Kennedy. Se había filtrado la noticia de que el presidente estaba dispuesto a entregar al asesino del papa, con tal de obtener la liberación de los rehenes y de su hija. Los expertos políticos convocados por las cadenas de televisión se mostraban divididos en cuanto a la prudencia de tal actitud, aunque todos ellos estaban de acuerdo en afirmar que el presidente Kennedy había actuado con precipitación, y que las primeras exigencias planteadas se hallaban, sin duda, abiertas a la negociación, como había sucedido en otras muchas crisis de rehenes durante los últimos años. También estaban más o menos de acuerdo en que el presidente había sentido pánico ante el peligro que corría su hija.
Algunos canales hicieron que grupos religiosos rezaran por la seguridad de Theresa Kennedy, y solicitaron a su audiencia que suprimiera todo sentimiento de odio por sus semejantes, sin que importara lo malvados que éstos pudieran ser. Hubo unos pocos canales, afortunadamente de pequeña audiencia, que presentaron satíricamente a Francis Kennedy y a Estados Unidos como personajes débiles desmoronándose ante la amenaza. Y luego estuvo la actitud de Whitney Cheever III, el eminente abogado izquierdista,quien dejó bien clara su posición: los terroristas eran luchadores por la libertad, eso estaba claro, y se habían limitado a hacer aquello que habría hecho cualquier revolucionario en la lucha contra la tiranía mundial de Estados Unidos. Pero el principal punto de vista de Cheever era que Kennedy se disponía a pagar un rescate enorme, sacándolo de los cofres del gobierno estadounidense, para liberar a su hija. ¿Podía creer alguien que el presidente se hubiera mostrado tan dócil si los rehenes no fueran parientes, o si fueran negros?, preguntó Cheever. En cuanto a la liberación del asesino del papa, Cheever no justificaba el asesinato, pero eso constituía un problema del gobierno italiano y no de Estados Unidos, donde existía una separación efectiva entre Iglesia y Estado. No obstante, Cheever terminó por aprobar la actitud tomada por Kennedy para liberar a los rehenes. Según él, eso podía conducir a un nuevo período de negociaciones y comprensión con las fuerzas revolucionarias del mundo actual. Y demostraba que la autoridad del Estado no podía arrastrar tan impunemente por el polvo los derechos individuales.
Todos estos programas fueron grabados por las agencias gubernamentales de control, y la película del discurso de Cheever se incluyó en un archivo especial que se envió a la atención del fiscal general, Christian Klee.
Mientras sucedía todo esto, la multitud expectante ante la Casa Blanca se iba haciendo cada vez mayor a medida que transcurría la noche. Las calles de Washington estaban colapsadas por los vehículos y peatones que convergían hacia el corazón simbólico de su país. Muchos de ellos llevaban comida y bebida para la larga vigilia que les esperaba. Aguardarían allí durante toda la noche, haciendo compañía a su presidente, Francis Xavier Kennedy.
La noche del martes, cuando Francis Kennedy se acostó estaba casi seguro de que los rehenes serían liberados al día siguiente. El escenario estaba preparado. Yabril ganaría la jugada. Se estaba preparando a Romeo para su traslado hacia Sherhaben y la libertad. Sobre la mesita de noche del presidente se habían amontonado los documentos preparados por la CÍA, el Consejo de Seguridad Nacional, el secretario de Estado, el secretario de Defensa y los memorándums redactados por su propio equipo personal. Cuando Jefferson, su mayordomo, le trajo el chocolate y los bizcochos, se acomodó en el sillón para leer aquellos informes.