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Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

La costurera (76 page)

BOOK: La costurera
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En la comida Emília no respondió a las preguntas de los periodistas. Apenas podía levantar las manos para espantar las moscas de su boca y su pelo. La señora Coímbra la miraba perpleja. Cuando la anciana hablaba, Emília apenas podía escucharla. La señora Coímbra le repitió las preguntas varias veces antes de llegar a la conclusión de que Emília era víctima de una insolación. Comunicó esto a Degas y al doctor Duarte, que se turnaron para analizar la tez pálida de Emília.

—¡Tiene que ver a nuestro médico! —sugirió el doctor Duarte, agarrando del hombro a Eronildes—. El la curará.

4

El doctor bajó tres de las portezuelas de su carpa médica para dar privacidad a Emília. La decencia, sin embargo, exigía que una de ellas, la cuarta, permaneciera abierta. Un soldado se quedó de pie junto a esta abertura, de espaldas al área de la consulta médica. Se le había ordenado que mantuviera alejada la fila de flagelados enfermos hasta que doña Emília de Coelho hubiera sido reconocida. La enfermera de Eronildes también permaneció en la carpa. Puso un paño mojado en el cuello de Emília y le sirvió un vaso de agua amarilla con gusto amargo. En el almuerzo, Emília no había rechazado las preocupaciones sobre su salud de la señora Coímbra. Le dijo que se sentía mareada y que tenía un ligero dolor de cabeza, pero se aseguró de no exagerar sus dolencias… Si se declaraba demasiado enferma, Degas tendría que acompañarla a la carpa de Eronildes.

Se sentó en un taburete. La tela mojada en el cuello la alivió. La humedad chorreó por la parte de atrás de su vestido, haciendo que la tela se pegara a su piel. Cuando terminó de tomar el agua, el doctor Eronildes cogió el vaso.

—¿Puedo? —dijo él, señalándole la frente. Emília asintió con la cabeza.

Puso sus dedos largos y frescos en la frente de ella.

—Usted está sudando, y eso es una buena señal. No tiene la piel roja ni seca.

La enfermera le alcanzó un estetoscopio.

—Por favor —dijo él, señalando los botones de arriba del vestido de Emília. Emília desabrochó dos de ellos. El extremo redondo y metálico del estetoscopio estaba frío al tocarle el pecho. El doctor Eronildes escuchó.

—Su corazón está latiendo rápido —informó, retirando de sus orejas los auriculares del estetoscopio—. Creo que necesita descanso…

Llegó un grito desde la carpa contigua, la tienda privada del médico. Fue un grito agudo y apremiante. Eronildes se irguió. La enfermera abandonó aquella carpa y se dirigió a la otra. Cuando descorrió las portezuelas, Emília vio a una vieja criada que fumaba en pipa cantándole a un bulto que tenía en sus brazos.

—Me he hecho cargo de un niño —informó Eronildes.

—Eso es muy bondadoso —dijo Emília—. ¿Su madre murió?

—No. Pero supongo que para ella es como la muerte tener que entregar a su único hijo.

A Emília empezó a dolerle la cabeza realmente.

—¿Por qué haría eso la madre?

—Ella sabía que no podría sobrevivir con ella. Era demasiado peligroso.

—¿Y no es peligroso que se quede con usted en este campamento?

—No puede quedarse conmigo durante mucho tiempo —respondió Eronildes—. Prometí entregárselo a su tía.

La enfermera regresó. Hizo un gesto con la cabeza para indicar que el niño estaba bien. Emília observó el espacio entre las dos carpas, la línea torcida de las portezuelas de tela.

—¿Cómo la encontrará? —quiso saber ella.

Sin pedirle permiso, el doctor Eronildes presionó suavemente las yemas de sus dedos en el cuello de Emília, palpando las glándulas debajo de la mandíbula. Se inclinó, acercándose.

—Ya la he encontrado —susurró.

El niño dejó escapar otro grito. Emília se puso de pie. La tela húmeda se deslizó de su cuello y cayó al suelo.

—¿Le gustaría conocerlo? —prosiguió Eronildes.

—Sí.

El médico dio unos pasos hacia la portezuela de la carpa y la abrió. Emília vaciló.

—Ya tiene cinco meses —la informó Eronildes—. No estaba seguro de que fuera a sobrevivir, pero lo consiguió. Es terco. Decidido, como su madre.

Emília miró a la enfermera, al soldado de guardia, a las delgadas paredes de tela de la carpa. En silencio los maldijo a todos. Había tantas preguntas que quería hacer…, pero no podía.

—¿La conocía usted bien? —preguntó—. A la madre, quiero decir.

Eronildes dejó caer la portezuela. Bajó la mirada hacia sus botas polvorientas de ranchero.

—Hay gente a la que uno nunca llega a conocer. No de verdad. Pero la admiraba, y le tenía lástima.

Emília asintió con la cabeza. Rápidamente abrió la portezuela y se agachó para entrar.

Pasaron varios segundos antes de que sus ojos se adaptaran a la penumbra del lugar. A pocos pasos delante de ella, el niño no dejaba de moverse en los brazos de su niñera. Tenía la cara roja y estaba llorando. Emília se sintió como si estuviera de nuevo en el vagón del Ferrocarril Gran Oeste, avanzando pero sin saber por qué ni cómo. De pronto estuvo delante de la criada. Todo el cuerpo del bebé parecía enrojecido, la piel delgada como una película. Sobre sus párpados y sobre el vientre, Emília vio una red de venas, como hilos rojos y gruesos trazos azules. Tenía los puños apretados. Le temblaban los labios y luego los abrió para dejar escapar un grito tan agudo y fuerte que la sobresaltó. La criada lo puso en los brazos de Emília. Se sacó la pipa de la boca y habló por encima de los gritos del niño.

—Su nombre es Expedito —dijo—. Así es como su madre quiere que se llame.

5

La señora Coímbra lo llamó «hijo de la sequía». Las monjas lo llamaron «huérfano». Los periodistas de la delegación lo apodaron «el abandonado». Los fotógrafos usaron sus últimos rollos de película para registrar a Emília acunando al bebé en sus brazos en el andén de Río Branco. A un lado estaba la señora Coímbra; al otro, el doctor Duarte y Degas. Detrás de ellos, tenso como un caballo listo para salir corriendo de su establo, estaba el tren del Ferrocarril Gran Oeste que los llevaría de vuelta a Recife.

El viaje había sido un éxito. Dos días en el campamento de Río Branco le dieron al doctor Duarte cientos de mediciones craneales para comparar y analizar. El viaje ofreció una imagen positiva del presidente Gomes a las mentes de los habitantes del campamento, que habían colocado retratos del «Padre de los Pobres» en sus tiendas. Las monjas de Nuestra Señora de los Dolores habían cumplido su objetivo de ayudar a los pobres y la señora Coímbra había cumplido con su deber en nombre de la Sociedad Princesa Isabel. Los delegados del gobierno regresaron a Recife con un plan para reiniciar el proyecto de la carretera: poner a trabajar a los hombres del campamento de refugiados. Había miles de maridos, padres e hijos sanos y fuertes que llegaban en oleadas al campamento, donde recibían comida y techo gratis. Una vez que estos hombres se hubieran recuperado del hambre, ¿por qué no ponerlos a trabajar? Se podían incluir herramientas en los envíos semanales de carpas, comida y alambre de espino que hacía el gobierno. Ya había allí soldados para proteger los campamentos. Si los campesinos del lugar trabajaban en la carretera, existía la posibilidad de que los cangaceiros no atacaran… El Halcón y la Costurera no tendrían el valor de matar a su propia gente. Los trabajadores del campamento de refugiados podían construir la ruta Transnordeste desde dentro hacia fuera, desde el interior hasta llegar a la costa. Los hombres del gobierno estaban ansiosos por presentar su plan al gobernador Higino.

Todos los miembros de la delegación sabían que Emília había sido quien más insistió para que se hiciera aquel viaje. El doctor Duarte, las monjas, la señora Coímbra y los hombres del gobierno, todos tenían que agradecerle a ella el éxito. Debido a esto, aquella última mañana en Río Branco, cuando Emília abandonó los confines de alambre de púas del campamento de refugiados llevando al niño abandonado en sus brazos, nadie tuvo el valor de disuadirla. Antes ya había hablado con el doctor Duarte acerca del niño. Su suegro había fruncido el ceño y acariciado su bigote, un hábito con el que subrayaba sus profundas meditaciones. El doctor Eronildes había reconocido al niño y dio fe de su buena salud. Finalmente, el doctor Duarte puso la mano sobre el hombro de Emília.

—Te permitiré tenerlo —dijo, como si Expedito fuera un capricho costoso y poco práctico, como una estola de piel.

—Nos ocuparemos de los papeles de adopción en Recife —continuó el medidor de cráneos—. Será un ejemplo para otras personas, Emília. Los países modernos (Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, todos) han desarrollado el espíritu de la caridad. ¡«Fidelidad, igualdad y fraternidad», como dicen! ¡Cuida a tu hermano! Los brasileños debemos hacer lo mismo. Nosotros, los Coelho, seremos los primeros.

Antes de dejar la carpa de servicios médicos, el doctor Duarte invitó a Eronildes a Recife. Las elecciones nacionales se iban a celebrar en mayo, anunció el eminente frenólogo. Habría muchos puestos bien pagados para hombres brillantes y capaces como Eronildes. El doctor declinó la invitación. Se quedaría en el campamento de Río Branco hasta que pasara la sequía. El doctor Duarte sonrió y le deslizó su tarjeta de visita. Antes de despedirse, el suegro de Emília susurró algo al oído del doctor. Emília no pudo escuchar exactamente lo que dijo; sólo pudo distinguir claramente la palabra «problema». El doctor Eronildes enrojeció y estrechó la mano del doctor Duarte. Cuando se despidió de Emília, el médico se mostró reservado y formal.

—Usted ha cambiado el destino de este niño —le dijo—. Hágame saber cómo progresa.

Emília asintió con la cabeza. Tenía muchas preguntas que hacerle a Eronildes, muchos mensajes que enviar a Luzia, pero no podía hacer nada de eso. El doctor Duarte esperaba impaciente junto a la portezuela abierta de la carpa del médico.

—Fui criada por mi tía —dijo Emília—. Nadie puede reemplazar a una madre. Mi tía lo sabía. Lo hizo lo mejor que pudo.

El doctor Eronildes sonrió. Puso su larga mano sobre la cabeza de Expedito. El bebé bostezó y se movió en los brazos de Emília.

Sólo Degas expresó malestar por la apresurada adopción. Antes de que salieran de Río Branco, miró con preocupación al niño.

—A mi madre no le va a gustar —dijo.

La señora Coímbra, que había adoptado una actitud protectora respecto a Emília, le dirigió a Degas una severa mirada.

—Su madre tuvo un hijo —dijo la señora Coímbra—. Conoce la alegría que eso supone. La naturaleza ha negado esas alegrías a su esposa y ella ha encontrado otra manera de tenerlas. Su madre lo comprenderá.

La señora Coímbra, las monjas, el doctor Duarte y todos los demás componentes de la delegación estaban convencidos de que Emília había encontrado una solución natural para su infertilidad. Emília dejó que expresaran libremente lo que siempre habían pensado, es decir, que su obsesión por las modas, el taller y el sufragio femenino eran en realidad esfuerzos vanos destinados a cubrir una necesidad mayor e instintiva. Al adoptar un niño —incluso un niño refugiado— esa necesidad quedaría satisfecha finalmente. Como la señora Coímbra le susurró a Emília antes de subir al tren:

—El niño es sano y de piel clara. Nadie puede culparla a usted por quererlo.

Cuando el tren abandonó la estación de Río Branco, Expedito comenzó a lanzar gritos frenéticos, acusadores. Se revolvió en los brazos de Emília, se golpeó la tripa con sus diminutos puños. A sus pies, Emília tenía una pesada bota de cuero llena de leche de cabra. Metió a la fuerza la tetilla de la bota en la boca de Expedito. Este se calmó y bebió, con la mirada fija en Emília. Sus ojos castaños estaban húmedos y brillantes por las lágrimas. Su mirada era tan severa que Emília creyó que el niño la estaba estudiando, preguntándose adonde habría ido su fiel niñera con pipa y por qué había sido abandonado una vez más. Expedito chupaba con tanta determinación la bota que Emília temió que se tomara toda la leche antes de terminar el viaje. Se la sacó de la boca. La frente del niño se arrugó y empezó a llorar otra vez. Desde el otro extremo del vagón, los hombres del gobierno la observaban. Se habían reído con los primeros gritos de Expedito; ahora parecían irritados por ellos. Siguiendo la recomendación de la señora Coímbra, Emília y el niño se trasladaron a un vagón de segunda clase vacío. Las monjas y la señora Coímbra fueron con ella.

No había ninguna niñera para alimentar y hacer eructar al niño, ninguna criada para llevárselo cuando ensuciaba sus pañales de tela. En el campamento no usaba pañales. No había forma de limpiarlos. El agua era demasiado preciosa como para malgastarla en hervir pañales de tela. Así que la niñera de Eronildes que fumaba en pipa había hecho lo que muchas madres de la caatinga: observaban atentamente al niño para ver si fruncía el ceño, se ponía tenso o se retorcía. Si algo de esto ocurría, la niñera llevaba de inmediato a Expedito a una pequeña bacina de arcilla y lo sostenía sobre ella, y hacía esto diez, quince, a veces veinte veces al día. No había ninguna bacina en el tren. Emília tenía un montón de tiras de algodón áspero. Al principio del viaje, las monjas y la señora Coímbra ayudaron a Emília a cambiar a Expedito. Se metieron en el pequeño baño del tren y le enseñaron cómo limpiar al bebé, cómo doblar, ponerle y sujetar un pañal limpio. Le entregaron los pañales sucios al camarero del tren, que de mala gana se deshizo de los rollos de tela malolientes. Emília supuso que los habría arrojado por la ventanilla.

Para el anochecer, las otras mujeres ya se habían trasladado a sus asientos en el vagón de la delegación. Tenían la libertad de alejarse del niño, de dormir, de hacer sus comidas con toda tranquilidad. Emília no podía hacer ninguna de esas cosas. Permaneció sentada, agotada. Su vestido olía a leche de cabra derramada. Su chaqueta bolero estaba manchada con la baba de Expedito. Su sombrero estaba aplastado. En ese vagón de tren vacío, Emília comprendía la soledad que acompañaba a la maternidad.

Expedito dormía en un moisés. Emília lo sacó de él. Sostuvo al niño en su regazo; tenía la cara relajada por el sueño. A veces movía sus manitas, como si quisiera apartar alguna pesadilla. Cada vez que se movía, Emília se ponía tensa. Le preocupaba que se despertara y llorase y ella no supiera cómo calmarlo. La aterrorizaba. Pero por debajo de sus miedos sentía un fuerte afecto. Crecía dentro de ella, haciendo que ignorara su vestido sucio, los calambres de su espalda, su soledad. Había una satisfactoria liberación en eso de olvidarse de sí misma y ocuparse, en cambio, de aquel niño.

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