La concubina del diablo (27 page)

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Authors: Ángeles Goyanes

Tags: #Terror, Fantastico

BOOK: La concubina del diablo
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»Cannat interrumpió su discurso. Shallem llevaba un rato sentado elegantemente sobre la otra silla Dante, dos eses cruzadas de exquisita proporción y de frágil apariencia bajo su robusto cuerpo. Estaba escuchando a Cannat tan atentamente como yo. Tranquilo y alegre. Con sus brazos descansando laxamente sobre los de la silla. Con algunos mechones de su rebelde cabello, tan oscuro y brillante, escapados del lazo en que los había apresado para cepillar su ropa más cómodamente, y cayendo, libres, sobre su divino rostro, acariciando suavemente las dulcísimas cejas, atravesando los seductores y varoniles pómulos, atreviéndose a penetrar, incluso, entre la tentadora y delicada línea de sus voluptuosos labios de color albérchigo. Sus graciosas y oscuras pestañas se agitaban, coquetas, sobre las húmedas y risueñas pupilas verdeazuladas. Cannat abrió la cortina del salón y, de pronto, el sol cayó de lleno sobre ellas, iluminándolas y llenándolas de vida.

»Cannat y él se miraban con complicidad. Quise levantarme, harta de permanecer en la misma posición durante horas, y apoyé las manos en los brazos de mi silla. Hice fuerza, pero me resultó absolutamente imposible levantar mi pesado y torpe cuerpo. Probé de otra manera, me impulsé hasta el borde de la silla para después, haciendo alarde de todo mi vigor, tratar de incorporarme. Pero, maldita sea, no podía. Mi vientre hipertrofiado me pesaba toneladas. No podía reconocer ni manejar mi propio cuerpo. Les vi de reojo, contemplando, con seriedad, mis denodados esfuerzos. Al punto me detuve. Me sentí ridícula, humillada; aún más prisionera de mi propio cuerpo de lo que nunca lo había estado. Pero debía calmarme, aguantarme. Al fin y al cabo, era nuestro hijo el que crecía en mi interior.

»—¿No vas a seguir? —le preguntó Shallem con su relajante voz.

»Pero Cannat no contestó. Me miraba absorto, extasiado, con abierto aire de extrañeza. Sólo por un segundo detuvo sus ojos en el sudor de mi frente, en mis manos inflamadas por el exceso de sangre. Luego se acercó a mí con el rostro tremendamente sorprendido, como si hubiera visto algo sobrenatural, algo que yo misma no podía adivinar. Se detuvo a mi lado sin dejar de mirarme, ya con evidente fascinación.

»Vi su mano derecha levantarse, muy lentamente, tanteando en el aire algo que parecía mirar fijamente. Después levantó la izquierda sin mutar su cara de asombro, adelantándola, girándola sobre sí misma, como si la hubiera hecho penetrar bajo una cascada invisible en cuyas aguas disfrutara bañándola.

»Contempló sus manos, su cuerpo, miró a nuestro alrededor con la expresión de estupefacción de quien no da crédito a sus ojos. Sea lo que fuere lo que veía, ambos estábamos inmersos en ello.

»—¡Mira, Shallem! —musitó con asombrada gracia infantil, sin desviar la vista—. ¡Estoy dentro de ella! ¡Es inmensa! ¡Y tan hermosa…!

»Yo estaba aún más perpleja de lo que él parecía estarlo. Me miró fijamente. Sus ojos tan desbordantes de emoción como los de quien, por primera vez, descubre el placer de lo prohibido. Mientras yo, aturdida y paralizada, continuaba hundida en la silla mirándole atónita, extendió su brazo hacia mí, cuan largo era, señalando mi vientre, la palma de su mano inclinada sobre él a un metro de distancia. ¡Y la sentí! ¡Dios mío, la sentí sobre mi vientre tan tersa y cálida como si ni la distancia ni la ropa existiesen! Me asusté y me revolví en la silla ahogando un grito en el estómago. Y, entretanto, la sensación seguía allí, lo mismo que la mano de Cannat, tan tensa, crispada y endurecida como si realmente me estuviera tocando.

»—¡Shallem! —supliqué.

»—Tranquila —musitó Cannat de inmediato.

»Y su mano se movió en el aire y la sentí deslizarse sobre mi piel como si estuviera desnuda.

»Desesperada, traté por todos los medios de levantarme, pero entonces su mano se alzó ligeramente en el aire y sentí ahora una opresión insoportable sobre mi pecho que me clavó contra la silla. No podía mover un solo músculo. No podía hablar. No podía respirar. Sólo mis ojos de espanto denotaban vida en mi ser.

»—¡Cannat, basta! —Shallem se había levantado colérico de su silla y avanzaba a grandes pasos hacia Cannat.

»—¡Suéltala de inmediato! ¿Me oyes? —gritó.

»Pero Cannat no oía nada. Parecía totalmente abstraído, como si para él el mundo se hubiera reducido a nosotros dos. Yo estaba al borde de la asfixia cuando Shallem le golpeó con todas su fuerzas, separando su energía sobrehumana de mí.

»Mientras Shallem me levantaba de la silla, abrazándome contra su pecho, vi cómo Cannat se golpeaba la cabeza contra la repisa de mármol de la chimenea. Un golpe fatal. La sangre comenzó a manar de su cráneo como el agua del caño de una fuente.

»Sofocada y aterrada como estaba, no pude gritar. Le miré con los ojos extraviados intentando, con mis torpes gestos, atraer la atención de Shallem sobre él.

»Shallem se volvió para mirarle.

»El charco alrededor de su cuerpo era desproporcionado y él había quedado tendido bocarriba tan inmóvil como un cadáver humano.

»—¡Ya basta, histrión! —le gritó Shallem. Nunca antes le había visto tan declaradamente enfadado.

»Cannat no dio señales de vida. Un hombre hubiese muerto instantáneamente, no había duda, pero él no era un hombre.

»De repente, algo pareció moverse en su interior. Su estómago yerto se abombó igual que si un duende caminara por su interior tentando las paredes en busca de una salida. Su garganta se movía como si de pronto la tráquea hubiese cobrado vida propia y quisiera escapar a través de la carne. Algo abultado se abría paso esforzadamente hasta su boca. Una pequeña cabeza verde emergió curiosa entre sus labios pálidos y amoratados. Vi su cuerpo escamoso y cilíndrico; su oscilante lengua bífida sibilando; sus ojillos elípticos escudriñando la habitación mientras se alzaba lentamente desde el nido de la boca de Cannat. Y grité. Grité con toda mi alma.

»La serpiente consiguió evadirse del cuerpo de Cannat y comenzó a zigzaguear en nuestra dirección. Me abracé a Shallem desesperadamente y, por encima de mis propios gritos enloquecidos y de mis mórbidos pensamientos, escuché los alaridos de Shallem.

»—¡Pon fin a esto de inmediato, Cannat! ¿Qué demonios pretendes, maldito bufón?

»Y la serpiente, erguida e inmóvil, nos miraba con sus ojuelos astutos y penetrantes sin dejar de agitar su extraña y sibilante lengüecilla.

»—¡Basta! —gritó Shallem nuevamente.

»Y, súbitamente, la serpiente desapareció. Se disipó en el aire. E, instantáneamente Cannat, sonrosado y lleno de vitalidad, se incorporó estallando en carcajadas.

»Cuando se puso en pie y se dirigió hacia nosotros, sus chorreantes ropas formaron un reguero de sangre tras sus pasos. Mi alfombra quedó empapada por la estela del indeleble tinte rojizo. Y él no dejaba de reír.

»—¡Vamos, Shallem! —dijo en medio de sus risotadas—. ¡Pero si sólo era una broma! ¿O es que ya no te acuerdas de quién me enseñó ese truco? No parecías tan considerado hace diez mil años, cuando volábamos tras aquellos infelices con nuestras enormes alas negras bien extendidas —dijo, agitando sus brazos como alas y mirándome fijamente—, y nuestras lenguas de serpiente de afilados colmillos venenosos preparadas para inocular. Y la idea fue tuya, ¿recuerdas?

»Shallem pareció sentirse incómodo. Yo todavía temblaba, contemplando, atontada, la ensangrentada pelambrera rubia de Cannat, su boca, en la que nada sobrenatural se veía ya, repitiéndome las inverosímiles palabras que acababa de escuchar, negándome a creer lo que había visto, lo que había oído.

»—Lengua viperina… —le increpó Shallem.

»Supongo que lo dijo sin recapacitar en su significado exacto, que le salió espontáneamente sin más, como una frase hecha. Pero el caso es que a Cannat le hizo una gracia indecible. Parecía que nunca iba a acabar de reír, tropezándose estúpidamente con todos los muebles.

»Entretanto, el sol brillaba indiferente sobre el charco de sangre, recordándome la escena que acababa de tener lugar, certificando que realmente había sucedido, que no era mero fruto de mi exaltada imaginación, o un engaño de la memoria como probablemente me empeñaría en creer poco tiempo después.

»Shallem, ángel protector, ángel cuyos dientes venenosos habían horadado el cuello a miles de mortales, me sostenía contra sí amparándome de cualquier posible peligro.

»Miraba ceñudo a Cannat. Furioso.

»Por alguna razón, su expresión o la forma protectora en que me abrazaba, tan humana, acrecentaba aún más la risa perturbadora y demencial de su hermano. Cayó derrengado sobre una silla, doblándose en un vano esfuerzo por detener las carcajadas.

»—¡Te lo advierto, Cannat —le gritó Shallem—, ya basta!

»Cannat hizo tremendos y sinceros esfuerzos por callarse. Poco a poco, la risa se convirtió en leves hipidos llorosos. Se apretaba el vientre, como si le doliera. Encorvado sobre su estómago, exhausto, al fin se calmó. Pero pasó de la risa a la más extrema gravedad. Miró a Shallem con los ojos desorbitados, el ceño fruncido, mostrando los dientes de marfil como haría una fiera presta a atacar.

»Se levantó de un salto de la silla dirigiéndose a nuestro encuentro.

»Sentí los brazos de Shallem apretándose en torno a mí. A mí, que me sentía desfallecer; a mí, cuyo inflado vientre me impedía hundir la cabeza sobre su pecho, como era mi deseo.

»—¿Me adviertes QUÉ? —rugió Cannat—. ¿Qué harás si no me porto bien? ¿Me pegarás? ¿Me matarás? —Estaba muy cerca de nosotros. Podía percibir las vibraciones de su terrible vozarrón retumbando en mi cabeza al tiempo que, asustada, le veía gesticular furiosamente—. ¡Estoy harto de tu ridícula jerga humana! ¡Me das pena, Shallem! ¡Pena! Convertido en patético ángel de la guarda… —Me señaló desdeñosamente—. ¿Hasta dónde piensas llegar? ¡Mírate a ti mismo! Abrazado a una mortal… —gruñó con desprecio—. Encadenado a una mortal a quien insuflaste tu propio espíritu.

»—¡Iba a morir! —exclamó Shallem, en lo que reconocí como un auténtico grito de justificación.

»—¿Y qué si iba a morir? —gritó Cannat, agitando sus puños cerca de mi rostro—. ¡Debía morir, Shallem! Así sucede con los mortales. Es su bendito destino. Y ella lo es. ¿Recuerdas? —Se detuvo y me miró durante un inquisitivo instante—. O lo era… —musitó después—. ¿Qué la ocurrirá ahora, Shallem? ¡Contesta! ¿Qué ocurrirá con ella? ¿Podrá morir? ¿Cómo? ¿Cuándo? Respóndeme si puedes, Shallem. ¿Puedes?

»—¡Sí! ¡Podrá hacerlo en cuanto devuelva a mí mi espíritu! —estalló Shallem.

»Una parte de mi martirizado cerebro no estaba allí Se había escapado, dulce y gentilmente, de mí. Se había dormido, evadido, esfumado. Y aquella parte me llevó consigo. Pensé que no estaba allí realmente, que aquello no estaba teniendo lugar, que no era más que un sueño meándrico y aterrador, una pesadilla enloquecedora en la que estaba perdiendo la razón, pero de la que, tarde o temprano, acabaría por despertar.

»—¿Cómo puedes estar seguro, Shallem? Nadie lo ha hecho antes que tú —decía una voz completamente desquiciada e irreal—. ¿Y qué es ella ahora? —se esforzaba la voz por entrar en mi mundo—. ¿El producto de tu experimento, de tu egoísmo? ¿Qué será de ella si no puede morir, si su cuerpo sigue y sigue envejeciendo durante cientos de años hasta caerse a pedazos? ¿Seguirás tú a su lado entonces? ¿Soportarás la visión de tu obra? ¿Estarás, siquiera, allí para verlo? Deberás estarlo, Shallem, ¡para recuperar lo que te pertenece!

»—¡Una palabra más y desapareceré de aquí para siempre! ¿Me oyes? ¡En este mismo instante! —gritó Shallem desesperado, incapaz de escuchar en voz alta las cuestiones que, sin duda, él mismo se habría planteado.

»Y yo, una mujer en trance, los escuchaba como si nada de lo que decían tuviera ni la más vaga relación conmigo.

»—Tuya es —condescendió Cannat quedamente—. Y tú, Shallem, no sólo compartes el infierno con el hombre, ¡has creado el tuyo propio!

»Cannat tomó su birrete de tafetán de encima de la mesa y miró a Shallem severamente, sin decir palabra. Se fue por la puerta, espetado, circunspecto, como un caballero despechado.

»No sé cuánto tiempo más permanecimos abrazados, fusionados. Shallem se negaba a soltarme, a mirarme a los ojos, a explicarme…

»—Shallem —murmuré angustiada, tratando de desasirme de él—. ¿Qué ha dicho? ¿Qué es lo que ha dicho? Era una broma, ¿verdad? ¿No puedo morir? ¿Por qué no puedo morir?

»¿Qué decía yo? ¿Por qué me preguntaba aquellas cosas sin sentido? ¿Cuál era la enloquecida zona de mi cerebro que me empujaba a murmurar tales tonterías?

»—Cálmate, Juliette, sólo quería asustarte —musitaba Shallem apretándome tan fuerte como si esperase que su abrazo acallara mis preguntas—. Tuve que hacerlo. En Orleans, ¿recuerdas? Te iba a perder.

»“¿Por qué me respondes, Shallem?”, me preguntaba, “¿Qué es esto? ¿La farsa de dos amantes, la comedia de dos enamorados? ¿Por qué sigues el juego si esto no es verdad, no puede ser verdad?”.

»Shallem percibía la locura adueñándose de mí. La razón extraviada tratando de retornar a su lugar.

»—No le hagas caso, amor mío. Cannat adora fantasear, mentir, eso es todo. Ya te lo advertí. No debes creer lo que ha dicho.

»—¿No serás tú el que me está mintiendo ahora? No he visto que refutaras una sola de sus palabras —musité: la expresión vacía, los ojos mudos, los labios caídos.

»—Lo que ha dicho son necedades. Fantasías que se le han ocurrido de repente. —Un hombre, un doctor, sí. Convenciéndome de mi cordura.

»—¿Por qué no me lo dijiste? ¿Cómo es posible que yo no lo haya adivinado? —inquiría la parte de mí que se esforzaba por permanecer en la habitación.

»—No quería asustarte. Temía que no comprendieras…

»—¿Por qué no me explicas nada, Shallem? ¿Por qué nunca me explicas nada? ¿Por qué me mantienes en la más dolorosa ignorancia por temor a infligirme un daño infinitamente menor? ¡Tú eres quién no comprende!

»Lo vi en la lejanía. Mejor que un drama épico, sí. Me gustaba más. Dos amantes confesándose. Y yo luchando por despertar, por volver. Por estar entre ellos. Ella debía escucharlo todo, debía preguntarle, debía saber. Y la bellísima criatura que la sostenía alzó los ojos al cielo y luego los cerró, como si luchara contra el llanto.

»—El saberlo todo —decía él—, podría conducirte a la locura. ¿No te das cuenta?

»—Perfecta cuenta —murmuré; un pingajo ausente entreviendo la obra desde la última fila—. Quiero saber. Exijo saber.

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