Todos sabían que era el último recurso y nadie confiaba en la victoria; lo más que podían esperar era hacerles pagar cara su vida a los romanos. Pero cuando la tropa de Silo tomó Bovianum y aniquiló a la guarnición romana, todos se animaron. ¿No habría una posibilidad? Metelo Pío estaba acampado con su ejército ante Venusia, en la Via Appia, y a Venusia se dirigieron.
Y fue en las afueras de Venusia donde se libró la última batalla, cerrando una curiosa concatenación de acontecimientos iniciados con la muerte de Marco Livio Druso. Sí, en el campo de batalla de Venusia libraron singular combate los dos hombres que más afecto habían sentido por Druso: sus amigos Silo y Mamerco. Mamerco permanecía inmóvil, mirando al marso con lágrimas en los ojos y la espada alzada. No se decidía.
—¡Acaba conmigo, Mamerco! —suspiró Quinto Popedio Silo—. Me lo debes por haber matado a Cepio. ¡No quiero desfilar en un triunfo encabezado por el Meneítos!
—Por matar a Cepio —dijo Mamerco, y lo mató. Luego lloró desconsoladamente por Druso y la amarga victoria.
—Se acabó —dijo Metelo Pío el Meneítos a Lucio Cornelio Sila, que había acudido a Venusia nada más saber de la batalla—. Ayer capituló Venusia.
—No, no se ha acabado —replicó Sila con una sonrisa—. Sólo cuando se rindan Aesernia y Nola.
—¿Has considerado —se arriesgó a decir tímidamente el Meneítos— que si levantásemos el sitio de Aesernia y Nola las dos ciudades volverían a la normalidad y seguramente todos harían como si nada hubiese pasado?
—Estoy convencido de que sí —contestó Sila—, y precisamente por eso no levantaré el asedio de ninguna de las dos. ¿Para qué dejarlos sin castigo? Pompeyo Estrabón no lo hizo con Asculum Picentum. No, Meneitos, Aesernia y Nola seguirán asediadas; hasta la eternidad, si es necesario.
—Me han dicho que Escato ha muerto y que los pelignos se han rendido.
—Exacto, salvo que no te lo han contado bien —respondió Sila con una sonrisa—. Pompeyo Estrabón aceptó la rendición de los pelignos y Escato prefirió clavarse su propia espada.
—¡Entonces todo ha acabado! —exclamó Metelo Pío, maravillado.
—No, hasta que se rindan Aesernia y Nola.
La noticia de la matanza de romanos, latinos e itálicos en la provincia de Asia le llegó a Sila en Capua, donde había establecido su cuartel general, relevando a Catulo César para que se tomase en Roma un merecido descanso. Además, había heredado su secretario, el prodigioso Marco Tulio Cicerón, y vio que era tan eficiente, que Catulo César estaba de más.
A Cicerón, Sila le pareció tan aterrador como Pompeyo Estrabón, aunque por distintos motivos. Y echó mucho de menos a Catulo César.
—Lucio Cornelio, ¿no podría licenciarme al acabar este año? —inquirió Cicerón—. Aunque no he servido dos años completos, contando las campañas, he participado en diez.
—Ya —contestó Sila, animado por la persona de Cicerón de un sentimiento muy parecido al de Pompeyo Estrabón—. De momento no puedo prescindir de ti porque nadie sabe organizar esto tan bien como tú, y menos ahora que Quinto Lutacio se toma un descanso en Roma.
Pero nunca hay descanso, pensaba Sila, galopando hacia Roma en una calesa tirada por cuatro mulas. Apenas ponemos fin a un conflicto, cuando estalla otro. Y el nuevo hará que el de Italia parezca dos ramitas de rescoldo.
Todos los senadores se dieron cita en Roma para la reunión del Senado en la que se iba a tratar de los acontecimientos de la provincia de Asia. También estaba Pompeyo Estrabón. Serían unos ciento cincuenta reunidos en el templo de Bellona, fuera del
pomerium
del Campo de Marte.
—Bien, sabemos que Manio Aquilio ha muerto. Y posiblemente habrán muerto también sus dos colegas delegados —dijo Sila ante la Cámara, en tono coloquial—. No obstante, parece que Cayo Casio logró escapar, a pesar de que no tenemos noticias de él. Lo que no comprendo es cómo no hemos tenido ninguna noticia de Quinto Opio desde Cilicia. Hay que suponer que también hemos perdido Cilicia. Es triste que Roma tenga que depender de un desterrado para recibir semejantes noticias.
—Yo supongo que todo ello quiere decir que Mitrídates atacó como un relámpago —dijo Catulo César, frunciendo el entrecejo.
—O que nuestros representantes oficiales han estado haciendo cosas raras —terció Mario.
El comentario no suscitó réplicas, sino profunda cavilación; cierta lealtad aglutinaba constantemente la unidad de la Cámara, pero era imposible tratarse tan a fondo como lo hacían los miembros del Senado sin que nadie supiera con quién se jugaba los cuartos. Y todos sabían perfectamente cómo eran Cayo Casio y los tres delegados.
—Al menos Quinto Opio habría debido ponerse en contacto con nosotros —dijo Sila, expresando lo que pensaban todos—. Es un hombre de honor y no dejaría a Roma ignorante en una situación como ésta. Yo creo que hay que dar por sentada la pérdida de Cilicia.
—Bien, habrá que enviar como sea un mensaje a Publio Rutilio y pedirle más información —dijo Mario.
—Yo creo que si alguno de los nuestros se ha salvado, se habrán puesto en camino hacia Roma a finales del Sextilis —dijo Sila—. Cuando lleguen, tendremos más información.
—Yo, por la carta de Rutilio Rufo, interpreto que no hay supervivientes —dijo Sulpicio desde el banco tribunicio—. ¡Mitrídates no ha hecho ningún distingo entre romanos e itálicos! —añadió con un gruñido, apretando los puños.
—Mitrídates es un bárbaro —comentó Catulo César.
Pero la explicación no le bastaba a Sulpicio, que durante un largo rato después de la lectura de la carta de Rutilio Rufo, dos días antes, parecía haberse quedado de piedra.
—No ha hecho distingos —repitió—. ¡Pero es irrelevante que no haya hecho distingos! ¡Da igual! Los itálicos de la provincia de Asia han pagado el mismo precio que los residentes romanos y latinos. Han muerto todos. Han muerto con sus mujeres, hijos y esclavos. ¡Sin distingos!
—¡Vamos, Sulpicio, domínate! —exclamó Pompeyo Estrabón, que quería ir al grano—. Pareces una rueda en un bache.
—Orden, por favor —dijo Sila risueño—. No nos hemos reunido en Bellona para dilucidar las motivaciones de no hacer distingos. Estamos aquí para decidir lo que hay que hacer.
—¡La guerra! —espetó inmediatamente Pompeyo Estrabón.
—¿Es eso lo que todos sentís, o sólo algunos? —inquirió Sila.
La Cámara se pronunció unánimemente por la guerra.
—Tenemos suficientes legiones preparadas —dijo Metelo Pío— y están bien pertrechadas. Al menos a ese respecto nos hallamos mejor que de costumbre. Mañana mismo podemos embarcar veinte legiones para Oriente.
—No podemos —replicó Sila con voz pausada—. En realidad, dudo ·mucho que podamos embarcar una sola legión, y menos veinte.
La Cámara guardaba silencio.
—Padres conscriptos, ¿de dónde vamos a sacar el dinero? Concluida la guerra contra Italia, no nos queda otro remedio que licenciar las legiones ¡porque no podemos seguir pagándolas! Roma estaba en peligro en la propia Italia y todos los romanos y latinos han tenido que incorporarse al combate. Podemos decir que lo mismo sucede en una guerra en el extranjero, sobre todo ahora que el agresor se ha apoderado de la provincia de Asia y han muerto ochenta mil de los nuestros. Pero el hecho es que en este momento la patria no corre peligro. Y los soldados están cansados. Al final se les ha pagado, pero para ello nos hemos quedado con las arcas vacías. Y eso significa que hay que desmovilizarlos y mandarlos a sus casas. ¡Porque no existe la menor perspectiva de contar con bastante dinero para otra campaña!
Las palabras de Sila hicieron más intenso el silencio de la Cámara. Luego, Catulo César lanzó un suspiro.
—De momento dejemos a un lado las consideraciones monetarias —dijo—. ¡Es mucho más importante el hecho de que tenemos que parar los pies a Mitrídates!
—¡Quinto Lutacio, no me has oído! —exclamó Sila—. ¡No hay dinero para una campaña!
Catulo César asumió su más altanera actitud y contestó:
—Propongo que se dé el mando de la guerra contra Mitrídates a Lucio Cornelio Sila. Una vez resuelta la cuestión del mando, podemos hablar del dinero.
—¡Y yo advierto que presento una moción para que no se dé el mando de la guerra contra Mitrídates a Lucio Cornelio Sila! —bramó Cayo Mario—. ¡Que Lucio Cornelio Sila se quede en Roma y se preocupe del dinero! ¡Dinero! ¡Como si fuese momento de preocuparse del dinero cuando Roma arriesga su existencia! Ya se encontrará el dinero. Siempre se encuentra. Al rey Mitrídates le sobra, y será él quien en definitiva acabe pagando. ¡Padres conscriptos, no podemos dar el mando de esta campaña a un hombre que se preocupa por el dinero! ¡Esta campaña debéis dármela a mí!
—No estás bien de salud, Cayo Mario —replicó Sila, inmutable.
—¡Lo suficiente para darme cuenta de que el asunto del dinero está de más! —espetó Mario—. ¡El Ponto es nuevamente la amenaza germánica! ¿Y quién venció a los germanos? ¡Cayo Mario! ¡Colegas de esta augusta Cámara, debéis darme el mando de esta campaña! ¡Soy el único que puede ganarla!
De su asiento se levantó Flaco, príncipe del Senado, hombre apacible, con poca fama de valiente.
—Si fueses joven y estuvieses bien de salud, Cayo Mario, no tendrías partidario más fervoroso que yo. Pero Lucio Cornelio tiene razón; no estás bien y eres demasiado viejo. Has sufrido dos infartos. No podemos dar el mando de esta guerra a un hombre que puede sufrir un ataque en el preciso momento en que más se le necesita. No sabemos qué es lo que provoca el infarto, Cayo Mario, pero sabemos que el que ha sufrido uno, siempre recae. Como te ha sucedido a ti. ¡Y te sucederá! No, padres conscriptos, como príncipe del Senado os digo que no podemos tomar en consideración a Cayo Mario para esta campaña. Yo secundo la moción de que el mando se dé al primer cónsul, Lucio Cornelio.
—Me apoyará la Fortuna —replicó Mario tercamente.
—Cayo Mario, acepta la opinión del príncipe del Senado en el espíritu con que lo ha dicho —dijo Sila muy tranquilo—. Nadie te menosprecia, y menos yo, pero la realidad es ésa. Esta Cámara no puede correr el riesgo de confiar la dirección de una guerra a quien ha sufrido dos infartos y tiene setenta años.
Mario cedió, pero era más que evidente que no acataba la opinión de la Cámara; permaneció sentado, con las manos en las rodillas y la comisura derecha del labio caída.
—¿Aceptas el mando, Lucio Cornelio? —inquirió Quinto Lutacio Catulo César.
—Sólo si la Cámara me lo concede por clara mayoría, Quinto Lutacio. Si no, no —contestó Sila.
—Pues hagamos una votación —dijo Flaco, príncipe del Senado.
Sólo tres se colocaron en la oposición cuando los senadores se desplazaron ficticiamente en aquel sucedáneo de Senado: Cayo Mario, Lucio Cornelio Cinna y el tribuno de la plebe Publio Sulpicio Rufo.
—¡No lo acabo de creer! —musitó el censor Craso a su colega Lucio César—. ¡Sulpicio!
—Desde que llegó la noticia de la matanza está haciendo cosas raras —añadió Lucio César—. No para de decir, ya lo habéis oído, que Mitrídates no ha hecho distingos entre romanos e itálicos. Supongo que lamenta el haberse opuesto tan radicalmente a la emancipación de los itálicos.
—¿Y qué le impulsa de pronto a ponerse al lado de Cayo Mario?
—No sé, Publio Licinio —contestó Lucio César encogiéndose de hombros—. De verdad que no lo sé.
Sulpicio se puso al lado de Mario y de Cinna porque eran los que se oponían al Senado. No había otro motivo. Al saber las noticias que enviaba Rutilio Rufo desde Esmirna, experimentó un profundo cambio y desde entonces no había logrado superar su aflicción. Ni su mala conciencia; le atormentaba una confusión mental que le impedía pensar más que en aquello: un rey extranjero no había hecho diferencias entre romanos e itálicos. Y si un rey extranjero metía a romanos e itálicos en un mismo saco, a los ojos del resto del mundo es que no había diferencia entre ellos; la naturaleza y actuaciones de unos eran las mismas que las de los otros.
Ferviente patriota y profundamente conservador, al estallar la guerra contra los itálicos Sulpicio había abrazado la causa romana con todo su corazón. Cuestor el año de la muerte de Druso, vio que cada vez se le otorgaba más confianza con cargos de mayor responsabilidad y los había desempeñado admirablemente. Gracias a sus desvelos, habían caído muchos itálicos. Gracias a que lo había consentido, la población de Asculum Picentum había sufrido de un modo más terrible del que merecían los propios bárbaros; aquellos miles de niños itálicos obligados a desfilar en el triunfo de Pompeyo Estrabón y expulsados después de la ciudad sin comida, ropa ni dinero para vivir o morir, abandonados a las fuerzas o la voluntad de sus cuerpecillos inmaduros, no podía olvidarlos. ¿Por quién se tomaba Roma para infligir tan terrible castigo a personas que eran sus iguales? ¿En qué se diferenciaba Roma del rey del Ponto? ¡Al menos él no se andaba con ambigüedades! Al menos él no había justificado sus motivos con argumentos de razón y superioridad. Aunque tampoco lo hacía Pompeyo Estrabón. Era el Senado el que adoptaba una actitud equívoca.
Ah, ¿qué era lo que estaba bien? ¿Quién tenía razón? Si un hombre itálico, una mujer itálica, un niño itálico se habían salvado de la matanza y aparecían en Roma, ¿cómo podría él, Publio Sulpicio Rufo, mirar a la cara a esos pobres supervivientes? ¿En qué se diferenciaba realmente él, Publio Sulpicio Rufo, del rey Mitrídates? ¿No había matado él a muchos miles de itálicos? ¿No había sido legado al mando de Pompeyo Estrabón y consentido sus atrocidades?
Pero en medio de esta aflicción y confusión mental, Sulpicio también era capaz de pensar con coherencia; mejor dicho, tenía pensamientos coherentes, válidos, lógicos.
No era realmente culpa de Roma, sino del Senado. De los hombres de su propia clase, él incluido. En el Senado —¡en su propia persona!— residía la fuente del elitismo romano. El Senado había matado a su amigo Marco Livio Druso. El Senado había dejado de conceder la ciudadanía romana después de la guerra contra Aníbal, el Senado había autorizado la destrucción de Fregellae. El Senado, el Senado, el Senado… Los hombres de su propia clase. El incluido.
Pues ahora tendrían que pagarlo. Y él también. Ya era hora, se dijo Sulpicio, de que se acabara lo del Senado de Roma. Ya estaba bien de antiguas familias dirigentes, poder y riqueza concentrado en manos de unos pocos, con injusticias tan tremendas como aquella cruel iniquidad perpetrada contra los itálicos. Estamos equivocados, pensó. Y hemos de pagarlo. Tiene que desaparecer el Senado. Roma ha de volver a manos del pueblo, que no es más que un simple peón, por mucho que afirmemos que es soberano. ¿Soberano? ¡No mientras haya Senado! Mientras exista el Senado, la soberanía del pueblo no es más que una palabra! No se trata del censo por cabezas, por supuesto, sino del pueblo. Los hombres de la segunda, tercera y cuarta clases, que constituyen, con gran diferencia, la mayoría de los romanos y son los que menos poder tienen. Los caballeros de la primera clase, realmente ricos y poderosos, no se diferencian en nada del Senado. Ellos también deben desaparecer.