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Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

La costurera (74 page)

BOOK: La costurera
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Cuando Emília distribuía comida y provisiones a los refugiados, no usaba guantes como las otras mujeres de las Damas Voluntarias. Aceptaba los apretones de manos y abrazos de los refugiados. Abrazaba a los bebés esqueléticos con sus manos desnudas. Sentía el impulso de besar a esos niños, de abrazarlos. Ella buscaba afecto en cualquier parte en que pudiera hallarlo. En la casa de los Coelho metía con esfuerzo los dedos a través de las barras de la jaula del corrupiao para poder acariciar sus plumas. Todos los días daba hojas de lechuga adicionales a las tortugas jabotí con la esperanza de que le permitieran acariciar sus caras escamosas. En el taller, Emília cogía las manos de las costureras entre las suyas cuando les enseñaba a refinar un pespunte. Palmeaba las espaldas de sus empleadas y las felicitaba cada vez que ponían las cintas métricas recién compradas sobre las reglas rígidas en busca de posibles errores.

—No confiéis nunca en una cinta de medir que no hayáis usado antes —les decía Emília. Y cada vez que salía del taller y abrazaba a Lindalva para despedirse, Emília prolongaba ese abrazo.

Se suponía que los maridos debían satisfacer las necesidades de cariño de las mujeres, pero Degas no era un marido típico. Después de la revolución, Degas interrumpió sus visitas semanales al dormitorio de Emília. Al igual que otros combatientes revolucionarios, había sido felicitado y se le había otorgado una medalla, pero la confianza que esperaba que se depositara en él después de pelear nunca llegó. El doctor Duarte estaba ocupado con su trabajo como consejero del gobernador, y permitió a Degas administrar las propiedades de los Coelho. Degas cobraba los alquileres y resolvía los asuntos de mantenimiento, demostrando ser un administrador capaz. A pesar de esto, el doctor Duarte no permitía a su hijo comprar ni vender propiedades, y tampoco hacerse cargo de los préstamos de dinero, ni ocuparse de la empresa de importación y exportación. Degas lograba meterse en las reuniones de negocios y luego en las reuniones políticas. El doctor Duarte no podía rechazar a su único hijo abiertamente, de modo que toleraba su presencia. Emília no sabía si su esposo ansiaba la aprobación de su padre, sólo quería molestar al doctor Duarte o ambas cosas. De cualquier manera, él se negaba a ser ignorado. Degas compró su admisión en el Club Británico. Cuando el doctor Duarte y sus colegas empresarios paseaban por la plaza del Derby, Degas se apresuraba a alcanzarlos. En las cenas, se las arreglaba para participar en los círculos de conversación de los hombres. Expresaba sus opiniones, aunque nunca se las pedían y a pesar de que en realidad nadie le hacía caso.

Solamente el capitán Carlos Chevalier prestaba atención a Degas. Emília los veía charlar amigablemente en las reuniones del Partido Verde. El doctor Duarte decía que el piloto era un fanfarrón. El ofrecimiento de Chevalier de hacer los planos de la futura carretera había sido hecho solamente de cara a la prensa; lo cierto fue que el piloto nunca se puso en contacto con el gobernador Higino. Otros hombres de Recife también mantenían las distancias con Chevalier, lo cual facilitó que el piloto se acercara más a Degas.

Cuando Emília era una niña en Taquaritinga, dos jóvenes fueron sorprendidos en una granja abandonada. Qué estaban haciendo cuando los descubrieron era algo que Emília nunca supo, aunque había presionado a su tía para obtener detalles.

—¡El diablo está en los detalles! —había respondido la tía Sofía. A uno de los chicos lo mató después su padre. El otro huyó y desapareció en la caatinga. Recife era más civilizada que el campo, pero Emília todavía temía por Degas. Comprendía el deseo desesperado de ser querido, y no podía condenar a Degas por tener ese deseo. Hubo noches en que, sola en su enorme cama nupcial, Emília se había acariciado los brazos, las piernas, el vientre y más abajo, ansiando un contacto cariñoso, aunque fuera el que ella misma se proporcionaba. Después se había sentido avergonzada y confundida. Imaginó que, de alguna manera, así era como se sentía Degas.

Lo que había comenzado como un goteo se convirtió en una inundación. Durante la Navidad de 1932 los flagelados llegaron a montones a Recife, incrementando la población de la ciudad en un 52 por ciento. Los periódicos advertían que la llegada masiva de flagelados podía ahogar los proyectos del gobernador Higino. Había creado una Comisión de Planeamiento de Recife que hacía hincapié en el fomento de los edificios verticales y la pavimentación de las calles y caminos municipales. La comisión había aprobado una «ley antimocambo», que promulgaba que la construcción de viviendas precarias dentro de la ciudad estaba prohibida. Los flagelados hacían caso omiso de esta ley. En las afueras de Recife, junto a sus ríos y en sus lodazales, construían barrios de madera y hojalata. El gobernador apeló al presidente Gomes. En unas semanas, 48.765 flagelados fueron trasladados en barcos de pasajeros Lloyd al Amazonas, donde iban a recoger caucho.

—¡No vayan pensando en hacer fortuna —dijo Gomes—, sino en servir a su país!

El hambre volvía furiosos y rebeldes a los hombres, y Gomes lo comprendía. No quería otra rebelión como la ocurrida hacía poco en Sao Paulo, que había durado dos meses y había requerido setenta mil soldados gubernamentales. Para detener el flujo de flagelados hacia las capitales, ordenó la construcción de siete campamentos de refugiados en las zonas rurales. Los campamentos fueron instalados estratégicamente en las ciudades más populosas de las tierras áridas, donde generalmente había ríos y transporte ferroviario. En Recife se llenaron vagones de trenes con rollos de alambre de espino, comida y suministros médicos. El DIP lanzó una campaña en la que aseguraba que los campamentos eran sitios seguros donde los refugiados podían esperar a que pasara la sequía.

Emília recibió la carta del doctor Eronildes Epifano a finales de enero. La gente ya estaba haciendo sus trajes de carnaval. Un grupo de mandos de las Damas Voluntarias estaba tramando vestirse como flagelados, oscureciéndose las caras con betún marrón y cubriéndose con andrajos. Sus esposas querían imitar a la Costurera. Las mujeres de Recife competían para hacer el traje de cangaceira con más bordados, diamantes falsos y joyas de imitación. Emília resolvió no asistir a ninguna fiesta de carnaval.

Había recortado la fotografía de la Costurera. Apareció en el periódico después de que los primeros topógrafos fueran asesinados. Luzia estaba en el centro de un grupo de hombres, con los hombros derechos, con el cuello estirado. El Halcón aparecía encorvado y pequeño junto a ella. Su trenza gruesa reposaba sobre el hombro y caía casi hasta la cintura: no había cumplido su promesa de la infancia a san Expedito. Su cara estaba oscura. Llevaba gafas y detrás de ellas Emília no podía ver los ojos. El brillo de los cristales le daba a la mujer un aspecto de otro mundo. Su porte era majestuoso. Poderoso. Parecía la reina de una tribu olvidada.

Después del funeral del sexto topógrafo, los periodistas especularon con la posibilidad de que la Costurera, y no el Halcón, hubiera ordenado las decapitaciones. Era despiadada, decían los diarios. No tenía vergüenza. Emília había escuchado esta opinión muchas veces. Allá en Taquaritinga, cuando llevaba zapatos de tacón alto o se ponía colorete en la cara, o cuando Degas y ella salían a pasear sin acompañante durante su breve noviazgo, Emília escuchaba que la gente murmuraba sobre ella y decía: «¡Esa niña no tiene vergüenza!». La vergüenza era una cualidad en una mujer. Incluso en Recife era importante que las damas tuvieran vergüenza, aunque no la llamaran de esa manera: la llamaban compostura.

La carta del doctor era curiosa. Emília la leyó siete veces. El papel estaba doblado y manchado. En una parte, la tinta se había corrido. Emília intuía desesperación en las palabras del médico. También ternura. Recordaba a aquel hombre en el vestíbulo del teatro como alguien considerado, inteligente y ligeramente ebrio. La carta revelaba aspectos diferentes de su personalidad. Era una persona extraña. ¿Qué más hombres que ella conociera utilizaban como término de una comparación una puntilla de encaje? ¿Y por qué en su carta manifestaba no ser religioso y luego lo desmentía, terminando la carta con una imploración a san Expedito? Él había alabado su «gran corazón» y su «firme» voluntad. Emília se preguntaba quién le habría contado esas cosas. A pesar de las peculiaridades de la carta, Emília le creía. Algo que el médico había dicho en el vestíbulo del teatro se le había quedado grabado a Emília todos esos años: «La vida en la ciudad es buena, pero es una vida sin esfuerzo». Después de abrir su taller, Emília pensó que finalmente iba a estar contenta, pero esto no ocurrió. Seguía sintiendo que su vida estaba desnuda, que sus logros eran pequeños. Cuando recibió la carta del doctor, vio una oportunidad de ampliar el horizonte de su vida.

Se había convertido en una experta en poner ideas en la cabeza del doctor Duarte y hacerle creer que se le habían ocurrido a él. Una delegación que se hiciera cargo de un envío humanitario daría al teniente Higino y al presidente Gomes una publicidad positiva y generaría lealtad entre «las masas». Para el doctor Duarte, el campamento de Río Branco representaba una gran oportunidad para la medición craneal. En unas semanas, el gobierno organizó un tren del Ferrocarril Gran Oeste y llenó sus vagones de carga con comida, medicinas y paquetes de productos de higiene que contenían jabón, polvo dental y peines. Cada botiquín llevaba también una fotografía del presidente Gomes, el «Padre de los Pobres».

Antes de la partida, Emília y la señora Coímbra posaron para las fotografías. Las instantáneas serían impresas en los periódicos de todo el noreste, y también en sitios tan alejados como Río de Janeiro y Sao Paulo. Emília y la señora Coímbra eran llamadas «espíritus valientes», dispuestas a afrontar el peligro para llevar a cabo sus actos de caridad. Se habían registrado ataques en toda la caatinga. Después de decapitar al segundo equipo de topógrafos del gobierno, el Halcón había desaparecido de los periódicos. Había rumores de que su grupo se había roto a causa de la sequía. Algunos refugiados de los que acababan de llegar a Recife afirmaban que el famoso cangaceiro había sido apuñalado y muerto por uno de sus propios hombres. Este rumor apareció en los titulares, pero fue desmentido rápidamente. El grupo del Halcón atacó algunos trenes que llevaban provisiones para los campamentos de refugiados de Gomes. Los cangaceiros distribuyeron los alimentos robados entre los hambrientos y, después, algunos flagelados dijeron que habían visto al Halcón distribuyendo harina y carne. Otros dijeron que no lo habían visto, que había demasiados cangaceiros como para distinguir a un hombre de otro. La mayoría estaban seguros de haber visto a la Costurera, aquella mujer alta y solitaria con un brazo lisiado, atacando los trenes y dirigiendo a los hombres.

En la Navidad de 1932 el gobernador Higino había enviado soldados recién instruidos a proteger los campamentos de refugiados. Cualquier soldado que matara a un cangaceiro obtendría dos galones en su uniforme. En esa época, el Halcón se había desdoblado, por así decirlo. Había ahora dos grupos rivales de cangaceiros que se disputaban el liderazgo. Un grupo tenía a la Costurera; el otro grupo, más violento, tenía a un hombre que marcaba a hierro la cara a las mujeres como castigo por llevar pelo corto o vestidos indecentes. Emília vio a una de las víctimas retratada en el periódico. La niña tenía una cicatriz reciente en su mejilla. La marca hecha a fuego sobre su piel era la inicial «O». La niña declaró que el hombre que le había aplicado el hierro en la cara era bajo, con orejas muy grandes. Emília recordaba vagamente a ese cangaceiro. Era el que había ido a la casa de la tía Sofía y les había ordenado llevar su equipo de costura a la casa del coronel. Aquel hombre no era el Halcón, por lo menos no el que recordaba Emília.

Circulaban historias sobre la Costurera. Había rumores de que había estado embarazada; algunos refugiados en Recife dijeron que la habían visto con un enorme vientre. Cuando el doctor Duarte escuchó esto, añadió parte de su propio dinero para aumentar la recompensa. El vástago de dos infames criminales sería un valioso ejemplar. Si el rumor era verdadero, si la Costurera estaba de verdad embarazada, el doctor Duarte quería tanto el niño como a su madre. Vivos o muertos.

El rumor más escandaloso sobre la Costurera involucraba a su ejército de cangaceiros; la gente decía que su grupo incluía mujeres. La gente decía que habían secuestrado a niñas jóvenes —víctimas de la sequía— y las habían obligado a casarse con ellos.

Emília cogió su bolso y se lo puso en el regazo. En él había metido el retrato de comunión. Como le preocupaba que su compañera de asiento, la señora Coímbra, le pidiera ver la foto, Emília no la sacó de donde podía permanecer oculta. En cambio, abrió al máximo el cierre de su bolso y observó a las dos niñas en la fotografía. «Por si acaso», eso fue lo que pensó cuando incluyó en el equipaje el retrato de comunión. Por si el tren fuera detenido, por si la delegación fuera atacada. Emília sentía una fuerte y secreta emoción cada vez que miraba por la ventanilla del tren y creía distinguir algún movimiento entre la enredada maleza y los árboles de las tierras áridas. Se preguntaba si los cangaceiros podrían detener un tren en movimiento o si tendrían que esperar hasta que llegara a la estación de Río Branco, con la protección de la noche. El tren viajaba cargado de provisiones, y además el viaje de la delegación había sido ampliamente anunciado. Quizá el grupo del Halcón habría decidido esperar y atacar el campamento de refugiados, aunque había soldados que lo protegían. Emília sintió miedo y cierta excitación ante la posibilidad de un ataque. En secreto, deseaba que eso ocurriera. Aunque nunca lo iba a admitir, su razón principal para hacer ese viaje no era la caridad ni la aventura, sino la posibilidad de encontrarse con la Costurera.

Emília pasó con suavidad la yema de los dedos por las caras de las niñas en el retrato de comunión. Siguió los ángulos borrosos del brazo lisiado de Luzia.

A las tres de la madrugada, el tren entró sin incidentes en la estación de Río Branco. Una banda pequeña dio la bienvenida a la delegación tocando el himno nacional. El sargento del campamento de refugiados les daba la mano a los funcionarios del gobierno a medida que bajaban del tren. Los soldados hicieron funciones de mozos de equipaje, poniendo la serie cada vez más grande de bultos en carros tirados por burros extremadamente flacos. A la luz de las linternas de gas de la estación, Emília pudo ver las costillas de los animales debajo de su piel. Los fotógrafos de la delegación no sacaron fotos de la llegada; todos en el tren estaban cansados, con los cuerpos entumecidos, las ropas arrugadas, las caras brillantes. El doctor Duarte proclamó que era mejor dejar las fotos para el día siguiente, cuando hicieran su entrada oficial en el campamento. Los delegados dormirían en los hogares de los últimos ciudadanos decentes de Río Branco, aquellos comerciantes y propietarios que se habían quedado a pesar de la sequía. Las esposas de los hombres de Río Branco que quedaban dieron la bienvenida a Emília, a la señora Coímbra y a las monjas con abrazos y ramos de flores de tela. No quedaba una sola flor natural en Río Branco. Mientras la banda seguía tocando, las monjas unieron sus manos y rezaron una oración por haber llegado a salvo. El doctor Duarte saludó efusivamente a los funcionarios del campamento. Degas se mantuvo cerca, detrás de su padre. Junto a su marido, Emília vio al doctor. Tenía el pelo mal cortado, las mejillas quemadas por el sol. Llevaba gafas y tenía una nariz larga, como si fuera el pico de un ave. Avanzaba con aire resuelto entre la gente amontonada, se detenía y rápidamente les daba la mano a los hombres con los que se iba encontrando, para luego seguir su camino hacia Emília.

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