Peter Cloot acudió a la Casa Blanca y fue escoltado hasta una pequeña sala de conferencias. Christian Klee le estaba esperando. Se había quitado la prótesis y se daba masaje en el muñón, por encima del calcetín.
—Dispongo de pocos minutos —dijo Klee—. Tengo una importante reunión con el presidente.-Santo Dios, siento mucho lo ocurrido —dijo Cloot—. ¿Cómo se lo ha tomado?
—Nunca se sabe con Francis —contestó Klee sacudiendo la cabeza—. Parece estar bien. —Volvió a sacudir la cabeza, como para alejar de sí la extrañeza, y luego dijo con brusquedad-: Está bien, veamos de qué se trata.
Miró a Cloot con una expresión de disgusto. El aspecto físico de aquel hombre siempre le irritaba.
Cloot nunca parecía estar cansado, y era uno de esos hombres cuya camisa y traje jamás se arrugaban. Llevaba corbatas de lana anudadas con nudos cuadrados, habitualmente de un color gris claro, y en ocasiones de un negro rojizo.
—Los hemos localizado —dijo Cloot—. Se trata de dos jóvenes, de unos veinte años, que trabajan en los laboratorios del MIT. Son genios, con coeficientes de inteligencia superiores a 160, proceden de familias ricas, pertenecen políticamente al ala izquierda y participan en las manifestaciones antinucleares. Tienen acceso a información clasificada. Encajan con el perfil psicológico que nos han indicado los especialistas. Están en su laboratorio de Boston, trabajando en algún proyecto gubernamental y universitario. Hace un par de meses acudieron a Nueva York, un tipo se los tiró y a ellos les encantó. El tipo en cuestión estaba seguro de que era la primera vez que lo hacían. Se trata de una combinación mortal: idealismo y las hormonas alborotadas de la juventud. En estos momentos los tenemos localizados y aislados.
—¿Dispone usted de alguna prueba definitiva? —preguntó Christian—. ¿Algo concreto?
—No los hemos interrogado y ni siquiera acusado —contestó Cloot—. Podemos efectuar un arresto preventivo, tal y como nos autorizan las leyes sobre bombas atómicas. Una vez que los presionemos a fondo, confesarán y nos dirán dónde han dejado el condenado artefacto, si es que existe. Yo no creo que exista. Creo que todo esto no es más que mierda. Pero, desde luego, fueron ellos los que escribieron la carta. Encajan con los perfiles. También concuerda la fecha de la carta, el mismo día que se registraron en el Hilton de Nueva York. Eso es concluyeme.
A Christian a menudo le había extrañado la gran cantidad de recursos que poseían todas las agencias gubernamentales, con suscomputadoras e instrumentos electrónicos complejos. Resultaba desconcertante que fueran capaces de escuchar a cualquiera, en cualquier parte, sin importar las precauciones que se hubieran tomado, o que las computadoras pudieran revisar los registros de los hoteles de toda la ciudad en menos de una hora. También hacían otras cosas más graves y complicadas. Desde luego, a costa de unos gastos enormes.
—Está bien, vayamos a por ellos —dijo Christian—. Pero no estoy tan seguro de que pueda hacerles confesar. Se trata de jóvenes astutos.
—Muy bien entonces —dijo Cloot mirando a Christian directamente a los ojos—. Es posible que no confiesen. Después de todo, estamos en un país civilizado. Sólo tenemos que dejar que explote la bomba y mate a miles de personas. —Sonrió por un momento, casi con malicia—. O acude usted ante el presidente y le hace firmar una orden de interrogatorio médico. Sección novena de la ley de Control de Armas Nucleares.
Que era precisamente lo que Cloot había pretendido desde el principio.
Christian se había pasado toda la noche tratando de evitar esa misma idea. Siempre le había conmocionado saber que un país como Estados Unidos pudiera disponer de una ley secreta como ésa. La prensa podría haberlo descubierto con facilidad, pero, una vez más, existía aquella alianza entre los propietarios de los medios de comunicación y los gobernantes del país: por eso la gente no conocía su existencia; lo mismo podía decirse de muchas otras leyes relacionadas con temas nucleares.
Christian conocía muy bien la sección novena. Como abogado que era, había quedado muy impresionado al estudiarla. Se trataba de aquella clase de salvajismo legal que a él siempre le había repelido.
Esencialmente, la sección novena daba al presidente el derecho de ordenar un examen químico del cerebro para conseguir de cualquier persona la verdad, como si se colocara en el cerebro un detector de mentiras. La ley se había elaborado especialmente para obtener información sobre la colocación de ingenios nucleares, y encajaba a la perfección en el presente caso. No había tortura, y la víctima no sufría ningún daño físico. Simplemente se medían las neuronas del cerebro de tal modo que invariablemente dirían la verdad cuando se plantearan las preguntas. Se trataba de un procedimiento humano, que tenía como único inconveniente el que nadie sabía realmente el estado en que quedaría el cerebro una vez aplicado. Los experimentos indicaban que, en algunos casos excepcionales, podría producirse alguna pérdida de memoria, una ligera pérdida de capacidad de funcionamiento. La persona a la que se le hubiera aplicado se vería afectada en sus facultades, eso era incuestionable, pero, como decía el viejo chiste, así empezaban todas las lecciones de música. El mayor peligro consistía en que había un diez por ciento de posibilidades de que se produjera una pérdida de memoria. Amnesia total y a largo plazo. Todo el pasado del sujeto quedaría borrado.
—Sólo se trata de una remota posibilidad —dijo Christian—, pero ¿es posible que esto esté relacionado con el secuestro del avión y el asesinato del papa? Hasta el hecho de haber capturado a ese tipo en Long Island parece un truco. ¿No podría formar parte esto también de una cortina de humo, de una trampa cazabobos?
Cloot lo miró durante largo rato, estudiándolo, como si debatiera mentalmente la respuesta que debía darle. Pero cuando la expresó no hubo la menor duda en su tono de voz:
—Ninguna posibilidad. Esto no es más que una de esas fatales coincidencias que se producen en la historia.
—Y que siempre conducen a la tragedia —comentó Christian con sequedad.
—Estos dos jóvenes no son más que locos a su propio estilo genial —siguió diciendo Cloot—. Son políticos. Están obsesionados por el peligro nuclear a que se ve sometido el mundo. No les interesan las actuales disputas políticas. No les importa una mierda ni los árabes, ni Israel, ni los pobres o los ricos de Estados Unidos. Ni los demócratas ni los republicanos. Lo único que quieren es que el globo gire más de prisa, sobre su eje. Ya sabe a qué me refiero. —Sonrió con aire de suficiencia—. Todos ellos creen ser como dioses. Nada puede conmoverlos.
Pero la mente de Christian se había detenido en una cosa. Si Cloot no sospechaba de la existencia de una relación entre este condenado asunto de la bomba atómica y los secuestradores, era porque no existía. Normalmente, Cloot sospechaba de todo y de todos. Y entonces se le ocurrió otro pensamiento. Con aquellos dos problemas que tenían entre manos, había metralla política volando por todas partes. «No actúes demasiado de prisa», pensó. Francis se encontraba ahora en un peligro terrible, y él tenía que protegerlo. Quizá pudieran conseguir que unos actuaran contra otros.
—Escuche, Peter —le dijo a Cloot—, quiero que ésta sea la más secreta de las operaciones. Aíslela de todas las demás. Quiero que se detenga a esos dos jóvenes y se los instale en los servicios de detención hospitalaria que tenemos aquí, en Washington. Sólo estaremos enterados usted, yo y los agentes de la división especial que tengamos que utilizar. Muéstreles a esos agentes la ley de Seguridad Atómica, bajo absoluto secreto. Que nadie vea a esos jóvenes, que nadie hable con ellos, excepto yo mismo. Me encargaré personalmente del interrogatorio.
Cloot le dirigió una mirada de extrañeza. No le gustó que la operación quedara en manos de la división especial de Klee.
—El equipo médico querrá ver una orden presidencial antes de introducir los productos químicos en los cerebros de esos jóvenes.
—Se la pediré al presidente —dijo Christian.
—El tiempo es crucial en este asunto —dijo Cloot con naturalidad—, y dice que nadie les interrogará excepto usted. ¿Me incluye eso a mí? ¿Y si usted está ocupado con el presidente?
—No se preocupe —contestó Christian sonriéndole—. Estaré ahí. Y recuerde, Peter, sólo yo. Y ahora, infórmeme de los detalles.
Tenía otras cosas en la cabeza. Poco después se reuniría con los jefes de su división especial del FBI y les ordenaría montar una vigilancia electrónica y computarizada de los miembros más importantes del Congreso y del club Sócrates.
En el puesto de mando del departamento de Energía, en Maryland, conocido oficialmente como Equipo de Coordinación de Acción de Emergencia, se disponía de perfiles psicológicos de posibles terroristas con bombas atómicas. Allí había fichas de psicóticos y de cómo podrían reunir conocimientos suficientes como para plantear una amenaza plausible; de idealistas que pudieran intentar hacer explotar un arma nuclear; de cazadores de fortunas que exigirían dinero, de agentes de organizaciones terroristas extranjeras capaces de decidirse a cometer un acto tan terrible. Disponían de perfiles que encajaban casi exactamente con los casos de Adam Gresse y Henry Tibbot. Eso facilitó mucho la tarea de Peter Cloot y sus tres mil agentes.
Adam Gresse y Henry Tibbot fueron declarados genios científicos a la edad de doce años, y se les había proporcionado la más exquisita educación que puede suministrar un gobierno federal rico y con capacidad de apoyo. Habían recibido educación en humanidades, arte, derecho y la lucha inmortal de los personajes más destacados de la historia, desde Antígona, Baudelaire, Sacco y Vanzetti, hasta Martin Luther King. Estaban tan perfectamente educados como lo había permitido la civilización.
Pero eran jóvenes y sus alocadas hormonas agitaban sus sensibilidades. Las vulgaridades de la vida, lo político y lo intelectual, producían en ellos lo que sólo puede describirse como un desprecio por el mundo existente, que tendría que mejorarse.
Tuvieron que admitir, incluso ante sí mismos, que la excitación de robar los materiales de los programas oficiales en los que trabajaban, la gratificación de solucionar los problemas técnicos que se les plantearon, y la excitación de construir finalmente una bomba nuclear viable de dos kilotones, les proporcionó tal sensación de poder, que eso no hizo más que fundamentar su decisión final de utilizarla. Pero, en realidad, jamás habían tenido la intención de hacerla explotar.
Colocarían la bomba. Enviarían una carta al
New York Times
en la que comunicarían su intención. Dirían que aquello era una advertencia de que si las naciones continuaban fabricando armas atómicas para fomentar sus propios y estrechos intereses, entonces el individuo también tendría derecho a desarrollar sus propias armas nucleares para detener a los dictadores e impedirles convertir el mundo entero en cenizas. No poseían el menor conocimiento sobre las medidas elaboradas y secretas tomadas por las agencias gubernamentales para impedir precisamente tales amenazas. Tampoco poseían mucho conocimiento sobre cómo funcionaba en realidad el mundo en concreto. No podían concebir ese submundo de la vida cotidiana, donde los descuidos aparentemente inconsecuentes tenían consecuencias calamitosas. Quedaba fuera de su comprensión la posibilidad de que un empleado del
New York Times
encargado de la correspondencia recibiera el paquete de cartas con dos días de retraso y, de ese modo, retuviera la carta de advertencia. Tampoco pensaron que la carta pudiera ser enviada inmediatamente al FBI.
Así pues, colocaron su diminuta bomba atómica, que habían fabricado con mucho trabajo e ingenuidad. Se sintieron quizá tan orgullosos de su trabajo, que no pudieron resistir la tentación de utilizarla para una causa tan elevada.
Adam Gresse y Henry Tibbot no dejaron de leer los periódicos, pero su carta no apareció publicada en la primera página del
New York Times
. No se publicó ninguna noticia al respecto. No se les dio la oportunidad de conducir a las autoridades hasta donde estaba la bomba, una vez cumplida su petición. Fueron ignorados. Eso les asustó, y también les encolerizó. Ahora, la bomba explotaría y causaría miles de muertos. Pero posiblemente eso fuera lo mejor. ¿De qué otro modo podía alertarse al mundo acerca de los peligros de utilizar la energía atómica? ¿De qué otra forma podrían actuar los hombres con autoridad para imponer las salvaguardas adecuadas? Habían calculado que la bomba destruiría entre cuatro y seis manzanas de la ciudad de Nueva York. Lamentaban que eso pudiera costar una cierta cantidad de vidas humanas. Pero sería el pequeño precio que tendría que pagar la humanidad para comprender el error de su forma de actuar. Debían establecerse salvaguardias inexpugnables, y todas las naciones del mundo debían prohibir la fabricación de bombas atómicas.
El miércoles, Gresse y Tibbot estuvieron trabajando en el laboratorio hasta que todos se hubieron marchado a casa. Después discutieron si debían hacer una llamada telefónica para advertir a las autoridades. Al principio no habían tenido intención de permitir que la bomba explotara. Habían querido ver publicada su carta de advertencia en el
New York Times
, y entonces irían a Nueva York para desarmar la bomba. Pero ahora parecía haberse planteado una guerra de voluntades. ¿Los iban a tratar como a niños, se iban a burlar de ellos cuando podían conseguir tantas cosas para la humanidad? ¿O iban a hacer que los escucharan? En pura conciencia, no podían continuar con su trabajo científico si éste iba a ser mal utilizado por el poder político.
Habían elegido castigar a la ciudad de Nueva York porque en sus visitas allí se habían sentido horrorizados ante la sensación de maldad que parecía impregnar las calles. Los amenazadores mendigos, los conductores insolentes de los coches, la rudeza de los empleados de las tiendas, los incontables robos, asaltos callejeros y asesinatos. Se habían sentido particularmente inquietos en Times Square, aquella zona tan atestada de gente que les pareció como un enorme sumidero lleno de cucarachas. Los chulos, los camellos y las prostitutas de Times Square les parecieron tan amenazadores que Gresse y Tibbot se retiraron asustados a su habitación del hotel, en un barrio distinguido.
Y así, con una cólera plenamente justificable, decidieron colocar la bomba en la misma Times Square. Se habrían sentido horrorizados y dolidos si se les hubiera señalado que la mayoría de los rostros que habían visto en Times Square eran negros.