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Authors: Ángeles Goyanes

Tags: #Terror, Fantastico

La concubina del diablo (28 page)

BOOK: La concubina del diablo
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»—Parte de mi alma penetró en ti. Hubieras muerto de lo contrario. Es como… como una extensión de mí mismo que habita en ti. Algo que impide que la muerte pueda expulsarte de tu cuerpo. No eres susceptible a ella: ni a la enfermedad, ni a la muerte violenta. Nada puede dañarte. Nada puede acabar con tu vida. Nada, excepto el poder de mi Padre… o de mis hermanos. Pude retirarme de ti segundos después de impedir tu muerte. Pero no quise. No podía soportar la idea de que de nuevo fueses vulnerable, de exponerme a que pudieses dejarme para siempre. Y, ¿lo ves? Estás aterrada ante el conocimiento. Yo tenía razón. No debías saberlo.

»—Te equivocas —murmuré, contemplando las brillantes chispitas del ingrávido polvo a la luz del sol—, debía saberlo. Por tu boca, en tus dulces palabras, perdida entre tus brazos y caricias. Lo hubiera comprendido. Te hubiera amado aún más, si fuese posible. Pero así no. No por la pérfida boca de Cannat. Esto es lo que me produce la locura. Si pudieras comprender que nada que emane de ti puede causarme terror… Tú eres el único que teme. Temes mostrarte como eres cuando es por serlo por lo que te amo. Y tú no lo entiendes… No logras entenderlo… ¿Qué clase de monstruo soy yo ahora? Dímelo, Shallem. ¿Tiene nombre lo que me has hecho? ¿Qué clase de ente diabólico soy si no puedo morir?

»—¿Me lo recriminas? —preguntó entristecido—. ¿Hubieras preferido morir aquel día? ¿Hubieras preferido que, estando en mi mano el salvarte, te dejara morir? ¿Me convierte esto ante tus ojos en ese ente diabólico del que hablas?

»—No —murmuré aturdida—. Claro que no. No eres tú, Shallem. Soy yo. Yo, que ya no sé lo que soy. Que no sé qué pensar de mí misma. Y no sólo por esto sino por… todo lo que me sucede…

»—¿Lo ves, Juliette? Ahora somos uno sólo. Mis sentimientos son tus sentimientos; tus miedos, mis miedos; mis esperanzas, tus esperanzas. Somos un solo ser. ¿Lo entiendes? Mucho más que la unión carnal de los hombres.

»El sol me quemaba la cabeza. La irrealidad se hacía tangible. ¿O era la realidad? Volvía, sí. Estaba volviendo.

»—Es cierto, ¿verdad? No sabes exactamente cuál será mi final. Y yo necesito saber que voy a morir, Shallem… No podría vivir con esa incertidumbre, sopesando cada día las palabras que él ha pronunciado, pensando…

»—¡Cállate, Juliette! —exclamó—. No debes atormentarte así. Cuando llegue el momento recuperaré lo que te di, y tú serás libre para morir. Debes morir. El sueño es el descanso del cuerpo, la muerte el reposo del alma. Es imprescindible que mueras y, por más que me duela, cuando llegue el momento dejaré que la recibas. Lo haría aunque tú me suplicaras lo contrario.

»—¿Cuándo será ese momento? —pregunté.

»—No debes saberlo —me contestó.

»—¿Por qué? —grité alejándome de él—. ¿Crees que podría ese conocimiento conducirme a la locura? ¿Hay algo todavía que no haya intentado volverme loca? ¡Fijemos una fecha!

»—No.

»—¿Por qué no? —continué gritando—. ¿No puedes fijar la que se te antoje, no eres tú el dueño de mi vida y mi muerte? ¡Cuarenta años! ¡Me dejarás libre a mi destino dentro de cuarenta años! Aún dejaré un hermoso cadáver. Y hasta puede que consiga vivir algún año más por mis propios medios.

»—¡No! —gritó, mirándome de arriba a abajo, como si no me reconociera por mis palabras.

»—¡Fíjala tú, entonces! ¡Pero dame la seguridad de que nunca seré lo que Cannat ha descrito!

»Shallem recorrió la habitación tambaleante apoyándose en los muebles a su paso como un hombre destrozado por el dolor. Deseé con todas mis fuerzas que aquello no fuese real, que yo no estuviese esperando la fecha de mi muerte de sus labios.

»—Ochenta años desde este día —murmuró Shallem aún dándome la espalda.

»—¡Ochenta años! —exclamé atónita—. ¡Pero tendré más de cien años, nadie puede vivir tanto! ¡Seré un cadáver ambulante, me repudiarás mucho antes!

»—¡Ochenta años! —gritó fuertemente Shallem, mientras se volvía hacia mí atravesado por el dolor. Se quedó plantado a mi lado, con la cara crispada—. Terminemos ahora —dijo—. Hay otra cosa que debo decirte, sobre nuestro hijo. Cuando nazca le daré mucho más de lo que pude darte a ti. Le dotaré de facultades inimaginables para un ser humano, y, bajo su apariencia mortal, se esconderá una criatura invulnerable. Nadie, ni siquiera Eonar, podrá destruirle. Su cuerpo será parte del mío, su alma, mi alma, y, cuando alcance el final de su crecimiento, su desarrollo cesará, dejará de caminar hacia su fin porque él no tendrá fin. Eternamente mantendrá el vigor y la juventud. Lo haré en el mismo instante de su nacimiento. Antes de que cualquier alma humana pueda apoderarse de su cuerpo, yo entraré en él.

»Yo escuchaba enajenada estas declaraciones mientras mi cerebro se convertía en un torbellino de frases e ideas bíblicas y mitológicas que pugnaban por unirse en coherente trabazón: “Jayanes de nombradía”, “Aquiles”, “laguna Estigia”…

»—Sólo necesitamos que Eonar le permita vivir durante ese precioso segundo —añadió quedamente.

»—¿Y tú lo has… lo has hecho antes? —pregunté.

»—Lo he hecho, pero de eso hace ya mucho tiempo. Y Cannat, él también lo hace, lo sigue haciendo aún… Tú conoces a… —durante unos instantes pareció sopesar la conveniencia de acabar su frase—. Conoces a su hijo —terminó.

»—Leonardo —musité para mí—. Debí imaginarlo. Él quiso decírmelo… Quiso compartir su secreto conmigo. Pero no supe entender. ¿Cómo hubiera podido adivinar…?

»—Pero, Juliette —me preguntó suavemente—, ¿es que no te parece bien?

»Una pregunta formulada con una simpleza tal… La eterna sinceridad infantil de Shallem.

»—No sé —gemí desmoralizada—. Sí. Supongo que sí. No me cabe todo, Shallem. No me cabe todo. Soy humana, o eso creo. No puedo asimilarlo todo…

»Él, emocionado, me sostuvo el rostro entre sus siempre cálidas manos, observando, dolido, las brillantes gotitas que surcaban mis mejillas, que se estancaban en el arco que sus dedos formaban sobre mi rostro.

»—Perdóname, mi amor —susurró con sus labios deslizándose sobre mis párpados, sobre mis mejillas, cubriéndome de besos—. ¡He dado siempre tantas cosas por sentadas, por sabidas! Pero sólo porque me sentía incapaz de hablar de ellas, porque no quería que nuestras diferencias pudiesen separarnos, pudiesen hacer que me temieras.

»Shallem sostenía ahora mi cabeza de modo que nuestras miradas se encontraban.

»El sol, presunto ahuyentador del mal, penetraba a raudales en el pequeño y bellamente decorado saloncito. Todo limpio, impoluto. Ningún inmenso charco de sangre sobre el pulcro suelo de madera. Ni la más pequeña mancha sobre mi cálida e inmaculada alfombra española. Ni una diminuta salpicadura en la impecable chimenea. La sangre de Cannat había desaparecido. Si es que alguna vez había estado allí. ¿Lo había hecho? ¿Es que Cannat, realmente, podía sangrar? No, seguro que no.

»Los carnosos labios de Shallem brillaban humedecidos por mis lágrimas. Qué sabor más curioso sería para él.

»Sentía su mirada suplicante, implorando mi amor, mi perdón. La mirada rendida del vasallo sobre su señora, del amo sobre su esclava. La esclava a quien había privado de la más esencial de las libertades: la libertad de morir. Ahora no sólo me era esencial para seguir viviendo, para seguir alentando cada día de mi existencia, para protegerme de los suplicios de lo desconocido o de las cotidianas torturas terrenales, sino incluso para acceder a la muerte misma. Ahora era algo más que una libre atadura amorosa la que nos unía. Ahora estaba encadenada a él.

»Sin embargo, cuando los miraba, sus ojos no albergaban misterio más sobrenatural que el insólito amor que sentía por mí, ni ocultaban intenciones más perversas que las de saberse amado, que las de posar sus labios sobre los míos.

»Shallem no conocía los padecimientos del cuerpo humano, ni mucho menos los de la vejez. Nunca moriría. El suyo era un prodigio divino, inmutable, inalterable. ¿Cómo iba él a comprender los pensamientos que me torturaban en aquellos instantes? Pensamientos sobre un cuerpo eternamente decrépito, arrastrándose por el suelo, cayéndose a pedazos como el de un leproso, según Cannat había sugerido. Mi prisión inmortal.

V

»Cannat desapareció durante muchos días. Ya lo había hecho en otras ocasiones, en realidad. Después, regresaba contando historias fantásticas sobre lugares exóticos de los que yo nunca había oído hablar, y sobre regiones inexploradas del nuevo mundo donde decía reinar como un dios.

»Pero esta vez tardó mucho más tiempo del habitual en volver. No creo, sin embargo, que esta demora estuviese en modo alguno relacionada con aquella fuerte disputa. En primer lugar, porque Shallem y él estuvieron en continuo contacto espiritual, o como quiera llamársele, y en segundo lugar, porque no había mortal, o causa de mortal, en el mundo capaz de enturbiar, por más de unos instantes, su apasionado amor.

»Shallem le informaba cada día sobre la marcha de mi embarazo, sobre los sacrificios que seguía realizando y sobre si percibía o no alguna presencia que usted y yo denominaríamos sobrenatural.

»Yo estaba encantada con la marcha de Cannat. Le odiaba a muerte. Estúpidamente, le hacía responsable de casi todos mis males. Pero era injusto, yo lo sabía. Lo único que él había hecho, lo que había hecho siempre, egoísta y, a menudo, cruelmente, era abrirme los ojos a una realidad que ya estaba ahí antes de que él apareciera, una realidad de la que Shallem había tratado, tan ingenuamente, de protegerme.

»Fue maravilloso volver a estar a solas con Shallem, día y noche. Aunque, lamentablemente, mi avanzado estado me impedía llevar a cabo las mismas gozosas actividades de siempre, como montar a caballo o trepar por las colinas, Shallem me llevaba muchas veces, en brazos o en barca, a los preciosos enclaves desde donde solíamos contemplar el crepúsculo o, simplemente, las techumbres de la ciudad. Allí me descubría las maravillas de las flores silvestres en toda su belleza, y las asombrosas costumbres de los insectos y pequeños animalitos en los que la humanidad apenas suele reparar.

»—¿Ves la cúpula de la catedral, allá a lo lejos, en toda su magnificencia? —me decía con una pequeña hormiga explorando la palma de su mano—. Pues la grandeza de esta pequeña criatura viviente es millones de veces mayor que la de cualquier posible obra humana. Miles de hombres serían capaces de reconstruir esa catedral, si yo la derrumbara. ¿Pero quién entre ellos sería capaz de devolverle la vida a este animal? No hay vida humilde o inferior a otra, porque, aunque muchas son capaces de arrebatarla, ninguna es capaz de devolverla.

»Y Shallem volvía a ser mío, única y exclusivamente mío. Y se convertía de nuevo en un ángel; en mi ángel de dulces, rebeldes y melancólicos ojos verdeazulados. Todo para mí.

»Cuando no salíamos de casa, un profesor me daba lecciones de todas las artes incluidas en el
trivium
y en el
cuadrivium,
además de italiano, y otros me enseñaban a tocar el clavicordio y a dibujar. Sin embargo, mis pensamientos estaban tremendamente lejos mientras los profesores impartían sus lecciones. No habíamos vuelto a hablar ni una palabra más acerca de lo sucedido aquella noche, pero había mil cuestiones que hubiera deseado preguntarle, y, si me reprimía, era sólo por miedo a ver sus ojos de nuevo húmedos de dolor por causa mía.

»Y a estos pensamientos se añadieron otros igualmente torturantes. Comencé a tener miedo. Un miedo vago, todavía, pero que se vislumbraba como una auténtica promesa de terror. Un miedo del que Shallem me había advertido y que luchaba por ocultar a su alma omnisciente. Pero la fecha había quedado grabada a fuego en mi memoria: 7 de Agosto de 1600. El día de mi muerte. Y no era sólo la muerte en sí lo que me aterraba, sino la larga, larguísima y, un día, penosa y decadente vida que me aguardaba.

»Pero yo no quería morir. No mientras Shallem estuviese a mi lado y yo pudiese sostenerme sobre mis pies aunque fuese con su ayuda.

»Cada noche le preguntaba por Cannat. Dónde estaba y, sobre todo, cuándo pensaba volver. Y cada noche suplicaba, a un Dios que debía condenar mi atrevimiento, que Cannat no volviera jamás. Que no apareciera sorpresivamente al día siguiente, o le encontrásemos en casa a la vuelta de nuestros paseos, destrozando mi paz y felicidad.

»Cuando, una noche, le hice esas mismas preguntas por enésima vez, estando en la cama, su mano se posó serenamente sobre mi vientre y sentí sus cálidos besos de consuelo sobre mis mejillas.

»—Nunca temas ningún daño de Cannat, Juliette —me susurró—. Jamás te lo causará. Puede que trate de asustarte, no puede controlarse aunque lo intenta, pero cuidaría de ti, lucharía por ti, si fuera necesario.

»—Sí —le respondí—. Entre otras cosas porque eso le divertiría enormemente; sería una excitante novedad para él.

»—Entre otras cosas —se rió.

VI

»Final e inevitablemente, Cannat regresó una noche, con unas ropas extrañísimas y una alegría desconcertante, dispuesto a arrebatarme a Shallem de nuevo. A llevárselo de cacería.

»Y así sucedió. Shallem estuvo prácticamente apresado en la telaraña de su poderosa
joie de vivre
hasta una semana después.

»Faltaba un mes para que diera a luz. Me había tumbado en la cama después de comer, a reposar mi insoportable peso, y me quedé dormida.

»Cuando desperté, me alegré de ver a Shallem junto a mí, dormido también.

»Giré un poco para verle mejor, con todas las dificultades propias de mi creciente anatomía. Qué palidito estaba, casi lívido. Pero no importaba, seguro que no estaba enfermo. No quise reprimir el deseo de besarle. Me acerqué a su rostro y, al posar mi mano sobre él, interrumpí el ademán de aproximar mis labios a su mejilla. Algo inquietante me había sorprendido. Estaba frío. Gélido, como un pedazo de hielo. Él, que era la criatura más cálida que podía existir.

»Eso fue lo primero que noté, lo primero que me asombró. Pero no lo único. Su textura era indescriptible; me pareció haber tocado un cirio. Un pedazo de cera, duro, suave, frío y muerto.

»Mi primer y fugaz pensamiento fue que había abandonado su cuerpo, como a veces solía. Pero renuncié a él de inmediato. Jamás antes había tenido aquel horrible aspecto. Asustada, empecé a sacudirle llamándole a voces. “Shallem —decía—, Shallem, despierta. Shallem, vuelve, por favor”. Pero parecía exactamente un pesado y rígido cadáver. Sin embargo, aquello era completamente imposible, y, aunque yo lo sabía, estaba completamente aterrada ante la idea de haberle perdido de alguna manera.

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