La corona de hierba (136 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: La corona de hierba
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¡Cónsul siete veces! Se había cumplido la profecía. Era el único pensamiento que bullía en la cabeza de Mario mientras cabalgaba entre dos murallas de gentío que le aclamaba llorando. ¿Qué más daba que fuese primer o segundo cónsul, si la gente le recibía tan entusiasmada y ciega? ¿No les daba igual que entrara montado a caballo en lugar de a pie? ¿No les daba igual que llegara del otro lado del Tíber en vez de hacerlo desde su propia casa? ¿No les daba igual que no hubiese pasado la noche observando los presagios en el templo de Júpiter Optimus Maximus? ¡Les importaba un bledo! Era Cayo Mario, y lo que para otros inferiores era obligación, no rezaba para Cayo Mario.

Avanzando inexorablemente hacia su destino, llegó al bajo Foro y allí se encontró con Lucio Cornelio Cinna que le aguardaba, encabezando un séquito de senadores y muy pocos caballeros de edad. Burgundus le bajó del blanquísimo caballo sin dificultad, arregló los pliegues de su toga y cuando su amo se situó delante de Cinna, él siguió a su lado.

—¡Vamos, Lucio Cinna, acabemos pronto! —dijo Mario en voz alta, iniciando la marcha—. ¡Yo ya lo he hecho seis veces y tú una, no lo convirtamos en un desfile triunfal!

—¡Un momento! —exclamó el pretor Quinto Ancario, saliendo de las filas de los togados con adorno púrpura que iban detrás de Cinna y plantándose decidido ante Cayo Mario—. Cónsules, no guardáis el orden debido. Cayo Mario, tú eres segundo cónsul y tienes que ir detrás de Lucio Cinna, no delante. Y te pido que hagas salir a esa bestia bárbara de este solemne cortejo camino del templo del Gran Dios y que ordenes a tu guardia personal que salga de la ciudad o que prescinda de la espada.

Por un instante pareció que Mario fuese a golpear a Ancario o a ordenar a su gigante germano que lo apartase, pero el anciano se encogió de hombros y se colocó detrás de Cinna, aunque siempre con el gigante a su lado y sin que diese orden a su guardia de retirarse.

—Respecto a lo primero, Quinto Ancario, la ley te ampara —replicó Mario, furioso—, pero en lo segundo y lo tercero no voy a ceder. Estos últimos años mi vida ha corrido grave peligro y estoy impedido. Por lo tanto, mi esclavo permanecerá a mi lado. Y mi guardia se quedará en el Foro para escoltarme una vez finalice la ceremonia.

Quinto Ancario iba a negarse, pero finalmente asintió con la cabeza y regresó a su lugar. Pretor el mismo año en que Sila había sido cónsul, él era uno de los adversarios más irreductibles de Mario y se mostraba ufano de ello. Ni atado habría consentido que Mario desfilase delante de Cinna, y menos cuando advirtió que éste estaba dispuesto a encajar tan descomunal ofensa. Que hubiese regresado a su sitio se debió a la suplicante mirada que le dirigió Cinna; pero estaba indignado. ¿Por qué tenía él que asumir el partido de los débiles? ¡Ah, concluye esa guerra y vuelve pronto, Lucio Sila!, clamó Ancario para sus adentros.

Los apenas cien caballeros que encabezaban el cortejo habían echado a andar en el primer momento en que Mario había instado a Cinna a hacerlo y estaban ya a la altura del templo de Saturno sin darse cuenta de que los dos cónsules y el Senado seguían parados, al parecer discutiendo. Así, el inicio de la procesión hasta el templo del Gran Dios en el Capitolio fue tan desorganizado como malhadado. Nadie, ni siquiera Cinna, había tenido el valor de decir que Mario no había pasado la noche en vela tal como estaban obligados a hacer los cónsules recién elegidos; y Cinna tampoco había comentado a nadie la forma negrísima de un ser palmeado y con garras que había visto volar en el cielo durante su vigilia.

Nunca se había efectuado una ceremonia inaugural de año nuevo tan rápida: ni siquiera aquella famosa en la que Mario había decidido acudir ataviado de general triunfante. Al cabo de menos de cuatro horas diurnas todo había concluido: sacrificios, la reunión del Senado en el templo del Gran Dios y la fiesta que seguía. Ni nunca los asistentes habían tenido tantas ganas de marcharse inmediatamente. A medida que el cortejo descendía del Capitolio, todos vieron la cabeza de Cneo Octavio Ruso pudriéndose en la lanza sobre la tribuna de los
rostra
, comida por los pájaros y vuelta de cara al templo de Júpiter Optimus Maximus con las cuencas de los ojos vacías. Temible presagio. ¡Temible!

Al salir del paseo, entre el templo de Saturno y la cuesta del Capitolio, Cayo Mario divisó a Quinto Ancario delante de él y se apresuró a darle alcance. Al agarrarle del brazo, el ex pretor se volvió sorprendido, sorpresa que se tornó repugnancia al ver quién era.

—Burgundus, tu espada —dijo Mario, muy tranquilo.

Antes de que hubiera terminado la frase tenía la espada en la mano derecha; la esgrimió en rápido gesto de arriba a abajo y Quinto Ancario cayo muerto con la cara abierta desde la frente a la barbilla.

Nadie hizo el menor gesto de protesta, y una vez repuestos de la impresión, senadores y caballeros se dispersaron a toda prisa, pero la legión de esclavos y antiguos esclavos de Mario, que permanecía en el bajo Foro, fue en su persecución al primer gesto del anciano.

—¡Hacedles lo que queráis a esos
cunni
, muchachos! —bramó Mario, sonriendo como un bendito—. ¡Unicamente procurad distinguir entre mis amigos y mis enemigos!

Horrorizado, Cinna contemplaba cómo su mundo se venía abajo, impotente para intervenir. Sus soldados estaban camino de sus casas o acampados en la llanura del Vaticano. Los «bardiotas» de la guardia personal de Mario, como él llamaba a los esclavos partidarios suyos porque muchos de ellos procedían de aquella tribu dálmata de ilíricos, eran dueños de Roma. Y conscientes de ello, trataron a la ciudad más cruelmente que un beodo enloquecido a la mujer que detesta. Degollaron a gente sin motivo, entraron en las casas a robar, violaron a las mujeres y asesinaron a los niños. Actos, casi todos, absurdos y gratuitos, pero hubo casos de gente a quien Mario ansiaba ver muerta, o había fingido desearlo, en que los bardiotas no se anduvieron con distingos.

El resto de la jornada y hasta bien entrada la noche toda Roma fue gritos y aullidos, y muchos murieron o desearon morir. En algunos lugares, grandes llamas se elevaron al cielo y los gritos se convirtieron en estridentes chillidos de locura.

Publio Annio, que detestaba a Antonio Orator más que a nadie, fue con una tropa de caballería a Asculum, en donde los Antonios tenían una finca, y se complació en darle caza y matarle, para llevar la cabeza a Roma con gran júbilo y colocarla en los
rostra
.

Fimbria optó por ir con su escuadrón de caballería al Palatino, buscando en primer lugar al censor Publio Licinio Craso y a su hijo Lucio. Fue al hijo a quien descubrió cuando huía por una estrecha calle camino de su casa; espoleó al caballo, le dio alcance e, inclinándose, le clavó la espada en la espalda. El padre, qué asistía impotente a la escena, para no correr la misma suerte sacó un puñal de los pliegues de la toga y se suicidó. Afortunadamente, Fimbria no sabía qué puerta de aquella estrecha calle sin ventanas era la de los Licinios Crasos, y el tercer hijo, Marco, que aún no tenía edad para ser senador, se salvó.

Dejando que sus hombres decapitasen a Publio y Lucio Craso, Fimbria, al mando de una patrulla, fue en busca de los hermanos César. A dos de ellos —Lucio Julio y su hermano menor César Estrabón— los encontró en una de sus casas. Las cabezas, desde luego, las reservó para los
rostra
, pero el cuerpo de César Estrabón lo arrastró hasta la tumba de Quinto Vario y allí volvió a «matarlo» como ofrenda al hombre que César Estrabón había perseguido y a quien tan lenta y dolorosamente había quitado la vida. Después fue a buscar al hermano mayor, Catulo César, pero se tropezó con un mensajero de Mario antes de dar con su presa, y se le comunicó que a Catulo César no lo tocara para que pudiera ser juzgado.

Las primeras luces de la mañana siguiente bañaron una tribuna de los
rostra
erizada de lanzas con cabezas: Ancario, Antonio Orator, Publio y Lucio Craso, Lucio César, César Estrabón, el anciano Escévola Augur, Cayo Atilio Serrano, Publio Cornelio Léntulo, Cayo Nemetorio, Cayo Baebio y Octavio. Las calles estaban llenas de cadáveres y un montón de cabezas anodinas llenaba el rincón que formaba el templete de Venus Cloacina con la basílica Emilia. Roma apestaba a sangre coagulada.

Insensible a todo, menos a llevar a cabo su venganza, Mario caminó hasta la hondonada de asambleas para oír a su nuevo electo tribuno de la plebe, Publio Popilio Laenas, convocar la Asamblea plebeya. Naturalmente, no acudió nadie, pero el acto prosiguió cuando los bardiotas se distribuyeron entre las tribus rurales en virtud de su recién estrenada ciudadanía. Quinto Lutacio Catulo César y Lucio Cornelio
Merula
,
flamen
díalís, fueron acusados de traición.

—Yo no aguardaré al veredicto —dijo Catulo César, con los ojos enrojecidos de llorar por la suerte de sus hermanos y muchos de sus amigos.

Se lo decía a Mamerco, a quien había llamado urgentemente a su casa.

—¡Recoge a la esposa e hija de Lucio Cornelio Sila y huye en seguida, Mamerco, te lo suplico! El próximo a quien condenen será Lucio Sila y todos los que estén remotamente vinculados a él morirán, y aún peor en el caso de Dalmática y de tu mujer, Cornelia Sila.

—Había pensado quedarme —dijo Mamerco con aire agotado—. Roma necesitará hombres que hayan permanecido al margen de este horror, Quinto Lutacio.

—Si, los necesitará, pero no los hallará entre los que se queden, Mamerco. Yo no pienso vivir un momento más de lo debido, así que prométeme que recogerás a Dalmática, a Cornelia Sila y a los niños y los llevarás a Grecia contigo. Después podré hacer lo que deba hacer.

Mamerco le dio su promesa, apesadumbrado, y aquel día hizo cuanto pudo por salvar los bienes muebles y monetarios de Sila, Escauro, Druso, los Servilios Cepionis, Dalmática, Cornelia Sila y los propios. Al anochecer, con las mujeres y los niños, cruzaba la puerta Sanqualis, la menos frecuentada de Roma, y tomaba por la Via Salaria, por parecerle un camino más seguro que en dirección sur a Brundisium.

En cuanto a Catulo César, envió unas breves notas al
flamen dialis Merula
y al pontífice máximo Escévola. Luego mandó a los esclavos encender todos los braseros de la casa y colocarlos en los aposentos principales de invitados, cuyas paredes recién enyesadas despedían un fuerte olor a cal. Después de tapar todas las ranuras y aberturas con trapos, se sentó en una silla cómoda y abrió un rollo que contenía los últimos libros de la
Ilíada
, su obra literaria predilecta. Cuando los hombres de Mario echaron abajo la puerta, le encontraron erguido en su asiento, en actitud natural, con el rollo desplegado sobre el regazo. La habitación estaba llena de nocivas emanaciones, y el cadáver de Catulo César estaba ya frío.

Lucio Cornelio
Merula
no llegó a leer la nota de Catulo César, porque le hallaron muerto. Después de colocar respetuosamente su
apex
y su
laena
bien dobladas a los pies de la estatua del Gran Dios en el templo,
Merula
se fue a casa, se sumergió en una bañera de agua caliente y se abrió las venas con un cuchillo de hueso.

El pontífice máximo Escévola sí que leyó su nota.

Ya sé, Quinto Mucio, que has optado por unir tu suerte a Lucio Cinna y Cayo Mario. Y puedo incluso comprenderlo. Tu hija está prometida al hijo de Mario y es una fortuna demasiado importante para rechazarla. Pero cometes un error. Cayo Mario ha perdido el seso, y los que le siguen son poco menos que bárbaros. Y no me refiero a sus esclavos. Me refiero a hombres como Fimbria, Annio y Censorino. Cinna es bastante buena persona en muchos aspectos, pero seguramente no será capaz de poner coto a los actos de Cayo Mario. Ni tú tampoco.

Cuando recibas esta nota ya habré muerto. Me parece infinitamente preferible morir a pasar el resto de mi vida desterrado o siendo una víctima más de Cayo Mario. ¡Pobres hermanos míos! Me complace elegir yo mismo la hora, el lugar y el modo de morir. Si esperase hasta mañana, ya no podría hacerlo.

He acabado mis memorias, y te digo sinceramente que me apena no poder conocer los comentarios que suscitarán cuando se publiquen. No obstante, ellas sí vivirán. Para salvarlas —¡son un auténtico cumplido para Cayo Mario!— las he consignado a Lucio Sila en Grecia, enviando una copia a Publio Rutilio en Esmirna para saldar la deuda por ser tan venenoso conmigo en sus escritos.

Cuídate, Quinto Mucio. Sería de lo más interesante ver cómo concilias tus principios con la necesidad. Yo soy incapaz.

Felizmente, mis hijos están bien casados.

Con lágrimas en los ojos, Escévola hizo una bola con la hoja y la arrojó a un brasero, pues hacía frío y él a su edad ya lo notaba. ¡Curiosa muerte la de su viejo tío el Augur! Indolora. Podían hablar hasta desgañitarse de si todo lo que había sucedido en Roma desde el día de año nuevo había sido o no un error. Calentándose las manos y tragándose las lágrimas, Escévola contempló las brasas del trípode de bronce, sin saber que las últimas vivencias de Catulo César habían sido muy parecidas.

Las cabezas de Catulo César y el
flamen dialis Merula
quedaron incorporadas a la colección de los
rostra
antes del amanecer del tercer día del consulado de Cayo Mario; él en persona dedicó largos ratos a contemplar la cabeza de Catulo César —aún hermosa y altanera— antes de autorizar a Popilio Laenas la convocatoria de otra Asamblea plebeya.

Esta reunión dedicó todo su rencor a Sila, que fue condenado en voto como enemigo público, con todas sus propiedades confiscadas, pero no para mayor grandeza de Roma, pues Mario dejó que sus bardiotas saqueasen la espléndida casa nueva de Sila con vistas al circo Máximo, incendiándola después. Las propiedades de Antonio Orator sufrieron igual suerte. Sin embargo, ninguno de los dos dejó indicios de dónde guardaba su dinero y no se pudo localizar nada en las bancas romanas, al menos a su nombre. De este modo, la legión de esclavos se benefició enormemente con los bienes de Sila y de Antonio Orator, pero Roma no obtuvo nada. Tan furioso estaba Popilio Laenas, que envió un grupo de esclavos públicos a rebuscar entre los restos calcinados de la casa de Sila, una vez enfriados, por si encontraban el pretendido tesoro. Los armaritos con las imágenes de Sila y sus antepasados y la valiosa mesa de cedro no estaban en la casa cuando el saqueo. Mamerco había sido muy eficiente, del mismo modo que Crisógono; y entre ambos, con un contingente de esclavos, a quienes dieron estrictas instrucciones de que actuaran abiertamente sin parecer furtivos, lograron desvalijar media docena de las mejores casas de Roma en menos de un día y ocultarlo casi todo en lugares insospechados.

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