La cruzada de las máquinas (51 page)

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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La cruzada de las máquinas
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—Estoy de acuerdo. —La sonrisa de Serena fue lacónica, como si no estuviera muy convencida.

Iblis se acercó un poco más.

—Lo he meditado en profundidad, Serena, y no os hago esta propuesta a la ligera. Creo que el siguiente paso para fortalecer nuestra Yihad es… que nos convirtamos en verdaderos compañeros a ojos de toda la humanidad libre. ¿Acaso hay dos personas que estén más hechas la una para la otra? Podríamos dar una gran ceremonia, cimentar nuestra influencia e impulsar la Yihad hacia el objetivo que debemos conseguir.

Iblis vio la reacción sorprendida de Serena, pero antes de que pudiera decir nada, insistió:

—Los dos seríamos mucho más eficientes si trabajáramos juntos. La gente nos vería como una entidad mucho más fuerte, un dúo invencible. Incluso Omnius temblaría ante la idea de la sacerdotisa y el patriarca unidos.

Aunque se sentía intimidado y a la defensiva, Iblis no dejó traslucir sus emociones. Era como si hubiera retrocedido dos pasos, y no sabía si podría volver a la posición anterior. Pero jamás le desvelaría a Serena el verdadero alcance de sus operaciones de seguridad, vigilancia y mercenarias, ni los terribles crímenes que había cometido en nombre de la Yihad.

Serena seguía sentada con rigidez, con el ceño fruncido, sin reparar según parecía en la proximidad de Iblis.

—Obviamente es imposible. Vos tenéis esposa. Y tres hijos.

—Eso tiene fácil arreglo. No la amo. Estoy dispuesto a hacer ese sacrificio por el bien de la Yihad. Camie lo entenderá. —
Se la puede comprar.
Tocó el brazo de Serena y siguió apresuradamente con las palabras que había ensayado—. Pensadlo… juntos podemos convertirnos en la fuerza motriz que la Yihad necesita. Podemos llevar nuestra guerra santa al siguiente nivel… la victoria última.

Fingió emocionarse… por la Yihad, claro, no por el beneficio personal que podía extraer de aquello. Iblis tenía muy claro que no llegaría a Serena con torpes intentos de seducción. La deseaba terriblemente, sobre todo porque era tan inalcanzable como una diosa. Pero se contuvo y cambió de táctica. La única forma de conseguir a aquella mujer —como esposa, como compañera y como subordinada— era convencerla con sus propios argumentos: haciéndole una propuesta de negocios.

Ella lo apartó de su lado.

—No me interesa el amor, Iblis. Ni el matrimonio. Ni con vos ni con ningún hombre. No me necesitáis.

Iblis frunció el ceño, intentando controlar la decepción. Aquello iba a ser muy difícil.

—No os hablo de un amor vulgar y corriente, sino de algo muchísimo más importante que nosotros, mucho más importante. Estamos destinados a ser compañeros en esta vital misión, Serena. —Retiró la mano, pero le sonrió, concentrándose en sus capacidades, esperando poder atraparla con su mirada hipnótica. Tenía que resolver el rompecabezas que era aquella mujer—. Solo vos y yo tenemos la suficiente determinación para ganar esta guerra.

Iblis nunca había hablado con tanta desesperación, y eso le enfurecía. Si lograba conquistarla, sería una gran victoria para sus aspiraciones políticas. Con Serena Butler bajo su control, ya nada se interpondría en su camino.

Pero la expresión de ella era fría, desinteresada. Se levantó del sofá para marcharse.

—Nuestra Yihad requiere vuestra completa atención. Y la mía. Utilizad vuestros encantos para congregar a la gente, Iblis. Sería un mejor destino para vuestras habilidades. Los dos debemos volver al trabajo, Gran Patriarca, y no perder el tiempo con estas tonterías.

Iblis se deshizo en cortesías e indicó a un asistente de la Yipol que la acompañara fuera, pero por dentro rabiaba. Le daban ganas de romper algo.

Jamás habría esperado que la bella y segura hechicera de Rossak fuera en su busca. Como si intuyera que había sido rechazado por otra mujer, aquella noche Zufa Cenva fue directamente a los alojamientos del Gran Patriarca y solicitó una
audiencia privada
.

Iblis se olvidó enseguida de Serena Butler.

A Zufa no le interesaban las otras mujeres de Iblis, ni su mujer política. Las hechiceras se dedicaban a estudiar árboles genealógicos y manipular patrones reproductivos, tratando de determinar los rasgos genéticos específicos que permitirían conseguir una elevada capacidad mental entre la descendencia femenina de Rossak. Zufa había tomado ciertas sustancias para potenciar la fertilidad —irónicamente, las había desarrollado y comercializado Aurelius Venport, que tantas veces le había fallado— y sabía que su cuerpo era receptivo.

Dado el carácter libidinoso de Iblis, supuso que él también lo sería.

Encontrar un macho con poderes telepáticos era extremadamente raro, casi imposible. Pero Zufa había reconocido las señales, y necesitaba la valiosa sangre de aquel hombre en su mundo. Con las dotes de ella y el historial de él, estaba convencida de que no sería difícil.

Y no lo fue…

Mientras yacían en la cama suspensora de Iblis, después de haber disfrutado al máximo de sus cuerpos, Zufa pensaba qué fascinante era aquel hombre. Incluso sin entender plenamente el origen de sus habilidades innatas y sin entrenamiento, había logrado asegurarse una posición de poder. Hacía un rato, cuando estaban haciendo el amor, la había nombrado Hechicera Suprema de la Yihad. Y prometió anunciar formalmente su nuevo título en el Consejo de la Yihad.

—Impresionante —había dicho ella jadeante, fingiendo estar sin aliento de tanta pasión—. Pero ¿tenemos que hablar de la guerra ahora?

—Siempre estoy pensando en la Yihad —dijo él—. Tengo que hacerlo, porque las máquinas pensantes nunca duermen. —Unos minutos después se quedó dormido.

A su lado, Iblis roncaba ligeramente, con su fornido brazo sobre el hombro de ella. Zufa se apartó con suavidad. Iblis había reconocido enseguida las ventajas de una alianza política con ella, de sumar el poder y la influencia de la hechicera de Rossak a su gran causa. A cambio, ella conseguía lo que necesitaba de él y, si hacía falta, siempre podía ir en busca de más. Lo comido por lo servido. Sin embargo, aquella sería una de sus últimas oportunidades biológicas de procrear. Para futuras misiones, seguramente tendría que enviar a una sacerdotisa más joven.

Pero a aquella hija la quería para ella.

Zufa se levantó de la cama y se quedó desnuda delante del espejo de cuerpo entero. Aunque era una mujer madura y ya había pasado la edad de tener hijos, su cuerpo seguía siendo bello, casi tenía una forma perfecta, como si la hubieran esculpido las manos de los dioses. En el reflejo, vio que Iblis se movía en la cama sin abrir los ojos.

¿Eres superior genéticamente, Iblis Ginjo?
Esperaba poder descubrir la respuesta por sí misma.

La reproducción humana no era una ciencia exacta, pero las mujeres de Rossak estaban convencidas de poder identificar los linajes más poderosos, controlarlos y hacer que dieran su fruto. Zufa había llevado un estricto control del tiempo, las hormonas y la ovulación para asegurarse de que estaba en un pico de fertilidad, y estaba convencida de que quedaría embarazada. Mediante la cuidadosa aplicación de unas sustancias especiales de Rossak conocidas solo por las hechiceras, tenía muchas probabilidades de que fuera una niña.

La canija de Norma había sido una gran decepción para ella; igual que Aurelius Venport, el compañero al que había elegido tan cuidadosamente y que, aunque todo parecía indicar lo contrario, al final había resultado ser un fracaso genético.

Esta vez será diferente.
Zufa se vistió a toda prisa y salió de los alojamientos del Gran Patriarca llena de esperanza. Aquella vez tendría una hija perfecta. La hija que siempre había querido tener.

Las hembras eran mucho más valiosas que los machos.

52

A todo el mundo se le puede derribar. Solo hay que descubrir cómo.

T
IO
H
OLTZMAN
, carta a lord Niko Bludd

Al menos el desastre ocurrió en el interior del laboratorio. Las paredes reforzadas contuvieron la explosión y nadie resultó herido, excepto unos pocos esclavos sin importancia. Holtzman decidió hacer cuidadosas modificaciones en sus registros para que lord Bludd nunca se enterara de aquello.

Años atrás, gracias a Norma Cenva, el savant había aprendido a no hacer demostraciones de ningún nuevo concepto antes de haberlo sometido a concienzudas pruebas. No quería más manchas bochornosas en su expediente.

Ansioso por acallar los chistes que circulaban entre los nobles de Poritrin porque el gran inventor se había quedado sin ideas, Holtzman había recuperado los viejos planos del generador de resonancia de aleación: un artefacto que había hecho volar un laboratorio entero hacía veintiocho años, había destruido un puente y había matado a muchos esclavos. Tenía que haber funcionado, haberse convertido en una poderosa arma que actuara directamente en los cuerpos metálicos de las máquinas pensantes. En aquel entonces, estaba tan impaciente por enseñárselo a lord Bludd que no lo probó antes.

Tardó años en borrar la mancha que aquel catastrófico fracaso dejó en su reputación.

A pesar de ello, el savant siempre había creído que la idea tenía mérito. Recientemente había entregado los viejos planos a su equipo de ambiciosos ayudantes, tras darles instrucciones de que lo hicieran funcionar.

Con los ojos inyectados en sangre, el pelo revuelto y un omnipresente olor a sudor rancio, los ayudantes habían vuelto a calcular, diseñar y construir el prototipo. Tio fingía revisar los planos con detenimiento, pero confiaba en lo que hacían los aprendices. Sin embargo, ahora que el artefacto
mejorado
había fallado de forma igual de explosiva que el anterior, se sentía pesimista. Por suerte, esta vez el savant podía mantenerlo en secreto, pero era un flaco consuelo.

Hacía ya muchos años, Norma Cenva le dijo que era un concepto equivocado, que no podía funcionar. La joven siempre parecía tan redicha cuando le hacía aquellas advertencias…, pero a lo mejor tenía razón.
De todos modos, ¿qué hace ahora?
Hacía tiempo que no la veía.

Naturalmente, Holtzman dio por sentado que seguía perdiendo el tiempo, que no hacía nada provechoso. Si hubiera hecho algún gran descubrimiento, sin duda él se habría enterado. A menos que lo mantuviera en secreto… como hizo cuando entregó la patente de los globos de luz a VenKee Enterprises.

Después de dejar que sus ayudantes recogieran y eliminaran el rastro del generador de resonancia de aleación, Tio cogió todos sus cuadernos de laboratorio
por motivos de seguridad
y más tarde los destruyó. Al renombrado inventor le gustaba pensar que controlaba su vida.

Aquella noche, antes de terminar su primer vaso de ron especiado de Poritrin, ya había decidido hacer una visita a Norma.

Aunque trataba de pasar desapercibida, Norma no podía ocultar un experimento que se hacía a tan gran escala. Tuk Keedair tenía unas rigurosas medidas de seguridad, pero aun así lord Bludd sabía dónde estaba su laboratorio, ya que se había enterado de que VenKee Enterprises había comprado una vieja nave de procesamiento de las minas en un cañón junto al afluente del río.

Así que Holtzman decidió ir a ver qué hacía, acompañado únicamente por dos ayudantes y dos dragones de la guardia. Si Norma causaba problemas, siempre podía volver más adelante… con refuerzos.

Con su manto blanco, el inventor fue río arriba en una lanzadera acuática, en dirección al cañón seco donde sabía que Norma realizaba sus misteriosos experimentos. Vio muelles vacíos y montacargas subiendo por el lado del peñasco hacia los edificios y cuevas que formaban su laboratorio de investigación.

—Con un complejo tan feo, no ha sido mala idea que lo haya escondido tan lejos —dijo su aprendiz.

Holtzman asintió.

—Norma no tiene ningún sentido de la estética. Pero eso no impide que su cerebro funcione.

Y eso me preocupa.

Los dragones y los ayudantes bajaron de la lanzadera y se dirigieron hacia los elevadores. Holtzman miró a su alrededor, atento al sonido distante de trabajos industriales. Lo que oía le recordó el estruendo de los astilleros que habían montado en el delta del río. Su frente se arrugó.

Cuando su montacargas llegó traqueteando a lo alto del precipicio, Holtzman y sus acompañantes se encontraron con una docena de guardas bien armados y de aspecto hosco que les cerraron el paso al complejo vallado.

—Esta es una zona protegida y privada. —Los guardas miraron a los dragones, con sus armaduras de malla dorada.

—¿Es que no ves con quién estás hablando? —dijo con descaro uno de los aprendices—. Abrid paso al savant Tio Holtzman.

Los dragones trataron de avanzar, pero los guardas mercenarios no hicieron el menor movimiento para dejarles pasar. Al contrario, les apuntaron con sus armas.

—Parece que habéis pasado muchas horas sacándole brillo a la armadura —dijo el jefe de los guardas—. No querréis que os las estropeemos con un disparo, ¿verdad?

Los dragones retrocedieron con incredulidad.

—¡Venimos aquí con la autorización expresa del mismísimo lord Niko Bludd!

—Eso no le da derecho a violar una propiedad privada. No es el dueño de todo el planeta.

—Ve a buscar a Keedair —dijo otro de los guardas—. Que se encargue él de esto.

Uno de los mercenarios corrió hacia los edificios. Holtzman echó un vistazo a través de la verja, vio un enorme hangar y algunos edificios anejos, junto con una riada de esclavos que transportaban piezas a una zona dedicada a la construcción en el interior de un almacén.

Ahí dentro están fabricando algo… algo muy grande.

En ese momento reparó en una mujer que tenía la estatura de un niño y que se acercaba, montada en una plataforma personal de suspensión. La mujer se dirigió hacia la verja, donde los dragones seguían enfrentados a los inmutables mercenarios.

—¡Savant Holtzman! ¿Qué hacéis aquí?

—Esa no es la pregunta que interesa, ¿no crees? —Se frotó la barba canosa—. Yo más bien preguntaría qué haces tú aquí. ¿Cuál es exactamente el trabajo que haces? He venido como colega para ver si podemos ayudarnos mutuamente en nuestra labor contra las máquinas pensantes. Y sin embargo veo que te comportas como si estuvieras haciendo algo ilegal.

En su juventud, Norma había pasado años trabajando obsesivamente en las modificaciones de sus ecuaciones originales. El concepto de
plegar el espacio
sonaba como una de las absurdas ideas de Norma. Aun así, aquella mujer extraña y modesta había demostrado su genio una y otra vez.

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