Nagel estuvo conmigo en el
Ramillies
durante un tiempo —dijo Pullings, después de haberles mandado a la proa, donde podrían comprar ropa y otros artículos al contador—. Tuvo la clasificación de suboficial, pero la perdió porque replicaba constantemente. No es malo, sólo testarudo e inclinado a discutir.
Y yo he visto a Compton, el barbero, una vez —dijo Mowett—. Fui a una fiesta en el
Defender
cuando estaba al mando del capitán Ashton, y él actuó como ventrílocuo. Además, recuerdo que había algunas bailarinas excelentes.
Ahora vamos a entrevistar a los hombres que han llegado del hospital —dijo Jack—. Señor Pullings, por favor, vaya a ver si el doctor ya ha recuperado las fuerzas.
Stephen ya había recuperado las fuerzas, pero, a juzgar por el brillo de sus ojos, no la serenidad.
He sido víctima de un atropello —respondió a Jack cuando le preguntó amablemente por su estado—. Ordena que lleven a los pacientes dados de alta a proa.
Los tripulantes de la
Surprise
que no tenían nada urgente que hacer se reunieron para divertirse viéndolos subir a bordo, y los que podían hacer una pausa en su trabajo la hicieron para poder verles, pero las sonrisas que habían aparecido en sus rostros anticipadamente desaparecieron cuando el primero entró por el portalón y tropezó. Era un marinero de aspecto corriente que lloraba amargamente mirando hacia el cielo y maldiciendo, y nadie podía dudar de que estaba triste. Los otros tampoco resultaron graciosos. Stephen admitió a uno que era originario del condado de Clare y cuyos problemas eran que no sabía mucho inglés ni podía hablarlo bien porque tenía una fisura palatina, lo que hacía muy extraña su voz. Era un hombre corpulento, reservado y bonachón. Otros tres habían sufrido heridas en la cabeza a consecuencia de la caída de motones y palos, y uno solo estaba realmente loco.
Con tu permiso, tomaré como sirviente al tipo corpulento —dijo a Jack en un aparte—. Es analfabeto y, además, podrá ayudarme mucho. Los otros tres están en tan buenas condiciones para quedarse en tierra como para hacerse a la mar. Matthew finge que está loco y recobrará el juicio en cuanto dejemos de ver la costa. Los restantes no deberían haber sido dados de alta y tienen que regresar.
Regresaron. Y cuando desembarcaron en el muelle, llegó un mensaje del comandante del puerto.
¡Dios mío! —exclamó Jack cuando lo leyó—. ¡Debería juntarme con ellos! Ha sido inútil que fuera corriendo de un lado a otro de esa condenada ciudad, que trabajáramos con prisas y que colocáramos la carga en la bodega a la luz de los faroles, porque la
Norfolk
tiene que quedarse en el puerto un mes. Teníamos todo el tiempo del mundo y ese maldito zorro lo sabía desde hace días.
Por primera vez durante la larga vida de la fragata
Surprise
en la Armada, su capitán tenía tiempo de sobra. Jack se alegraba mucho de ello, pues no tendría que hacerla navegar como tantas otras veces, desplegando las juanetes y las sobrejuanetes cuando podía soportar su presión, y quitándolas justo antes de que se desprendieran; en esta ocasión podría proteger los palos, los cabos y las velas, lo que siempre proporcionaba tranquilidad a cualquier marino, especialmente cuando había la posibilidad de que tuviera que doblar el cabo de Hornos en dirección oeste y navegar por el Pacífico, donde debería recorrer muchas millas para encontrar un mastelero de recambio. La posibilidad era remota, porque la
Norfolk
había aplazado su partida un mes y, sobre todo, porque la
Surprise
se encontraba en Gibraltar y desde allí podía llegar al Atlántico Sur más rápido que su presa. Jack pensó que tendría más probabilidades de lograr eso si iba a San Roque y permanecía en sus inmediaciones hasta que tuviera noticias de la presa o ésta pasara por allí navegando hacia el sur. Aquel cabo, en la costa de Brasil, sobresalía mucho hacia el este, y Jack lo había avistado muchas veces cuando iba rumbo a El Cabo. Además, en muchas ocasiones había visto mercantes que se dirigían al río de la Plata y otros puertos suramericanos navegando a muy poca distancia de él para aprovechar los vientos que soplaban cerca de la costa. Había visto hasta veinte mercantes navegando juntos por aquella ruta. Pero Jack había navegado suficiente tiempo para saber que de lo único que podía estar seguro era de que nada era seguro, y, por tanto, no tenía la certeza de que pudiera capturar la presa en el cabo San Roque ni en ningún otro cabo, y estaba preparado para ir hasta el cabo de Van Diemen e incluso hasta Borneo si era preciso. Pero se alegraba de aquel retraso, porque no sólo dejaría que todos los marineros descansaran después de haber hecho un trabajo agotador, sino que también le permitiría convertir a los nuevos tripulantes en la clase de marineros que hacían falta a bordo de la fragata para combatir con la
Norfolk
. Cuando era prisionero en Boston, había visto la
Norfolk
y otros barcos de guerra norteamericanos, y aunque la
Norfolk
no podía compararse a fragatas como la
President
yla
United States
, por tener las dimensiones de un barco de línea y cañones de veinticuatro libras, sería un hueso duro de roer. Seguramente estaría tripulada por excelentes marineros y sus oficiales serían hombres que habían aprendido su profesión en las turbulentas aguas del Atlántico Norte y que eran colegas de los que habían derrotado a las tres primeras fragatas de la Armada real con las que habían combatido. La
Guerrière
, la
Macedonian
y la
Javase
habían rendido una tras otra a los norteamericanos.
El capitán Aubrey había viajado como pasajero en la última de ellas, y por eso no era extraño que respetara mucho a la marina norteamericana. La victoria de la
Shannon
sobre la fragata norteamericana
Chesapeake
había demostrado que los marineros norteamericanos no eran invencibles, pero, a pesar de eso, el respeto que Jack les tenía podía deducirse del rigor con que los nuevos tripulantes fueron entrenados en el manejo de los cañones y las armas ligeras. Parecía que a la mayoría de ellos no les habían enseñado nada a bordo del
Defender
, aparte de lampacear la cubierta y sacar brillo al bronce, y desde que la
Surprise
salió del estrecho, cuando todavía se divisaba desde ella el cabo Trafalgar a estribor y el Espartel a babor y una manada de delfines pasaba dando saltos por delante de la proa y el fuerte viento rolaba al nornoroeste, los oficiales empezaron a entrenar a los tripulantes.
Ahora, tres días después de haber zarpado, todos tenían la espalda quemada, las manos peladas y con ampollas por tirar de los motones para mover los cañones, y algunos se habían pillado los dedos de las manos o de los pies con los cañones al retroceder. A pesar de eso, el señor Honey, el tercer oficial interino, llevó un grupo a hacer prácticas de tiro con una de las carronadas del alcázar, y como estaba casi justamente por encima del capitán Aubrey e hicieron mucho ruido al deslizaría, el capitán tuvo que alzar tremendamente la voz para decir a su repostero que viniera. Al menos hizo el intento, pero Killick, que estaba, al otro lado del mamparo con un amigo, era obstinado y, además, poco inteligente, no quería ni podía atender a dos cosas a la vez y había empezado a contar una anécdota acerca de un irlandés llamado Teague Reilly que pertenecía a la guardia de popa y quería acabarla.
«Bueno, Killick», me dijo con el acento con que hablan en Cork, donde, como sabes, casi nadie habla en cristiano, «como eres protestante, no entenderás lo que quiero hacer, pero, tan pronto como hagamos escala en Gran Canaria, voy a ir a la iglesia de los franciscanos y me voy a confesar». «¿Por qué, compañero?», pregunté. «¿Qué por qué?», dijo él…
¡Killick! —gritó Jack con una voz que hizo estremecer el mamparo.
Killick, con visible irritación, agitó la mano a la vez que la movía hacia el mamparo y continuó:
«En primer lugar porque en la fragata hay un Jonás, en segundo, porque hay un pastor, y en tercero, porque la hija del contramaestre tiene un gato en su cabina, lo que ya es el colmo.»
Después de la tercera llamada, Killick irrumpió en la cabina como si llegara corriendo del castillo.
¿Qué hay de comer? —preguntó Jack.
Bueno, señor, Joe Plaice dice que se atreverá a hacer un típico estofado marinero y Jemmy Ducks cree que podrá hacer un pastel de ganso.
¿Y el postre? ¿Le preguntaste a la señora Lamb cómo se hacía la papilla de trigo?
Como está haciendo arcadas y vomitando constantemente, casi no puede oír lo que se le pregunta —respondió Killick, riendo alegremente—. Está así desde que zarpamos de Gibraltar. ¿Quiere que le pregunte a la esposa del condestable?
No, no —contestó Jack, pensando que nadie con la figura de la esposa del condestable podía hacer bien papillas de trigo ni perro con manchas
[6]
ni batido de leche con licor y azúcar, y, además, no quería tener ninguna relación con ella—. No, no. Es suficiente con lo que queda del pastel de Gibraltar. También trae tostadas con queso, un poco de pastel de Estrasburgo, jamón de jabalí y cualquier otra cosa que sirva para acompañar el plato principal. Trae vino tinto para empezar y después el oporto que tiene el sello amarillo.
Jack estaba tan ocupado haciendo los preparativos para zarpar que no se había ocupado de buscar a un cocinero que reemplazara al que tenía hasta el último momento, y justamente en el último momento el maldito cocinero le había dejado plantado. Entonces dio la orden de zarpar aunque no estuviera a bordo el cocinero con el fin de no desaprovechar el viento favorable y porque confiaba en que podría conseguir uno en Tenerife. Pero eso tenía inconvenientes. Quería invitar a sus oficiales al inicio del viaje, en parte porque quería decirles cuál era realmente su destino y en parte porque quería que el señor Allen le hablara de la pesca de la ballena y de la navegación por las inmediaciones del cabo de Hornos y las aguas que estaban al otro lado. Sin embargo, según la tradición naval, un capitán debía ofrecer a sus oficiales platos diferentes a los que comían en la sala de oficiales para que la comida pareciera un acto especial, al menos por lo que se refería a los alimentos, e incluso en los viajes largos, cuando las provisiones privadas eran un vago recuerdo y todos comían los víveres del barco, el cocinero del capitán hacía un gran esfuerzo para preparar la carne de caballo salada, los guisantes secos y el pan de diferente manera que el cocinero de los oficiales. Y Jack, que era un
tory
, un amante del vino añejo apegado a las viejas costumbres y uno de los pocos oficiales de su veteranía que aún llevaba el pelo largo, se hacía una coleta en la nuca y llevaba el sombrero con los picos a los lados, al estilo de Nelson, en vez de delante y detrás, sería la última persona que renunciaría a la tradición. Por esa razón, no podía solicitar los servicios de Tibbets, el cocinero de los oficiales, sino que tenía que buscar en la fragata a todos los que tuvieran talento para cocinar, ya que Killick no sabía hacer nada más que tostadas con queso, y Orrage, el cocinero oficial de la fragata, no se preocupaba mucho de dar buen sabor a los platos. En realidad, Orrage no era un cocinero, según la definición que se usaba en tierra, pues se limitaba a remojar la carne salada en agua dulce y luego hervirla en calderos de cobre mientras los hombres encargados de preparar la comida a cada grupo de marineros hacían el resto del trabajo. No tenía sensibilidad para apreciar el sabor y el olor de los alimentos, y no había conseguido ese puesto porque dijera que sabía cocinar sino porque había perdido un brazo en Camperdown; sin embargo, todos los que estaban a bordo le tenían simpatía, porque era un hombre de buen carácter, sabía muchas canciones y daba a los demás mucho sebo, el sebo que subía a la superficie del agua cuando hervía la carne en las cazuelas de cobre. Ese sebo, quitando el que se usaba para engrasar los mástiles y las vergas, era propiedad del cocinero, pero Orrage era tan generoso que a menudo daba un poco a los marineros para que frieran pedazos de galletas o algún pescado que hubieran pescado casualmente, aunque en casi todos los puertos los fabricantes de velas de sebo le habrían dado dos libras y diez peniques por cada barril.
Cuando el sol subió en el cielo azul claro por encima del brillante mar, el suave viento roló al noreste y llegó hasta la fragata justo por la popa. En ocasiones como esa, Jack solía desplegar las sobrejuanetes y a veces también las monterillas, pero ahora arrió la cangreja, el foque y la mayor y tomó rizos en el velacho; dejó desplegadas solamente la cebadera, la trinquete, la juanete, las alas superiores e inferiores y la gavia mayor y la juanete mayor con sus alas a ambos lados. La fragata se deslizaba suavemente con el viento en popa y casi en silencio. Lo único que se oía era el susurro del agua al pasar por los costados, el rítmico crujido de los mástiles, las vergas y los innumerables motones cuando atravesaba las últimas olas que llegaban del oeste con un fuerte cabeceo que tan bien conocía su capitán. Pero de vez en cuando era azotada por las ventiscas de aquella zona, aunque con suficiente frecuencia para que Maitland, encargado de la guardia, llamara a los lampaceros muchas veces. Jemmy Ducks, que estaba pelando gansos en la proa, vio que las plumas se alejaban varias yardas, pues ahora la
Surprise
no tenía el viento justamente por popa (aunque lo parecía), y el viento, atrapado por la cebadera, las elevaba formando remolinos, y al unirse a las corrientes que se formaban entre las otras velas, las esparcía por la cubierta, donde caían silenciosamente como la nieve. Mientras tanto Jemmy Ducks murmuraba:
No voy a terminar a tiempo. ¡Malditas plumas!
Jack, con las manos tras la espalda y observándolo todo en silencio, se inclinaba mecánicamente hacia atrás y hacia delante para contrarrestar el cabeceo, al que prestaba gran atención, ya que reflejaba la fuerza con que las velas tiraban de la fragata, que dependía de una serie de variables difíciles de calcular matemáticamente. Al mismo tiempo, oía a Joe Plaice haciendo ruido en la cocina. Plaice, un marinero del castillo que había viajado con Jack desde tiempos inmemoriales, había empezado a lamentar haberse brindado a hacer un típico estofado marinero casi tan pronto como su ofrecimiento fue aceptado. Estaba muy ansioso porque se le estaba acabando el tiempo, y su ansiedad le hacía maldecir constantemente a su primo Barret Bonden, su ayudante en esa ocasión, y (puesto que su primo era un poco sordo) en voz muy alta.