—Esto tiene que acabar, amiguito —dijo Sila alegre, sentándose en el borde de la cama y besando a su hijo en la frente—. El tiempo es frío, pero esta habitación no.
—¿Quién grita? —inquirió el joven con la respiración pesada.
—Tu hermana. ¡Los demonios se la lleven!
—¿Por qué? —inquirió el joven Sila, que sentía un gran afecto por Cornelia Sila.
—Porque acabo de decirle que se casará con el hijo de Quinto Pompeyo Rufo, y por lo visto ella pensaba que iba a casarse con su primo Mario.
—¡Oh, todos pensábamos que iba a casarse con Mario! —exclamó sorprendido el hijo de Sila.
—Nadie había hablado de eso y nadie lo deseaba. Tu avus César se oponía a que los primos os casaseis unos con otros. Cayo Mario está de acuerdo y yo también —dijo Sila mostrando ceño—. ¿Acaso pensabas casarte con alguna de las Julias?
—¿Quién, Lia o Ju-Ju? —contestó el joven riendo desaforadamente hasta que le sobrevino un acceso de tos que únicamente cesó al producir un maloliente esputo—. ¡No,
tata
, no se me ocurriría nada peor! ¿Con quién voy a casarme?
—No lo sé, hijo. Pero te prometo una cosa: te preguntaré primero si te gusta.
—A Cornelia no se lo has preguntado.
—Es una chica —contestó Sila, encogiéndose de hombros—. Y a las hembras no se les da otra opción; tienen que hacer lo que se les dice. La única razón por la que el
paterfamilias
carga con el gasto de las hijas es porque puede
Vale
rse de ellas para mejorar su situación o la de su hijo. Si no, ¿para qué alimentarlas y vestirlas durante dieciocho años? Hay que darles una buena dote y eso el padre de familia lo hace a fondo perdido. No, hijo mío, a las chicas sólo se las utiliza para obtener ventajas. Aunque, oyendo gritar a tu hermana, no sé si no tenían más razón en la época antigua, cuando a las niñas las ahogaban en el Tíber.
—No me parece justo,
tata
.
—¿Por qué? —inquirió el
tata
, sorprendido de que el hijo fuese tan obtuso—. Las mujeres son seres inferiores, joven Lucio Cornelio. Tejen sus ilusiones en las telas, no en el telar del tiempo. No tienen ninguna importancia en el mundo; no hacen la historia, ni gobiernan. Las cuidamos porque es nuestra obligación y las protegemos contra las preocupaciones, la pobreza, las responsabilidades… Por eso, si no mueren al dar a luz, viven más que los hombres. A cambio de eso, nosotros les exigimos obediencia y respeto.
—Entiendo —dijo el joven Sila, aceptando la explicación en su estricto significado de definición de un estado de cosas.
—Ahora me voy, tengo una cosa que hacer —dijo Sila, levantándose—. ¿Ya comes?
—Un poco, pero me cuesta tragar la comida.
—Luego volveré.
—No se te olvide,
tata
. Estaré despierto.
Primero tenía que comportarse normalmente, ir con Elia a cenar a casa de Quinto Pompeyo Rufo, que estaba encantado de iniciar la amistosa relación. Afortunadamente, Sila no había dicho nada de llevar a Cornelia Sila para que conociera al hijo; la joven había dejado de llorar, pero Elia le comentó nerviosa que se había metido en cama y había dicho que no iba a cenar.
Ninguna otra cosa que se le hubiese ocurrido a la pobre Cornelia Sila en protesta habría afectado más a Sila; los ojos que se clavaron en Elia eran como glaciales estrellas.
—¡Eso tiene que acabar! —espetó, saliendo antes de que Elia pudiera impedírselo camino del dormitorio de su hija.
Cruzó la puerta y sacó de la cama a la llorosa joven, sin preocuparle el miedo que le inspiraba, arrastrándola de los pelos por el suelo y abofeteándola sin piedad. Cornelia no gritó; sólo emitió unos tímidos chillidos apenas audibles, más aterrada por la mirada de su padre que por los golpes. Debió de propinarle una docena de bofetadas y luego la tiró como si fuese una muñeca de trapo, sin preocuparse de si la había matado, de lo furioso que estaba.
—No se te ocurra hacerlo —le dijo en voz baja—. ¡A mi no me busques las vueltas dejándote morir de hambre! ¡Por mí, tanto mejor! Tu madre casi se muere por negarse a comer, pero métete en la cabeza que a mí eso no me lo haces! ¡Te mueres de hambre, o ahogada por la comida que te haré tragar con la misma consideración que un granjero con las ocas! Te casarás con Quinto Pompeyo Rufo, y sonriente, o te mato. ¿Me oyes? Te mato, Cornelia.
Estaba roja de sofoco, con los ojos amoratados, los labios hinchados y partidos y sangrando por la nariz, pero su aflicción era mucho más grave. Nunca había pensado que pudiera existir aquella especie de furia, ni había tenido miedo a su padre.
—Te he oído, padre —musitó.
Elia esperaba afuera, con las mejillas llenas de lágrimas, cuando quiso entrar, Sila la agarró brutalmente del brazo y la arrastró lejos.
—¡Por favor, Lucio Cornelio, por favor! —gimió Elia con terror de esposa y angustia de madre.
—Déjala sola —dijo él.
—¡Debo estar con ella! ¡Me necesita!
—Que se quede donde está y que no vaya nadie con ella.
—Pues te ruego que me dejes en casa —añadió ella, llorando desconsoladamente.
La furia de Sila creció; notaba su corazón batiendo, y a punto estaba él también de llorar de rabia.
—Muy bien, quédate en casa —dijo con aspereza, casi bufando—. Yo representaré la alegría familiar ante la perspectiva de este matrimonio. Pero no te acerques a ella, Elia, o haré contigo lo mismo.
Y, así, fue solo a casa de Quinto Pompeyo Rufo, en el Palatino, con vistas al Foro romano, causando buena impresión en la halagada familia de Pompeyo Rufo, incluidas las mujeres, que estaban en la gloria ante la perspectiva de la boda del joven Quinto con una patricia Julio-Cornelia. Quinto hijo era un muchacho bien parecido, de ojos verdes y pelo castaño rojizo, alto y grácil, pero Sila tardó poco en comprender que su inteligencia no llegaba a la mitad de la de su padre. Mejor que mejor: llegaría a cónsul porque su padre lo había sido, engendraría hijos pelirrojos con Cornelia Sila y sería un buen marido, fiel y considerado. De hecho, pensó Sila, sonriendo para sus adentros, por poco que su hija lo admitiese, de haberlo visto, el joven Quinto Pompeyo Rufo era mucho más agradable y tratable para vivir que el mimado y arrogante cachorro de Cayo Mario.
Como los Pompeyos Rufos seguían siendo campesinos de corazón, la cena había concluido bastante antes de que oscureciera, pese a que estaban en plena temporada invernal. Como le quedaba un asunto pendiente antes de volver a casa, Sila miró a lo lejos, con ceño, desde lo alto de la escalinata de Joyeros que conducía a la Via Nova y al Foro. Un paseo demasiado largo para ir a ver a Metrobio, y demasiado arriesgado. ¿Dónde llenaría aquella hora que le quedaba?
La respuesta le vino al posar la vista en el humeante declive del Subura: en casa de Aurelia, claro. Cayo Julio César estaba otra vez fuera, de gobernador en la provincia de Asia. Con tal de que Aurelia estuviese convenientemente acompañada, ¿por qué no iba a hacerle una visita? Bajó a paso vivo la escalinata con la facilidad y agilidad de un hombre mucho más joven que él y allá se fue hacia el Clivus Orbius, el camino más rápido para llegar al Subura Minor y la
insula
de Aurelia.
Eutico le hizo pasar con cierta reticencia. Y la actitud de Aurelia no fue mejor.
—¿Están levantados tus hijos? —inquirió Sila.
—Si, lamentablemente —contestó ella con una sonrisa irónica—. Han salido búhos en vez de alondras. Detestan irse a la cama y les cuesta mucho levantarse.
—Pues haz una excepción y diles que vengan con nosotros, Aurelia —dijo Sila, sentándose en un confortable sofá—. No hay mejor compañía para una dama que los niños.
—Tienes toda la razón, Lucio Cornelio —dijo ella, iluminándosele el rostro.
Así pues, la madre puso a los niños en un rincón del cuarto; las niñas, ya púberes, habían crecido mucho, y el niño también tenía buena estatura, porque era su destino: ser siempre más alto que los demás.
—Me alegro de verte —dijo Sila, sin hacer caso del vino que el mayordomo había dejado junto a su brazo.
—Yo también me alegro, Lucio Cornelio.
—Más que la última vez, ¿no?
—¡Ah, claro! Tenía graves problemas con mi esposo, Lucio Cornelio.
—Ya me di cuenta. Y eso que me consta, y cómo, que no hay esposa más fiel y casta que tú.
—Oh, no es que él creyera que le había sido infiel. El problema entre Cayo Julio y yo es más… teórico —dijo ella.
—¿Teórico? —inquirió Sila con una amplia sonrisa.
—A él no le gusta el barrio, ni que yo haga de casera. No le gusta Lucio Decumio y no le gusta mi manera de educar a los niños, que hablan tanto la jerga del Subura como el latín del Palatino; aparte de que saben tres clases de griego, arameo, hebreo, gálico arvernio, gálico eduo, gálico tolosano y licio.
—¿Licio?
—En la tercera planta vive una familia licia y los niños andan por todas partes y aprenden fácilmente toda clase de lenguas. Yo no sabía que los licios tenían su propia lengua, un idioma muy antiguo, parecido al pisidio.
—¿Tuviste una discusión muy fuerte con Cayo Julio?
—Bastante —contestó Aurelia con una mueca, encogiéndose de hombros.
—Agravada por el hecho de tu actitud, muy poco propia de una dama romana —añadió comprensivo Sila, que acababa de castigar fisicamente a su hija por lo mismo. Pero Aurelia era Aurelia y no se la podía medir más que con sus propios parámetros, como decían muchos con admiración más que reprobación; tanto era su encanto.
—Yo adopté la actitud que debía —replicó ella sin mostrar preocupación—. Sí, en realidad, me mantuve firme tanto, que tuvo que ceder —añadió con mirada triste—. Y eso, Lucio Cornelio, supongo que te imaginarás que fue lo peor de la disputa, porque a ningún hombre de su condición le gusta ceder en una diferencia con su esposa. Su reacción fue ensimismarse en una especie de desinterés altivo, cerrándose a cualquier otra discusión por mucho que yo le pinchase. ¡Figúrate!
—¿Ha dejado de estar enamorado de ti?
—No lo creo. ¡Ojalá! Eso le simplificaría mucho la vida, estando donde está —contestó Aurelia.
—Así que eres tú quien lleva la toga actualmente.
—Eso me temo. Con orla púrpura incluida.
—Tendrías que haber sido hombre, Aurelia —añadió Sila apretando los labios y asintiendo con la cabeza—. Hasta ahora no me había dado cuenta, pero es así.
—Tienes razón, Lucio Cornelio.
—Así que él se alegró de marchar a la provincia de Asia y tú de que se fuera, ¿no?
—Vuelves a tener razón, Lucio Cornelio.
A continuación, Sila inició el relato de su viaje a Oriente, y su auditorio aumentó, porque el pequeño César se sentó en el sofá de la madre y escuchó con avidez cuanto decía de sus encuentros con Mitrídates, Tigranes y los embajadores partos.
Tenía casi nueve años y estaba más guapo que nunca, advirtió Sila, encandilado por aquel rostro. ¡Qué parecido al pequeño Sila! Y al mismo tiempo muy distinto. Había ya superado la fase inquisitiva y ahora pasaba por la de escuchar; le miraba, apoyado en Aurelia, con ojos brillantes y la boca abierta, y su rostro era un espejo que reflejaba los constantes cambios que se sucedían en su mente, pero el cuerpo irradiaba calma.
Al final planteó las preguntas que se le ocurrieron con más juicio que Escauro, más educación que Mario y más interés que los dos juntos. ¿Cómo sabrá todo esto?, se preguntaba Sila, dialogando con una personita de ocho años al mismo nivel que haría con Escauro y Mario.
—¿Qué crees que sucederá? —inquirió Sila, no por bailarle el agua sino porque realmente le intrigaba.
—Que habrá guerra con Mitrídates y Tigranes —contestó el pequeño.
—¿Y con los partos no?
—Hasta dentro de mucho, no. Pero si ganamos la guerra contra Mitrídates y Tigranes, el Ponto y Armenia quedarán bajo nuestra égida y Roma comenzará a preocupar a los partos igual que sucede ahora con Mitrídates y Tigranes.
—Muy bien, pequeño César —dijo Sila, asintiendo con la cabeza.
Continuaron hablando una hora, hasta que Sila se puso en pie para marcharse, revolviendo el pelo del pequeño a guisa de despedida. Aurelia le acompañó a la puerta, mientras dirigía una seña al vigilante Eutico, que ya estaba recogiendo a los niños para acostarlos.
—¿Cómo están todos? —inquirió Aurelia, mientras Sila abría la puerta que daba al Vicus Patricius, lleno de gente, aunque ya hacía tiempo que había anochecido.
—El joven Sila sufre un fuerte resfriado y Cornelia Sila tiene la cara hecha una pena —contestó él sin alterarse lo más mínimo.
—Lo del chico lo entiendo, pero ¿qué le ha pasado a tu hija?
—Que le he dado una tunda.
—¡Ah! ¿Por qué delito, Lucio Cornelio?
—Parece que ella y el joven Mario habían decidido casarse en su momento, pero yo la he prometido al hijo de Quinto Pompeyo Rufo. Y ella optó por mostrar su oposición dejándose morir de hambre.
—
Ecastor
! Me imagino que la pobre niña nada sabía de las intentonas de su madre en ese sentido.
—No.
—Y ahora si.
—Desde luego.
—Mira, yo conozco un poco a ese joven, y estoy segura de que será mucho más feliz con él que con el hijo de Mario.
—Es exactamente lo que pienso yo —añadió Sila, riendo.
—¿Y qué opina Cayo Mario? —A él tampoco le interesaba esa unión —contestó Sila mostrando los dientes—. Pretende a la hija de Escévola.
—La conseguirá sin gran dificultad… ave, Turpilia —añadió, saludando a una amiga que pasaba, quien en seguida se detuvo y se quedó a la espera como si quisiera hablar.
Sila se despidió y Aurelia se apoyó en el marco de la puerta, escuchando atentamente lo que decía Turpilia.
A Sila no le preocupaba cruzar el Subura de noche, del mismo modo que a Aurelia no le preocupó verle alejarse en la oscuridad. Ninguna ramera se le acercó, pues su porte irradiaba la experiencia de todos los lupanares de Roma. Lo único que le habría chocado a Aurelia, de haberlo visto, es que en lugar de dirigirse al Foro, camino del Palatino, tomó por el Vicus Patricius.
Iba a ver a Censorino, que vivía en el alto Vinimal, en la calle que conducía al manzano púnico. Era un respetable barrio de caballeros, aunque no lo bastante lujoso como para albergar a quien presumía de monóculo de esmeralda.
En principio parecía que el mayordomo de Censorino fuese a negarle la entrada, pero Sila sabía arreglar eso: le bastó con poner una cara terrible y algo automático impulsó al criado a franquearle la entrada. Sin dejar de esgrimir su perversa sonrisa, Sila recorrió el estrecho pasillo que conducía de la puerta al vestíbulo de aquel piso de la planta baja de una ínsula y miró en derredor, mientras el criado se apresuraba a avisar a su amo.