Theresa Kennedy observó cómo Yabril dirigía la operación. Parecía casi distante, como si fuera un director dedicado a contemplar el trabajo de sus actores, sin apenas dar órdenes, sino sólo indicaciones, sugerencias. Se dio cuenta de que utilizaba a los miembros de su equipo como un lazo corredizo para estrangular y separar la clase turista del avión, de su cabeza. Con una sonrisa ligeramente tranquilizadora le indicó que permaneciera en su asiento. Era la acción de un hombre que se ocupa de alguien puesto bajo su cuidado especial. Luego entró en la cabina del piloto. Uno de los secuestradores vigilaba la entrada a la cabina de primera clase desde la clase turista. Dos de las secuestradoras permanecían junto a ella, espalda contra espalda, con las armas preparadas. Había una azafata enviando mensajes a los pasajeros, bajo la supervisión directa de uno de los secuestradores, a través del intercomunicador. Todos ellos parecían demasiado pequeños como para causar tanto terror.
En la cabina de mando, Yabril dio permiso al piloto para comunicar por radio que su avión había sido secuestrado y transmitir su nuevo plan de vuelo a Sherhaben. Las autoridades estadounidenses pensarían que su único problema consistiría en negociar las habituales exigencias de los terroristas árabes. Yabril permaneció en la cabina para escuchar los comunicados por radio. Mientras el avión estuviera en vuelo, no podía hacerse otra cosa más que esperar. Yabril soñó con Palestina, tal y como la había conocido de niño, con su hogar convertido en un oasis verde en el desierto, sus padres como ángeles de luz, el hermoso Corán sobre la mesa del despacho de su padre, siempre preparado para renovar la fe. Y todo eso había terminado en mortales humaredas grises, fuego y el azufre de las bombas cayendo desde el aire. Los israelíes llegaron y pareció como si él se hubiera pasado toda la infancia en un gran campo de prisioneros compuesto por destartaladas barracas, un vasto asentamiento humano unido sólo para una cosa: el odio de todos contra los judíos. Aquellos mismos judíos que el Corán alababa.
Recordó incluso la universidad, y cómo algunos de los profesores hablaban de un trabajo chapucero como «trabajo árabe». El propio Yabril había utilizado la expresión para dirigirse a un fabricante de armas que le había entregado una partida de armas defectuosas. Ah, pero lo ocurrido en este día no sería considerado como un «trabajo árabe».
Siempre había odiado a los judíos, no, no a los judíos, sino a los israelíes. Recordaba que, a la edad de cuatro o quizá cinco años, pero no más tarde, los soldados de Israel habían efectuado una incursión por el asentamiento en el que él iba a la escuela. Habían recibido información falsa, «trabajo árabe», en el sentido de que unos terroristas se ocultaban en el campamento. Se ordenó que todos los habitantes salieran de sus casas y se quedaran en las calles, con las manos en alto. Incluidos los niños del largo cobertizo de hojalata pintado de amarillo que era la escuela, y que se hallaba situado un poco alejado del campamento. Yabril, junto con otros niños y niñas de su misma edad, se arremolinaron gimiendo, con los pequeños brazos y diminutas manos levantadas al aire, lanzando gritos de rendición, gritos de terror. Y Yabril siempre recordaba a uno de los jóvenes soldados israelíes, la nueva generación de judíos, rubio como un nazi, que contemplaba a los niños con una especie de horror hasta que resbalaron las lágrimas por la piel rubia de aquel rostro tan extraño a la raza semita. El israelí bajó su arma y les gritó a los niños que se callaran y que bajaran las manos. Les dijo que no tenían nada que temer, que los niños pequeños no tenían nada que temer. El soldado israelí hablaba un árabe casi perfecto, y cuandolos niños continuaron con los brazos levantados al aire, el soldado caminó entre ellos, tratando de bajárselos, sin dejar de llorar. Yabril, que nunca había olvidado a aquel soldado, decidió que más tarde, en la vida, jamás sería como él, jamás permitiría que la piedad lo destrozara.
Ahora pudo ver los desiertos de Arabia extendiéndose por debajo del avión. El vuelo no tardaría en terminar y él se encontraría pronto en el sultanato de Sherhaben.
Sherhaben era uno de los países más pequeños del mundo, pero poseía tal riqueza petrolífera que su sultán, que antes se había desplazado en camello, hizo que sus numerosos hijos y nietos condujeran Mercedes y fueran educados en las mejores universidades extranjeras. Poseía también enormes compañías industriales en Alemania y Estados Unidos, y murió siendo una de las personas más ricas del mundo. Sólo uno de aquellos nietos logró sobrevivir a las intrigas asesinas de sus hermanastros, para convertirse en el actual sultán: Maurobi.
Maurobi era un devoto musulmán, militante y fanático, y los ciudadanos de Sherhaben, ahora ricos, eran igualmente devotos. Ninguna mujer podía ir sin velo, no se podía prestar dinero con interés, no había una sola gota de alcohol en aquel sediento territorio desértico, como no fuera en las embajadas.
Hacía ya mucho tiempo, Yabril había ayudado al sultán a establecer y consolidar su poder, asesinando a cuatro de sus hermanastros más peligrosos. Debido a estas deudas de gratitud, y a su propio odio contra las grandes potencias, el sultán había estado de acuerdo en ayudar a Yabril en esta operación.
El avión que los transportaba a él y a sus rehenes aterrizó y rodó lentamente hacia la pequeña terminal de cristal, de un amarillo pálido bajo el sol del desierto. Más allá del aeropuerto había una infinita extensión de arena tachonada de torres de perforación petrolífera. Cuando el avión se detuvo, Yabril se dio cuenta de que el campo de aviación se hallaba rodeado al menos por mil hombres de las tropas del sultán Maurobi.
Ahora empezaría la parte más intrincada y satisfactoria de la operación. Y también la más peligrosa. Tendría que tener mucho cuidado y esperar a que Romeo estuviera finalmente situado en su puesto. Jugaría con la reacción del sultán ante su secreto, preparándose para dar su jaque mate final. No, esta vez no se trataba de un «trabajo árabe».
Debido a las diferencias horarias con Europa, Francis Kennedy recibió el primer informe sobre el asesinato del papa a las seis de la mañana del Domingo de Resurrección. Se lo entregó Matthew Gladyce, secretario de prensa, que estaba de guardia en la Casa Blanca durante la fiesta. Eugene Dazzy y Christian Klee ya habían sido informados y se encontraban en la Casa Blanca.
Francis Kennedy abandonó sus alojamientos, bajó la escalera y entró en el despacho Oval, encontrándose con que Dazzy y Christian ya le estaban esperando. Ambos parecían tener un aspecto muy sombrío. Allá lejos, en las calles de Washington, se escuchaba el prolongado ulular de las sirenas. Kennedy se sentó tras su mesa y miró a Eugene Dazzy, quien, como jefe de estado mayor, tendría que informarle. Pero, ante la sorpresa de Kennedy, Christian fue el primero en hablar.
—Señor presidente, el papa ha muerto —dijo—. Pero acabamos de recibir noticias aún peores. El avión en que volaba Theresa ha sido secuestrado y ahora va camino de Sherhaben.
Francis Kennedy sintió que una oleada de náuseas se apoderaba de él. Luego, escuchó la voz de Eugene Dazzy.
—Los secuestradores lo tienen todo controlado. No ha habido incidentes en el avión. En cuanto aterrice iniciaremos las negociaciones; haremos valer todos los favores que les hemos hecho y el resultado será positivo. No creo que sepan siquiera que Theresa estaba en el avión.
—Arthur Wix y Otto Gray se han puesto en camino —añadió Christian—. También lo están representantes de la CÍA, y Defensa, así como la vicepresidenta. Dentro de media hora le estarán esperando todos en la sala de gabinete.
—Muy bien —asintió Kennedy haciendo un esfuerzo por sonreír a los dos hombres—. ¿Hay alguna conexión? —preguntó. Vio que a Christian no le sorprendía la pregunta, aunque Dazzy no la comprendió al principio—. Entre lo del papa y el secuestro —añadió. Cuando ninguno de los dos contestó, terminó diciendo-: Espérenme en la sala de gabinete. Quiero estar un momento a solas. Ambos se marcharon. Francis Kennedy era casi invulnerable a los asesinos, pero siempre había sabido que no podría proteger por completo a su hija. Ella era demasiado independiente, y no permitía que él restringiera su vida. No le había parecido que eso constituyera un grave peligro. No podía recordar ningún caso en el que se hubiera atacado a la hija del jefe de una nación. Sería una mala iniciativa política y de relaciones públicas para cualquier organización terrorista o revolucionaria.
En cuanto su padre asumió el cargo, Theresa siguió su propio camino, prestando su nombre a grupos políticos radicales y feministas, afirmando su propia posición en la vida y distinguiéndola claramente de la de su padre. Él nunca había tratado de convencerla para que actuara de otro modo, para que presentara ante el público una imagen falsa de sí misma. Era suficiente con que él la quisiera. Y cuando ella visitaba la Casa Blanca para una breve estancia, siempre se lo pasaban bien juntos, discutiendo de política, analizando los usos del poder.
Los conservadores, la prensa republicana, los periodicuchos de mala fama, habían tomado fotografías con la esperanza de dañar a la presidencia. Theresa fue fotografiada participando en manifestaciones feministas, contra las armas nucleares y, en cierta ocasión, incluso manifestándose en favor de la creación de un Estado para los palestinos. Algo que ahora inspiraría artículos irónicos en la prensa.
Por extraño que pudiera parecer, el público estadounidense respondió con afecto a las actitudes de Theresa Kennedy, incluso cuando se supo que vivía con un radical italiano en Roma. Se publicaron fotografías de ambos paseando por las antiguas calles empedradas, besándose y cogidos de la mano, así como fotos del balcón del piso que ambos compartían. El joven amante italiano era agraciado, y Theresa Kennedy estaba muy bonita, con su cabello rubio, su sedosa piel pálida irlandesa, y los ojos azules y satinados de los Kennedy. Y su constitución larguirucha, envuelta en ropas italianas deportivas, la hacía tan atractiva que en los epígrafes que acompañaban a las fotografías nunca había mucho veneno.
Una foto de prensa en la que se la veía protegiendo a su joven amante italiano de las porras de la policía italiana, despertó sentimientos atávicos en los estadounidenses más viejos, con recuerdos de aquel largo y terrible día en Dallas. Ella era una heroína simpática. Durante la campaña, los reporteros de la televisión la habían arrinconado, preguntándole: «¿Está usted políticamente de acuerdo con su padre?». Si hubiera contestado que sí habría aparecido como una hipócrita, o como una niña dirigida por un padre ávido de poder. Si hubiera contestado que no, los titulares habrían indicado que ella no apoyaba a su padre en la carrera por la presidencia. Pero en ese momento demostró el genio político de los Kennedy. «Desde luego, él es mi padre —contestó, abrazando a su padre—. Y sé que es una buena persona. Pero si hace algo que no me guste, se lo criticaré lo mismo que hacen ustedes.» Salió estupendamente por la televisión. Y a su padre le encantó. Ahora, ella se encontraba en un peligro mortal.
Mientras recorría el despacho Oval de un lado a otro, Francis Kennedy se dio cuenta de que daría a los secuestradores cualquier cosa que le pidieran. Ese sería el mensaje que transmitiría, sin que importara lo que le dijeran sus asesores. Al infierno con el equilibrio político mundial, o con cualquiera de los otros argumentos que le expusieran. Este era el momento más adecuado para utilizar todo su poder, sin que importara lo que eso le costase. De repente, sintió un leve mareo y tuvo que apoyarse sobre la mesa, con una temerosa angustia. Pero luego, ante su sorpresa, supo que lo que sentía era rabia contra su propia hija.
Nada de todo esto habría sucedido si al menos hubiera permanecido cerca de él, si hubiera sido una hija más cariñosa y hubiera estado dispuesta a vivir con él en la Casa Blanca, si hubiera sido menos radical. ¿Y por qué había tenido un amante extranjero, un estudiante radical que quizá había dado información crucial a los secuestradores? Se rió de sí mismo. Estaba sintiendo la exasperación propia de un padre que deseaba evitarle problemas a su hija. La quería, y la salvaría. Esto, al menos, era algo contra lo que podía luchar; esto no era como la terrible, larga y dolorosa muerte de su esposa.
Eugene Dazzy apareció y le comunicó que ya estaban todos preparados. Le estaban esperando en la sala de gabinete.
Cuando Kennedy entró, todos los presentes se levantaron de sus asientos. Les hizo rápidamente señas para que volvieran a sentarse, pero ellos se arremolinaron a su alrededor, ofreciéndole su solidaridad. Kennedy se abrió paso hacia la cabecera de la larga mesa oval y se sentó en la silla, cerca de la chimenea.
Dos candelabros de luz blanca y pura blanqueaban el rico marrón de la mesa, arrancando destellos del negro de las sillas de cuero, seis a cada lado de la mesa, y de las otras sillas colocadas a lo largo de la pared del fondo. Había otros candelabros de luz blanca, encendidos en las paredes. Cerca de las dos ventanas que daban al Jardín Rosado había dos banderas, la de barras y estrellas de Estados Unidos y la bandera del presidente, un campo de azul oscuro lleno con estrellas pálidas.
El equipo de Kennedy tomó asiento cerca de él, dejando sobre la mesa oval sus cuadernos de información y sus hojas de memorándums. Más al fondo estaban los secretarios del gabinete y el jefe de la CÍA. Y en el otro extremo de la mesa se sentaba el jefe del Estado Mayor Conjunto, un general del ejército, con su uniforme completo que constituía un toque de color alegre entre los presentes, vestidos con colores más bien fúnebres. La vicepresidenta, Helen du Pray se sentaba en el extremo más alejado de la mesa, lejos de Kennedy, y era la única mujer presente en la sala. Llevaba un traje azul oscuro a la moda, con una blusa de seda de un blanco puro. Su agraciado rostro mostraba una expresión rígida. El olor del Jardín Rosado llenaba la habitación, introduciéndose a través de las pesadas cortinas y cortinajes que cubrían las puertas, con paneles de cristal. Por debajo de los cortinajes, la alfombra de color aguamarina reflejaba la luz verde en el interior de la sala.
Fue Theodore Tappey, el jefe de la CÍA, quien dio el informe. Tappey había sido en otro tiempo director del FBI, y no era una persona destacable ni con ambiciones políticas. Nunca sobrepasaba las atribuciones de la CÍA con proyectos arriesgados, ilegales o tendentes a construir un imperio. Estaba muy bien considerado entre el equipo personal de Kennedy, sobre todo por parte de Christian Klee.