La conciencia de Zeno (37 page)

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Authors: Italo Svevo

BOOK: La conciencia de Zeno
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Mi buena suerte me impidió verme arruinado por Guido, pero la misma buena suerte me impidió también tomar parte demasiado activa en sus negocios. Lo digo en voz alta porque en Trieste hay quien piensa que no fue así: durante el tiempo que pasé con él, no intervine nunca con inspiración alguna, del tipo de la de los frutos secos. Nunca lo animé a hacer un negocio y nunca le impedí hacerlo. Me limitaba a advertirle. Lo incitaba a mostrarse activo y cauto. Pero nunca me habría atrevido a tirar a la mesa de juego su dinero.

A su lado me volví muy indolente. Intenté llevarlo hacia el buen camino y tal vez no lo conseguí por demasiada indolencia. Por lo demás, cuando dos se juntan, no corresponde a ellos decidir cuál de los dos debe ser Don Quijote y cuál Sancho Panza. Él hacía el negocio y yo, como buen Sancho, lo seguía muy lento en mis libros, tras haberlo examinado y criticado como debía.

El comercio a comisión fracasó por completo, pero sin causarnos perjuicios. El único que nos envió mercancías fue un papelero de Viena, y una parte de esos objetos de escritorio fue vendida por Luciano, que poco a/ poco se enteró de la comisión que nos correspondía y consiguió que Guido se la concediese casi entera. Guido acabó accediendo porque eran pequeñeces, y también porque el primer negocio liquidado así debía traer suerte. Ese primer negocio nos dejó en el cuartito de los trastos una cantidad de objetos de escritorio que tuvimos que pagar y quedarnos. Teníamos para el consumo de muchos años de una casa comercial mucho más activa que la nuestra.

Durante un par de meses, aquella pequeña oficina luminosa, en el centro de la ciudad, fue para nosotros un lugar de reunión agradable. En él trabajábamos muy poco (creo que en total concluimos dos negocios de embalajes usados y vacíos, para los cuales encontramos en el mismo día la oferta y la demanda, y con los que obtuvimos un pequeño beneficio) y charlábamos mucho, como buenos chicos, también con el inocente de Luciano, quien, cuando hablábamos de negocios, se agitaba como otros de su edad cuando oyen hablar de mujeres.

Entonces me resultaba fácil divertirme con inocencia con los inocentes, porque aún no había perdido a Carla. Y de aquella época recuerdo con placer toda la jornada. Por la noche, en casa, tenía muchas cosas que contar a Augusta y podía hablarle de todas las que se referían a la oficina, sin excepción alguna y sin tener que añadir nada para falsearlas.

No me preocupaba en absoluto, cuando Augusta pensativa exclamaba:

—Pero ¿cuándo empezaréis a ganar dinero?

¿Dinero? En eso no habíamos pensado siquiera. Sabíamos que primero había que detenerse a mirar, estudiar las mercancías, el país e incluso nuestro
Hinterland
. ¡Una casa comercial no se improvisaba así como así! Y también Augusta se tranquilizaba con mis explicaciones.

Después fue admitido en nuestra oficina un huésped muy ruidoso: un perro de caza de pocos meses, agitado e invidente. Guido lo amaba mucho y había organizado para él un aprovisionamiento regular de leche y carne. Cuando no tenía nada que hacer ni que pensar, también yo lo veía con gusto retozar por la oficina en esos cuatro o cinco gestos que sabemos interpretar en el perro y que nos hacen cogerle tanto cariño. Pero no me parecía que, siendo como era tan ruidoso y sucio, fuese aquél su lugar. Para mí, la presencia de aquel perro en nuestra oficina fue la primera prueba que Guido dio de no ser digno de dirigir una casa comercial. Eso demostraba una absoluta falta de seriedad. Intenté explicarle que el perro no podía favorecer nuestros negocios, pero no tuve valor para insistir y él me hizo callar con una respuesta cualquiera.

Por eso, me pareció que debía dedicarme a la educación de aquel colega mío y le asesté con gran placer alguna patada, cuando Guido no estaba. El perro chillaba y al principio volvía junto a mí creyendo que había chocado con él por error. Pero una segunda patada le explicaba mejor la primera y entonces se acurrucaba en un rincón y había paz en la oficina hasta que Guido llegaba. Después me arrepentí de haberme cebado con un inocente, pero demasiado tarde. Colmé al perro de atenciones, pero no volvió a fiarse de mí y delante de Guido daba claras señales de su antipatía.

—¡Qué extraño! —decía Guido—. Menos mal que sé quién eres, porque, si no, no me fiaría de ti. Los perros no suelen equivocarse en sus antipatías.

Para disipar las sospechas de Guido, casi le habría contado cómo había sabido conquistarme la antipatía del perro.

Pronto tuve una escaramuza con Guido sobre una cuestión que, en realidad, no debería haberme importado tanto. Como sentía tanta pasión por la contabilidad, se le metió en la cabeza la idea de colocar sus gastos familiares en la cuenta de los gastos generales. Tras haber consultado a Olivi, me opuse y defendí los intereses del viejo Cada. En efecto, no era posible colocar en esa cuenta todo lo que gastaban Guido y Ada y, además, lo que costaron los dos gemelos, cuando nacieron. Eran gastos que atañían personalmente a Guido y no a la empresa. Luego, como compensación, sugerí escribir a Buenos Aires para convenir la asignación de un salario para Guido. El padre se negó a concederlo con el comentario de que Guido percibía ya el setenta y cinco por ciento de los beneficios, mientras que a él sólo le correspondía el resto. A mí me pareció una respuesta justa; en cambio, Guido se puso a escribir largas cartas a su padre para discutir la cuestión desde un punto de vista superior, como él decía. Buenos Aires estaba muy lejos y así la correspondencia duró lo que duró nuestra empresa. Pero ¡se impuso mi punto de vista! La cuenta de gastos generales siguió pura y no se vio contaminada por los gastos particulares de Guido y el capital quedó comprometido del todo por el hundimiento de la empresa, pero del todo, sin deducciones.

La quinta persona admitida en nuestra oficina (contando también a Argo) fue Carmen. Yo asistí a su contratación. Había acudido a la oficina, después de haber estado con Carla y me sentía muy sereno, con esa serenidad de las ocho de la mañana del príncipe de Talleyrand. En el oscuro pasillo vi a una señorita y Luciano me dijo que quería hablar personalmente con Guido. Yo tenía algo que hacer y le rogué que esperara fuera. Poco después entró Guido en nuestro cuarto, evidentemente sin haber visto a la señorita, y Luciano vino a entregarle la tarjeta de presentación que aquélla traía. Guido la leyó y dijo, al tiempo que se quitaba la chaqueta porque hacía calor:

—¡No! —Pero en seguida vaciló—. Tendré que hablarle por consideración a quien la recomienda. La hizo entrar y yo la miré sólo cuando vi que Guido se había lanzado de un salto hacia su chaqueta para ponérsela y se había vuelto hacia la muchacha con la hermosa cara morena y ruborizada y los ojos chispeantes.

Ahora estoy seguro de haber visto muchachas tan bellas como Carmen, pero no de una belleza tan agresiva, es decir, tan evidente al primer vistazo. Por lo general, a las mujeres las creamos primero con nuestro deseo, mientras que aquélla no necesitaba esa primera fase. Al mirarla, sonreí e incluso reí. Me parecía semejante a un industrial que corriera por el mundo gritando la excelencia de sus productos. Se presentaba en busca de un empleo, pero a mí me habría gustado intervenir en los trámites para preguntarle: «¿Qué empleo? ¿Para una alcoba?».

Vi que no llevaba la cara pintada, pero sus colores eran tan precisos, tan azul su candor y tan semejante al de la fruta madura su rubor, que el artificio estaba simulado a la perfección. Sus grandes ojos castaños reflejaban tal cantidad de luz, que cualquiera de sus movimientos tenía gran importancia.

Guido la había hecho sentarse y ella, recatada, miraba la punta de su paraguas o, con mayor probabilidad, su botita de charol. Cuando Guido le habló, alzó los ojos con rapidez y se los dirigió a la cara, tan luminosos, que mi pobre jefe quedó anonadado. Vestía con recato, pero de nada le servía porque su cuerpo anulaba cualquier recato. Sólo las botas eran de lujo y recordaban un poco al papel blanquísimo que Velázquez colocaba bajo los pies de sus modelos. También Velázquez, para hacer destacar a Carmen del ambiente, la habría pintado sobre un fondo negro de laca.

Con mi serenidad, estuve escuchando serio. Guido le preguntó si sabía taquigrafía. Ella confesó que no, pero añadió que tenía mucha práctica de escribir al dictado. ¡Qué curioso! Aquella figura alta, esbelta y tan armónica, emitía una voz ronca. No pude ocultar mi sorpresa:

—¿Está resfriada? —le pregunté.

—¡No! —me respondió—. ¿Por qué me lo pregunta? —Y se sorprendió tanto, que la mirada con que me envolvió fue aún más intensa. No sabía que tenía una voz tan disonante y hube de suponer que hasta su orejita no era tan perfecta como parecía.

Guido le preguntó si sabía inglés, francés o alemán. Le dejaba escoger, ya que aún no sabíamos qué lengua íbamos a necesitar. Carmen respondió que sabía un poco de alemán, pero muy poco.

Guido no adoptaba nunca una decisión sin razonar:

—No necesitamos el alemán, porque yo lo sé muy bien.

La señorita esperaba la palabra decisiva que a mí me parecía ya se había pronunciado y, para apresurarla, contó que en el nuevo empleo buscaba también la posibilidad de hacer prácticas y, por esa razón, se contentaría con un sueldo muy modesto.

Uno de los primeros efectos de la belleza femenina en un hombre es el de hacerle perder la avaricia. Guido se encogió de hombros para dar a entender que no se ocupaba de cosas tan insignificantes, le fijó un sueldo que ella aceptó agradecida y le recomendó con gran seriedad que estudiara taquigrafía. Esa recomendación la hizo sólo por consideración hacia mí, con quien se había comprometido al declarar que el primer empleado que contrataría sería un taquígrafo perfecto.

Esa misma noche hablé de mi nuevo colega a mi mujer. No le gustó lo más mínimo. Sin que yo se lo hubiera dicho, pensó en seguida que Guido había tomado a su servicio a esa muchacha para hacer de ella su amante. Yo discutí con ella y, aun admitiendo que Guido se comportaba un poco como un enamorado, afirmé que podría recuperarse del flechazo sin otras consecuencias. En conjunto, la muchacha parecía buena persona.

Pocos días después —no sé si por casualidad—, Ada vino a visitarnos a la oficina. Guido no había llegado aún y Ada se quedó un instante conmigo para preguntarme a qué hora vendría. Después, con paso vacilante, se dirigió a la habitación contigua, en la que en ese momento sólo estaban Carmen y Luciano. Carmen estaba ejercitándose en la máquina de escribir, absorta en la búsqueda de las letras una a una. Alzó sus bellos ojos para mirar a Ada, que tenía los suyos clavados en ella. ¡Qué diferentes eran las dos mujeres! Se parecían un poco, pero Carmen parecía una caricatura de Ada. Yo pensé que una, a pesar de ir vestida con ropa más cara, estaba hecha para llegar a ser una esposa o una madre, mientras que a la otra, pese a llevar en ese momento un modesto delantal para no ensuciarse el vestido con la máquina, correspondía el papel de amante. No sé si en este mundo habría sabios que supieran decir por qué los bellísimos ojos de Ada recogían menos luz que los de Carmen y, por esa razón, eran auténticos órganos para mirar las cosas y a las personas y no para maravillarlas. Así, Carmen soportó con facilidad la mirada despreciativa, pero también curiosa; también había en ella un poco de envidia, ¿o se la atribuí yo?

Ésa fue la última vez que vi a Ada aún bella, exactamente como se me había negado. Después vino su desastroso embarazo y los dos gemelos necesitaron la intervención del cirujano para venir al mundo. Muy poco después la aquejó la enfermedad que le quitó toda la belleza. Por eso, recuerdo con tanto gusto aquella visita. Pero la recuerdo también porque en ese momento toda mi simpatía fue para ella, la de la belleza dulce y modesta, derrotada por otra tan diferente. Desde luego, yo no amaba a Carmen y no conocía de ella otra cosa que sus magníficos ojos, sus espléndidos colores, la voz ronca y, por último, el modo —de que era inocente— como había sido admitida allí dentro. En cambio, sentí cariño por Ada en ese momento, y es cosa bien extraña sentir cariño por una mujer a la que deseamos con ardor, no poseímos y ahora no nos importa nada. En conjunto, llegamos así a las mismas condiciones en que nos encontraríamos, en caso de que ella hubiera accedido a nuestros deseos, y resulta sorprendente poder comprobar una vez más que ciertas cosas por las que vivimos tienen una importancia mínima.

Quise abreviarle el dolor y la hice pasar a la otra habitación. Guido, que no tardó en entrar, se puso muy rojo al ver a su mujer. Ada le dio una razón muy plausible para su visita, pero al instante, y en el momento de dejarnos, le preguntó:

—¿Habéis contratado a una nueva empleada?

—¡Sí! —dijo Guido y, a fin de ocultar su confusión, no encontró cosa mejor que interrumpirse para preguntar si había venido alguien a buscarlo. Después, tras recibir mi respuesta negativa, hizo una mueca de desagrado, como si esperara una visita importante, cuando, en realidad, yo sabía que no esperábamos a nadie, y entonces fue cuando dijo a Ada con aire indiferente, que, por fin, consiguió adoptar:

—¡Necesitábamos a un taquígrafo!

Yo me divertí muchísimo al ver que se equivocaba hasta en el sexo de la persona que necesitaba.

La llegada de Carmen aportó mucha vida a nuestra oficina. No me refiero a la vivacidad procedente de sus ojos, de su bella figura y de los colores de su cara; me refiero a los simples negocios. La presencia de aquella muchacha incitó a Guido a trabajar. Ante todo quiso demostrarme a mí y a todos los demás que la nueva empleada era necesaria, y cada día inventaba nuevos trabajos en los que participaba también él. Después, por un largo período, su actividad fue un medio para cortejar con mayor eficacia a la muchacha. Alcanzó una eficacia inaudita. Tenía que enseñarle la forma de la carta que le dictaba y corregirle la ortografía de muchas, pero que muchas, palabras. Lo hacía siempre con dulzura. Cualquier compensación por parte de la muchacha no habría sido excesiva.

Pocos de los negocios que inventó inspirado por el amor le dieron fruto. En cierta ocasión trabajó por mucho tiempo para un negocio y resultó que el artículo estaba prohibido. En determinado momento nos encontramos ante un hombre de rostro contraído por el dolor, al que habíamos pisado sin saberlo. Quería saber qué teníamos nosotros que ver con ese artículo y suponía que éramos mandatarios de una potente competencia extranjera. La primera vez estaba inquieto y se temía lo peor. Cuando descubrió nuestra ingenuidad, se rió en nuestras narices y nos aseguró que no conseguiríamos nada. Acabó teniendo razón, pero antes de que nos conformáramos con la condena pasó no poco tiempo y Carmen escribió no pocas cartas. Descubrimos que el artículo era inalcanzable por estar rodeado de trincheras. Yo no dije nada de semejante asunto a Augusta, pero ésta me habló de él, porque Guido se lo había contado a Ada para demostrarle el mucho trabajo que tenía el nuevo taquígrafo. Pero el negocio que no llegó a hacerse siguió siendo muy importante para Guido. Todos los días hablaba de él. Estaba convencido de que en ninguna otra ciudad del mundo habría ocurrido una cosa así. Nuestro ambiente comercial era miserable y cualquier comerciante emprendedor resultaba estrangulado. Así le sucedía a él.

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