La costurera (43 page)

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Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

BOOK: La costurera
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Desgraciadamente, en su primera aparición en el club, la misteriosa señora Emília Coelho se marchó temprano. Su esposo, el señor Degas Coelho, adujo cansancio como motivo de la huida de su flamante esposa. ¡No es de extrañar que una muchacha del interior tenga dificultad para aclimatarse a nuestras horas cosmopolitas! Sin embargo, el señor Degas Coelho no tuvo ningún problema en ese sentido: permaneció y disfrutó de los festejos con su amigo de la facultad de Derecho, el señor Felipe Pereira.

Luzia arrancó la noticia.

—¿Has leído algo importante? —preguntó el Halcón, sobresaltándola. Estaba espiando.

—No —dijo Luzia—. Sólo una nota.

—¿De qué tipo?

—Acerca de una fiesta —replicó Luzia. Debería haberle dicho que era una nota necrológica o un comentario de cine: sólo las mujeres idiotas recortaban los anuncios de fiestas. Luzia dobló el periódico toscamente. Odiaba que la espiara. Cada día que pasaba en la propiedad del coronel lo volvía más paranoico. Se negaba a comer, salvo que cocinara Canjica. Caminaba incesantemente. Hablaba en tono quedo a Baiano. Tenía ojeras bajo los ojos por falta de sueño. Luzia se preguntaba todos los días por qué el Halcón permanecía en la estancia del coronel si desconfiaba de él.

—Vamos a pasear —dijo el Halcón—. Guarda el periódico.

Luzia se puso de pie. Metió la hoja arrancada en su morral. Si le preguntaba por qué lo guardaba, le mentiría. Había conocido a Emília en Taquaritinga, pero Luzia no sabía si recordaba el nombre de su hermana. Pero en caso de que el Halcón lo recordara, Luzia no quería que supiera que Emília se había casado con un hombre rico de la ciudad. Sintió la necesidad de proteger a su hermana… ¿De qué? Luzia no estaba segura. No tenía pruebas de que la mujer que salía en el periódico fuera su Emília. Pero Felipe Pereira, el hijo del coronel de Taquaritinga, también era mencionado en el artículo. Luzia supuso que no sería una coincidencia. La señora Emília Coelho tenía que ser su hermana.

Durante el paseo, el Halcón no mencionó el artículo del periódico. Permaneció en silencio. Tomaron el camino largo que se abría al otro lado del corral de las cabras. Las cabras sueltas habían escarbado en la zona, masticando toda hoja o toda raíz, y la habían dejado pelada. A lo lejos vio un árbol Ipé florecido. Las flores resplandecían, amarillas. El Halcón se detuvo diez metros antes de llegar al tronco. Se desabrochó la hebilla de la pistolera y sacó un revólver. Con un movimiento rápido del dedo abrió la recámara circular y la inspeccionó. Cogió dos pequeñas balas de su cinturón cartuchera y las metió dentro de los agujeros vacíos de la recámara. Había seis tiros. Luzia dio un paso atrás. El Halcón cerró la recámara y apuntó el revólver hacia el suelo. Se lo dio a Luzia con la culata hacia delante.

—No sirve de nada tener un revólver que no se puede usar —dijo.

—No tengo revólver.

—Ahora sí. —Se plantó a su lado. Sostuvo su brazo sano y puso el revólver en su mano. Sus dedos estaban tibios. Levantó el brazo.

El revólver era más pesado de lo que creía. La muñeca de Luzia se venció. El Halcón se la sujetó con firmeza.

—Mantén la muñeca rígida, como si fuera de madera —dijo, y luego le tocó el brazo tullido—. Usa el brazo rígido para sostener el bueno, para mantenerlo firme. Con la práctica tendrás suficiente fuerza para disparar con una sola mano.

Sintió su aliento sobre el cuello. La mano de Luzia sudaba. La culata se le resbaló entre los dedos.

—Cuando dispares, contén la respiración —dijo—. No lo olvides, o las balas no irán en la dirección que deseas.

Ella asintió. El quitó el seguro.

—Mira el tronco de ese árbol —susurró—. Dispara.

El tronco gris y las flores amarillas eran para ella una imagen borrosa. Luzia cerró los ojos. Olía a brillantina para cabello y a clavo de olor; también a sudor. El retiró la mano de su muñeca.

—Dispara —repitió, más fuerte esta vez. Se acercó aún más, presionando el pecho contra su espalda.

Luzia apretó el gatillo. Sonó un fuerte estallido. Un temblor recorrió su mano y su brazo. Se había movido involuntariamente.

—Has respirado —dijo el Halcón con tono severo—. No malgastes balas con errores simples. Las balas son un tesoro. Ahora vuelve a disparar.

Luzia quitó el seguro. Con el brazo rígido se aferró aún más al brazo sano. Incluso así, el retroceso del revólver hizo que la mano se desviara hacia arriba. El Halcón suspiró.

—Debes acostumbrarte a la pistola —dijo—. Debes conocerla como te conoces a ti misma: la distancia de tiro, el impacto sobre tu brazo. La pistola te salvará, pero sólo si la conoces. —Se apartó, y se quedó parado a un lado—. Eso vendrá con el tiempo. Ahora —dijo sonriendo—, tenemos que practicar la puntería.

Luzia apuntó el revólver hacia el suelo. El Halcón se tocó el cinto, y desenganchó la honda que usaba para matar rolinhas y otros pajarillos del matorral. Se agachó y se puso a buscar guijarros.

—¿Por qué me estás enseñando esto? —preguntó.

Él se encogió de hombros y miró los guijarros, eligiendo los más redondos.

—Es útil. Especialmente ahora.

—¿Por qué ahora?

—Pronto llegarán los soldados.

—¿Cuándo? —preguntó Luzia, más alto de lo que pretendía—. ¿Cómo lo sabes?

El Halcón suspiró. Dejó caer los guijarros al suelo.

—La primera noche, la noche de Santa Lucía, Marcos se marchó. Fue al pueblo y envió un telegrama a la capital. «Las vacas están pastando», decía. Intentaba ser discreto.

—¿Cómo lo sabes?

—Baiano habló con el empleado de la oficina. Esas malditas máquinas son una peste. El empleado es tan sólo un muchacho: nos lo contó todo. Pero no era necesario, porque yo lo habría adivinado. Clovis insiste en que nos quedemos. Ningún momento le parece bueno para que nos vayamos. Me ofrece mi parte incluso antes de que el algodón sea embarcado. Ahora dice que no tiene el dinero. Que debemos esperar todos estos meses.

Luzia se notó la boca reseca. El revólver colgaba, pesado, de su mano.

—¿Esperarás hasta que te pague? —preguntó—. ¿Estás poniendo en peligro a tus hombres por dinero?

El Halcón levantó la mirada. Frunció la ceja sana. Tenía el ojo inerte vidrioso, y parecía más grande e infantil. Luzia vio un destello de tristeza, de dolor, en el rostro del Halcón. Luego respiró hondo y cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir, parecía viejo y cansado, como si jamás hubiera sido un niño.

—El dinero es útil —dijo—. Es lo que Clovis más ama. Cogeré todo lo que pueda. Si amara así a su ganado o sus cabras, entonces me llevaría eso. Ha hecho un trato, estoy seguro de ello. Lo que no sé es con quién… Con Machado o con los políticos. De cualquier manera, no importa. Nos quedaremos y los sorprenderemos. Quiero que vean que estoy enterado. Que lo he sabido desde el comienzo.

—Pero sólo tienes veinte hombres —dijo Luzia.

—Sabemos cómo pelear aquí. Llegarán por la verja de entrada. Hasta donde ellos saben, esta hacienda tiene una sola entrada. Y un lugar con una sola entrada equivale a una tumba. Te lo cuento porque si te encuentran… —Hizo una pausa y miró hacia abajo. Cuando levantó la mirada, sus palabras fueron enérgicas—: No pueden encontrarle. Ya sabes lo que les hacen a las mujeres. Así que tendrás que disparar. También puedes marcharte ahora.

Luzia apretó más fuerte la culata del revólver. Respiró profundamente, pero no podía dejar de temblar. Él quería publicidad. Quería estar en la primera página del
Diario de Pernambuco
. Ella había abandonado a su familia. Se había destrozado los pies, las manos, la reputación… ¿Para qué? Para escapar, sí. Para ver el mundo. Para ser cualquier cosa menos Gramola. Se había convencido de ello durante todos esos meses, durante las interminables caminatas y las noches frías. Pero ahora se daba cuenta de que se había marchado por el motivo más ridículo de todos: por él. Para estar cerca de él. No es que olvidara su altura y su brazo tullido; jamás se permitió albergar deseos románticos. No esperó su amor, ni siquiera su interés. Simplemente quería observarlo. Oír cómo la llamaba por su nombre, su nombre de pila, de manera sonora y bella. Y ahora le decía que se podía marchar. Que no tenía valor ni como amuleto ni como mujer.

—Me iré —dijo.

El Halcón se puso de pie.

—¿Adónde irás?

—A casa.

—No es buena idea. Ningún hombre se casará contigo.

—No me quiero casar.

—¿De qué vivirás?

—De la costura.

—Nadie quiere que una cangaceira le cosa la ropa.

—No soy una cangaceira.

El hizo un gesto con la cabeza señalando el revólver que la joven tenía en sus manos.

—Podrías matarme —dijo—. Entregarme a las tropas.

Luzia negó con la cabeza.

—¿Por qué no? —preguntó, avanzando hacia ella.

Sintió que le fallaba la voz. Cerró los ojos, furiosa con su cuerpo por traicionarla.

—¿Por qué no? —volvió a preguntar él en un susurro.

—Si mueres, será porque Dios lo desea, no yo —dijo Luzia—. Tal vez no pueda casarme ni ser una costurera. Pero no me maldecirás. No dejaré que lo hagas.

El Halcón se apartó. La contempló como había hecho con los montículos de sal de los santos, los papelitos con las oraciones escritas, las cruces improvisadas en las paredes de las capillas de la estepa…, no con temor ni deseo, sino con reverencia.

Luzia le devolvió el revólver y echó a correr.

5

Tres años después, cuando llegó a disparar mejor que el mismo Halcón, cuando el presidente Celestino Gomes comenzó a construir la carretera que atravesaba la estepa, cuando entraron en el cuarto mes consecutivo de sequía, y cuando Luzia tenía las piernas doloridas y los pies hinchados por llevar a su tercer y último hijo, ella se preguntaría a menudo qué habría pasado si se hubiera marchado cuando él le dio la oportunidad de hacerlo. Si hubiese corrido hacia el río y no de vuelta al campamento. Si hubiera cogido una barcaza y se hubiera dirigido a Recife, a la residencia de la recién casada, la señora Emília dos Santos Coelho. Luzia pensó en dirigirse al San Francisco, pero no tenía dinero para el pasaje en barco. No tenía un vestido ni tampoco ningún deseo de ponerse uno. Quería demostrarle que no sentía temor. No se iría sólo porque él le hubiera hecho una advertencia. Y sentía curiosidad. Luzia quería ver si tenía razón, si vendrían las tropas, y si venían, cómo las derrotarían.

Dos días después de la lección de tiro de Luzia, finalmente uno de los vaqueiros del coronel les previno de la llegada de Higino. El coronel Clovis y Marcos se habían marchado el día anterior, «a modo de avanzadilla», para realizar la transacción del algodón. El Halcón, que según lo previsto debía acompañarles, dio por bueno lo de la «avanzadilla». Sabía muy bien lo que ocurría. El vaqueiro estaba conduciendo el ganando cuando vio a la brigada, las franjas color amarillo brillante seguían visibles en los costados de sus uniformes andrajosos. El grupo tenía un aspecto deplorable: sus rostros estaban demacrados y caminaban lentamente, a tropezones. El jefe, según comentó, era un hombre pequeño, y era el único que se desplazaba ágilmente.

En las horas previas a la llegada de las tropas, el Halcón y los demás cangaceiros recogieron hojas secas de palmera oricuri. Arquearon las hojas marrones, doblándolas por la mitad para que tuvieran el aspecto de sus sombreros, con forma de medialuna. Luego pusieron las hojas arqueadas en los árboles y las metieron en los montículos que las termitas construyen como hormigueros. Dispersó a sus hombres, colocando a algunos dentro de la propiedad vallada del coronel y a otros fuera, al otro lado de la verja delantera del coronel. Los cangaceiros apostados delante de la verja se desplazarían lentamente para rodear a los soldados; era lo que el Halcón llamó una «retroguarda». Forzarían a las tropas de Higino a entrar en el jardín cercado del coronel, y allí los acorralarían. Los cangaceiros que estaban dentro del jardín del coronel permanecerían en la periferia, listos para deslizarse por debajo de la valla y desaparecer en la maleza. El Halcón dijo a sus hombres que dispararan atrincherados detrás de árboles o rocas, cuerpo a tierra. Luego arrancó los collares de cuero con cencerros de bronce a veintidós cabras y se los entregó a sus hombres. Le dio uno a Luzia.

—Cuando dé la señal —dijo el Halcón—, ponte esto. Hasta entonces, mete un trapo en el cencerro para que el badajo no haga ruido.

Anochecía cuando aparecieron las tropas por el camino; avanzaban como había predicho el Halcón, hacia la verja principal. Los soldados se desplazaban en varias hileras y mantenían los rifles apuntados hacia invisibles objetivos. La casa del rancho permanecía silenciosa. Dentro, el Halcón había dejado los faroles encendidos. Él y Luzia se agazapaban en el extremo opuesto del jardín del coronel, cerca de la entrada al corral de cabras. El Halcón se aferró al brazo torcido de la joven.

El sol del crepúsculo arrojaba sombras sobre el matorral. De lejos, las hojas arqueadas de las palmeras oricuri parecían cangaceiros inmóviles, decenas de ellos, diseminados por el matorral. Un soldado se asustó y disparó a los árboles; el tiro resonó en el aire. En el corral que estaba al lado de Luzia, las cabras balaron enloquecidas. Rápidamente, el Halcón abrió la puerta del corral.

Con el segundo y el tercer disparo de los soldados, las cabras atemorizadas salieron de su encierro en una gran marejada de confusión. Los animales empujaron y corcovearon. Sus cencerros de bronce resonaron como una gran banda de música delirante. Se escucharon más disparos. A su lado, Luzia oyó un zumbido agudo.

Pasó silbando y se clavó en el poste del corral con un ruido seco. El Halcón la empujó hacia abajo, sobre el vientre. El polvo seco y arenoso entró en la boca de Luzia. El Halcón se ató un cencerro de cabra alrededor del cuello y ordenó a Luzia que hiciera lo mismo.

Los demás cangaceiros estaban en cuclillas, moviéndose a lo largo del cercado, al lado de la masa confusa de cabras. Ellos también se habían puesto los estruendosos collares, y en el crepúsculo sombrío era difícil distinguir hombres y animales.

El puñado de cangaceiros apostado fuera de las verjas avanzó disparando a los soldados desde todos los ángulos y empujándolos al jardín. Los hombres del Halcón eran un enemigo invisible. Las balas provenían de todos lados, y de ninguno. En la oscura tarde, era fácil confundir los señuelos de hojas de oricuri con hombres de verdad. Las tropas se dividieron frenéticamente. Los soldados tropezaban entre sí. Algunos cayeron; los sobrevivientes de la primera andanada de disparos apuntaron sus antiguos rifles contra las cabras, los árboles.

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