Read La conciencia de Zeno Online
Authors: Italo Svevo
Por un buen cuarto de hora corrí por las calles acompañado de ese sentimiento. Después sentí la necesidad de una libertad aún mayor. Debía encontrar un modo de señalar de modo definitivo mi voluntad de no volver a poner los pies en aquella casa. Descarté la idea de escribir una carta con la que me despediría. El abandono se volvía más desdeñoso aún, si no comunicaba mi intención. Simplemente me olvidaría de ver a Giovanni y a toda su familia.
Encontré el acto discreto y amable y, por eso, un poco irónico, con el que iba a indicar mi voluntad. Corrí a una florista y escogí un magnífico ramo de flores, que dirigí a la señora Malfenti acompañado de mi tarjeta de visita, en la que no escribí otra cosa que la fecha. No hacía falta más. Era una fecha que no olvidaría nunca y tal vez no la olvidarían tampoco Ada y su madre: 5 de mayo, aniversario de la muerte de Napoleón.
Me apresuré a hacer ese envío. Era importantísimo que llegase ese mismo día.
Pero ¿y después? Todo estaba hecho, todo, ¡porque no había nada más que hacer! Ada quedaba separada de mí con toda su familia y yo debía vivir sin hacer nada más, en espera de que alguno de ellos viniera a buscarme y darme la ocasión de hacer o decir alguna otra cosa.
Corrí a mi estudio para encerrarme en él a reflexionar. Si hubiera cedido a mi dolorosa impaciencia, ¡habría vuelto al instante corriendo a aquella casa con riesgo de llegar antes que mi ramo de flores! Los pretextos no podían faltar. ¡Hasta podía haberme dejado el paraguas allí!
No quise hacer una cosa así. Con el envío de aquel ramo de flores había adoptado una hermosa actitud que debía conservar. Ahora debía permanecer quieto, porque el siguiente movimiento les correspondía a ellos.
El recogimiento que busqué en mi estudio y del que me esperaba alivio, aclaró sólo las razones de mi desesperación, que se exasperó hasta las lágrimas. ¡Yo amaba a Ada! Aún no sabía si ese verbo era el apropiado y continué el análisis. La quería no sólo mía, sino además esposa mía. A ella, con su cara marmórea sobre su cuerpo en sazón, y con su serenidad, hasta el punto de no entender mi ingenio, que no volvería a mostrarle, sino que renunciaría a él para siempre, ella que me enseñaría una vida de inteligencia y de trabajo. La quería toda entera y todo lo quería de ella. Al final saqué la conclusión de que el verbo adecuado era justo ése: yo amaba a Ada.
Me pareció haber pensado una cosa muy importante, que podía guiarme. ¡Al diablo las vacilaciones! Ya no importaba saber si ella me amaba. Debía intentar obtenerla y ya no tenía que hablar con ella, si Giovanni podía decidirlo. Debía aclararlo todo rápido para llegar en seguida a la felicidad o, si no, olvidarlo todo y curar. ¿Por qué había de sufrir tanto en la espera? Cuando supiese —y podía saberlo por Giovanni— que había perdido definitivamente a Ada, al menos ya no tendría que luchar con el tiempo, que seguiría transcurriendo lento sin que yo sintiera la necesidad de apremiarlo. Una cosa definitiva siempre representa la calma, porque está separada del tiempo.
Corrí al instante en busca de Giovanni. Fueron dos las carreras. Una hacia su despacho situado en esa calle que seguimos llamando de las Casas Nuevas, porque así lo hacían nuestros antepasados. Altas casas viejas que oscurecen una calle tan cercana a la orilla del mar, poco frecuentada a la hora del crepúsculo, por la que pude pasar rápido. Mientras caminaba, no pensaba en otra cosa que en preparar lo más brevemente posible la frase que debía dirigirle. Bastaba con comunicarle mi determinación de casarme con su hija. No tenía ni que conquistarlo ni que convencerlo. Ese hombre de negocios sabría darme la respuesta que debía darme, nada más oír la pregunta. Sin embargo, me preocupaba la cuestión de si en semejante ocasión debía hablar en italiano o en dialecto.
Pero Giovanni había salido ya del despacho y se había dirigido al Tergesteo. Me encaminé hacia allí. Más despacio porque sabía que en la Bolsa debía esperar algún tiempo para poder hablarle a solas. Después, al llegar a via Cavana, tuve que aminorar el paso por la muchedumbre que obstruía la estrecha calle. Y precisamente al esforzarme por pasar entre aquella multitud fue cuando vi con claridad, como en una visión, lo que hacía tantas horas que buscaba. Los Malfenti querían que me casara con Augusta y no con Ada y ello por la sencilla razón de que Augusta estaba enamorada de mí y Ada no. No lo estaba, porque, si no, no habrían intervenido para dividirnos. Me habían dicho que yo comprometía a Augusta, pero, en realidad, era ella la que se comprometía al amarme. Comprendí todo en aquel momento, con viva claridad, como si alguno de la familia me lo hubiera dicho. Y adiviné también que Ada estaba de acuerdo en que me mantuviese alejado de aquella casa. No me amaba y no me amaría, al menos mientras su hermana me amara. Así, pues, en la atestada via Cavana yo había pensado con mayor acierto que en la soledad de mi estudio.
Hoy, cuando vuelvo al recuerdo de esos cinco días memorables que me condujeron al matrimonio, me asombra que mi ánimo no se calmara al enterarme de que la pobre Augusta me amaba. Yo, ya expulsado de la casa de los Malfenti, amaba a Ada airadamente. ¿Por qué no me dio satisfacción alguna la clara visión de que la señora Malfenti me había alejado en vano, pues seguía en aquella casa, y muy cerca de Ada, es decir, en el corazón de Augusta? En cambio, me parecía una nueva ofensa la invitación de la señora Malfenti a no comprometer a Augusta, es decir, a casarme con ella. Por la fea muchacha que me amaba, yo sentía todo el desdén que —aunque yo no lo reconociera— sentía por mí su bella hermana, a la que yo amaba.
Aceleré aún más el paso, pero cambié de rumbo y me dirigí a mi casa. Ya no necesitaba hablar con Giovanni, porque ahora sabía con claridad cómo actuar; con una evidencia tan desesperante, que tal vez me diera por fin la paz al separarme del tiempo demasiado lento. Era peligroso incluso hablar de ello con el mal educado de Giovanni. La señora Malfenti había hablado de tal modo, que yo no la había entendido hasta llegar allí, a la via Cavana. El marido era capaz de comportarse de otro modo. Tal vez me diría sin rodeos: «¿Por qué quieres casarte con Ada? ¡Pero, hombre! ¿No sería mejor que te casaras con Augusta?». Porque él tenía un axioma que yo recordaba y que podría guiarlo en ese caso: «¡Siempre debes explicar claramente el asunto a tu adversario porque sólo entonces estarás seguro de entenderlo mejor que él!» ¿Y entonces? El resultado habría sido la ruptura declarada. Sólo entonces podría caminar el tiempo como quería, porque yo ya no tendría razón alguna para intervenir: ¡habría llegado al punto muerto!
Recordé también otro axioma de Giovanni y me apegué a él porque me daba mucha esperanza. Supe permanecer apegado a él durante cinco días, durante aquellos cinco días que convirtieron mi pasión en enfermedad. Giovanni solía decir que no había que tener prisa por llegar a la liquidación de un asunto, cuando de dicha liquidación no se pudiera esperar ventaja: todos los asuntos llegan tarde o temprano y por sí solos a su liquidación, como lo demuestra el hecho de que la historia del mundo sea tan larga y que tan pocos asuntos hayan quedado pendientes. Hasta que no se haya procedido a su liquidación, todos los negocios pueden evolucionar favorablemente.
No recordé que otros axiomas de Giovanni decían lo contrario y me aferré a ése. A algo tenía que aferrarme. Concebí el propósito firme de no moverme mientras no supiera que algo nuevo hubiese hecho evolucionar mi asunto a mi favor. Y me perjudicó tanto, que tal vez por eso, más adelante, ningún propósito mío me acompañó tanto tiempo.
Nada más concebir el propósito, recibí una tarjeta de la señora Malfenti. Reconocí su escritura en el buzón y, antes de abrirla, me sentí satisfecho de que hubiera bastado ese firme propósito mío para que ella se arrepintiera de haberme maltratado y corriese tras mí. Cuando descubrí que sólo contenía la expresión «Muy agradecida» por las flores que le había enviado, me, arrojé sobre la cama e hinqué los dientes en la almohada, como si quisiera quedarme inmovilizado e impedirme correr a incumplir mi propósito. ¡Esa irónica serenidad era el resultado de esa respuesta! Mucho mayor que la expresada por la fecha que había añadido a mi tarjeta y que significaba ya un propósito y tal vez un reproche.
Remember
, había dicho Carlos I antes de que le cortaran el cuello, ¡y debía de haber pensado en la fecha de ese día! ¡También yo había exhortado a mi adversaria a recordar y temer!
Fueron cinco días y cinco noches terribles y yo acechaba los amaneceres y los crepúsculos, que significaban fin y principio y acercaban la hora de mi libertad, la libertad de batirme de nuevo por mi amor.
Me preparaba para aquella lucha. Ahora sabía cómo quería mi muchacha que fuera yo. Me resulta fácil recordar los propósitos que concebí entonces, ante todo porque concebí otros idénticos en época más reciente, y también porque los anoté en una hoja de papel que aún conservo. Me proponía volverme más serio. Eso significaba entonces no contar esos chistes que hacían reír y me difamaban, con lo que provocaban el amor de la fea Augusta y el desprecio de mi Ada. Además, estaba el propósito de estar cada mañana a las ocho en mi despacho, que desde hacía tanto no pisaba, no para discutir sobre mis derechos con Olivi, sino para trabajar con él y poder asumir, en su momento, la dirección de mis negocios. Eso debía realizarlo en época más tranquila que ésa, como también debía dejar de fumar más adelante, es decir, cuando hubiera recuperado mi libertad, porque no había por qué empeorar aquel intervalo terrible. Ada se merecía un marido perfecto. Por eso, había concebido también varios propósitos de dedicarme a lecturas serias, y también de pasar cada día media horita en el estrado de esgrima y cabalgar un par de veces a la semana. Las veinticuatro horas de la jornada no eran demasiadas.
Durante aquellos días de separación los celos más amargos fueron mi compañía de todas las horas. Era un propósito heroico el de querer corregirse de todos los defectos a fin de prepararse para conquistar a Ada al cabo de unas semanas. Pero ¿entretanto? Mientras yo me sometía a la más dura disciplina, ¿se mantendrían tranquilos los demás hombres de la ciudad o intentarían quitarme mi mujer? Entre ellos había alguno, seguro, que no necesitaba tanto ejercicio para ser aceptado. Yo sabía, creía saber que, cuando Ada hubiera encontrado a quien le convenía, daría el sí sin esperar a enamorarse. Cuando aquellos días me tropezaba con un hombre bien vestido, sano y sereno, lo odiaba, porque me parecía que convenía a Ada. De aquellos días lo que mejor recuerdo son los celos que habían caído como una niebla sobre mi vida.
Ahora que sabemos cómo acabó todo, no podemos reír del atroz temor de verme aquellos días privado de Ada por otro hombre. Cuando vuelvo a pensar en aquellos días de pasión, siento gran admiración por mi alma profética.
Varias veces, de noche, pasé bajo las ventanas de aquella casa. Al parecer, en ella seguían divirtiéndose como cuando yo estaba. A medianoche o poco antes, se apagaban las luces del salón. Escapaba por temor a ser descubierto por algún visitante que debía salir entonces de la casa.
Pero todas las horas de aquellos días fueron angustiosas también por la impaciencia. ¿Por qué no preguntaba nadie por mí? ¿Por qué no se movía Giovanni? ¿No debía asombrarlo no verme ni en su casa ni en el Tergesteo? Entonces, ¿estaba también él de acuerdo con mantenerme alejado? Con frecuencia interrumpía mis paseos de día y de noche para correr a casa a comprobar si alguien había ido a preguntar por mí. No podía irme a la cama con la duda y despertaba a la pobre Maria para preguntárselo. Me quedaba horas esperando en casa, en el lugar donde era más fácil localizarme. Pero nadie preguntó por mí y no cabe duda de que, si no me hubiera decidido a moverme, seguiría soltero.
Una noche fui a jugar al club. Hacía muchos años que no aparecía por allí por respeto a una promesa que había hecho a mi padre. Me parecía que la promesa no podía seguir siendo válida, ya que mi padre no podía haber previsto tales circunstancias mías dolorosas ni mi urgente necesidad de distraerme. Al principio gané, con una suerte que me dolió, porque me pareció una compensación por mi mala suerte en el amor. Después perdí y también me dolió porque me pareció que sucumbía al juego como había sucumbido al amor. No tardó en desagradarme el juego: no era digno de mí ni tampoco de Ada. ¡Tan puro me volvía aquel amor!
De aquellos días recuerdo también que los sueños de amor habían quedado aniquilados por aquella realidad tan ruda. Ahora el sueño era muy distinto. Soñaba con la victoria en lugar de con el amor. Mi sueño se vio embellecido una vez por una visita de Ada. Iba vestida de novia y venía conmigo al altar, pero, cuando nos quedamos solos, no hicimos el amor, ni siquiera entonces. Yo era su marido y había adquirido el derecho a preguntarle: «¿Cómo has podido permitir que me trataran así?». Era el único derecho que me urgía disfrutar.
En un cajón mío encuentro borradores de cartas a Ada, a Giovanni y a la señora Malfenti. Son de aquellos días. A la señora Malfenti le escribía una carta sencilla con la que me despedía antes de emprender un largo viaje. Sin embargo, no recuerdo que tuviera la intención de viajar: no podía abandonar la ciudad, cuando aún no estaba seguro de que nadie vendría a buscarme. ¡Qué desventura, si hubieran venido y no me hubiesen encontrado! No envié ninguna de aquellas cartas. Es más: creo que sólo las escribí para consignar en el papel mis pensamientos.
Desde hacía muchos años me consideraba enfermo, pero de una enfermedad que hacía sufrir más a los demás que a mí. Entonces fue cuando conocí la enfermedad «doliente», una serie de sensaciones físicas desagradables, que me hicieron muy infeliz.
Se iniciaron así. Hacia la una de la noche, incapaz de conciliar el sueño, me levanté y caminé por la suave noche hasta que llegué a un café de suburbio en el que no había estado nunca, por lo que no encontraría a nadie conocido, lo que me resultaba muy agradable, porque quería continuar en él una discusión con la señora Malfenti comenzada en la cama y en la que no quería que nadie se entremetiera. La señora Malfenti me había hecho reproches nuevos. Decía que yo había intentado «jugar con ventaja» con sus hijas. En realidad, si había intentado algo así, lo había hecho sólo con Ada, desde luego. Me venían sudores fríos al pensar que tal vez en la casa de los Malfenti me hicieran reproches semejantes ahora. El ausente siempre es culpable y podían haber aprovechado mi lejanía para asociarse contra mí. En la viva luz del café me defendía mejor. Desde luego, alguna vez me habría gustado tocar con el pie el de Ada y en cierta ocasión me había parecido incluso haberlo alcanzado, con su consentimiento. Pero después resultó que había apretado el pie de madera de la mesa y ése no podía haber hablado. Fingía interesarme por la partida de billar. Un señor apoyado en una muleta se acercó a mí y vino a sentarse justo a mi lado. Pidió una limonada y, como el camarero esperaba también lo que yo iba a tomar, por distracción pedí también una limonada para mí, a pesar de que no puedo soportar el sabor del limón. Entonces la muleta apoyada en el sofá en que estábamos sentados cayó al suelo y yo me agaché a recogerla con un movimiento casi instintivo.