Authors: Gonzalo Giner
Fernando comenzó a caminar a toda velocidad hacia El Corte Inglés.
—¡Atención a todos, el conejo se ha movido de la madriguera! ¡Carlos, Paco, seguidle sin que se os note! No le perdáis de vista.
El inspector había perdido la imagen de Fernando en el monitor cuando entró en la calle, por no contar con buena cobertura.
A esa hora los grandes almacenes estaban llenos de gente que aprovechaba los últimos días de las rebajas de enero. Así lo anunciaba un gran cartel en la puerta que Fernando casi ni vio, pues la atravesó a toda velocidad una vez que había comprobado en un directorio que la sección de oportunidades estaba en el semisótano. Los dos policías le seguían a escasa distancia.
Fernando localizó un ascensor con el indicador de bajada encendido y a punto de cerrar sus puertas. Se lanzó a la carrera para entrar en él. Los dos policías aceleraron el paso para tratar de entrar también, pero llegaron cuando las puertas ya se habían cerrado.
—¡Jefe, hemos perdido al conejo! Se nos acaba de escurrir en un ascensor y no sabemos en qué piso se puede bajar.
—¡Malditos inútiles! ¡Pero cómo le habéis dejado escapar! —El inspector jefe Fraga estaba enrojecido de furia—. ¡Todos los efectivos a las puertas de El Corte Inglés! Cubrid todas las salidas, y que cinco de vosotros entren para encontrar inmediatamente al conejo. ¡Y vosotros dos, repartíos por las plantas subterráneas!
El propio inspector abandonó la furgoneta a la carrera en dirección al gran almacén. Fernando se bajó en el semisótano y de un solo vistazo localizó unas estanterías donde se exponían prendas deportivas. Nada más llegar al pasillo que mediaba entre los dos aparadores de zapatillas, dos hombres le cerraron el paso. Uno de ellos, al que reconoció de inmediato como el palestino que le había encargado la daga de plata, se le acercó y empezó a hablar.
—¡Muy mal, señor Luengo! Le dijimos que no llamase a la policía, pero vemos que no nos ha hecho caso. Acaba de complicar terriblemente las cosas para todos. Me temo que lo ha estropeado todo.
—¿Cómo que policía...? Yo no he llamado a nadie... ¡Se lo prometo! —respondió Fernando buscando el rostro de Mónica por los alrededores.
—¡Bueno, déjese de excusas y deme el brazalete inmediatamente! —El hombre no tenía cara de muchas bromas.
—¿Y la chica?
—A la chica la hemos vuelto a llevar a un lugar seguro. En la plaza había muchos policías y nos arriesgábamos demasiado. ¡Deme usted el brazalete ahora y le prometo que podrá volver a ver viva a su chica!
—¡Yo no le doy nada si no la veo!
—Como usted quiera. Si no es por las buenas, será por las malas.
Fernando sintió la punta de un puñal que le pinchaba en un costado.
—Como grite, se lo clavo —le amenazó el otro desconocido.
Le agarraron cada uno de un brazo y lo arrastraron hasta uno de los probadores, sin que nadie reparara en aquella extraña escena. Se encerraron en uno que estaba vacío. Fernando, aterrado, y ante lo que le podía pasar allí dentro, gritó pidiendo socorro. El más grueso le propinó un fortísimo golpe en la cabeza con la culata de un revólver. Fernando perdió el conocimiento.
—¡Señor Luengo..., señor Luengo, despierte...!
Fernando empezaba a abrir los ojos; tenía un fuerte dolor en la cabeza. Estaba tumbado dentro de un probador, rodeado de tres hombres y de varias dependientas asustadas. Se había formado un gran corro de curiosos que trataban de asomarse por la puerta. La cara de uno de aquellos hombres le sonaba mucho, pero no era capaz de recordar de qué.
—Trate de levantarse despacio, ¡le han dado un buen golpe! Soy el inspector jefe Fraga. Me recordará usted de Segovia, cuando estuvimos en el taller de su hermana.
Fernando, instintivamente, se llevó una mano al bolsillo interior de la americana para buscar el brazalete. ¡Se lo habían quitado! El hombre, que reparó en su reacción, fue informado del objeto que aquéllos habían puesto como condición para el canje.
—¿Han cogido a los que me han hecho esto?
—Lo sentimos, pero se nos han escapado. Aquí hay demasiada gente siempre, incluso nos ha sido bastante complicado dar con usted. De hecho, ha sido una clienta la que le ha encontrado dentro del probador cuando ha ido a entrar en él.
Fernando estaba un poco aturdido, aunque trataba de entender la presencia de ese policía.
—Y ¿qué hace exactamente usted aquí, inspector?
—Muy fácil, tratar de protegerle y capturar a los secuestradores, como es función normal de un policía que se precie.
—¿Cómo ha sabido que se trataba de un secuestro?
—Nos llamó su amiga, doña Lucía Herrera, para ponernos sobre aviso. Créame que hemos puesto todos los medios para detenerlos, pero su entrada en estos grandes almacenes ha complicado su captura.
Empezó a sentir una incontenible furia hacia Lucía. El policía quiso convencerle de que ella había hecho lo correcto; pero para Fernando el resultado era que Mónica seguía en manos de los secuestradores, que ellos sabían que la policía estaba al tanto de todo y que todo eso podía empeorar aún más su, ya de por sí, delicada situación.
Accedieron a llevarle a su casa, pues deseaba relajarse allí de toda la tensión acumulada y hablar con Paula. Pero antes tenían que parar en una clínica para que le hicieran una pequeña revisión.
Salieron de los grandes almacenes, levantando una enorme expectación entre los muchos curiosos que se habían arremolinado alrededor de los probadores. Fernando llevaba un vistoso pañuelo ensangrentado con el que trataba de cerrar la herida todavía abierta que le había producido el arma. Se subió al coche del inspector y dejó las llaves del suyo a un policía para que lo retirara del aparcamiento y se lo acercara hasta su casa.
De camino le fueron tomando declaración, hasta que llegaron a su domicilio, en el barrio de los Jerónimos, donde el portero, nada más verle llegar, se le acercó profundamente preocupado y se interesó por todo lo que había pasado. Le anunció que los padres de Mónica habían llegado hacía cerca de una hora.
En el ascensor, Fernando pensaba cómo les iba a explicar lo sucedido, cómo iba a tranquilizarles si no tenía argumentos. En esos momentos él era el primero que temía seriamente por la vida de Mónica. Imaginaba con horror la tensa escena que se podría producir en su casa. Conocerles en esa situación y delante de la policía no era la mejor manera de empezar una relación.
No se encontraba con la seguridad suficiente para manejar emocionalmente los distintos ángulos de aquella situación. Se sentía fracasado, cansado y enfadado con Lucía.
El viejo ascensor subía hasta el ático acompañado de su habitual coro de crujidos y chasquidos. Uno de los policías miraba a un punto indeterminado entre el botón del tercero y el cuarto, mientras otro estaba entretenido interpretando un pequeño dibujo que alguien había hecho en la madera de una de sus paredes, seguramente con el extremo de una llave. El tercero no le quitaba el ojo de encima. Fernando se sentía tan agobiado que le tentaba la idea de salir corriendo escaleras abajo una vez que lo dejaran solo. Casi prefería que le detuvieran a tener que enfrentarse con la tensión que debía reinar en su casa.
Cuando el ascensor se detuvo en seco y salieron los cuatro comprobaron que la puerta de su casa estaba entornada. Decidió que Manolo debía haber avisado de su llegada desde el portal. Ahora ya no tenía escapatoria. Tragó saliva y entró el primero. Saludó en voz alta para que supieran que había llegado y entró hasta el vestíbulo, acompañado por el inspector Fraga y sus dos ayudantes. Uno de ellos era el policía joven que había estado en el taller de Paula. En un instante aparecieron por la puerta del salón los padres de Mónica, recién llegados de Pamplona, junto con Paula. Ella fue la que habló primero.
—¡Es terrible, Fer, estamos todos deshechos tras tu llamada! —Paula notó su violencia por verse delante de los afligidos padres y reaccionó con rapidez, presentándoselos—. Don Gabriel García y doña María, los padres de Mónica.
Fernando se acercó primero a la madre, que le recibió con un intenso abrazo, rompiendo inmediatamente a llorar, presa de los nervios. Fernando apenas se aguantaba las ganas de acompañarla. Estrechó la mano del padre con firmeza mientras estudiaba sus rasgos. Era evidente que Mónica los había heredado más de él que de su madre. Paula le abrazó con cariño, a la vez que le tocaba la herida de la cabeza que llevaba tapada con un esparadrapo.
—¿Te han hecho mucho daño?
Fernando le restó importancia y aprovechó el momento para invitar a todos a que pasasen al salón.
—¿Qué van a hacer ahora para recuperar a mi hija? —sollozaba la madre de Mónica, dirigiéndose a los policías.
—Por las descripciones que Fernando nos ha dado de los secuestradores sabemos que son extranjeros y uno de ellos palestino —respondió el inspector Fraga.
—Paula, ¡lo reconocí inmediatamente! —intervino Fernando—. Era el mismo que me encargó la famosa daga de plata el mes pasado.
El inspector jefe Fraga retomó la palabra y atribuyó la posible autoría del secuestro a los mismos que habían entrado a robar en el taller de Paula. En él habían localizado las huellas de uno de ellos y con la colaboración de la Interpol habían logrado su identificación. Se trataba de una mujer israelí, Raquel Nahoim, profesora de Historia Antigua de la Universidad Hebrea de Jerusalén, lo cual les había parecido un dato de lo más sorprendente. De los demás no sabían aún nada, pero sospechaban que debía haber algún español entre ellos que les diese la cobertura necesaria.
Hizo una pausa para observar los rostros de todos los presentes y continuó informando de que ya estaba en marcha una orden de búsqueda y captura para la mujer. Para el palestino también, aunque de él sólo tenían un primer retrato robot a partir de la somera descripción que les había dado Fernando.
—Pensando en su hija —miró a la madre—, creo que el hecho de que tengan el brazalete resulta positivo para la resolución del secuestro. Estoy convencido de que ese objetivo es el mismo que habrían tratado de conseguir en el taller de la platería. —El inspector Fraga clavó la mirada en los rostros de Fernando y Paula sin ocultar su desaprobación por no haber sido informado a tiempo de su existencia.
—¿Y mi hija? ¿Qué va a pasar ahora con mi hija? —insistía doña María.
El policía justificaba la todavía escasa información de que disponían, como natural consecuencia de la inmediatez del suceso. Les aseguró que se estaban poniendo los medios necesarios para lograr una rápida resolución del caso. Alertada desde un primer momento la Jefatura Superior de Madrid y con ella todos los cuerpos de seguridad del Estado, se había puesto en marcha un dispositivo especial para localizar a los secuestradores, con controles en cada una de las salidas de Madrid. Aunque su jurisdicción natural era Segovia, se había encargado personalmente del caso, en colaboración con sus colegas de Madrid. Intentó dejar claro que, dada la situación, se estaba actuando con suficiente rapidez, y para tranquilizar algo más a la mujer le avanzó que, por regla general, cuando los secuestradores conseguían el rescate solían liberar a la persona, aunque seguramente en este caso esperarían a que hubiera menor presión policial.
—¿Cómo podríamos ayudarles? —preguntó Fernando.
—En este momento, poco o nada. Desde luego, eso sí, si usted recuerda algún detalle sobre el hombre que le encargó la daga, debe decírnoslo. Pero ya le digo que en estos casos, desgraciadamente, no se puede hacer otra cosa que esperar, hasta...
—Ahora que recuerdo —le cortó Fernando—, en la joyería me dejó lo que parecía una tarjeta de visita con el texto que quería que le grabásemos. Pienso que al menos podría contener alguna huella dactilar.
—¡Perfecto! Eso es justo lo que necesitamos. —El inspector abrió su
walkie-talkie
y ordenó que alguien fuera de inmediato a la joyería Luengo.
—Creo que debería acompañarles. No recuerdo exactamente dónde pude guardarla, si es que lo hice yo. Posiblemente fuese Mónica, pero claro ahora...
A la madre se le saltaron las lágrimas al oír su nombre.
Aprovechando la marcha de la policía, los padres de Mónica abandonaron la casa de Fernando para acudir a la de su hija, donde esperarían cualquier novedad que se produjese.
Al cabo de dos horas Fernando entraba nuevamente en su casa, esta vez solo. Había encontrado la famosa tarjeta en un archivador y la policía se la había llevado al laboratorio para analizar sus huellas. Parecía furioso.
—Paula, ¿sabías que, sin consultar a nadie, Lucía avisó ayer a la policía? —Se tumbó en un sillón, agotado por la tensión que arrastraba desde hacía veinticuatro horas.
—No tenía ni idea. ¿Por qué estás tan seguro de ello? ¿Acaso has hablado con ella?
Fernando le contó lo que le había explicado el inspector jefe Fraga al recuperar la conciencia en los probadores, y que se había enfadado tanto que aún no la había llamado a Segovia para ponerle al corriente de lo ocurrido. Su decisión había complicado la situación mucho más, aunque ya era de por sí bastante difícil. Mónica seguía en manos de sus captores, ellos se habían quedado sin el brazalete, que parecía ser la única razón para el canje, y los secuestradores estaban alertados de que la policía estaba informada de todo, lo que con seguridad les pondría más nerviosos.
Paula le reconoció sus motivos para estar enfadado, pero tampoco le parecía justo mantener a Lucía sin saber nada. La justificó, quitándole importancia al hecho, alegando que sus intenciones habían sido correctas, y no creía justo que tuviese que pagar con las culpas, cuando los únicos responsables del problema eran los hombres que mantenían cautiva a Mónica.
No le dejó que la llamase él, viendo su falta de convicción y su persistente actitud de querer acusarla de lo ocurrido, ofreciéndose ella a hacerlo con la excusa de su más que evidente crisis de nervios.
—Hablaré yo con ella. Tú hazte una infusión para tranquilizarte un poco.
Lucia estaba al borde del infarto por la excesiva y prolongada falta de noticias cuando descolgó el teléfono de su despacho, al comprobar en la pantalla digital que se trataba de la casa de Fernando. Reconoció la voz de Paula. Esta le resumió lo que había ocurrido hasta el momento. Lucía lamentó el fracasado intento de recuperar a Mónica y el cariz que estaba tomando la situación debido al conocimiento de la presencia policial por parte de sus secuestradores.