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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (51 page)

BOOK: La corona de hierba
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—Desde luego eso es lo que propuso Cayo Graco —dijo Druso—. Yo propongo algo ligeramente distinto. Para empezar, no creo que se pueda seguir argumentando que el Senado no se haya quedado pequeño. A las reuniones vienen muy pocos y muchas veces no alcanzamos el quórum. Si hay que constituir jurados, ¿no acabaríamos hartos de hacerlo constantemente? Admítelo, Lucio Licinio, más de la mitad de los senadores se negaban a formar parte de un jurado en la época en que éramos nosotros quienes constituíamos los tribunales. Mientras que Cayo Graco quería llenar el Senado de caballeros, yo quiero llenarlo con hombres de nuestro rango senatorial, más algunos caballeros para que queden contentos. Todos nosotros tenemos tíos y sobrinos, o hermanos más jóvenes, que no pueden acceder al Senado porque está completo. Yo los admitiría a ellos con preferencia a los caballeros. ¿Y qué mejor método que ver a algunos caballeros que se oponen al Senado convertidos en partidarios del mismo haciéndolos senadores? Son los censores los que admiten nuevos senadores, sin posibilidad de apelación. — Hizo un carraspeo—. Ya sé que en este momento no tenemos censores, pero podemos elegir una pareja el próximo abril, o en abril del otro año.

—Me complace esta idea —dijo Antonio Orator.

—¿Y qué otras leyes os proponéis promulgar? —inquirió Ahenobarbo, pontífice máximo, ignorando la referencia implícita a él y a Craso Orator, que por derecho aún debían seguir siendo censores.

—Todavía no lo sé, Cneo Domicio —contestó Druso lacónico, con aire indeciso.

—¡Cómo no vais a saberlo! —replicó sarcástico el pontífice maximo.

—Bueno —añadió Druso, sonriendo con inocente dulzura—, tal vez sí, Cneo Domicio, pero no lo bastante para hablar de ellas en tan digna compañía. Perded cuidado; tendréis oportunidad de dar vuestra opinión.

—Bah —exclamó Ahenobarbo, pontifice máximo, con gesto escéptico.

—Lo que me gustaría saber, Marco Livio, es desde cuándo teníais el propósito de presentaros a la elección de tribuno de la plebe —inquirió Escauro, príncipe del Senado—. Porque no me explico cómo habiendo sido elegido edil plebeyo no hicisteis nada por intervenir en la Cámara. Ya veo que estabais reservando vuestra oratoria para mejores fines, ¿no?

—Marco Emilio —replicó Druso con los ojos muy abiertos—, ¿cómo podéis decir semejante cosa? ¡Un edil no tiene por qué tomar la palabra!

—Humm —contestó Escauro, encogiéndose de hombros—. Contad con mi apoyo, Marco Livio. Me gusta vuestro estilo.

—Cuenta también con el mío —dijo Craso Orator.

Y todos los demás acordaron también apoyar a Druso.

Druso no anunció su candidatura a tribuno de la plebe hasta la mañana del día de las elecciones, lo que, generalmente, habría sido una estratagema temeraria, pero en este caso resultó una excelente idea, pues le ahorró tener que contestar a preguntas comprometidas durante el plazo preelectoral y, por otra parte, pareció como si al ver la poca entidad de los otros candidatos hubiese alzado los brazos escandalizado y se hubiera decidido a presentarse para mejorar el equipo. Los mejores nombres del resto de la candidatura eran Sestio, Saufeio y Minicio, ninguno de ellos noble, y menos aún de valía. Druso anunció su candidatura después que lo hubiesen hecho otros veintidós.

Fueron unas elecciones tranquilas, poco concurridas. Se presentaron unos dos mil electores, porcentaje muy reducido; y como en la zona de los
Comitia
cabían con holgura el doble, no hubo necesidad de hacerlas en un recinto mayor, como el circo Flaminio. Una vez declarados los candidatos, el presidente del colegio saliente de tribunos de la plebe inició el procedimiento de votación instando a los electores a agruparse en tribus; el cónsul Marco Perperna, un plebeyo, no quitaba ojo de todo, como encargado del escrutinio, y como la asistencia fue baja, los esclavos públicos que sostenían las sogas que separaban a las tribus no tuvieron que enviar a recintos acotados con cuerdas fuera de la zona a las tribus más numerosas.

Como se trataba de una elección, las treinta y cinco tribus emitieron el voto a la vez en lugar de hacerlo sucesivamente una tras otra, como en el caso de aprobar una ley o dar el veredicto de un juicio. Las cestas en que se depositaban las tablillas de cera inscritas con el voto estaban en un estrado debajo del muro de los
rostra
, al que sólo tenían acceso los tribunos de la plebe salientes, los candidatos y el cónsul encargado del escrutinio.

El estrado de madera instalado al efecto seguía la curva de la grada inferior de la zona de votaciones, tapándola. Treinta y cinco angostos pasadizos en cuesta iban desde la parte inferior hasta las cestas, a una altura de unos seis pies, y las sogas que separaban a las tribus se extendían a modo de porciones de tarta hasta el lado opuesto a los
rostra
. Los electores llegaban a la rampa, recibían su tablilla de cera de los
custodes
, se detenían a inscribir su elección con el
stylus
, ascendían por el puente de tablas y la depositaban en la cesta de su tribu correspondiente. Una vez cumplido el deber electoral, salían andando por la grada superior y del recinto por ambos lados del muro de los
rostra
. Los que se habían tomado la molestia o se habían sentido con ánimo de revestir la toga, no se marchaban hasta después del recuento, por lo que, después de votar, se quedaban rezagados en el bajo Foro charlando, comiendo un tentempié y observando cómo iba la votación.

Durante todo este largo proceso, los tribunos de la plebe salientes permanecían detrás de la tribuna de los
rostra
, los candidatos, delante, y el presidente del colegio saliente con el cónsul encargado del escrutinio, sentados en un banco, enfrente, para ver todo lo que sucedía en el recinto inferior.

Algunas tribus, en particular las cuatro urbanas, contaban aquel día con varios centenares de electores, mientras que otras tenían muchos menos, incluso sólo un par de docenas en el caso de tribus rurales distantes. Sin embargo, sólo contaba un voto por cada tribu: el de la mayoría de sus miembros, lo que a las tribus rurales distantes les confería una ventaja desproporcionada.

Puesto que las cestas sólo tenían capacidad para aproximadamente cien tablillas, las retiraban a medida que se llenaban para poner otras en su lugar; el recuento lo fiscalizaba constantemente desde su posición central el cónsul encargado del escrutinio, que efectuaban, en una gran mesa en la grada superior, a sus pies, treinta y cinco
custodes
con sus ayudantes.

Una vez concluido, unas dos horas antes de ponerse el sol, el cónsul encargado leía los resultados ante los que habían aguardado hasta el final y los que habían vuelto a congregarse en el recinto, ya sin cuerdas, y autorizaba también la publicación de los resultados en una hoja de pergamino que se exponía en el muro de atrás de los
rostra
con vista al Foro, para que en días sucesivos pudieran leerlos los que por allí pasaban.

Marco Livio Druso fue el nuevo presidente del Colegio, después de efectuar el escrutinio de la mayoría de las tribus; de hecho, las treinta y cinco tribus le habían votado, fenómeno extraordinario. Los Minicios, Sestius y Saufeios también fueron votados, y otros seis con nombres tan poco conocidos y sugerentes que casi nadie los recordó, ni dieron motivo para ello durante el año que permanecieron en el cargo, que se inició el décimo día de diciembre, unos treinta días a partir de la votación. Naturalmente, a Druso le encantó no tener adversarios de talla.

El colegio de los tribunos de la plebe tenía su sede en la basílica Porcia, en la planta baja y en el extremo próximo al Senado; era un espacio abierto con mesas y sillas plegables sin respaldo y con el molesto estorbo de varias gruesas columnas. Como la basílica Porcia era la más antigua de Roma, su construcción era muy rara. Allí, los días en que no se podía hacer la reunión en la zona de votaciones o no había convocatoria, se sentaban los tribunos de la plebe para escuchar a los que les planteaban problemas, quejas y sugerencias.

Druso estaba deseando iniciar su nueva tarea y pronunciar el discurso inaugural en el Senado. La oposición de los magistrados mayores era de esperar, ya que Filipo había vuelto a ser segundo cónsul con Sexto Julio César, el primer Julio que se sentaba en la silla consular en cuatrocientos años; Cepio volvía a ser pretor, aunque uno entre ocho en lugar de los seis habituales, pues había años en que el Senado consideraba que seis eran insuficientes y recomendaba elegir ocho. Y éste era uno de esos años.

La intención de Druso era comenzar a legislar antes que ninguno de sus colegas tribunos, pero cuando el colegio asumió sus funciones el diez de diciembre, al patán de Minicio, nada más terminar la ceremonia, le faltó tiempo para anunciar con voz chillona que convocaba el primer
contio
para hablar de una nueva ley muy necesaria. En el pasado, dijo Minicio, a los hijos de un matrimonio entre dos cónyuges uno de los cuales no era ciudadano romano, se les asignaba la condición del padre. ¡Eso era muy fácil! ¡Demasiados romanos híbridos!, gritó Minicio. Y para cerrar aquella brecha inadmisible en la ciudadela romana, anunció la promulgación de una nueva ley que impidiera otorgar la ciudadanía romana a todos los hijos de matrimonios mixtos, aunque el padre fuese romano.

La
lex Minicia de liberis
fue una desagradable sorpresa para Druso, pues fue aprobada en los
Comitia
entre aclamaciones, demostrando que la mayoría de los electores de las tribus seguían pensando que la ciudadanía romana no debía otorgarse a los individuos considerados inferiores; es decir: al resto de la humanidad.

Cepio, por supuesto, apoyó la medida, aunque se empeñó en que no se inscribiese en las tablillas; acababa de hacerse amigo de otro senador, un cliente de Ahenobarbo, pontífice máximo, a quien (mientras era censor) había incluido en los rollos senatoriales. Riquísimo, fundamentalmente a expensas de sus compatriotas de Hispania, el nombre del nuevo amigo de Cepio era imponente: Quinto Vario Severo Hybrida Sucronensis. Aunque no era de extrañar que prefiriese que le llamaran Quinto Vario; lo de Severo se lo había ganado por su crueldad más que por una gravedad de la que carecía, el Hybrida era prueba de padre o madre sin ciudadanía, y el Sucronensis indicaba que había nacido y se había criado en la ciudad de Sucro de la Hispania Citerior. Apenas romano, más extranjero que los itálicos, Quinto Vario estaba decidido a convertirse en uno de los hombres más grandes de Roma, y no se andaba con remilgos respecto a cómo conseguirlo.

Cuando le presentaron a Cepio, Vario se pegó a él como una lapa, le abrumó a lisonjas con sus deferencias y favores y elevó a Cepio al mismo nivel que éste había hecho con Druso en los buenos tiempos.

No todos los amigos de Cepio aceptaron de mil amores a Quinto Vario, aunque sí Lucio Marcio Filipo, ya que el hispano siempre estaba dispuesto a conceder ayuda financiera a un aspirante a cónsul en apuros y a no agobiarle exigiéndole el pago. Pero Quinto Cecilio Metelo Pío, el Meneítos, detestó al tal Vario desde el primer momento.

—Quinto Servilio, ¿cómo tienes estómago para tragar a ese ser tan vil? —preguntó el Meneitos a Cepio, sin, por una vez, tartamudear—. ¡Mira, si ese Vario hubiese estado en Roma cuando murió mi padre, habría creído al fisico Apolodoro y sabria quién era el envenenador del gran Metelo Numidico!

A Ahenobarbo, pontífice máximo, el Meneitos le comentó:

—¿Cómo es que tus mejores clientes son una boñiga? ¡Hay que ver, entre los Servilios plebeyos de la familia del Augur y ese Vario, te estás labrando fama de patrón de chulos, mierdas, escoria y gusanos!

Comentario que dejó boquiabierto al pontífice máximo, sin saber qué decir.

Pero no todos penetraban tan fácilmente en la personalidad de Vario; para los incautos e ignorantes era un hombre estupendo. Para empezar, era muy bien parecido y muy masculino: alto, bien formado, piel bronceada pero no atezada, de mirada fiera y rasgos agradables. Y era aceptable, pero sólo en la intimidad, pues su oratoria dejaba mucho que desear y no acababa de librarse de la tara de aquel fuerte deje hispánico, aunque no cejaba en sus esfuerzos por hacerlo, por consejo de Cepio. Entretanto, continuaba discutiéndose la clase de hombre que era.

—Es de esos hombres como hay pocos, un hombre razonable —decía Cepio.

—Es un parásito y un intrigante —opinaba Druso.

—Es un hombre espléndido y encantador —alababa Filipo.

—Es más escurridizo que un gargajo —decía el Meneitos.

—Es un cliente respetable —sentenciaba Ahenobarbo, pontífice maximo.

—No es romano —decía desdeñoso Escauro, príncipe del Senado.

Naturalmente, al encantador, razonable y respetable Quinto Vario, la
lex Minicia de liberis
no le hizo ninguna gracia, ya que ponía en tela de juicio su condición de ciudadano. Lamentablemente era ahora cuando descubría lo obtuso que podía ser Cepio, porque por mucho que insistiera no conseguía que éste retirase su apoyo a la ley de Minício.

—No te preocupes, Quinto Vario —dijo Cepio—, no es una ley retroactiva.

Druso estaba más obsesionado que nadie con la ley, de eso no cabía duda, aunque nadie lo sabía. Era un claro indicador del sentimiento que reinaba —al menos en Roma— respecto a la concesión de la ciudadanía.

—Tendré que reorganizar mi programa legislativo —comentó a Silo en una de sus visitas, antes de fin de año—. Habrá que posponer el sufragio universal hasta finales de mi tribunato. Esperaba hacerlo al principio, pero no puedo.

—No podrás hacerlo, Marco Livio —dijo Silo, meneando la cabeza—. No te dejarán.

—Lo conseguiré y me dejarán —replicó Druso, más decidido que nunca.

—Mira, puedo darte algo de aliento —añadió Silo con una sonrisa—. He hablado con los otros dirigentes itálicos y todos comparten mi opinión de que si logras que seamos romanos mereces ser el patrón de todos los itálicos emancipados. Hemos redactado una especie de juramento y comenzaremos a prestarlo a partir de ahora hasta el verano. Así que tal vez sea mejor que no puedas inaugurar tu cargo con la ley del sufragio general.

Druso se ruborizó; no acababa de creérselo. ¡No ya un ejército de clientes, sino una nación entera!

Y dio comienzo a su programa legislativo promulgando la ley de compartir los tribunales entre el Senado y el
Ordo equester
, seguida de un decreto para ampliar el número de senadores. Sin embargo, su primer público no fue la Asamblea plebeya, sino la propia Cámara, a la que pidió que le autorizase a presentarlo para su ratificación a la Asamblea plebeya, junto con el decreto senatorial de aprobación.

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