—Amigos, debo dejaros —dijo Druso.
—Lo sabemos —dijo Escauro, afable.
—Mi obra quedará inconclusa.
—Cierto —comentó Mario.
—Para impedírmelo han tenido que hacer esto —añadió con un ahogado gemido de dolor.
—¿Quién ha sido? —inquirió Sila.
—Cualquiera de un grupo de siete hombres que no conocía. Gente corriente; de la tercera clase, diría yo. No del censo por cabezas.
—¿Habías recibido amenazas? —preguntó Escévola.
—Ninguna —contestó con un nuevo quejido.
—Encontraremos al asesino —dijo Antonio Orator.
—O a quien le pagó —añadió Sila.
Continuaron al pie del lecho en silencio para no agotar más el poco de vida que le restaba a Druso. Pero cuando estaba a punto de expirar, con la respiración muy debilitada y casi sin sentir el dolor, consiguió incorporarse y los miró con ojos obnubilados.
—
Ecquandone
? —preguntó con voz firme y recia—.
Ecquandone similem ma civem habebit res publica
? ¿Quién podrá socorrer a la república como yo?
Aquellos espléndidos ojos se velaron completamente, tornándose oro mate, y Druso exhaló su último suspiro.
—Nadie, Marco Livio Druso —contestó Sila—. Nadie.
Q
uinto Popedio Silo recibió la noticia de la muerte de Druso por una carta de Cornelia Escipionis que le llegó a Marruvium apenas dos días después de la tragedia, una prueba mas de la extraordinaria fortaleza y presencia de ánimo de la madre del difunto. Había prometido a su hijo decírselo a Silo antes de que la nueva le llegase tergiversada y así lo hizo.
Silo lloró, aunque sin que aquella muerte le resultara una sorpresa. Después se sintió más liviano y más resuelto. Se había acabado el tiempo de esperar y reflexionar. Con la muerte de Marco Livio Druso se esfumaba toda esperanza de obtener pacíficamente la emancipación de Italia.
Cursó cartas a Cayo Papio Mutilo de los samnitas, a Heno Asinio de los marrucini, a Publio Presenteio de los pelignos, a Cayo Vidacilio de los picentinos, a Cayo Pontidio de los frentanos, a Tito Lafrenio de los vestinos y al que estuviera al frente de los hirpinos, un pueblo famoso por cambiar muy a menudo de pretor. Pero ¿dónde reunirse? Todos los pueblos itálicos sabían que había dos pretores romanos en un viaje por la península para hacer indagaciones sobre «la cuestión itálica» y que husmeaban en todas las localidades con categoría de colonia romana o latina. En una zona central respecto a la mayoría, a trasmano de Roma y al mismo tiempo en una buena carretera, una carretera romana, por supuesto. Silo obtuvo la respuesta casi de inmediato: rocoso e inexpugnable, fortificado con gruesas murallas, en el corazón de los Apeninos y con abastecimiento de agua, estaba Corfinium, en la Via Valeria, junto al río Atemus; una ciudad de los pelignos próxima a las tierras de los marrucini.
Allí en Corfinium se reunieron a los pocos días de la muerte de Druso los dirigentes de ocho pueblos itálicos y muchos de sus seguidores: los marsos, los samnitas, los marrucini, los vestinos, los pelignos, los frentanos, los picentinos y los hirpinos. Todos ellos exaltados y decididos.
—Vamos a la guerra —fueron casi las primeras palabras que pronunció Mutilo en el consejo—. ¡Hay que ir a la guerra, compatriotas itálicos! ¡Roma se niega a otorgarnos la dignidad y la categoría a que nos hemos hecho merecedores con nuestra conducta. Nosotros nos forjaremos un país independiente que nada tenga que ver con Roma y los romanos, eliminaremos las colonias romanas y latinas construidas en nuestras tierras y nos labraremos un destino propio con nuestros hombres y nuestras riquezas!
Una salva de vítores y batir de pies acogió la belicosa declaración, reacción que exaltó a Mutilo, y que a Silo le infundió ánimos. Si al primero le reconcomía el odio a Roma, el segundo había perdido la fe en ella.
—¡Se acabaron los impuestos a pagar a Roma! ¡Se acabaron los soldados para Roma! ¡Se acabaron las espaldas de itálicos azotadas por látigos romanos! ¡Se acabaron las deudas con Roma! ¡Se acabaron las inclinaciones de cabeza, los saludos y las humillaciones ante Roma! —gritaba Mutilo—. ¡Seremos una potencia nosotros mismos! ¡Sustituiremos a Roma! ¡Porque Roma, compatriotas itálicos, será reducida a cenizas!
La reunión se celebró en la plaza del mercado de Corfinium, ya que no existía allí un local o un foro lo bastante grande para los dos mil congregados. Así, los vítores que acogieron la segunda parte del discurso de Mutilo se elevaron en el aire, difundiéndose en una ola sonora dentro de las murallas que asustó a los pájaros y atemorizó a la población.
Ya está hecho, pensó Silo, escuchándolo. Se ha adoptado la decisión.
Pero aún quedaban muchas decisiones por adoptar. En primer lugar, un nombre para el nuevo país.
—¡Italia! —gritó Mutilo.
Y un nombre para la nueva capital de Italia, es decir Corfinium.
—¡Itálica! —gritó Mutilo.
Y hacía falta un gobierno.
—Un consejo de quinientos, formado equitativamente por todos los pueblos que componen Italia —dijo Silo, con la conformidad de Mutilo. Mutilo era el corazón de Italia y Silo el cerebro de Italia—. Todas nuestras reglas civiles, incluida la constitución, las dictará y aplicará este concilíum
Italiae
, que residirá permanentemente en la nueva capital Itálica. Pero como todos sabéis bien, hemos de emprender una guerra contra Roma para que esta Italia cobre existencia. Por consiguiente, hasta que no se concluya victoriosamente la guerra contra Roma (¡como así será!) Italia dispondrá de un consejo provisional o de guerra formado por doce pretores y dos cónsules. Sé que son denominaciones romanas, pero servirán por su simplicidad más que nada. Actuando constantemente con el conocimiento y aprobación del
concilium
Italiae
, este consejo de guerra dirigirá la guerra contra Roma.
—¡En Roma no se lo creerán! —exclamó Tito Lafrenio de los vestinos—. ¿Eso es todo cuanto tenemos que ofrecer, dos nombres? ¡Un nombre para un país inexistente y un nuevo nombre para una ciudad vieja!
—Ya se lo creerán —dijo pausadamente Silo— cuando comencemos a acuñar moneda y a convocar arquitectos que tracen el núcleo de una ciudad magnífica. En la primera emisión figurarán los ocho pueblos fundadores representados por ocho hombres con la espada desenvainada a punto de sacrificar un cerdo, Roma, y en la otra cara la efigie de una nueva diosa: ¡la propia Italia! Como mascota, elegiremos el toro samnita y como dios patrón el Liber Pater, padre de la libertad, y conduciremos a una pantera atada con una cuerda como símbolo del modo como domesticaremos a Roma. Y antes de que transcurra un año, nuestra nueva capital Itálica tendrá un Foro tan grande como el de Roma, una sede del consejo con capacidad para quinientos representantes, un templo de Italia mejor que el templo de Ceres de Roma y un templo de Júpiter
Italiae
mejor que el de Júpiter Optimus Maximus, romano. ¡Pronto verá Roma que nada le debemos!
Volvieron a estallar los vítores, mientras Silo aguardaba sonriente en la tribuna a que se hiciera el silencio.
—¡Roma nos encontrará unidos! —prosiguió—. Juro esto ante todos los presentes y ante todos los habitantes de una Italia libre. ¡Agruparemos los recursos en hombres y dinero, en pertrechos y vituallas! ¡Y los que hagan la guerra contra Roma en nombre de Italia trabajarán más unidos que jamás lo hiciera comandante alguno en ninguna guerra! ¡En toda Italia esperan nuestros soldados la llamada a las armas! ¡Tenemos cien mil hombres preparados para entrar en batalla en pocos días, y habrá más, muchos más! —Hizo una pausa y lanzó una carcajada—. ¡En un plazo de dos años, compatriotas italianos, os garantizo que serán los romanos los que suplicarán ser emancipados como ciudadanos de Italia!
Como la causa era justa y un anhelo común, a la par que una necesidad, no hubo prácticamente rencillas por el poder; el consejo de quinientos hombres asumió sus funciones cívicas aquel mismo día, al tiempo que se reunía el consejo provisional.
Los magistrados de este consejo provisional se habían elegido por el sistema griego a mano alzada, e incluían dos pretores de los pueblos que aún tenían que incorporarse a la unidad itálica, los lucanos y los venusinos, tan seguros estaban los electores de su incorporación.
Los dos cónsules fueron Cayo Papio Mutilo, de los samnitas, y Quinto Popedio Silo, de los marsos. Entre los pretores se contaban Heno Asinio, de los marrucini, Publio Vetio Escato, de los marsos, Publio Presenteio, de los pelignos, Cayo Vidacilio, de los picentinos, Mario Egnacio, de los samnitas, Tito Lafrenio, de los frentanos, Lucio Afranio, de los venusinos y Marco Lamponio, de los lucanos.
El consejo de guerra, reunido en la reducida sala de cónclaves de Corfinium ¡ Itálica, inició en seguida su cometido.
—Hay que enrolar a los etrurios y a los umbros —dijo Mutilo—. Si no se nos unen no podremos aislar a Roma por el norte, y si no podemos aislarla por el norte podrá seguir contando con los recursos de la Galia itálica.
—Los etrurios y los umbros son muy especiales —alegó el marso Escato—. ¡Nunca se han considerado italianos como nosotros, ni parece importarles el trato que reciben de Roma!
—Pero hicieron una protesta masiva contra la parcelación del
ager publicus
—terció Heno Asinio—. Yo creo que eso es signo de que se nos unirán.
—Yo creo que indica lo contrario —replicó Silo, frunciendo el ceño—. De todos los pueblos itálicos, los etrurios son los más vinculados a Roma y los umbros siguen ciegamente a los etrurios. ¿A quién conocemos de nombre entre ellos, por cierto? A nadie. El problema es que los Apeninos los han mantenido siempre aislados del resto por el este, tienen la Galia itálica al norte y Roma y el Lacio los unen al sur. Venden sus pinos y sus cerdos a Roma y no a Otros pueblos itálicos.
—Lo de los pinos lo entiendo, pero ¿qué importancia pueden tener los cerdos? —preguntó el picentino Vidacilio.
—Es que hay cerdos y cerdos, Cayo Vidacilio —contestó Silo, riendo—. Algunos cerdos no hacen más que gruñir, pero hay otros que procuran estupendas cotas militares.
—¡Ah, Pisae y Populonia! —exclamó Vidacilio—. Ya entiendo.
—Bien, Etruria y Umbría quedan para un futuro —dijo Mario Egnacio—. Sugiero que designemos a los más persuasivos de los quinientos del consejo para que vayan a hablar con sus dirigentes, mientras nosotros acometemos la tarea más acuciante: la guerra. ¿Cómo vamos a iniciarla?
—¿Qué dices tú, Quinto Popedio? —inquirió Mutilo.
—Llamamos a los soldados a las armas, pero mientras lo hacemos sugiero que distraigamos un tanto a los romanos enviando una delegación al Senado de Roma para pedirles de nuevo la ciudadanía.
—¡Que utilicen su ciudadanía del mismo modo que los griegos un muchachito lindo! —dijo burlón Mario Egnacio.
—¡Oh, sí! —dijo Silo, risueño—. Pero no hay necesidad de hacérselo saber hasta que tengamos el instrumento para alojársela donde tú dices en la persona de nuestros ejércitos. Estamos preparados, sí, pero tardaremos un mes en movilizar las tropas. Sé de cierto que en Roma casi todos creen que nos faltan años para iniciar las hostilidades. Por lo tanto, ¿a qué desengañarlos? Si enviamos otra delegación dará la impresión de que no se equivocan sobre nuestro grado de preparación.
—Estoy de acuerdo, Quinto Popedio —dijo Mutilo.
—Bien. Entonces sugiero que elijamos Otro grupo de negociadores locuaces y persuasivos de entre los quinientos representantes para que vayan a Roma, y yo creo que debería encabezarlos al menos un miembro del consejo de guerra.
—De una cosa estoy seguro —dijo Vidacilio—, y es que si ganamos la guerra hay que hacerlo rápido. Tenemos que golpear a los romanos rápido y fuerte, en la mayoría de frentes posibles. Tenemos tropas muy bien entrenadas, disponemos de todos los pertrechos necesarios y contamos con magníficos centuriones. — Hizo una pausa con gesto grave—. Pero no tenemos generales.
—¡No estoy de acuerdo! —tronó Silo—. Si te refieres a que no contamos con un Cayo Mario, tienes razón, pero él ya es un viejo, y ¿quién más tienen los romanos? ¿Quinto Lutacio Catulo César, que se jacta de haber vencido a los cimbros germanos en la Galia itálica, cuando todos sabemos que fue Cayo Mario? Tienen a Tito Didio, pero no puede compararse a Mario. Y lo que es más importante, tienen las legiones acampadas en Capua; cuatro, y todas de tropas veteranas. Sus mejores generales en activo, Sentio y Bruto, están luchando en Macedonia y se hallan demasiado ocupados para que los traigan aquí.
—Roma, antes de verse conquistada por nosotros —dijo amargamente Mutilo—, dejará que todas sus provincias se despedacen y hará que todos vuelvan aquí para combatir. ¡Por eso tenemos que ganar rápidamente la guerra!
—Tengo una cosa más que añadir a propósito de los generales —dijo Silo sin alterarse—. No importa realmente de qué generales disponga Roma. Porque Roma actuará como siempre ha hecho: los cónsules del año son los comandantes en el campo de batalla. Creo que podemos descartar a Sexto Julio César y a Lucio Marcio Filipo porque les queda poco tiempo para cesar en el cargo. No sé quiénes serán los cónsules del año que viene, pero ya deben haberlos elegido. Por eso no estoy de acuerdo contigo, Cayo Vidacilio, ni contigo, Cayo Papio. Los que estamos aquí reunidos hemos hecho tanta milicia como cualquiera de los posibles candidatos a cónsul en Roma. ¡Yo, por ejemplo, he participado en siete batallas importantes y he tenido el privilegio de ser testigo del espantoso descalabro romano en Arausio! Mi pretor Escato, tú mismo, Cayo Vidacilio, Cayo Papio, Herio Asinio, Mario Egnacio… ¡No hay nadie de los aquí presentes que no haya participado en seis campañas! Conocemos los resortes del mando tan bien como cualquiera de los generales que envíen los romanos de comandantes y de legados.