La corona de hierba (109 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: La corona de hierba
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Pero la ocupación de Macedonia, de momento, no fue viable. Atrapados entre una Grecia súbitamente hostil y las fuerzas de tierra pónticas que avanzaban por la Via Egnatia, Cayo Sentio y Quinto Bruto no cedieron al pánico ni se resignaron a la derrota; reclutaron febrilmente cuantas tropas auxiliares pudieron y las acuartelaron con las dos legiones romanas que era toda la fuerza disponible en Macedonia para hacer frente a Mitrídates. El Ponto no conquistaría Macedonia sin pagar un alto precio.

A fines del verano los días transcurrían algo aburridos para el rey Mitrídates, ya cómodamente instalado en Pérgamo y dueño indiscutible de Asia Menor. La única perspectiva interesante que se le presentaba era ir a ver los montones de cadáveres, y el más apabullante de esos monumentos ya lo había visto. Pero se dio cuenta de que le faltaba el del distrito del curso alto del Caicus, sobre el que se alzaba Pérgamo. Había en la provincia de Asia dos ciudades llamadas Stratoniceia; la mayor estaba en Caria y continuaba resistiendo tenazmente el asedio de las fuerzas del Ponto. La Stratoniceia menor estaba más tierra adentro que Pérgamo y era plenamente leal a Mitrídates. Así, cuando el rey entró en esta ciudad, sus habitantes salieron en masa a aclamarle y arrojaron pétalos de flores en honor a su victorioso avance.

Entre la multitud, sus ojos se posaron en una joven griega llamada Monima e inmediatamente ordenó que se la trajesen. Era tan pálida su piel, que el cabello parecía blanco y no se le notaban pestañas y cejas, lo cual le confería una extraña belleza. El rey la examinó detenidamente y, al ver lo extraña que era, con aquellos ojos rosa oscuro brillante, la unió a sus otras esposas. El padre, Filopoemon, no se opuso, y menos aún cuando Mitrídates se lo llevó consigo (igual que a Monima) al sur, a efeso, donde le nombró sátrapa de la región.

Aun deleitándose con las diversiones que daban fama a Éfeso —y disfrutando de su esposa albina—, el rey tuvo tiempo para un acto de gobierno, enviando un lacónico mensaje a Rodas exigiendo la rendición y la entrega del gobernador Cayo Casio Longino, refugiado en la isla. La respuesta, que no tardó en llegar, fue un rotundo no a ambas exigencias. Rodas era amiga y aliada del pueblo romano y honraría su compromiso hasta la muerte, de ser necesario.

Por primera vez desde el principio de la campaña, Mitrídates tuvo un arrebato de cólera. Mientras sus cortesanos y los más descarados aduladores de Efeso se amedrentaban, el rey recorría de arriba abajo el salón de audiencias despotricando hasta ahogar su rabia y dejarse caer abatido en el trono, con la barbilla apoyada en la mano, los labios contraídos y rastros de lágrimas en sus carnosas mejillas.

A partir de aquel momento perdió todo interés en las diversas empresas que había puesto en marcha y centró exclusivamente sus energías en conseguir la sumisión de Rodas. ¡Cómo osaban negarse a rendirse a él! ¿Es que una pequeñez como Rodas se creía capaz de resistir al poderío del Ponto? Bien, pronto sabrían lo que era bueno.

Su flota estaba muy atareada en las operaciones en el Egeo occidental para mermar las escuadras y dedicarlas a una insignificante campaña como sería la que iba a lanzar contra la pequeña isla de Rodas. Por eso, el rey exigió que Esmirna, Éfeso, Priene, Miletus, Halicarnassus y las islas de Chios y Samos le donasen las naves que necesitaba. Tropas de tierra tenía de sobra, pues mantenía dos ejércitos en la provincia de Asia; pero gracias a la tenaz resistencia de Patara y Termessus en Licia, no podía conducirlas al punto lógico para lanzar la invasión de Rodas, es decir, las playas y ensenadas de Licia. La marina de Rodas tenía merecida fama de irreductible y se hallaba concentrada en la costa occidental de la isla, vigilando el mar entre Halicarnassus y Cnidus. Así, impedida la utilización de Licia, las fuerzas de invasión de Mitrídates tendrían que optar por aquellos corredores marítimos.

Pidió centenares de naves de transporte y todas las galeras de guerra que hubiese en la provincia de Asia y ordenó que se concentrasen en Halicarnassus, y a aquella ciudad, tan querida de Cayo Mario, condujo uno de sus ejércitos para embarcarlo. Zarpaba a fines de septiembre con su gigantesca galera acorazada de dieciséis bancos de remeros en medio de la armada, fácilmente identificable por el trono oro y púrpura erigido bajo palio a popa, desde el cual, dueño y señor, lo contemplaba todo con deleite.

Por torpes y pesadas que fuesen las mayores naves de guerra, aún debían navegar tan despacio como las de transporte, una heteróclita colección de todo tipo de navíos de cabotaje, sólo aptos para costear cabos y ensenadas. Por tanto, cuando la vanguardia de la flota daba la vuelta a la punta de la península de Cnido y entraba en mar abierto en el mar Cárpato, la mayoría de las naves se extendía en interminable ringlera hasta Halicarnassus, en donde los últimos navíos de transporte salían del puerto, llenos de aterrados soldados del Ponto.

Con trirremes ligeras y muy rápidas, parcialmente cubiertas, la marina de Rodas hizo su aparición en el horizonte y puso proa hacia la improvisada flota póntica. La táctica naval de Rodas no incluía galeras pesadas de dieciséis bancos como la que utilizaba el rey Mitrídates; aquellos navíos acorazados cargaban mucha marinería y muchas piezas de artillería, pero los rodenses desdeñaban la eficacia de la artillería en el combate naval y nunca se mantenían lo bastante quietos para permitir el abordaje. La marina de Rodas había cobrado fama por la rapidez y extrema maniobrabilidad de sus naves, capaces de surcar las aguas como rayos entre los pesados acorazados; la tripulación sabía embestir con tanta fuerza con el espolón, que la velocidad compensaba de sobra la falta de peso y el espolón de roble reforzado con bronce de la trirreme rodense penetraba profundamente en el flanco del más fuerte acorazado. Los de Rodas afirmaban que el único método decisivo en un combate naval era horadar los navíos enemigos.

Cuando la flota póntica avistó a la de Rodas, se dispuso a una encarnizada batalla; pero, al parecer, Rodas sólo hacía una incursión, pues, después de volver locas a las galeras de Mitrídates con la velocidad de sus virajes, dio media vuelta y se alejó sin más hazaña que destrozar a dos galeras de cinco bancos, particularmente ineptas. No obstante, antes de abandonar las aguas consiguieron dar al gran rey el mayor susto de su vida. Era la primera vez que el del Ponto se enfrentaba a un enemigo por mar y sólo había navegado por el Euxino, en el que ni el más osado pirata se habría atrevido a atacar a una nave del Ponto.

Excitado y fascinado, el rey asistía al espectáculo naval sentado en su trono de oro y púrpura, tratando de no perderse el menor detalle, sin ocurrírsele pensar que podía correr peligro. Había virado hasta apartarse por la izquierda para ver las travesuras de una galera enemiga magistralmente maniobrada a cierta distancia a popa, cuando su gran navío sufrió una sacudida, crujió, vibró con fuertes convulsiones y el ruido de muchos remos quebrándose como varas mezclado a gritos de consternación y de alarma.

Su súbito y cerval pánico cesó casi al instante de iniciarse, pero hizo mella en él. En aquel breve pero intenso lapso de terror, el rey del Ponto se cagó y lo puso todo perdido de heces sólidas mezcladas a una profusa cantidad de líquidos intestinales, una masa maloliente empapando el almohadón púrpura bordado en oro, que chorreaba por las patas del trono y por sus piernas hasta la melena de los leones de oro del empeine de sus botas, enfangando todo el puente cuando lo pisoteó al levantarse. ¡Y sin poder ir a ningún sitio! No podía ocultarlo a sus estupefactos servidores y oficiales, ni a los marineros del centro del navío que habían alzado la vista para comprobar si su rey estaba bien.

Luego vio que el navío no había sufrido ninguna embestida y sólo se trataba de uno de sus propios barcos, una galera grandota y torpe de la isla de Chios que había rozado a lo largo de la borda, arrancando los remos de ambas embarcaciones.

¿Era asombro lo que expresaban sus ojos? ¿O regocijo? Los ojos desorbitados del monarca brillaban de furor mientras miraba aquellos rostros, viéndolos sonrojarse y palidecer como una copa transparente de la que se vacía el vino.

—¡Me siento mal! —gritó—. No sé qué me pasa. ¡Estoy enfermo! ¡Ayudadme, estúpidos!

El inmovilismo se quebró y en un segundo se vio rodeado de gente, con ropa limpia surgida como por arte de ensalmo, y dos servidores que habían reaccionado con verdadera celeridad acudieron con dos cubos de agua de mar y la vertieron sobre el rey. Al sentir la frialdad en sus piernas Mitrídates pensó en un mejor modo de resolver la grave situación y, echando la cabeza hacia atrás, soltó la carcajada.

—¡Vamos, estúpidos, cambiadme la ropa!

Se alzó el faldón de
pteryges
de oro, el inferior de malla de oro y la túnica púrpura que le cubría la piel, mostrando robustos muslos, fuertes nalgas y por delante un poderoso miembro que había engendrado medio centenar de hijos. Una vez retirado lo peor hacia otra zona del puente, se quitó toda la ropa y quedó desnudo en la popa del navío, mostrando a su asombrada tripulación qué magnífico espécimen era su rey. Seguía riéndose complacido y de vez en cuando se golpeaba el vientre, lanzando un gruñido.

Pero más tarde, cuando la escuadra de Rodas ya estaba en lontananza y los dos acorazados pónticos quedaron destrabados, sentado en un almohadón limpio en su recién fregado trono, el mudado monarca llamó al capitán del navío.

—Capitán, quiero que al vigía y al timonel de esta nave les corten la lengua, les arranquen los testículos, les saquen los ojos y les corten las manos. Luego, mándalos por ahí con una escudilla colgada al cuello —dijo Mitrídates—. En la nave de Chíos, que se dé el mismo castigo a vigía, timonel y capitán; al resto de la tripulación, que la ejecuten. ¡Y nunca más dejes que me encuentre a menos de un tiro de piedra de un navío de Chios ni de esa vil isla! ¿Te percatas de lo que digo, capitán?

—Sí, gran rey —contestó el marino, tragando saliva—, me percato. Poderoso rey —añadió el hombre con un carraspeo, haciendo acopio de valor—, tengo que poner rumbo a algún sitio para proveerme de remos, pues a bordo no tenemos suficientes de reserva. Así no podemos navegar.

Por lo visto el rey recibió muy comprensivo la noticia de la nueva contrariedad.

—¿A dónde sugieres que pongamos rumbo?

—A Cnido o a Cos. Hacia el sur, no.

Un destello de interés por algo distinto a su pública humillación iluminó los ojos del rey.

—¡A Cos! —exclamó—. ¡Rumbo a Cos! Tengo que arreglar cuentas con los sacerdotes del Asklepeion que dieron asilo a los romanos. Y quiero ver el tesoro que tienen. Y el oro. Sí, a Cos, capitán.

—El príncipe Pelópidas desea veros, gran rey.

—Si desea verme, ¿a qué espera?

Seguía siendo peligroso, nunca era más peligroso que cuando reía sin tener ganas. Podía desatarse ante cualquier cosa, una palabra inoportuna, una mirada indiscreta, una falsa interpretación. Cuando Pelópidas se personó en un santiamén, estaba aterrado, pero tuvo la enorme prudencia de no mostrarlo.

—Bien, ¿de qué se trata?

—Gran rey, he oído que ordenáis que la nave vaya a Cos para repararla. ¿Puedo trasladarme a otra nave para seguir rumbo a Rodas? Supongo que querréis que siga en la escuadra cuando desembarquen nuestras tropas, a menos que penséis transbordar a otro barco, en cuyo caso, si os place, yo me quedo en éste para supervisar la reparación. Decidme qué he de hacer, gran rey.

—Tú ve a Rodas. Dejo a tu criterio el lugar de desembarco. Pero que no sea tan lejos de la ciudad que el ejército se fatigue con la marcha. Acámpalo y espera mi llegada.

Cuando el acorazado real entró en el puerto de la ciudad de Cos, en la isla del mismo nombre, el rey Mitrídates dejó que el capitán se ocupase del asunto de los remos y él desembarcó en una esbelta barcaza ligera. Inmediatamente se dirigió con su guardia al recinto del santuario del dios Asklepios, patrono de la curación, que estaba en las afueras de la ciudad. Todo había sido tan rápido, que nadie sabía quién era cuando entró en el zaguán del templo, diciendo a voces que quería ver al encargado, característico insulto por parte de Mitrídates, que sabía perfectamente que el encargado era el sumo sacerdote.

—¿Quién es este arrogante advenedizo? —preguntó un sacerdote a otro a poca distancia del rey.

—Soy Mitrídates del Ponto, y vosotros, hombres muertos.

Así, cuando llegó el sumo sacerdote, dos de sus acólitos yacían decapitados entre él y el visitante. El sumo sacerdote, que era un hombre muy sutil e inteligente, se imaginó quién era el recién llegado en cuanto le dIjeron que un orangután vestido de oro y púrpura pedía a gritos verle.

—Bien venido al santuario de Asklepios, rey Mitrídates —dijo con gran calma, sin mostrarse amedrentado.

—Tengo entendido que eso es lo que les dices a los romanos.

—Se lo digo a todos.

—Pero no a los romanos que he mandado matar.

—Si vos llegarais pidiendo asilo, se os concedería en igual medida, rey Mitrídates. El dios Asklepios no hace distingos, pues todos los hombres le necesitan más pronto o más tarde. Un hecho que conviene recordar. Es un dios de vida, no de muerte.

—De acuerdo, considera eso como un castigo —dijo Mitrídates señalando los dos sacerdotes muertos.

—Un castigo el doble de grande de lo merecido.

—¡No me tientes el genio, sumo sacerdote! Ahora muéstrame tus libros… y no los que enseñas al gobernador romano.

El Asklepeion de Cos era la institución bancaria más importante del mundo después del banco estatal de Egipto, y su prosperidad se debía a la perspicaz actividad de un largo elenco de sacerdotes administradores que se remontaban a tiempos de los Tolomeos de Egipto, pues Cos había sido posesión egipcia. Por consiguiente, su desarrollo como entidad dedicada a la formación de capitales era una consecuencia lógica del sistema bancario egipcio. Al principio, el templo había sido un santuario de lo más característico, similar a los de otros lugares; consagrado a la curación y a la higiene, el Asklepeion de Cos era una concepción de unos discípulos de Hipócrates, donde en sus orígenes se practicaba el arte de la incubación, la curación por el sueño con interpretación de lo soñado, como aún se hacía en los santuarios de Epidauro y de Pérgamo. Pero al paso de las generaciones, y con la ocupación de Egipto, en Cos el dinero había sustituido a las curaciones y era la principal renta del templo, decantándose los sacerdotes más por lo egipcio que por lo griego.

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