Read La conciencia de Zeno Online
Authors: Italo Svevo
Carla me recibió en el estudio. Poco después su madre y criada nos sirvió una cena exquisita a la que yo añadí los dulces que había llevado. La vieja volvió después para quitar la mesa y a mí, la verdad, me habría gustado acostarme al instante, pero aún era demasiado temprano y Carla me pidió que la escuchara cantar. Cantó todo su repertorio y sin duda ésa fue la parte mejor de aquellas horas, porque la ansiedad con que esperaba a mi amante aumentaba el placer que siempre me había dado la canción de Carla. —Un público te cubriría de flores y de aplausos —le dije en determinado momento, olvidando que habría sido imposible colocar a todo un público en el estado de ánimo en que me encontraba yo.
Por fin, nos acostamos en la misma cama, en un cuartucho pequeño y desnudo. Parecía un pasillo cortado por una pared. No tenía aún sueño y me desesperaba con la idea de que, si hubiera tenido, no habría podido dormir con tan poco aire a mi disposición.
La tímida voz de la madre llamó a Carla. Ella, para contestar, fue hasta la puerta y la entreabrió. Oí cómo preguntaba a la vieja con voz excitada qué quería. La otra dijo, tímida, palabras cuyo sentido no percibí y entonces Carla gritó, antes de dar con la puerta en las narices a su madre:
—Déjame en paz. ¡Ya te he dicho que esta noche duermo aquí!
Así me enteré de que Carla, atormentada de noche por el miedo, dormía siempre en su antigua alcoba con su madre, donde tenía otra cama, mientras que aquella en la que debíamos dormir juntos permanecía vacía. Sin duda había sido por miedo por lo que había inducido a jugar esa mala pasada a Augusta. Confesó, con alegría maliciosa que no compartí, que conmigo se sentía más segura que con su madre. Aquella cama cerca del estudio solitario me dio qué pensar. No la había visto nunca antes. ¡Estaba celoso! Poco después sentí desprecio también por el comportamiento de Carla para con su pobre madre. Era muy distinta de Augusta, que había renunciado a mi compañía para ayudar a sus padres. Yo soy especialmente sensible a la falta de respeto hacia los padres, yo, que había soportado con tanta resignación los arrebatos de ira de mi pobre padre.
Carla no pudo advertir ni mis celos ni mi desprecio. Suprimí las manifestaciones de celos recordando que no tenía el menor derecho a estar celoso, en vista de que pasaba buena parte de mis días deseando que alguien me quitara a la amante. Tampoco tenía objeto mostrar mi desprecio a la pobre muchacha, ahora que acariciaba de nuevo el deseo de abandonarla definitivamente, y aun cuando mi desdén se viera aumentado con las razones que poco antes habían provocado mis celos. Lo que debía hacer era alejarme cuanto antes de aquel cuartucho que no contenía más de un metro cúbico de aire y, además, calentísimo.
Ni siquiera recuerdo el pretexto que aduje para marcharme de repente. Me puse a vestirme con afán. Hablé de una llave que había olvidado entregar a mi mujer, por lo que, si la necesitaba, no podría entrar en casa. Le enseñé la llave, que no era otra que la que yo llevaba siempre en el bolsillo, pero que presenté como la prueba tangible de la verdad de mis afirmaciones. Carla no intentó siquiera detenerme; se vistió y me acompañó hasta abajo para darme luz. En la oscuridad de la escalera me pareció que me miraba con ojos inquisidores, que me turbaron: ¿empezaba a entenderme? No era tan fácil, dado que yo sabía disimular demasiado bien. Para darle las gracias por dejarme marchar, seguía aplicando de vez en cuando los labios a sus mejillas y simulaba estar embargado aún por el mismo entusiasmo que me había conducido hasta ella. Después no me cupo la menor duda de que mi simulación había salido bien. Poco antes, en un arrebato de amor, Carla me había dicho que el feo nombre de Zeno, que me habían puesto mis padres, no era, desde luego, el que correspondía a mi persona. Le habría gustado que yo me llamase Dario y allí, en la oscuridad, se despidió de mí llamándome así. Después advirtió que el tiempo amenazaba tormenta y se ofreció a ir a buscarme un paraguas. Pero yo no podía soportarla ni un minuto más y me fui corriendo con aquella llave en la mano, en cuya autenticidad empezaba a creer también yo.
La profunda oscuridad de la noche se veía interrumpida de vez en cuando por resplandores cegadores. El fragor del trueno parecía lejanísimo. El aire era aún tranquilo y sofocante como en el propio cuartucho de Carla. Hasta los raros goterones que caían eran tibios. La amenaza de tormenta era evidente y eché a correr. Tuve la fortuna de encontrar en Corsia Stadion un portal aún abierto e iluminado, en el que me refugié justo a tiempo. Un instante después cayó sobre la calle el chaparrón. El diluvio fue interrumpido por una ventolera furiosa que parecía traer consigo los truenos, de repente muy cercanos. ¡Me estremecí! ¡Habría sido muy comprometedor que me hubiera matado un rayo, a aquella hora, en Corsia Stadion! Menos mal que mi mujer también me tenía por hombre de gustos extraños, que podía correr hasta allí de noche, y entonces siempre hay excusa para todo.
Tuve que quedarme en aquel portal por más de una hora. Parecía siempre que quería escampar, pero de repente el temporal recuperaba su furor de otro modo. Ahora granizaba.
Había venido a hacerme compañía el portero de la casa y tuve que darle una propina para que retrasara el cierre del portal. Después entró en él un señor vestido de blanco y empapado. Era viejo, flaco y enjuto. No volví a verlo nunca más, pero no puedo olvidarlo por el brillo de sus ojos negros y por la energía que irradiaba toda su persona. Blasfemaba por haberse visto empapado de ese modo.
A mí siempre me ha gustado charlar con la gente que no conozco. Me siento sano y seguro. Es incluso un descanso. Debo estar atento para no cojear, y estoy salvado.
Cuando, por fin, amainó, me dirigí en seguida, no a mi casa, sino a la de mi suegro. Me parecía que en aquel momento debía correr en seguida a la llamada y jactarme de haber acudido.
Mi suegro se había quedado dormido y Augusta, a quien ayudaba una monja, pudo reunirse conmigo. Dijo que había hecho bien en venir y se arrojó a mis brazos llorando. Había visto sufrir horriblemente a su padre.
Advirtió que yo estaba empapado. Me hizo sentarme en una butaca y me tapó con mantas. Después pudo permanecer un rato junto a mí. Yo estaba muy cansado y hasta en el breve tiempo que pudo quedarse conmigo, tuve que luchar con el sueño. Me sentía muy inocente porque de momento no la había traicionado permaneciendo lejos del domicilio conyugal toda una noche. Era tan bella la inocencia, que intenté aumentarla. Comencé a decir palabras que parecían una confesión. Le dije que me sentía débil y culpable y, como en ese momento ella me miró pidiéndome explicaciones, hundí la cabeza en el almohadón y, refugiándome en la filosofía, le conté que todos mis pensamientos iban acompañados del sentimiento de la culpa.
—Así piensan también los religiosos —dijo Augusta—. ¿Quién sabe si no nos vemos castigados así por culpas que ignoramos?
Decía palabras adecuadas para acompañar a sus lágrimas, que seguía derramando. Me pareció que no había comprendido bien la diferencia entre mi pensamiento y el de los religiosos, pero no quise discutir y, con el sonido monótono del viento que se había intensificado, con la tranquilidad que me daba también ese arrebato de confesión, me sumí en un largo sueño reparador.
Cuando le llegó el turno al maestro de canto, todo quedó arreglado en pocas horas. Hacía tiempo que lo había elegido y, a decir verdad, me había fijado en su nombre, ante todo, porque era el maestro más barato de Trieste. Para no comprometerme, la propia Carla se encargó de hablar con él. Yo no lo vi nunca, pero debo decir que ahora sé mucho de él y es una de las personas que más aprecio en este mundo. Debe de ser un hombre sencillo y sano, lo que es extraño en el caso de un artista que vivía para su arte, como ese Vittorio Lali. En resumen, un hombre envidiable por ser genial y también sano.
No tardé en notar que la voz de Carla se suavizó y se volvió más flexible y más segura. Nosotros habíamos temido que el maestro le fuera a imponer un esfuerzo. Como había hecho el elegido por Copler. Tal vez se adaptara al deseo de Carla, pero el caso es que siempre fue del género preferido por ella. Hasta muchos meses después no se dio cuenta de haberse alejado ligeramente de él, al retinarse. Ya no cantaba las canciones triestinas y ni siquiera las napolitanas, sino que había pasado a canciones italianas antiguas y a Mozart y a Schubert. Recuerdo en especial una canción de cuna atribuida a Mozart, y en los días que siento más la tristeza de la vida y añoro a la muchacha que fue mía y a la que no amé, me resuena en el oído la nana como un reproche. Entonces vuelvo a ver a Carla disfrazada de madre que saca de su interior los sonidos más dulces para hacer dormir a su hijo. Y, sin embargo, ella, que había sido una amante inolvidable, no podía ser una buena madre, ya que era una mala hija. Pero está visto que saber cantar como una madre es una característica que se superpone a cualquier otra.
Por Carla supe la historia del maestro. Había estudiado algunos años en el Conservatorio de Viena y después había venido a Trieste, donde había tenido la fortuna de trabajar para nuestro mayor compositor, afectado de ceguera. Escribía sus composiciones al dictado, pero gozaba, además, de su confianza, que los ciegos deben conceder enteramente. Así llegó a conocer sus propósitos, sus convicciones maduras y sus sueños, aún juveniles. No tardó en tener en el alma toda la música, incluso la que necesitaba Carla. Me describió también su aspecto: joven, rubio, bastante robusto, descuidado en el vestir, camisa suelta, no siempre limpia, corbata que debía de haber sido negra, grande y suelta, sombrero flexible de alas descomunales. De pocas palabras —por lo que me decía Carla y debo creerlo, porque pocos meses después se volvió charlatán con ella y al instante me lo dijo— y dedicado por entero a la misión que había aceptado.
Muy pronto mi vida empezó a sufrir complicaciones. Por la mañana llevaba a Carla, además de amor, unos amargos celos, que durante el día se volvían mucho menos amargos. Me parecía imposible que ese joven no aprovechara la presa buena y fácil. Carla parecía asombrada de que yo pudiera pensar una cosa así, pero a mí me ocurría lo mismo de verla asombrada. ¿Es que ya no recordaba cómo habían ido las cosas entre ella y yo?
Un día llegué hasta ella furioso de celos y ella, espantada, se declaró al instante dispuesta a despedir al maestro. No creo que su espanto fuese producto exclusivo del miedo a verse privada de mi ayuda, porque en aquella época me dio pruebas de afecto de las que no puedo dudar y que a veces me hicieron dichoso, mientras que, cuando me encontraba en otro estado de ánimo, me fastidiaron por parecerme actos hostiles hacia Augusta, a los que, aunque me costara, me veía obligado a asociarme. Su propuesta me turbó. Ya me encontrase en el momento del amor o en el del arrepentimiento, yo no quería aceptar un sacrificio de su parte. Debía de haber alguna comunicación entre mis dos estados de ánimo y yo no quería disminuir mi ya escasa libertad para pasar del uno al otro. Por eso, no podía aceptar una propuesta semejante, que, en cambio, me volvió más cauto, por lo que, hasta cuando estaba exasperado por los celos, supe ocultarlos. Mi amor se volvió más airado y Carla acabó pareciéndome un ser inferior, cuando la deseaba y también cuando no la deseaba. O me traicionaba o no me importaba nada. Cuando no la odiaba, no recordaba que existiera. Yo pertenecía al ambiente de salud y honradez en que reinaba Augusta y al que regresaba en seguida con el cuerpo y el alma, en cuanto Carla me dejaba libre.
Dada la absoluta sinceridad de Carla, sé exactamente durante qué período, larguísimo, fue mía del todo, y mis celos recurrentes de entonces sólo pueden considerarse manifestación de un recóndito sentido de justicia. Sin embargo, debía ocurrirme lo que me merecía. Primero se enamoró el maestro. Creo que el primer síntoma de su amor consistió en ciertas palabras que Carla me contó con aire de triunfo por considerar que señalaban su primer gran éxito artístico, que merecía un elogio mío. Al parecer, le había dicho que ya se había aficionado tanto a su misión de maestro que, si ella no hubiera podido pagarle, habría seguido dándole las clases gratis. Yo le habría dado una bofetada, pero después vino el momento en que pude fingir que sabía gozar de su triunfo auténtico. Carla olvidó la contracción al principio de todos los músculos de mi cara, como si hubiera hincado los dientes en un limón, y aceptó serena el elogio tardío. Él le había contado todos sus asuntos, que no eran muchos: música, miseria y familia. Su hermana le había dado grandes disgustos y él había sabido comunicar a Carla una gran antipatía por esa mujer, que no conocía. Esa antipatía me pareció muy comprometedora. Ahora cantaban juntos canciones suyas, que me parecieron muy poca cosa tanto cuando amaba a Carla como cuando la sentía como una carga. No obstante, puede que fueran buenas, a pesar de que no he vuelto a oír hablar de ellas. Después dirigió orquestas en Estados Unidos y tal vez allí se canten esas canciones.
Pero un buen día Carla me contó que él le había pedido que fuera su esposa y que ella lo había rechazado. Entonces yo pasé dos cuartos de hora de verdad terribles: el primero cuando me sentí tan invadido por la ira, que me habría gustado esperar al maestro para echarlo a patadas, y el segundo cuando no encontré el modo de conciliar la posibilidad de la continuación de mi misión con ese matrimonio, que, en el fondo, era algo bello y moral y una simplificación mucho más segura de mi posición que la carrera que Carla se imaginaba iniciar en mi compañía.
¿Por qué se había apasionado aquel maldito maestro de ese modo y tan pronto? Ahora, después de un año de relación, todo se había atenuado entre Carla y yo, hasta mi ceño cuando la abandonaba. Ahora mis remordimientos eran muy fáciles de soportar y, aunque Carla tuviera aún razón de llamarme rudo en el amor, parecía que se había acostumbrado a ello. Debía de haberle resultado fácil, pues yo no fui nunca tan brutal como en los primeros días de nuestra relación y, tras haber soportado ese primer exceso, el resto debió de parecerle suavísimo en comparación.
Por eso, hasta cuando Carla ya no me importaba tanto, me resultó siempre fácil prever que el día siguiente no me sentiría contento de ir a buscar a mi amante y ya no encontrarla. Desde luego, habría sido bellísimo entonces saber volver a Augusta sin el habitual intermedio con Carla y en aquel momento me sentía más que capaz de eso; pero antes quería probar. Mi propósito en ese momento debió de ser poco más o menos el siguiente: «Mañana le rogaré que acepte la propuesta del maestro, pero hoy se lo impediré». Y con gran esfuerzo seguí comportándome como amante. Ahora, al contarlo, tras haber consignado todas las fases de mi aventura, podría parecer que yo intentaba conseguir que mi amante se casara con otro y conservarla al mismo tiempo, lo que habría sido la política de un hombre más sagaz que yo y más equilibrado, si bien igualmente corrompido. Pero no es cierto: ella no podía decidirse a hacerlo hasta el día siguiente. Por eso, no desapareció hasta entonces ese estado mío que me obstino en calificar de inocencia. Ya no era posible adorar a Carla por un breve período del día y después odiarla durante veinticuatro horas seguidas, y levantarse todas las mañanas, ignorante como un recién nacido, para vivir el día, tan semejante a los anteriores, para sorprenderse de las aventuras que aportaba y que debería haber sabido de memoria. Eso ya no era posible. Se me presentaba la eventualidad de perder para siempre a mi amante, si no sabía dominar mi deseo de librarme de ella. ¡Al instante lo dominé!