La cruzada de las máquinas (49 page)

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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La cruzada de las máquinas
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De fondo se oía el ruido de unas obras, mezclado con el zumbido de las naves espaciales que llegaban o partían. Utilizando una buena cantidad de donativos, el Consejo de la Yihad había encargado la construcción de una estatua titánica del santo Manion el Inocente, que daría la bienvenida a todas las naves que llegaran desde los peligros del espacio. A Iblis le recordaba las estatuas y monumentos colosales que los titanes hicieron construir para celebrar sus días de gloria.

Iblis contó veinticuatro subordinados con túnicas de color amarillo. En cuanto supo que venían, fue corriendo al puerto para recibirlos en persona. Todos los ayudantes parecían momias vivientes, con pieles secas y manchadas y pelo fino. Aquellos frágiles monjes andaban con una lentitud deliberada. Al frente del grupo, seis de los subordinados llevaban recipientes que contenían los cerebros vivos, mucho, mucho más antiguos que ellos mismos.

—Esta es una ocasión excepcional —dijo Iblis, y hablaba en serio. Sentía su corazón henchido—. Nunca pensé que tendría ocasión de conversar con los pensadores de la Torre de Marfil. Han pasado siglos desde la última vez que se os vio fuera del planeta helado de Hessra.

A diferencia de Kwyna, que vivió en la Ciudad de la Introspección, o incluso del sabio Eklo, que ayudó a promover la primera revuelta en la Tierra, aquellos pensadores de las
torres de marfil
habían querido aislarse totalmente de las distracciones de la sociedad. Vivían en un planeta lejano y olvidado, con la única ayuda de sus subordinados humanos. Dado que durante siglos habían podido dedicarse a la contemplación con total serenidad, aquellos cerebros se contaban entre los más sabios y destacables de toda la creación.

Y ahora aquellos pensadores aislados habían ido a Salusa Secundus. Ni en sueños habría podido imaginarlo.

Iblis se presentó como Gran Patriarca de la Yihad, un título poco familiar para los pensadores. Sonrió fascinado al acercarse a los contenedores cerebrales, extrañamente adornados.

—Tengo cierta experiencia con los de vuestra especie. En la Tierra, el gran Eklo me enseñó y me animó. Y aquí he recibido consejo de la pensadora Kwyna. Nuestra historia ha cambiado notablemente gracias a su influencia.

Uno de los subordinados arrugados alzó unos ojos llorosos. Con voz ronca dijo:

—Vidad y los demás pensadores no tienen ningún interés por influir en la historia. Solo desean existir, y meditar.

Iblis ordenó a sus asistentes que ayudaran a los monjes. Keats indicó a dos oficiales de la Yipol y a un voluntarioso grupo de transportistas que rodearan a aquellos inesperados y distinguidos invitados. Tanto revuelo pareció confundir a los subordinados.

—Por favor —le dijo Iblis a Keats—, busca unos alojamientos cómodos para los subordinados. Que disfruten de la mejor comida y tengan acceso a cualquier tratamiento médico o terapéutico que puedan necesitar.

El joven oficial asintió, y desapareció para ir a cumplir la orden. Uno de los monjes que llevaba uno de los contenedores cerebrales habló. Era un hombre menudo, con el rostro ovalado y pestañas largas y blanquecinas.

—No sabéis por qué estamos aquí —dijo con voz neutra.

—No, pero estoy ansioso por saberlo —repuso Iblis—. ¿Tenéis algo que vender? ¿Tengo yo algo que necesitéis?

Como todos los pensadores, aquellos dependían totalmente de sus subordinados humanos para mantener sus cerebros con vida. Ellos se ocupaban de todas las tareas necesarias para el mantenimiento de los contenedores cerebrales. Iblis no creía que fueran totalmente autosuficientes. ¿Tenían algún comercio secreto con… con los cimek, tal vez? La vida de los subordinados, totalmente aislados en Hessra, era realmente dura, y todos parecían demasiado viejos y frágiles incluso para respirar. Pero lo hacían.

El anciano habló con una voz susurrante y callada como el viento.

—Somos los últimos subordinados de Hessra. Vidad y los demás pensadores no deseaban que se les interrumpiera, pero mis compañeros monjes y yo sabemos que no viviremos mucho más. Debemos encontrar nuevos subordinados. —Parecía que se iba a caer redondo, pero sus brazos sostenían con firmeza el contenedor cerebral— . Cuanto antes.

Los ojos de Iblis brillaron.

—¿Y habéis traído a los pensadores con vosotros? Lo normal habría sido que os mandaran a vosotros solos.

El anciano monje bajó la mirada.

—Dada la gravedad de la situación, Vidad quería hacer la petición en persona. Si hacía falta. ¿Hay posibles candidatos en la Liga que deseen ofrecerse para este servicio?

A Iblis se le secó la garganta. De no haber tenido tantas responsabilidades, quizá se habría planteado hacerlo él mismo.

—Muchos de nuestros dotados eruditos os ayudarán de buena gana. —Sonrió e hizo una leve reverencia—. Os lo prometo, encontraremos todos los voluntarios que necesitéis.

Su cabeza ya había empezado a barajar posibilidades.

Iblis Ginjo tenía que ver a los pensadores de la Torre de Marfil en privado. Ningún hombre vivo había tenido una oportunidad como aquella, ni siquiera él. Sí, allí tenía a seis de los filósofos inmortales más brillantes.

Se dirigió hacia las habitaciones que había asignado a sus representantes, sonriendo con optimismo al recordar lo mucho que el pensador Eklo había cambiado su vida.

Hacía siglos, Vidad y sus compañeros se habían aislado para poder dedicarse a la contemplación ininterrumpidamente. ¡Cuántas importantes revelaciones habrían tenido en ese tiempo! No, no podía permitir que aquellos filósofos sin cuerpo se fueran sin conversar con él al menos una vez; lo conseguiría aunque tuviera que retenerlos allí contra su voluntad. Aunque esperaba no tener que recurrir a métodos tan drásticos.

¡Pero tenían que compartir sus conocimientos!

Dado que él era el hombre que se había prestado a buscar asistentes sustitutos para los pensadores, Iblis se presentó en los alojamientos de los dignatarios. Cuando ordenó que le abrieran, se encontró ante los viejos y achacosos subordinados y se le encogió el corazón al pensar en la situación tan apurada de los pensadores. ¿Y si sucedía algo en Hessra que aquellos hombres cadavéricos no podían resolver?

—Como Gran Patriarca, os prometo que encontraremos sustitutos adecuados, como habéis solicitado, hombres de talento que dedicarán su vida al cuidado de vuestros amos.

Los subordinados de túnicas amarillas hicieron una rígida reverencia. Sus ojos hundidos y rodeados de arrugas pestañeaban.

—Los pensadores de la Torre de Marfil aprecian vuestra ayuda —dijo el portavoz.

Iblis pasó al interior de la habitación, donde vio que los contenedores cerebrales descansaban sobre pedestales temporales. Su corazón latía con fuerza, tragó aire.

—¿Sería… sería posible que hablara con ellos?

—No —dijo el subordinado.

Dada su posición, Iblis Ginjo no estaba acostumbrado a que le contestaran de aquella forma.

—Quizá Vidad sabe quién es el pensador Eklo, que pasó sus últimos días en la Tierra. Yo le serví. Me comunicaba con Eklo, y él me ayudó a organizar la gran revuelta de los esclavos contra Omnius. —Los ancianos monjes no parecían impresionados.

Iblis prosiguió.

—Aquí, en Zimia, he pasado mucho tiempo interactuando filosóficamente con la pensadora Kwyna antes de que se cansara de la vida y se desconectara. —Sus ojos brillaban, y tenía la boca entreabierta, con una sonrisa esperanzada.

Tocando el electrolíquido de Vidad para transmitir su mensaje, su subordinado dijo:

—Otros pensadores interactúan con los humanos. Nosotros no vemos ningún beneficio en ello. Solo deseamos encontrar nuevos ayudantes y regresar a Hessra. Nada más.

—Entiendo —dijo Iblis—, pero quizá si solo es un momento…

—Incluso un momento nos distrae de nuestras meditaciones vitales. Buscamos la llave del universo. ¿Acaso deseas negarnos eso?

Iblis sintió pánico.

—No, por supuesto que no. Os pido disculpas. No deseaba ser irrespetuoso. En realidad, si he hecho esta petición ha sido por el gran respeto que os tengo…

Los subordinados esqueléticos se levantaron para cumplir el deseo de los pensadores de estar solos.

Iblis retrocedió desairado.

—Muy bien. Me encargaré de escoger personalmente a los subordinados más adecuados.

Cuando la puerta se cerró tras él, los engranajes de su mente empezaron a trabajar. Aquellos pensadores eran demasiado complacientes, demasiado inconscientes para ver la importancia real del universo. Vidad podía ser un eminente filósofo, sí, pero seguía siendo ingenuo y ciego. Él y los suyos eran tan nocivos como la minoría de opositores a la Yihad, eran incapaces de reconocer lo que de verdad importaba.

Pero los pensadores… tenía que hacerles cambiar de opinión, tardara lo que tardase.

Tendría que escoger a sus candidatos con mucho cuidado y darles instrucciones muy explícitas. Había mucho en juego. Su misión sería sutil, pero crucial para ganar la Yihad y asegurar la supervivencia de la raza humana.

Sus ropas normalmente discretas de la Yipol habían desaparecido, e incluso su uniforme, que rara vez se ponía. Keats estaba incómodo con las túnicas amarillas que los pensadores de la Torre de Marfil le habían proporcionado.

Iblis estudió a su leal asistente y asintió con gesto de aprobación.

—Keats, tienes un aspecto apropiadamente pío. Los pensadores te considerarán a ti y a los otros voluntarios que he escogido unos sustitutos aceptables. —La sonrisa del Gran Patriarca se hizo más amplia—. No tienen ni idea de dónde se están metiendo. Todos habéis recibido instrucciones, por supuesto, pero tú eres mi hombre de confianza. Procura que los demás no se desmanden, y actúa con sutileza. Tómate tu tiempo.

Keats frunció el ceño, haciendo que su rostro ovalado se arrugara, se pasó las uñas sobre la túnica amarilla.

—A juzgar por la larga vida de los hombres a quienes vamos a reemplazar, tendremos tiempo de sobra. —Dio un hondo suspiro, y sus hombros temblaron—. Me siento como si me mandaran al exilio, señor. Aquí podría hacer cosas mucho más importantes por la Yihad…

Iblis apoyó una mano en el hombro del joven y lo estrujó paternalmente.

—Muchos pueden ocuparse de esas triviales tareas, Keats. En cambio tú eres el mejor cualificado para esto, como has demostrado con tu talento como investigador e interrogador.

—Pero también sé que vos os consideráis un estudioso de la filosofía, y por eso sois la persona ideal para estos pensadores aislados e inconscientes. Vos debéis trabajar con ellos, suavizarlos, hacerles comprender lo mucho que necesitamos su apoyo en esta lucha.

Los dos hombres caminaron hasta la ventana de la torre donde el Gran Patriarca tenía su despacho y una vez allí miraron abajo, a las bulliciosas calles de Zimia. En el parque conmemorativo, la pesada y congelada figura de un guerrero cimek abandonado se erguía como un espectro en la luminosa tarde. Macizos de flores y esculturas adornaban algunos de los cuadrantes de la ciudad que habían resultado dañados en el ataque de hacía veintinueve años.

—Sé que hay muchas cosas que añorarás de Salusa Secundus —dijo—, pero tienes una oportunidad que a pocos humanos se les ofrece. Pasarás los próximos años recluido con algunas de las mentes más extraordinarias que ha producido la raza humana. Lo que tú aprendas de estos pensadores sobrepasará la experiencia de cualquier hombre normal. Serás una de las pocas personas que en el último milenio habrán podido conversar con Vidad y sus compañeros.

Keats seguía sin verlo claro.

Iblis sonrió y su mirada pareció perderse en la distancia.

—Recuerdo mis peregrinaciones para visitar al pensador Eklo en la Tierra. En aquel entonces yo no era más que un capataz de esclavos, pero por alguna razón el pensador vio el potencial que había en mí. El antiguo cerebro se comunicaba conmigo. Hasta me permitía sumergir los dedos en el electrolíquido que mantenía con vida su mente y comunicarme directamente con él. Una bendición. —Se estremecía solo de recordarlo—. Omnius está lleno de datos, pero la supermente no tiene capacidad de comprender. Todo son frías valoraciones y proyecciones, respuestas a estímulos. Pero un pensador… un pensador posee la auténtica sabiduría.

Keats se irguió, orgulloso por la inmensa responsabilidad que el Gran Patriarca le encomendaba.

—Yo… entiendo.

Iblis lo miró.

—En cierto modo te envidio, Keats. Me gustaría no tener las obligaciones que tengo para con la Yihad y poder pasar los próximos años como pupilo, arrodillado junto al contenedor cerebral de un pensador. Pero esa tarea te corresponde a ti. Sé que estarás a la altura.

—Lo haré lo mejor que pueda, Gran Patriarca.

—Piensa que eres libre de aprender mientras sirvas a los pensadores. Pero debes ser inteligente y flexible. Ábreles los ojos… figuradamente, claro. Los pensadores de la Torre de Marfil han dejado atrás demasiadas cosas. Tú y tus compañeros tenéis la misión secreta de hacer que dejen de ser neutrales y se conviertan en aliados de nuestra guerra santa.

Acompañó a su fiel asistente hasta la puerta.

—Serena Butler os dará su bendición antes de que partáis. Luego harás el viaje más importante de tu vida.

Serena bendijo a cada uno de los monjes subordinados recién designados, aunque Iblis los había escogido mucho antes de informarla. La sacerdotisa de la Yihad —a pesar de que últimamente participaba de forma más activa— no cuestionó su decisión, aunque Iblis se aseguró de que no conociera los detalles.

Al menos no había tratado de asumir también aquella responsabilidad. En los últimos meses, desde que él volvió de su extraña reunión con la titán renegada Hécate, Serena le había apartado de muchas cosas que ya funcionaban muy bien antes de su intervención.

Así que Iblis había estado devanándose los sesos, buscando la forma de volver a asegurarse el poder. Ya casi hacía veinte años que se había casado con la carismática y adorable Camie Boro por su linaje imperial. Pero cuando se unió a ella todavía no sabía que la descendiente del último emperador en realidad no pintaba gran cosa en la Liga de Nobles. Se había convertido en una simple pieza que exhibir en ocasiones importantes.

Mientras observaba cómo Serena cumplía admirablemente con su deber, Iblis se sintió maravillado. La sacerdotisa de la Yihad habría sido una compañera mucho más apropiada para sus ambiciones. Era una pena desperdiciar tanto poder.

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