Read La cruzada de las máquinas Online
Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson
Tags: #Ciencia Ficción
La única certeza en la vida es que moriremos y la única certeza en la muerte es su aterradora imprevisibilidad.
Dicho de la Vieja Tierra
En el trigésimo sexto año de la Yihad que llevaba el nombre de su nieto asesinado, el viejo Manion Butler murió entre sus queridos viñedos. El tiempo era frío y el virrey retirado temía que helara. La tierra estaba endurecida y seca, pero él se empeñó en salir al alba hacia las viñas con su pala.
Tenía ya ochenta y cuatro años y, aunque podía confiar tales labores a sus trabajadores, a Manion le pareció que era importante que él mismo saliese a cubrir con paja la base de las delicadas cepas. Siempre había trabajado duro, y atendía sus viñas y olivares con la misma dedicación con la que había trabajado durante sus largos años de servicio en el Parlamento.
Como un caballo campeón, al viejo Manion no se le pasó por la cabeza reducir su ritmo de actividad, o pensar que las prisas por terminarlo todo en una mañana tal vez fueran exageradas.
Xavier se había acostado tarde, contento de estar en casa con su esposa y con Wandra, su hija más joven, que ya tenía ocho años. Se acurrucó junto a Octa en la cama, acostumbrándose de nuevo al contacto con su cuerpo, a su cercanía. Pero el primero nunca había sido un hombre ocioso. Se levantó temprano, desayunó y se puso unas viejas ropas de trabajo.
Habían pasado ocho años desde que la revuelta de los esclavos de Poritrin provocó la destrucción de la ciudad de Starda y la pérdida de tantas vidas humanas. Y desde que la inesperada rebelión cimek liderada por Agamenón llevó al caos a los Planetas Sincronizados y desvió la atención de Omnius.
Mientras los despiadados intentos de conquista de las máquinas se dispersaban, la Yihad continuaba su laborioso periplo. Xavier dirigió incontables incursiones en territorio sincronizado, protegió colonias vulnerables y atacó las naves de guerra robóticas siempre que se le pusieron a tiro.
Sin embargo, cuando volvía a casa disfrutaba trabajando en los campos y viñedos de la propiedad de los Butler, donde intentaba distraerse y encontrar un poco de paz interior en aquel universo en guerra.
Salió a la fresca luz de la mañana, se puso unos guantes gruesos y, sonriendo, echó a andar para reunirse con el anciano y ayudarle a terminar de proteger las viñas. Xavier llegó a tiempo de ver que Manion se detenía de pronto y se tambaleaba, como desorientado. El anciano aferró el mango de la pala intentando mantenerse en pie, pero su rostro se crispó y se tiñó de un color ceniciento; al final cayó desplomado al suelo.
Gritando, Xavier corrió hacia su suegro, pero ya no podía hacer nada por él.
—Ahora hemos perdido a dos Manion —dijo la madre de Serena; las lágrimas caían por su rostro curtido y la imagen que devolvían las ondas del estanque de la Ciudad de la Introspección era la de una anciana.
La abadesa Livia Butler siempre había aparentado mucho menos de ochenta y un años, pero la muerte de su marido la había hecho envejecer terriblemente. A pesar de su estoica serenidad y de la elegante túnica de contemplación que vestía, Livia estaba encorvada en su asiento, como un árbol separado de sus raíces.
Serena estaba sentada junto a su madre en un banco, al borde del estanque. Manion había muerto pacíficamente después de una vida satisfactoria.
¡Si hubiese vivido para ver el final de aquella desgraciada guerra!
El dolor de la tragedia no se había apaciguado a pesar de los treinta y cinco años de la Yihad. A veces llegaba la noticia de que poblaciones enteras habían sido borradas del mapa, como en Chusuk o en la matanza de Honru; otras, la pena era mucho más personal. Serena nunca renunciaría a su juramento de liderar la lucha contra las máquinas pensantes, pero a veces le habría gustado poder entregarse a la meditación, y a su pena. Había pensado en ir a Zimia para meditar junto a uno de los numerosos santuarios públicos rodeados de flores. Pero no tenía ganas de ver multitudes.
Serena alzó la vista hacia el mausoleo donde se conservaba el cuerpo de su hijo, en lo alto de una pendiente cubierta de hierba. Su pequeño era el símbolo inocente del espíritu humano, la antítesis de la crueldad y la falta de humanidad de las máquinas.
—Sí —dijo—, ahora hemos perdido a dos Manion. Pero la Liga y su Yihad tendrán que seguir adelante sin ellos —concluyó, aunque sentía que uno de los pilares más importantes de la Liga de Nobles se había hecho añicos.
Serena tomó la mano de su madre para reconfortarla y ella respondió con un apretón, cada vez más enérgico y apremiante. Los ojos de Livia se dilataron y gimió con un dolor que iba mucho más allá de la tristeza. Serena trató de sostener a su madre, pero la anciana se desplomó junto al estanque. Serena se arrodilló y la sujetó por los hombros mientras gritaba pidiendo ayuda.
Durante un momento terriblemente largo, Serena miró los ojos abiertos y sin vida de su madre. Aunque Livia y Manion Butler habían vivido separados durante muchos años, ocupado cada uno en sus propios intereses, siempre estuvieron unidos por un vínculo invisible. Llevaban casados más de medio siglo.
Livia había ido a reunirse con su querido esposo.
Aunque apenas durmió esa noche, Serena desempeñó sus obligaciones cotidianas con energía. Más tarde, el Gran Patriarca le dijo que parecía más fresca e inspirada que nunca, como imbuida de un nuevo poder.
Su sensación de vacío se había transformado en ira, como si hubiesen conectado un interruptor en su mente. Las máquinas pensantes, las odiosas e irrazonables máquinas, le habían arrebatado demasiadas cosas. Había perdido más de lo que podía expresar con palabras.
Después de tantos años, se sentía defraudada porque la lucha aún no había terminado. Sin duda tenía que ver con alguna flaqueza humana, con su falta de decisión. Tenía que cambiar aquello como fuera.
La sacerdotisa de la Yihad deseó desesperadamente poder pedir consejo a su madre, una vez más, o a la pensadora Kwyna. Ahora, más que nunca, necesitaba sabiduría. Pero ¿dónde la encontraría?
Después de mucho pensar, decidió que había llegado el momento de hacer algo nuevo, de cambiar los parámetros. Ocho años atrás, Iblis Ginjo y ella misma habían proporcionado generosamente nuevos subordinados para los pensadores de la Torre de Marfil. Los voluntarios, cuidadosamente seleccionados, habían tenido tiempo de sobra para convencer a Vidad y a sus cinco camaradas filósofos de que compartieran sus conocimientos. Ya estaba cansada de esperar.
Sintió un escalofrío. Si los pensadores se negaban a venir, no tendría más remedio que ir ella.
Mientras se ultimaban los preparativos para el doble funeral de Estado del virrey retirado y la abadesa, las calles se llenaron de caléndulas de color naranja, flores que testimoniaban el pesar del pueblo. Serena miraba desde la ventana. ¡Había tantas personas que la seguían ciegamente a pesar de los riesgos! Vorian Atreides había regresado para informar al Consejo de la Yihad de sus esfuerzos por reforzar a los Planetas No Aliados y había traído la noticia de otra colonia humana destruida sin motivo, esta vez en las minas del planetoide de Rhisso. Su informe causó gran consternación. Al parecer, habían bombeado un gas somnífero en las cúpulas atmosféricas y secuestraron a la mayoría de los colonos antes de destruir las instalaciones.
Vor terminó su informe de pie ante Serena. Iblis Ginjo escuchaba con expresión afligida, pero Serena advirtió cierto brillo en sus ojos, como si para él aquello fueran buenas noticias. Aquel hombre despertaba en ella emociones encontradas. A pesar de que algunas de sus acciones eran cuestionables, sabía que el entusiasmo del Gran Patriarca por la Yihad jamás decaería. Por un momento, Serena apartó la mirada, inquieta, y luego volvió a fijarla en él. Esta vez solo vio tristeza en su rostro.
Vor creía que las máquinas se habían llevado a la gente de Rhisso como esclavos a algún planeta distante donde necesitaban mano de obra. Parecía una explicación razonable, pero Serena no acababa de encontrarle sentido.
—El informe que ha traído el primero Atreides sin duda encenderá los ánimos del pueblo en toda la Liga y recibiremos un nuevo aluvión de reclutas para nuestro ejército —dijo Iblis con intención de consolarla—. No creáis que estáis sola, Serena.
Pero Serena estaba furiosa, y llena de energía. Sí, la noticia de aquel desgraciado incidente exasperaría al populacho, como pasó con el de Chusuk, pero con eso no bastaba. Tal vez incluso provocaría una nueva oleada de protestas contra el conflicto. Ya habían pasado más de treinta años desde la destrucción del Omnius-Tierra.
¿Por qué no hemos obtenido aún la victoria?
—Ojalá dispusiera de miles de millones de apasionados combatientes en vez de solo unos pocos millones. Pero hay otra manera de ganar. —Alzó la cabeza y miró a Iblis con decisión—. Y pienso empezar consiguiendo nuevos aliados. ¡Aliados poderosos!
La línea que separa la vida de la muerte es delgada. Solo un latido o un aliento separan al humano de la oscuridad eterna. El hombre que entiende esto está dispuesto a arriesgarse. Si reclutara soldados para la Yihad, enseñaría este concepto y lo explotaría al máximo.
E
RASMO
, archivos de laboratorio
—Esto me va a doler más a mí que a ti —dijo Erasmo mientras tendía al muchacho boca arriba en la mesa de laboratorio—. Créeme, es por tu bien.
Gilbertus no se resistió.
—Confío en usted, señor —dijo, pero, a pesar de todo, su mirada nerviosa se paseó por la sala mientras Erasmo le sujetaba las muñecas, los tobillos y el torso a la mesa. El joven había visto los suficientes experimentos del robot independiente para saber que no sería una experiencia agradable.
Erasmo acercó un carrito cargado de tubos llenos de líquidos brillantes, bombas neuromecánicas y máquinas equipadas con sensores y agujas largas y afiladas. Infinidad de agujas.
—Es importante que lo haga —dijo. Tiró de uno de los brazos de metal flexibles que salían del carrito y lo pasó sobre el torso del muchacho. Tenía que haberle pedido permiso a Omnius para hacer aquello, pero no quería tener que explicarle sus motivos.
Algunas cosas es mejor mantenerlas en secreto
, pensó.
—Me gustaría que después me describieras qué has sentido. Tengo mucha curiosidad.
—Lo intentaré, señor Erasmo —dijo el muchacho con cierto nerviosismo.
Unas agujas de acero salieron del brazo flexible y se hundieron en el cuello y el pecho del joven, buscando órganos internos específicos. Él jadeó e intentó gritar, pero trató de soportar el dolor. Su expresión y su evidente sufrimiento entristecieron a Erasmo. El robot nunca había sentido remordimientos mientras observaba las reacciones de dolor en los sujetos de estudio, pero Gilbertus era más que un simple experimento.
Relegando sus sentimientos a una subrutina menor, el robot ajustó los mandos para aumentar el dolor del sujeto paulatinamente. Tenía que seguir todos los pasos.
—Terminaremos enseguida; y me disgustaría mucho que murieses justo ahora.
Gilbertus se debatía y se retorcía pero no podía escapar. Solo sus gritos salían libremente y resonaban por las paredes del laboratorio. Sus labios crispados dejaban ver los dientes apretados y manchados de sangre, porque se había mordido la lengua.
El robot soltó algunos de los tópicos que había aprendido de los humanos.
—Ya verás como todo va bien. Es por tu bien. Sé valiente, muchacho.
Finalmente, el cuerpo de Gilbertus se relajó, y quedó sumido en la seguridad de la inconsciencia. Erasmo redujo los niveles gradualmente y apagó la máquina extensora de la vida. Una consola mostró que las constantes vitales del sujeto mejoraban. Gilbertus era joven y fuerte, y después de aquello aún sería más fuerte.
Sus párpados temblaron y se abrieron. Al ver el sonriente rostro de metal líquido del robot esbozó una débil sonrisa.
—Confías en mí, ¿verdad? —preguntó Erasmo mientras cubría las heridas con parches cicatrizantes.
—Por supuesto, señor Erasmo. —Apenas se le oía, y escupió sangre en el cuenco que el robot le puso delante—. Pero ¿cuál era el propósito de esta… prueba? ¿Ha aprendido algo?
—Te he llevado hasta el borde de la muerte y te he hecho volver. Es mi regalo. —Soltó las correas—. Se trata de un procedimiento desarrollado durante los tiempos del Imperio Antiguo y que se ha mantenido en secreto en los Planetas Sincronizados. Los cimek lo utilizan para mantener su salud orgánica. Ahora yo te he dado vida, Gilbertus, vida en el mismo sentido en que tus padres te la dieron. Tu cuerpo biológico conservará su salud durante siglos, posiblemente más si te cuidas. Desgraciadamente, tu umbral de dolor es muy bajo y no he podido aplicarte una dosis mayor.
—Entonces ¿le he fallado?
—En absoluto. No eres culpable de tus debilidades humanas.
—Ahora me siento casi como una máquina pensante —dijo Gilbertus, incorporándose con dificultad. Bajó las piernas de la mesa, pero cuando intentó ponerse en pie se tambaleó. Erasmo tuvo que ayudarle a mantener el equilibrio.
—Las máquinas y los humanos tienen distintas capacidades.
Los ojos del chico empezaron a brillar cuando entendió las consecuencias del tratamiento que acababa de recibir.
—Prometo que haré que se sienta orgulloso de mí, señor Erasmo.
—Ya lo estoy, mi muchacho.
Una leyenda puede ser tanto una herramienta para la enseñanza como un gran peligro, no solo para sus seguidores, sino para el mismo sujeto de la leyenda.
C
HIROX
,
Diarios de un maestro de armas
Muy por encima del inquieto océano, un hombre escalaba la pared del acantilado iluminada por la luna con la misma facilidad con que correría en terreno llano. Se impulsaba vigorosamente apoyándose en salientes y fisuras de la roca sin dar un mal paso, siempre avanzando. Abajo, las aguas del mar de Ginaz rompían contra los traicioneros arrecifes rocosos.
Pero Jool Noret no caería; nunca le había sucedido. Durante nueve años no había dejado de arrojarse a las fauces de la muerte, y la muerte siempre lo escupía.
El más extraordinario de los mercenarios vestía un traje blanco de combate —sin mangas, con pantalones hasta la rodilla— que no le protegía pero que le daba total libertad de movimientos. Un pañuelo negro ceñía su cabeza, a la manera de los antiguos guerreros ronin de la Vieja Tierra. Aunque le traía sin cuidado impresionar a los espectadores, Noret vestía el traje blanco para que pudieran seguir su avance por la pared de roca desnuda.