La costa más lejana del mundo (16 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: La costa más lejana del mundo
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Tres cubiertas por encima de ellos (porque, aunque pareciera absurdo, estaban trabajando muy por debajo de la línea de flotación, junto al botiquín, a la luz de un farol), el capitán Aubrey caminaba con Pullings al lado bajo la intensa luz del sol. Aunque los vientos alisios que soplaban ahora eran más flojos que los que Jack había encontrado en otras ocasiones, tenía una expresión satisfecha. Delante de él se extendía la limpísima cubierta, donde había mucha actividad, pues los antiguos tripulantes del
Defender
estaban aprendiendo a pasar los cabos por los motones y a enganchar estos a los cañones. Desde la cabina de proa llegaban las voces de los guardiamarinas, que recitaban a coro
hic, haec, hoc
, y sus risas al terminar, por las cuales eran reprendidos por el señor Martin, aunque no severamente. Jack, después de la comida de los guardiamarinas y antes de la suya, revisaría los deberes que habían hecho por orden suya, como el cálculo de la posición de la fragata, hecho teniendo en cuenta la altura del sol y la diferencia entre el mediodía en el lugar donde se encontraba y el mediodía en Greenwich, marcado por los cronómetros, y, además, la comparación de ambos valores con la posición calculada según los rumbos y las distancias recorridas en cada uno de ellos. A veces las respuestas eran muy extrañas. Algunos guardiamarinas parecían incapaces de aprender los principios básicos y trataban de obtener los cálculos usando la regla de tres, aunque erróneamente o copiando de los demás, y al menos Boyle (pese a proceder de una familia de marinos) nunca había aprendido a multiplicar por más que cinco. Pero todos eran muchachos agradables, y a pesar de que a Calamy y a Williamson no les gustaba tener que estudiar otra vez después de haber viajado durante tanto tiempo sin un maestro, y a pesar de que presumían de su experiencia delante de los que viajaban por primera vez, no parecían tratarles despóticamente. Al parecer, había armonía entre los guardiamarinas, y, por otro lado, el condestable y su esposa les atendían como era debido. Indudablemente, la señora Horner lavaba sus camisas para las ocasiones solemnes mejor que Killick, y Jack sospechaba que usaba agua dulce.

Los guardiamarinas empezaron a recitar a coro algo diferente. Ahora recitaban
autos, autee, auto
, y la sonrisa de Jack se amplió.

Eso es lo que quería oír —dijo—. Ellos no se sentirán avergonzados como nosotros cuando alguien cite en griego, sino que dirán: «
Autos, autee, auto
, compañero». Y los conocimientos sobre la época clásica son beneficiosos para la disciplina, porque los marineros sienten un gran respeto por quien los tiene.

Pullings no parecía totalmente convencido y estaba diciendo a Jack que Mowett valoraba mucho a Homero cuando el gato, que todavía no había aprendido que el alcázar era un lugar sagrado, cruzó sus límites con el ostensible fin de acariciarles y ser acariciado.

¡Señor Hollar! —gritó Jack con una voz tan potente que llegó sin dificultad al castillo, donde estaba el contramaestre colocando un perno—. ¡Señor Hollar, tenga la amabilidad de llevarse su
Azote
y encerrarlo en la cabina o meterlo en una bolsa!

Desde hacía tiempo la ocurrencia de Stephen se transmitía de boca en boca por la fragata, y cada marinero, al repetirla o explicarla, la transformaba un poco. Y puesto que la
Surprise
no era una embarcación en la que los marineros sólo pudiesen hablar en la cubierta cuando un superior les dirigía la palabra, cuando el animal pasaba por el pasamano, muchos le gritaban: «¡Eh,
Azote
!» y se reían. Jack todavía sonreía cuando se dio cuenta de que ese era el día en que se aplicaban los castigos en la fragata y preguntó si se habían cometido faltas graves.

¡Oh, no señor! —respondió Pullings—. Dos marineros se pelearon, uno se emborrachó, porque era su cumpleaños, y no pudo trabajar, y uno replicó. No son faltas que haya que castigar con algo más que con grog con seis partes de agua. Pero pensé que sería mejor no imponer el castigo hoy, porque se van hacer las sangrías esta tarde.

Eso mismo iba a sugerir yo —dijo Jack.

Después habló de los cambios que quería hacer en la lista de las guardias con el fin de mezclar a los nuevos marineros con los antiguos tripulantes de la
Surprise
, para que estuvieran más a gusto en la fragata, y se interrumpió de repente al ver algo muy desagradable. Hollom caminaba por el estrecho pasamano en dirección a la proa mientras que Nagel, un excelente marinero pero uno de los principales alborotadores del
Defender
, caminaba por allí en dirección a la popa, y cuando estuvieron frente a frente, Nagel pasó por el lado de Hollom mirándole despreocupadamente, sin mostrarle respeto.

¡Sargento! —gritó Jack—. ¡Sargento! Lleve a Nagel a la media cubierta y póngale grilletes. —Estaba enfurecido. Haría todo lo posible por que reinara la armonía en la fragata, pero no toleraría la indisciplina, aunque tuviera que convertirla en una prisión flotante y mantenerla en esas condiciones hasta el final de la misión. Recordaba que una vez, cuando hubo un conato de amotinamiento en la escuadra, Saint Vincent, enfurecido, había gritado: «¡Les obligaré a que saluden a los guardiamarinas aunque tenga que clavarles una pica!», y él estaba completamente de acuerdo con el almirante—. Juzgaremos a todos los que han cometido faltas, como siempre —dijo a Pullings con una mirada furibunda que causó asombro a Howard, el infante de marina, que nunca le había visto así—, cuando suenen las seis campanadas.

Mientras esto ocurría, un mensajero bajó a preguntar al doctor Maturin si ése era un momento apropiado para que el condestable fuera a verle.

Puede venir enseguida, si quiere —respondió, secando el aceite del último fleme—. Señor Higgins, es mejor que vaya a ocuparse de la enfermería.

Los suboficiales y oficiales tenía el privilegio de poder consultar al cirujano en privado, y Stephen estaba casi seguro de que el condestable, a pesar de ser un hombre fornido, de espalda ancha, de gesto adusto, con cicatrices de heridas recibidas en las batallas, detestaba las sangrías e iba a rogarle que no se la hiciera. Acertó en parte, pues el motivo de la visita de Horner era la sangría, pero antes de que el condestable se sentara, se dio cuenta de que le producía algo más que desagrado. Curiosamente, Horner no hablaba en voz baja y en tono autocompasivo, como solían hacerlo los marinos cuando iban a hablar con el doctor como pacientes, sino todo lo contrario, con voz fuerte y en tono irritado. Parecía que no era conveniente molestarle, y hasta ese momento nadie lo había hecho. Después de algunos comentarios de Horner sobre asuntos de interés general, dijo que no quería que le hiciera una sangría si la pérdida de sangre le impedía hacer
eso
. Luego añadió que casi había logrado hacerlo las últimas noches, y que no quería perder media pinta de sangre si eso le ponía otra vez en las condiciones en que estaba antes, pero que si la sangría no le afectaba, el doctor podía sacarle un galón de sangre si le venía en gana. Puesto que Stephen atendía desde hacía tiempo a hombres vergonzosos y de pocas palabras, sabía que a la palabra «eso» se le daba un montón de significados, y después de hacer unas cuantas preguntas, confirmó que en este caso el significado era el que había intuido al principio. Horner era impotente, pero lo que preocupaba al doctor Maturin más que eso, y le hacía temer que no podría ayudarle, era que sólo era impotente cuando estaba con su esposa. Puesto que Horner había pasado un mal rato al revelar sus sentimientos al doctor, él no quiso insistir en que le contara cómo eran sus relaciones con la señora Horner; pero dedujo que ella no era comprensiva, pues, según el condestable, nunca le hablaba a ella de eso y ella tampoco decía nada, pero parecía molesta y daba respuestas cortas cuando se le preguntaba algo. Horner estaba casi seguro de que alguien le había hecho un maleficio e inmediatamente después de haberse casado fue a ver a dos brujos para que lo rompieran. Les pagó cuatro libras y diez peniques, pero eran unos sinvergüenzas y no hicieron nada.

¡Dios mío! —exclamó—. Están llamando a todos los tripulantes a presenciar los castigos. Pensé que hoy no juzgaban a los que han cometido faltas. Tengo que ponerme mi mejor chaqueta enseguida. Y usted también, doctor.

Ambos ocuparon sus puestos en el alcázar vestidos con sus mejores chaquetas. En el alcázar estaban todos los oficiales, con sus uniformes de color azul y dorado, mientras que detrás del palo mesana y en los pasamanos estaban formados en fila los infantes de marina, con sus chaquetas color escarlata, y sus blancas bandoleras y sus bayonetas caladas brillaban al sol. Jack había juzgado ya a los dos marineros que se habían peleado, al que se había emborrachado porque era su cumpleaños y al que había replicado, y la sentencia que había dictado contra ellos había sido: «Beberán grog con seis partes de agua hasta la semana que viene». La dictó pese a que desde hacía años Stephen le había asegurado que en el grog lo importante no era la cantidad de agua sino la de alcohol, pero él (como todos los que estaban a bordo) creía, porque le parecía lógico, que el ron diluido con el doble de agua, que era una mezcla de un sabor desagradable, causaba una intoxicación de menor magnitud. Ahora iba a juzgar a Nagel.

¿Qué ha hecho? —preguntó Jack lleno de cólera—. Usted sabe muy bien qué ha hecho. Pasó por el lado del señor Hollom en el pasamano sin mostrarle obediencia. Usted es un viejo marinero de barco de guerra, así que el motivo no fue la ignorancia. De la falta de respeto al amotinamiento no hay más que un paso, y la consecuencia del amotinamiento es la horca, indudablemente. No toleraré eso en esta fragata, Nagel. Usted sabía lo que hacía. ¿Alguno de los oficiales tiene algo que decir en su favor?

Todos respondieron que no, y el único de ellos que realmente podría haber dicho algo para defenderle, Hollom, no se atrevió a hablar.

Muy bien —prosiguió Jack—. Preparen el enjaretado. Cabo, ordene a las damas que se vayan abajo.

Enseguida se vieron pasar delantales blancos por la escotilla de proa y Nagel se desabrochó la camisa despacio, con un gesto adusto y la mirada torva.

¡Sujétenle! —ordenó Jack.

¡Ya está sujeto, señor! —dijo su suboficial un momento después.

Señor Ward —dijo Jack a su escribiente—, lea el artículo treinta y seis del Código Naval.

Cuando el escribiente abrió el libro, todos los que estaban presentes se quitaron el sombrero, y entonces, en tono solemne, leyó:

«Treinta y seis: Todas las faltas no castigadas con la pena capital cometidas por una o más personas en la escuadra que no aparezcan en este artículo o para las cuales no se indique ninguna sanción serán castigadas de acuerdo con las costumbres y las leyes que se aplican en la mar en esos casos.»

Dos docenas —ordenó Jack, volviéndose a poner el sombrero—. Ayudante del contramaestre, cumpla con su deber.

Harris, el ayudante del contramaestre de mayor antigüedad, recibió el azote de manos de Hollar y cumplió con su deber: empezó a dar azotes sin animadversión, pero con la fuerza con que solían darse en la Armada. Cuando dio el primero, Nagel gritó: «¡Oh, Dios mío!», pero después los únicos sonidos que se oían eran siseos seguidos de golpes.

«Tengo que acordarme de probar el bálsamo preparado por Mullins», pensó Stephen. Cerca de él, los guardiamarinas que nunca habían visto flagelar a un hombre parecían tristes y asustados, y, al otro lado de ellos, entre los marineros, Stephen vio al fornido Padeen Colman y se dio cuenta de que estaba llorando, pues pudo ver cómo las lágrimas resbalaban por su cara de expresión bondadosa. Pero, en general, los marineros estaban impasibles, pues, a pesar de que la sentencia que había dictado el capitán Aubrey era más dura de lo habitual en él, sabían que en otros barcos habría sido aún más severa. Pensaban que doce azotes eran un castigo justo y que si un tipo se metía en un lío por no saludar a un oficial, aunque fuera un desafortunado ayudante de oficial de derrota sin un penique, un Jonás y un mal marino, no podía quejarse si le castigaban. Aparentemente, también era esa la opinión de Nagel. Cuando le soltaron las muñecas y los tobillos, recogió su camisa, fue hasta la bomba de proa para que sus compañeros le quitaran la sangre de la espalda con agua, y entonces volvió a ponerse la camisa; y aunque estaba serio, su expresión no indicaba que estuviese ofendido ni descontento.

Un poco más tarde, cuando Stephen y Martin estaban apoyados en el coronamiento mirando dos tiburones que seguían a la fragata desde hacía varios días y nadaban en la estela o pasaban bajo la quilla, dijo Martin:

¡Cuánto detesto que flagelen a alguien!

Los tiburones parecían muy astutos, pues comían toda la basura que les daban pero despreciaban el cebo de los anzuelos. Se mantenían sumergidos a una distancia tan grande de la superficie que no era posible determinar su especie ni que les alcanzaran las balas de los mosquetes cuando los marineros les apuntaban con ellos cada tarde, al hacer las prácticas de tiro con armas ligeras. Por otro lado, impedían al capitán Aubrey tomar su acostumbrado baño de mar cada mañana. Al capitán no le importaría tomarlo si hubiera un solo tiburón, pero dos le parecían demasiados, pues con los años se había vuelto miedoso y, además, un accidente ocurrido recientemente en el mar Rojo había cambiado su idea sobre toda la familia.

Yo también —dijo Stephen—. Pero piense que eso, aunque sea un castigo brutal, es correcto según las costumbres y las leyes que se aplican en la mar. Creo que si cantáramos esta tarde, todos los marineros estarían tan contentos como si nunca se hubiera colocado el enjaretado.

Ya los marineros habían quitado el enjaretado y habían lampaceado la cubierta desde hacía al menos media hora, porque faltaban por caer unos cuantos granos del reloj de arena para que llegara la hora de tocar ocho campanadas. Los oficiales y los guardiamarinas estaban detrás del palo mayor y con los cuadrantes y sextantes en alto miraban hacia el sol esperando a que llegara el momento de que cruzara el meridiano. El momento llegó, y todos se dieron cuenta de ello, pero, según un antiguo ritual, el oficial de derrota se lo dijo a Mowett, y entonces Mowett se acercó al capitán Aubrey y, quitándose el sombrero, le comunicó que habían calculado la hora local y que, aparentemente, era mediodía.

Es mediodía —dijo Jack, y de ese modo anunció oficialmente la hora.

Inmediatamente después retumbaron en la fragata las ocho campanadas y los gritos con que llamaban a los marineros a comer. Stephen avanzó entre el estrépito hasta donde se encontraba el oficial de derrota, le preguntó cuál era la posición de la fragata y regresó corriendo adonde estaba Martin.

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