Emília sólo encontró recortes de periódicos. Tenía una colección similar guardada bajo llave en su joyero, para que las sirvientas de los Coelho no pudieran encontrarla. Algunos artículos estaban amarillentos después de años de permanecer expuestos a la humedad de Recife. Algunos aún conservaban el olor a tinta. Todos se centraban en el brutal cangaceiro, el bandolero Antonio Teixeira, apodado el Halcón por su tendencia a sacar los ojos a sus víctimas, y su esposa, conocida como la Costurera. No se habían escapado, porque nunca habían sido atrapados. No eran bandidos, porque el campo no sabía de leyes, al menos hasta hacía poco, cuando el presidente Gomes había intentado imponer las suyas. La definición de un cangaceiro dependía de la persona que preguntara por ella. Para los arrendatarios, eran héroes y protectores. Para los vaqueiros y comerciantes, eran ladrones. Para las labradoras, eran diestros bailarines y héroes románticos. Para las madres de aquellas niñas, los cangaceiros eran violadores y demonios. Los niños de edad escolar, que a menudo jugaban a las luchas de cangaceiros contra la policía, se disputaban representar el papel de los bandidos, aunque sus maestros los reprendieran por ello. Finalmente, para los coroneles, los grandes terratenientes del campo, los cangaceiros eran un mal inevitable, como las sequías que asfixiaban los cultivos de algodón o la mortal brucelosis que infectaba al ganado. Los cangaceiros eran plagas que los coroneles y sus padres, abuelos y bisabuelos habían tenido que soportar. Vivían como nómadas en medio del monte de tierras salvajes cubiertas de espinos, robando reses y cabras, asaltando poblados, buscando vengarse de los enemigos. Eran hombres a los que resultaba imposible amedrentar o someter mediante castigos.
El Halcón y la Costurera eran una nueva raza de cangaceiros. Sabían leer y escribir. Enviaban telegramas a las oficinas del periódico
Diario de Pernambuco
y hasta despachaban notas personales al gobernador y al presidente que los periódicos reproducían y reimprimían. Las notas estaban escritas en papel de lino fino, con el sello del bandido —una gran «H»— en relieve en la parte superior. El Halcón condenaba en ellas el proyecto del gobierno de construir una carretera, la Transnordeste, y juraba atacar todas las obras que se llevaran a cabo en el monte. El Halcón insistía en que no era un ladrón de cabras de poca monta; era un líder. Ofrecía dividir el estado de Pernambuco, dejando la costa para la república y el interior para los cangaceiros. Emília analizó la caligrafía del Halcón. Tenía un trazo redondeado de características femeninas, que se asemejaba mucho a la letra cursiva que el padre Otto, el sacerdote inmigrante alemán que dirigía su antigua escuela, les había enseñado a ella y a Luzia de niñas.
Los informes señalaban que había entre veinte y cincuenta hombres y mujeres bien armados en el grupo del Halcón. La líder femenina, la Costurera, era famosa por su brutalidad, por su habilidad con el rifle y por su aspecto. No era atractiva, pero era tan alta que sobrepasaba la altura de la mayoría de los hombres. Y tenía un brazo tullido, con el codo permanentemente doblado. Nadie conocía el origen del apodo «la Costurera». Algunos decían que se debía a la precisión en el tiro: la Costurera podía acribillar a un hombre a balazos igual que una máquina de coser perforaba la tela con su aguja. Otros decían que sabía coser de verdad y que estaba a cargo de la elaborada vestimenta de los cangaceiros. El
Diario
había impreso la única foto del grupo: Emília guardaba una copia en su joyero. Los cangaceiros usaban chaquetas y pantalones de buena confección. El ala de los sombreros, quebrada y doblada hacia arriba, tenía forma de media luna. Todo lo que llevaban los cangaceiros —desde sus morrales de gruesas tiras hasta los cinturones para cartuchos— estaba decorado minuciosamente con estrellas, círculos y otros símbolos indescifrables. Su vestimenta estaba recargada de bordados. Las correas de cuero de los rifles llevaban grandes remaches y detalles repujados. Según el parecer de Emília, los cangaceiros tenían un aspecto soberbio y ridículo a la vez.
La última teoría sobre el origen del nombre de la Costurera era la única válida para Emília. Llamaban Costurera a esa mujer alta y malherida porque mantenía unido a su grupo cangaceiro. A pesar de la sequía de 1932, a pesar de los esfuerzos del presidente Gomes por exterminar al grupo, a pesar de las recompensas en efectivo que el Instituto de Criminología ofrecía a cambio de las cabezas de los bandidos, los cangaceiros habían sobrevivido. Incluso aceptaron mujeres entre sus filas. Muchos atribuían este éxito a la Costurera. Circulaban teorías —que aún no habían sido comprobadas pero perduraban— que afirmaban que el Halcón había muerto. Era la Costurera quien había planeado todos los ataques a la carretera, había escrito las cartas dirigidas al presidente, había enviado telegramas que llevaban la firma del Halcón. La mayoría de los políticos, la policía y hasta el mismo presidente Gomes consideraban imposible esta teoría. La Costurera era alta, salvaje y pérfida, pero no por ello dejaba de ser una mujer.
Emília buscó entre el último montón de papeles sobre el escritorio de su suegro. Los recortes de periódico se pegaban a sus manos sudorosas. Las sacudió para que se desprendieran. Jamás había comprendido el comportamiento de la Costurera, pero Emília admiraba la audacia de la cangaceira, su fortaleza. Ella misma había deseado poseer esos atributos en los días posteriores a la muerte de Degas.
En la casa de los Coelho sonó una campanada. El desayuno estaba servido. La suegra de Emília conservaba una campana de bronce al lado de su silla en el comedor. La usaba para llamar a los sirvientes y para indicar los horarios de las comidas. La campana sonó por segunda vez; a doña Dulce le fastidiaban los rezagados. Emília ordenó los papeles sobre el escritorio de su suegro y se marchó.
Se sentó en el lugar que tenía asignado, en el otro extremo de la mesa del comedor, alejada de los demás comensales. Su suegro estaba sentado en la cabecera, bebiendo a sorbos el café en su taza de porcelana y desplegando su periódico. La suegra de Emília estaba sentada a su lado, pálida y rígida, ataviada con el vestido de luto. Entre ellos había una silla vacía con el respaldo cubierto por una tela negra, que había correspondido al esposo de la joven.
En el sitio de Degas se había colocado, cuidadosamente, la porcelana azul y blanca de los Coelho, como si doña Dulce esperase que su hijo volviera. Emília posó la mirada sobre su propio lugar en la mesa. La cantidad de cubiertos era excesiva. Había una cuchara de tamaño mediano para mezclar el café, una cuchara más grande para la sémola, una cuchara diminuta para la mermelada y una variedad de tenedores para los huevos y los plátanos fritos. Años atrás, durante las primeras semanas con los Coelho, Emília no había sabido qué cubierto usar. Tampoco se había atrevido a probar uno u otro, bajo la mirada escrutadora que su suegra le lanzaba desde el otro lado de la mesa. No había necesidad de tales complicaciones, tal refinamiento por la mañana, y durante sus primeros meses frente a la mesa de los Coelho Emília creía que su suegra exageraba el número de vasos y cubiertos solamente para confundirla.
La viuda no hizo caso de los huevos ni de la humeante fuente de sémola que estaba en el centro de la mesa. Bebió el café a sorbos. Cerca de ella, el doctor Duarte tenía el periódico levantado y sonreía. Sus dientes eran grandes y amarillentos.
—¡Mirad! —gritó, al tiempo que sacudía las páginas del
Diario de Pernambuco
. El titular del periódico se agitó delante de los ojos de Emília—. ¡Exitosa redada contra los cangaceiros! ¡La Costurera y el Halcón posiblemente muertos! Cabezas transportadas a Recife.
Emília se puso en pie. Se acercó a la cabecera de la mesa.
El artículo señalaba que el presidente de la república no toleraría la anarquía. Las tropas habían sido enviadas al interior, dotadas de la nueva arma, la ametralladora Bergmann. El arma de fuego había sido importada de Alemania por Coelho & Hijo, Sociedad Limitada, la firma de importación y exportación perteneciente al famoso criminólogo, el doctor Duarte Coelho, y su recientemente fallecido hijo, Degas. El cargamento de las Bergmann había llegado en secreto, antes de lo que esperaban.
El artículo informaba de que, antes de la emboscada, los cangaceiros habían saqueado e incendiado una obra de construcción de la carretera. Habían arrasado un pueblo. Testigos presenciales —arrendatarios y el músico de acordeón del lugar— dijeron que los bandidos habían adquirido en buena ley un frasco de agua de colonia Fleur d'Amour y habían arrojado monedas de oro a los niños en las calles. Dijeron que los cangaceiros habían asistido a misa y hasta se habían confesado. Luego la Costurera y el Halcón llevaron a sus cangaceiros al río San Francisco, para alojarse en la finca de un doctor. Otrora amigo de confianza de los cangaceiros, el doctor se había pasado en secreto al bando del estado y había enviado un telegrama a las tropas que se hallaban en las inmediaciones para informarles de la presencia del Halcón. «El pájaro está en casa», escribió el doctor en su mensaje.
Los cangaceiros estaban acampando en un agreste barranco cuando irrumpieron las tropas del gobierno. Estaba oscuro y era difícil apuntar. Pero con sus nuevas armas Bergmann, las tropas no tuvieron que esforzarse. Dieron con facilidad en el blanco. A la mañana siguiente, un ganadero que llevaba el ganado a pastar al amanecer, dijo que había visto a algunos cangaceiros huyendo de la batalla con las tropas. Aseguró que vio un pequeño grupo de individuos —todos con los sombreros de cuero característicos de los cangaceiros, con el ala doblada— cruzando exhaustos la frontera del estado. Pero los funcionarios policiales proclamaron que todos los forajidos estaban muertos, abatidos a tiros y decapitados, incluida la Costurera.
Emília leyó la última línea del artículo y no se dio cuenta de que la taza de porcelana se le resbalaba de las manos y se hacía pedazos contra el suelo de pizarra. No sintió el líquido hirviendo que salpicaba sus tobillos, no oyó a su suegra, que gritaba y exclamaba que no tenía modales, no vio a la sirvienta que gateaba bajo la mesa veteada de mármol para limpiar el desastre.
Emília subió corriendo la escalera de baldosas hasta su dormitorio…, el último cuarto al final del pasillo alfombrado y con olor a humedad. Allí se encontraba Expedito. Estaba sentado sobre la cama de Emília, mientras la niñera le peinaba el cabello mojado. Emília mandó a la sirvienta que se retirase. Levantó a su niño de la cama.
Cuando se retorció en su férreo abrazo, Emília lo soltó. Sacó una caja de madera pulida de debajo de la cama. La mujer desabrochó la cadena de oro que llevaba alrededor del cuello y utilizó la pequeña llave de bronce que colgaba de ella para abrir la cerradura de la caja. Dentro había una bandeja forrada de terciopelo, casi vacía, excepto por un anillo y un collar de perlas. Degas le había comprado el joyero más grande que había encontrado y le había prometido llenarlo. Emília levantó la bandeja. Oculta debajo, en un profundo hueco —un lugar destinado a colgantes, tiaras o gruesas pulseras—, estaba la colección de artículos periodísticos de Emília, atados con una cinta azul. Debajo había una pequeña fotografía enmarcada. Dos niñas estaban de pie, una al lado de la otra. Ambas vestían trajes blancos. Ambas tenían una Biblia en la mano. Una niña tenía una amplia sonrisa. Pero sus ojos no acompañaban la rígida felicidad de su boca. Parecían ansiosas, como si estuvieran esperando algo. La otra niña se había movido en el momento de sacar la foto, y aparecía algo borrosa. A menos que se mirara de cerca, a menos que uno la conociera, no era posible distinguir quién era.
Emília había llevado ese retrato de comunión acunado en sus brazos cuando salió cabalgando de su pueblo natal de Taquaritinga. Lo había mantenido en el regazo durante el accidentado viaje en tren a Recife. Una vez en casa de los Coelho, lo había puesto en el joyero, el único lugar en el que las sirvientas de la casa tenían prohibido hurgar.
Emília se arrodilló al lado del retrato. Su muchacho la imitó, apretándose las manos con fuerza sobre el pecho, como Emília le había enseñado. La miró fijamente. Con la luz del sol de la mañana, sus ojos no parecían tan oscuros como otras veces, pequeñas motas verdes salpicaban el fondo castaño. Emília inclinó la cabeza.
Rezó a Santa Lucía, la santa patrona de los ojos, tocaya y protectora de su hermana. Rezó a la Virgen, la gran custodia de las mujeres. Y rezó con especial fervor a san Expedito, el que respondía a todos los ruegos imposibles.
Emília había renunciado a muchas de sus viejas y tontas creencias en aquella casa, un lugar en donde su esposo no había sido esposo suyo, sino un extraño que no tenía interés en conocer, donde las sirvientas no eran sirvientas, sino espías enviadas por su suegra, donde las frutas no eran frutas, sino madera pulida y muerta. Pero Emília aún creía en los santos. Creía en sus poderes. Expedito había rescatado a su hermana de la muerte una vez. Podía volver a hacerlo.
Emília
Taquaritinga do Norte, Pernambuco
Marzo de 1928
Debajo de la cama, tía Sofía guardaba una caja de madera con los huesos de su marido. Cada mañana Emília oía el susurro de las sábanas almidonadas, el crujido de las rodillas de tía Sofía cuando se agachaba y arrastraba la caja por el suelo.
«Mi difunto», susurraba su tía, porque a los muertos no se les permiten nombres. Tía Sofía lo llamaba así en sus días buenos. Si se despertaba irritada, por molestias de la artritis o la mente plagada de preocupaciones por Emília y Luzia, se dirigía a la caja con severidad, llamándola «mi esposo». Si había permanecido despierta hasta tarde la noche anterior, meciéndose en su silla y escudriñando los retratos de la familia, al día siguiente tía Sofía se dirigía a la caja con un murmullo grave y dulce, llamándola «mi muerto». Y si la sequía empeoraba, había poco trabajo de costura o Emília había vuelto a desobedecerla, tía Sofía suspiraba y decía: «Oh, mi cadáver…, mi carga».
Tal era la forma en que Emília adivinaba el humor de su tía. Sabía cuándo pedir tela nueva para un vestido y cuándo permanecer callada. Sabía cuándo podía aplicarse un toque de perfume y de colorete sin que la castigaran, y cuándo llevar la cara limpia.
Sus aposentos estaban divididos por una pared encalada que tenía tres metros de altura y luego se detenía, dejando paso a postes de madera que sostenían las vigas del techo e hileras de tejas color naranja. Las oraciones susurradas por tía Sofía subían por encima de la pared baja del dormitorio. Emília compartía una cama con su hermana. Un rayo de luz polvoriento brilló a través de una grieta en las tejas del techo. Perforó el mosquitero amarillento. Emília entornó los ojos. Oyó el chasquido de las cuentas del rosario que se movían entre las manos de su tía. Hubo un gruñido, luego el crujido hueco de los huesos de tío Tirso cuando tía Sofía lo volvió a meter bajo la cama. Allí donde arrastraba la caja a diario se había formado una huella, una zona de suelo desgastado, dos hendiduras más claras que el ladrillo brillante que cubría todos los cuartos de la casa excepto la cocina.