—Y lo que es más importante, tampoco residentes romanos.
—¿Y cómo nos guardaremos de algún viajero romano que pudiera aparecer? —inquirió Silo, arrugando el entrecejo.
—Marco Lamponio lo tiene todo previsto —dijo Mutilo, con una leve sonrisa—. Lucania es una región de bandoleros y cualquier viaJero romano que se aventure caerá en sus manos. Una vez concluido el consejo, Marco Lamponio se cubrirá de gloria liberándolos sin rescate.
—¡Muy acertado! ¿Cuándo piensas emprender viaje?
—Dentro de cuatro días —contestó Mutilo, agarrándole del brazo y sacándole a pasear por el jardín con columnata de su elegante casa. Al igual que Silo, Mutilo era un hombre de buena posición, cultivado y con buen gusto—. Quinto Popedio, dime qué tal te ha ido en ese viaje por la Galia itálica.
—He visto que las cosas están por el estilo a como me las expuso Quinto Servilio Cepio hace dos años y medio —contestó Silo con satisfacción—. Hay una serie de bonitos asentamientos diseminados por el curso del río Medoacus después de Patavium y en el Sontius y el Natiso a partir de Aquileia. Envían el mineral de hierro por tierra desde la región de Noricum próxima a Norcia, aunque en su mayor parte el transporte se hace por barco, por un brazo navegable del Dravus, para cruzar luego la cuenca hasta el Sontius y el Tiliaventus, desde donde sigue también por barco hasta su destino final. Los asentamientos situados en los cursos más altos de los ríos se dedican a elaborar carbón, que envían por barco hasta los centros productores de hierro. Me hice pasar por
praefectus fabrum
romano en mi viaje por la región y pagué en metálico, por lo que nadie me negó su colaboración. Pagué bien para asegurarme de que trabajan con denuedo para servir el pedido, y como resultó que yo era el primer cliente serio que tenían, están muy satisfechos de hacerme armas y corazas en exclusiva.
—¿Estás seguro de que ha sido prudente fingirte
praefectus fabrum
romano? —inquirió Mutilo con gesto de preocupación—, ¿Y si les llega un auténtico
praefectus fabrum
? Se darán cuenta de que has sido un falsario e informarán a Roma.
—Pierde cuidado, Cayo Papio, he cubierto mis pistas concienzudamente —replicó Silo impasible—. Ten en cuenta que gracias a mí, esos nuevos asentamientos no necesitan buscar negocio. Los pedidos romanos van a localidades ya establecidas, como Pisae y Populonia, mientras que, enviados desde Patavium y Aquileia, nuestras armas viajarán por el Adriático hasta puertos itálicos que no utilizan los romanos. Ningún romano podrá husmear esos cargamentos, y menos imaginar que la Galia itálica del este se dedica al comercio de armas. La actividad romana se efectúa en el oeste, en el mar toscano.
—¿Y en la Galia itálica hay más capacidad de producción?
—¡Por supuesto! Cuanta más actividad haya, más herreros se irán estableciendo. Hay que decir en favor de Quinto Servilio Cepio que ha organizado un buen negocio.
—¿Y qué me dices de Cepio? ¡El no es amigo de los itálicos!
—Pero es cauteloso —replicó Silo sonriente—, y no forma parte de sus planes hablar en Roma de sus negocios, él simplemente intenta esconder el oro de Tolosa en diversos lugares remotos. Y trabaja bien a cubierto del escrutinio senatorial, lo que significa que no va a estar constantemente encima de todo, con excepción de los libros de contabilidad de vez en cuando, ni va a visitar los asentamientos con frecuencia. Me sorprendió al demostrar semejante talento; su sangre es de mucha mejor calidad que su cerebro en cualquier otra circunstancia. ¡No, no hay que preocuparse por Quinto Servilio Cepio! Mientras los sestercios sigan tintineando en sus bolsas, se mantendrá tranquilo y feliz.
—Entonces, lo que tenemos que hacer ahora es encontrar más dinero —dijo Mutilo, rechinando los dientes—. ¡Por todos los dioses tradicionales itálicos, Quinto Popedio, yo y mi pueblo veríamos con gran satisfacción el final de Roma y los romanos!
Pero al día siguiente Mutilo tendría que sufrir la presencia de un romano, pues a Bovianum llegó el propio Marco Livio Druso, siguiendo los pasos de Silo y cargado de noticias.
—El Senado ha comenzado ya a echar suertes para formar equipos de jueces para esos tribunales extraordinarios —dijo Druso, inquieto por hallarse en una región como Bovianum, que, por tradición, era un foco de insurrección, y temiendo que alguien le hubiese visto llegar.
—¿Van de verdad a aplicar la
lex Licinia Mucia
en toda su amplitud? —inquirió Silo, sin acabar de creérselo.
—Así es —contestó Druso, taciturno—. He venido a decirte que tienes unos seis intervalos de mercado para hacer lo que puedas para prevenir el golpe. Este verano estarán ya en marcha los quaecstiones, y toda localidad en que se establezca un
quaestio
la llenarán de bandos con promesas de privilegios y recompensas monetarias para quienes faciliten información. Habrá no pocos infames deseosos de ganarse cuatro, ocho o doce mil sestercios, y te aseguro que muchos harán una fortuna. Es una desgracia, de acuerdo, pero la asamblea del Pueblo aprobó esa maldita ley casi por unanimidad.
—¿Dónde estará situado el tribunal más cercano a mi casa? —inquirió muy serio Mutilo.
—En Aesernia. En cualquier caso habrá un tribunal regional en una colonia romana o con derechos latinos.
—No se atreverían a situarlo en ningún otro sitio.
Se hizo un silencio durante el cual ni Mutilo ni Silo dijeron nada de la guerra, lo cual alarmó a Druso más que si lo hubieran expresado abiertamente. Sabía que en varias ocasiones los había sorprendido hablando de conjuras, pero había sido por azar y él era un romano demasiado leal para participar en conjuras y demasiado buen amigo de Silo para entrometerse en ellas. Por eso no dijo nada y decidió hacer lo que debía sin menoscabo de su patriotismo.
—¿Qué sugieres que hagamos? —inquirió Mutilo.
—Ya os digo, lo que podéis hacer es intentar aminorar el golpe. Convenced a los que viven en colonias o municipios romanos o latinos para que abandonen inmediatamente su domicilio si se han inscrito como ciudadanos romanos sin tener derecho. No querrán abandonarlos, pero vosotros debéis convencerlos, porque si no se marchan los azotarán, los multarán y los desahuciarán —contestó Druso.
—¡No pueden hacer eso! —exclamó Silo apretando los puños—. Marco Livio, hay muchos de esos llamados espúreos y Roma debe ser consciente de la cantidad de enemigos que se creará si aplica severamente la ley. Una cosa es azotar aquí y allá a un par de itálicos y otra hacerlo masivamente en aldeas y pueblos. ¡Están locos! ¡Te juro que la gente no se someterá!
Druso se llevó las manos a los oídos y meneó la cabeza.
—¡No, Quinto Popedio, no me lo digas! ¡Te ruego que no me digas una palabra que pueda imputárseme como traición! ¡Aún soy romano! Créeme que únicamente he venido por ayudaros en la medida de lo posible, pero no me impliquéis en nada que yo sinceramente creo que va a ser inútil, os lo ruego. Haced que salgan de sus hogares esos falsos ciudadanos porque si no los descubrirán. Y hacedlo ahora que aún pueden salvar algo de lo que han ganado viviendo entre romanos o latinos. No importa que todos vean que se marchan con tal de que se dirijan lo más lejos posible para que no los detengan. La milícia armada será escasa y estará más que ocupada protegiendo a los jueces para dedicarse a perseguir culpables. Una de las cosas en que podéis confiar es en la tradicional reticencia del Senado a gastar dinero, que en las actuales circunstancias os es favorable. ¡Que los vuestros huyan! Y aseguraos de que se pagan todos los tributos itálicos, no permitáis que nadie deje de pagarlos porque no se otorgue la ciudadanía romana.
—Así lo haremos —aseguró Mutilo, quien, como samnita, conocía las terribles venganzas romanas—. Traeremos a nuestras gentes a nuestro país y los ayudaremos.
—Bien —dijo Druso—. Con eso se reducirá el número de represaliados. No puedo quedarme aquí —añadió nervioso moviendo las manos—, tengo que irme antes de mediodía para estar antes del anochecer en Casinum, que es un lugar más adecuado que Bovianum para un Livio Druso. En Casinum tengo una casa.
—¡Pues, ve, ve! —añadió Silo, nervioso—. Por nada del mundo quisiera que te acusaran de traición, Marco Livio. Has demostrado ser un buen amigo y te estamos agradecidos.
—Me iré sin tardanza —contestó Druso, esforzándose por sonreír—, pero primero quisiera que me dieseis palabra de que no recurriréis a la guerra mientras quede otra alternativa. No he perdido la esperanza de una solución pacífica y ahora cuento con algunos poderosos aliados en el Senado. Cayo Mario ha vuelto del extranjero y mi tío Publio Rutilio Rufo también trabaja por vuestra causa. Yo os juro que dentro de pocos años me presentaré al cargo de tribuno de la plebe y a través de la Asamblea plebeya obtendré la emancipación general de todos los itálicos. Pero ahora es imposible; primero tenemos que hacer que prospere la idea en Roma y entre los de nuestra clase. Sobre todo entre los caballeros. Puede que la
lex Licinia Mucia
os sea en definitiva más favorable que adversa. Nosotros pensamos que cuando se comprueben sus efectos, muchos romanos simpatizarán con los itálicos. Lamento que vaya a crear héroes de vuestra causa del modo más arduo y penoso, pero héroes serán y, finalmente, los romanos lamentarán el quebranto que os hacen. Os lo juro.
Silo le acompañó hasta el caballo, un animal de refresco de los establos de Mutilo, y vio que iba sin escolta.
—¡Marco Livio, es peligroso cabalgar en solitario! —le advirtió Silo.
—Más peligroso sería que viajara con alguien, aunque fuese un esclavo, porque la gente habla y no puedo permitirme el lujo de darle a Cepio ocasión de acusarme de haber venido a Bovianum para participar en una conspiración —dijo Druso, aceptando la ayuda que le ofrecía para montar.
—A pesar de que ninguno de los dirigentes nos inscribimos como ciudadanos, no me aventuro a ir a Roma —dijo Silo, levantando la vista hacia su amigo, en cuya cabeza el sol formaba un halo.
—Por supuesto que no —contestó Druso con una mueca—. Para empezar, tengo un delator en mi casa.
—¡Por Júpiter! ¡Espero que le crucifiques!
—Desgraciadamente, Quinto Popedio, no tengo más remedio que aguantarme porque se trata de mi sobrina Servilia, de nueve años, hija de Cepio, y que ha salido al padre. —Pese a que su rostro estaba a contraluz, se vio claramente cómo enrojecía—. Descubrimos que entró en tu habitación durante la última visita y por ello Cepio pudo dar el nombre de Cayo Papio como uno de los instigadores de la inscripción masiva, figúrate. Explícaselo para que él aprecie también cómo nos divide esta prueba a todos los que vivimos en Italia. Los tiempos han cambiado, y ya no se trata en verdad de Samnium contra Roma. A lo que debemos aspirar es a una unión pacífica de todos los pueblos de la península. Si no, no progresará Roma ni las naciones itálicas.
—¿Y no puedes enviar a esa mocosa con su padre? —inquirió Silo.
—Él no la quiere ni ver, aunque haya traicionado a mis huéspedes —contestó Druso—. La tengo encerrada y vigilada, pero siempre cabe la posibilidad de que se escape y vaya a contarle algo. Así que no vengas a Roma ni te acerques a mi casa. Si necesitas verme urgentemente, envíame un mensajero y nos veremos en cualquier sitio fuera de la ciudad.
—De acuerdo —respondió Silo, con la mano alzada para palmear al caballo en la grupa—. Mis mejores recuerdos a Livia Drusa, Marco porcio y, naturalmente, a Servilia Cepionis.
El dolor inundó el rostro de Druso justo en el momento en que Silo palmeteaba al caballo y éste echaba a andar.
—¡Hace tiempo que murió! —gritó por encima del hombro—. ¡No sabes cómo la echo de menos!
Los
quaestiones
previstos por la
lex Licinia Mucia
fueron estableciéndose en Roma, Spoletium, Cosa, Firmum Picenum, Aesernia, Alba Fucentia, Capua, Rhegium, Luceria, Paestum y Brundisium, con la provisión de que en cuanto todas aquellas regiones hubiesen sido revisadas, los respectivos tribunales se trasladaran a otra localidad.
Sólo el Lacio quedó sin tribunal; dado que las tierras de los marsos se consideraban tierras importantes, aquella región fue adscrita a la de Alba Fucentia.
Pero, en términos generales, los dirigentes itálicos que se habían reunido en Grumentum siete días después de la visita de Druso a Silo y Mutilo en Bovianum consiguieron hacer huir a los falsos ciudadanos de todas las colonias y ciudades romanas y latinas. Hubo, desde luego, quienes se resistieron a creer que sufrirían represalias, así como otros que quizá pensaron que tenían demasiada influencia y no necesitaban huir. Sobre éstos cayó toda la furia de los
quaestiones
.
Cada tribunal, aparte del presidente de rango consular y los dos senadores jueces, disponía de un equipo de administrativos, doce lictores (al presidente se le había conferido
imperium
proconsular) y una escolta armada a caballo compuesta de cien milicianos escogidos entre los veteranos licenciados de la caballería y antiguos gladiadores capaces de montar y poner un caballo al galope.
Los jueces habían sido elegidos a suertes. El azar no recayó ni en Cayo Mario ni en Publio Rutilio Rufo; lo que no era de sorprender ya que sus canicas de madera no debieron introducirse en los jarros sellados y llenos de agua. Por consiguiente, cuando se les hizo girar como peonzas, ¿cómo iban a salir las bolas por el pitorro?
A Quinto Lutacio Catulo César le tocó en suerte Aesernia, a Cneo Domicio Ahenobarbo, pontífice máximo, Alba Fucentia; ninguna localidad para Escauro, príncipe del Senado, pero Cneo Cornelio Escipión Nasica obtuvo Brundisium, una ciudad que no le gustaba lo más mínimo. Metelo Pío el Meneítos y Quinto Servilio Cepio eran de los jueces más jóvenes, igual que el cuñado de Druso, Marco Porcio Catón Saloníano. Al propio Druso tampoco la suerte le deparó ninguna localidad, lo que le causó profundo placer, ya que se habría visto obligado a declarar al Senado que su conciencia le impedía acatar tal cometido.
—Han metido la pata —le comentó Mario—, porque si hubiesen tenido el sentido común que se les supone congénito se habrían asegurado de que te tocaba algún tribunal y te habrían obligado a declarar en público lo que sientes, ¡poniéndote en un buen compromiso en las actuales circunstancias!
—Pues me alegro de que no tengan ese buen sentido que se les supone por nacimiento —dijo Druso con un suspiro de alivio.