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Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

La costurera (38 page)

BOOK: La costurera
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La madre tenía una amplia sonrisa y el pelo corto, lo que contrastaba con su cuerpo fornido y su anticuado vestido de flores. La hija era delgada y tenía un aspecto andrógino. Ambas mujeres tenían la piel grasienta y morena. Las mujeres cubrieron el cuerpo de Emília con sus vistosas creaciones. Le habían confeccionado una larga falda de plumas, un brillante top dorado y un tocado indígena para la cabeza. Emília se puso el disfraz desde la cabeza. Los mosquitos revoloteaban alrededor de sus piernas. La madre revoloteó alrededor de ella, acomodando el traje, metiendo y soltando costuras, haciendo los ajustes finales. Raimunda se colocó cerca, haciendo preguntas a Emília y previniendo a las costureras para que tuvieran cuidado con los alfileres.

—¡Qué hermosa figura! —dijo la costurera de más edad, dándole palmaditas al muslo de Emília—. Las chicas delgadas no valen para nada.

Emília no asintió con la cabeza ni hizo ningún gesto de aprobación; temía que la mujer contara a otras clientas que la señora de Degas Coelho había calumniado a las mujeres delgadas. La madre se encogió de hombros. La hija colocó un montón de plumas iridiscentes sobre la mesa de la sala de estar y comenzó a agrandar el tocado amazónico.

—Los indios y los payasos son clásicos —dijo la madre, aprobando la elección—. Sin embargo, nadie más los ha pedido este año. Serás la única. ¿Fuiste tú quien eligió el tema?

—No —respondió Emília—. Lo hizo mi esposo.

La mujer esbozó una amplia sonrisa.

—¿Es tu primer carnaval?

—Es el primer año de doña Emília en Recife —interrumpió Raimunda—. ¿Acaso recuerda haberle hecho un disfraz el año pasado?

La costurera fijó los ojos en Raimunda. La criada se cruzó de brazos y la miró a su vez.

Después de conocerse por primera vez en el baño de los Coelho, Raimunda se había vuelto una presencia constante y silenciosa en la vida de Emília. Esta apreciaba su silencio. Todos —doña Dulce, Degas, el doctor Duarte, la señorita Lindalva— le daban consejos. Todos le hablaban en clave y Emília estaba cansada de tanto intentar descifrarles. Raimunda era distinta. La criada la vestía, la peinaba, le arreglaba las medias y le cortaba las uñas con una eficacia solemne y disciplinada. No reclamaba conversación y Emília no la ofrecía. Después de lo visto en la tienda de telas, Emília sospechaba que hasta las tortugas y las madonas de rostro alargado podían ser espías de doña Dulce. La recién casada agradeció la protección de Raimunda frente a las costureras de carnaval, pero no lo podía permitir. Una criada debía defender a sus patrones sólo si éstos no estaban presentes. Una doña debía hablar por sí misma, no podía permitir que una criada lo hiciera por ella.

—Sólo tengo 19 años —dijo Emília, intentando imitar el tono de doña Dulce, una mezcla de fastidio y severidad—. En el interior, las jóvenes no participan en el carnaval.

De hecho, en Taquaritinga nadie festejaba el carnaval, sólo celebraban la Cuaresma.

—Aquí tenéis todo el sacrificio, pero ninguna diversión —le dijo Degas una vez durante su estancia en casa del coronel. Emília esperaba que las costureras no hubieran viajado fuera de Recife, porque así no estarían al tanto de lo que sucedía en otros lugares. La madre asintió y dirigió a Emília una mirada penetrante, observándola bajo una nueva óptica; era de público conocimiento que los hacendados adinerados del interior enviaban a sus hijas a las escuelas de los conventos, no para ser monjas, sino para que estuvieran protegidas por altos muros y reglas estrictas. Emília inclinó la cabeza piadosamente.

—Sí, doña Emília —dijo la madre—, las jóvenes no deberían estar expuestas al carnaval. Pero el Club Internacional es diferente. No es como la calle. Habrá tantos disfraces hermosos…

Emília asintió con la cabeza. La mujer describió los trajes elaborados que había confeccionado para los Coímbra, los Feijó, los Tavares y otros. Emília reconoció el tono amistoso de la costurera, sus exaltadas chanzas para hacer que su cliente se sintiera a gusto. Ella misma había hecho lo mismo con sus clientes no hacía mucho.

—Un hombre quería un traje de cangaceiro —intervino la hija, levantando la mirada del trabajo que realizaba sobre el tocado.

—No quise hacerlo —dijo la madre rápidamente—. No son nada elegantes; nada de lentejuelas ni plumas. Yo no confecciono disfraces de arpillera. —La madre observó el rostro de su clienta y, advirtiendo su interés, continuó—: ¿Te has enterado del último ataque?

Emília negó con la cabeza.

—Una de mis clientas tiene a un coronel viviendo en su casa —dijo la madre, dejando a un lado el alfiletero—. El coronel Machado de algo. Vino a la ciudad para pedirle tropas al gobernador. Está completamente loco. Algunos cangaceiros casi le matan a su hijo. Atacaron su pueblo; mataron a siete hombres. Fue espantoso.

—¿Cuáles? —preguntó Emília—. ¿Qué cangaceiros?

La costurera sacudió la mano. Un alfiler cayó al suelo.

—Uno que lleva el nombre de un pájaro… El Perico… El Gallo…

—¿El Halcón? —Emília contuvo el aliento.

—Sí, eso es. —La madre miró a Emília sorprendida.

—Los halcones son aves comunes por allí —replicó Emília, mirándose las uñas. Su corazón latía deprisa; esperaba que la costurera no pudiera ver cómo le subía y bajaba el pecho debajo de la combinación.

—¿Qué más dijo ese coronel?

En el fondo de la sala de estar, Raimunda carraspeó. Emília sabía que no debía manifestar curiosidad por temas tan morbosos. Pero la modista de carnaval ignoró a Raimunda y se apresuró a responder.

—Oh, me dijeron que fue un ataque terrible —dijo—. Realmente terrible. Después hubo una fiesta y bailaron sobre los cuerpos muertos. Un pobre fraile lo vio todo. Estaba tan conmocionado que dijo que uno de los bandidos era una mujer. Es un error fácil de cometer. Todos llevan el pelo largo. Pero él insistió. ¿Te imaginas? —La madre bajó la voz—: ¿Qué tipo de mujer haría algo así? ¿Qué tipo de familia se lo permitiría? Es vergonzoso.

Emília asintió. Tenía la boca reseca.

—¡Debe de ser tan horrible! —exclamó la hija—. Una vida de perros.

—No insultes a los pobres perros —respondió la madre, con una risita tonta; cuando advirtió que Emília no se reía, calló—. Qué terrible destino para una muchacha —chasqueó la lengua—, si fuera cierto.

El aire se volvió irrespirable. La combinación de Emília se pegó a su vientre. La falda de plumas tenía innumerables salientes que le arañaban la parte posterior de los muslos. Un mosquito zumbó cerca de su oreja, pero Emília no lo espantó, pues temía perder el equilibrio sobre el taburete. Raimunda dio un paso adelante.

—Está pálida —dijo.

—Necesito descansar —respondió Emília, y se bajó del taburete.

Antes de que las modistas pudieran protestar, se oyó el chirrido del portón de entrada, que se abría. Había regresado Degas. Raimunda dio por finalizada la prueba. Emília se quitó el disfraz y abandonó el salón, dejando que Raimunda se hiciera cargo de todo y diera instrucciones a las modistas para dar los últimos retoques a su tocado de india.

En el vestíbulo, Emília vio a su esposo. Degas había ido con su disfraz de Pierrot a la fiesta callejera de los jóvenes. El traje estaba arruinado. La lluvia no había deslucido el tumulto habitual del acontecimiento. El pelo de Degas estaba pringado, tieso por la melaza seca, y su disfraz era poco más que un amasijo de grumos de color amarillo. Tenía los ojos vidriosos y los párpados pesados. Se rió cuando vio a Emília de pie con su combinación; luego, subió la escalera dando tumbos. Degas enfiló el pasillo, abrió la puerta de la habitación de Emília de un empujón y se desplomó sobre su cama.

Emília lo siguió. La risotada de Degas había sido como un resoplido malicioso, desdeñoso, siniestro. Y ahora estaba despatarrado sobre sus impecables sábanas, y su pelo pegajoso manchaba las almohadas. Emília deseó que las hormigas que habitualmente invadían la cocina de doña Dulce lo encontraran. No habría nadie para lavar las sábanas, para arreglar la cama. La mitad del personal de los Coelho tenía el día libre. Raimunda y la planchadora estarían ocupadas preparando el disfraz de Emília, el vestido de doña Dulce y el esmoquin del doctor Duarte. Los Coelho habían reservado esa noche una mesa en el baile del Club Internacional.

Emília sacó un juego de sábanas del armario de la ropa blanca. Que Degas estuviera durmiendo sobre su inmundicia cuando volvieran del baile de carnaval, pensó. Ella se haría su propia cama.

La joven quitó las sábanas de la cama del cuarto de cuando Degas era niño; se negaba a dormir sobre cualquier cosa que él hubiera tocado. Sacudió las almohadas y puso las sábanas limpias con movimientos rápidos y violentos. Se golpeó con el rodapié y se le rompió una uña de la mano. La sangre brotó de los bordes. Emília se tapó la boca y se sentó al lado de la cama a medio hacer.

Miró los discos de inglés apilados al lado de la gramola. Observó ésta. Su brazo grueso y torcido; la aguja puntiaguda.

De niña, siempre había sido la hacendosa, la obediente, a diferencia de Luzia, que dejaba bien claro con su callada tozudez que si obedecía era porque quería hacerlo. Emília echaba de menos a su hermana. Extrañaba su fuerza silenciosa, la manera en que se cubría la boca cuando se reía, la manera en que enganchaba su brazo torcido en el de Emília cuando salían a pasear. Todos los días, Emília esperaba noticias: un artículo en el periódico que mencionara a los cangaceiros, una carta de doña Conceição que contara que Luzia había regresado. Sin embargo, no había llegado ninguna noticia.

El dedo seguía sangrando, y tenía un sabor salado y metálico en la boca. Emília quería hacer más preguntas a las costureras de carnaval. Quería saber qué familia estaba alojando al coronel atacado para ir a visitarlo. Manifestar interés por delincuentes la convertiría en el blanco de comentarios maliciosos: una dama no debía preguntar sobre esos asuntos. Una dama no podía preocuparse por cangaceiros. Emília recordó las preguntas de las costureras: ¿Qué tipo de mujer se quedaría con hombres como ésos? ¿Qué tipo de familia lo permitiría? Una familia sin vergüenza, había concluido la costurera.

Emília se arrancó la uña rota con los dientes. Se preparó para aguantar el dolor, que de todas formas no la distrajo de sus furiosos pensamientos. Sintió un ardor en el estómago, como si hubiera bebido una de las pócimas de huevo crudo y pimienta del doctor Duarte. Emília estaba irritada con esas costureras, por sus especulaciones, por sus juicios. Estaba furiosa con Luzia por prestarse a que la juzgaran las malas lenguas. Pero ¿sería realmente ella? ¿Había realmente una mujer en el grupo de cangaceiros? Y si fuera así, ¿sería Luzia?

Emília volvió a sentirse como una niña, con la necesidad de defender a su hermana, de ponerse del lado de Gramola, aunque quedase aislada y ridiculizada por ello. Cuando eran niñas, Luzia le cogía la mano o cepillaba el cabello de Emília para agradecerle su lealtad. Ahora Luzia estaba perdida. Era como un fantasma, ni viva ni muerta, sino flotando en los recuerdos de Emília, trastornando su nueva vida. No podía llorar a Luzia, pero tampoco podía rescatarla.

Emília había esperado que Recife fuera una gran metrópoli bulliciosa. Lo suficientemente grande como para hacerle olvidar aquello que había perdido. Pero como decía el doctor Duarte, todo era una cuestión de escalas. El mundo de los Coelho se limitaba a lo viejo y lo nuevo, a los clubes privados, la plaza del Derby y su casa vallada. Emília se sentía a menudo como si estuviera encerrada dentro de una enorme y elegante sala de recepciones. A pesar de todo su lujo, era como si estuviese encerrada, sin aire para respirar. Algunas veces, cuando se sentaba a la mesa de desayuno de los Coelho o estaba acostada en la cama, sentía la urgente necesidad de gritar o de emitir un silbido pidiendo ayuda.

Años atrás, el día del funeral de su padre, cuando Luzia y ella estaban de rodillas, una al lado de la otra, frente al primer banco y el cuerpo de su padre yacía envuelto como un capullo en su blanca mortaja funeraria, Emília sintió la misma urgencia. Agachó la cabeza, acercando el mentón al pecho, y se metió dos dedos en la boca. La iglesia estaba tan silenciosa que se podía oír el siseo de los faroles, el roce de las manos agrietadas, el chasquido de los labios mientras la gente comulgaba. Emília soltó un silbido que hizo que su lengua vibrara contra las mejillas. Hubo exclamaciones y murmullos.

—¡Qué niña más terrible! —había siseado una mujer detrás de ella. Luzia sonreía.

Incluso cuando tía Sofía llevó a Emília afuera y le dio una paliza allí mismo, frente a toda la congregación, apenas lo notó. Sólo podía pensar en aquel silbido, tan agudo y fuerte que se elevó por encima de los bancos, por encima del altar del padre Otto, por encima de la cruz, y fue hacia arriba, a los rincones más recónditos del cielorraso pintado de la iglesia, a un lugar que nadie podía alcanzar. Y pensó en la sonrisa de Luzia, en lo orgullosa que se había sentido al verla. Cómo se habían mirado, como si acabaran de compartir un secreto. Como si hubieran echado un vistazo a algo especial y misterioso en el interior de cada una, algo que podían conservar, algo de tal naturaleza que si alguna olvidaba su existencia la otra siempre estaría allí para recordárselo.

14

Serpentinas plateadas y doradas engalanaban los candelabros del Club Internacional. Sobre el escenario, una banda con esmóquines blancos tocaba una samba delirante. Emília se recolocó el tocado de plumas. Era aparatoso e incómodo; las salientes cañas de las plumas le arañaban la frente. Degas cogió su mano. Habían decidido ponerse los disfraces indígenas, ya que su ropa de arlequín estaba echada a perder. Antes de salir, Degas metió un frasco de cristal con éter y dos pañuelos en la parte posterior de su cinturón de plumas.

La mesa del doctor Duarte tenía una situación privilegiada al lado de la pista de baile. Degas pasó de largo ante la mesa que tenían reservada para ellos, tirando de la mano de Emília. Le presentó a otros indios y a exploradores portugueses, monjes, faraones y griegos. Vio a una de las mujeres Raposo con una enorme falda con miriñaque y una peluca blanca. Sobre la peluca había una pequeña jaula dorada con un gorrión. El pájaro revoloteaba de un lado a otro, nervioso. Una espigada joven Lundgren lucía como una princesa egipcia, con un diminuto casquete recubierto de joyas. Emília la envidió. Su propio tocado se movía constantemente, tirándole del pelo y obligándola a sostenérselo con la mano. Felipe, el hijo del coronel, estaba de pie con un grupo, al fondo del salón. Vestía como un gitano, con un pañuelo en la cabeza. Estaba más delgado y tenía más pecas de lo que recordaba. Hizo un gesto con la cabeza al verlos. Degas lo saludó a su vez. El salón de baile estaba dividido. Los dos extremos codiciados del frente, cerca de la orquesta, pertenecían a las familias nuevas y viejas, sentadas a distintos lados de la pista de baile. Al fondo del salón no había mesas ni sillas. Era, según descubrió Emília, donde se ubicaban aquellos que tenían una invitación pero carecían de plaza en Las mesas destinadas a las familias. Degas volvió con Emília a la mesa de su padre. Pidió un vaso tras otro de licor de cachaza mezclado con lima. Emília hubiese querido conocer el sabor de las bebidas, pero no probó ni un trago. De pie, al fondo del escenario y al lado del doctor Duarte, doña Dulce la observaba desde lejos.

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