La conciencia de Zeno (11 page)

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Authors: Italo Svevo

BOOK: La conciencia de Zeno
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Al cabo de muy poco tiempo, la familia Malfenti se convirtió en el centro de mi vida. Pasaba todas las tardes con Giovanni, quien, tras haberme introducido en su casa, se había vuelto más afable e íntimo conmigo. Esa afabilidad me dio pie para volverme entrometido. Al principio visitaba a las damas una vez a la semana, después varias veces y acabé yendo a su casa todos los días y pasando en ella varias horas de la tarde. No me faltaron pretextos para instalarme en aquella casa y creo no equivocarme al afirmar que incluso me los ofrecieron. A veces llevaba mi violín y tocaba algo con Augusta, la única que tocaba el piano. Era una pena que Ada no tocara y que yo tocase tan mal el violín y una pena tremenda que Augusta no fuera una gran intérprete. Me veía obligado a eliminar de todas las sonatas algún fragmento demasiado difícil, con el falso pretexto de no haber tocado el violín desde hacía demasiado tiempo. El pianista casi siempre es superior al violinista aficionado y Augusta tenía una técnica discreta, pero yo, que tocaba mucho peor que ella, no me sentía satisfecho y pensaba: «Si supiera tocar como ella, ¡cuánto mejor tocaría!». Mientras yo juzgaba a Augusta, los demás me juzgaban a mí y, como supe más adelante, poco favorablemente. A Augusta le habría gustado repetir nuestras sonatas, pero yo advertí que Ada se aburría con ellas, por lo que varias veces fingí haber olvidado el violín en casa. Entonces Augusta no volvió a hablar del asunto.

Por desgracia, las horas que yo pasaba en aquella casa no eran las únicas que vivía con Ada. Muy pronto ésta me acompañó el día entero. Era la mujer que yo había elegido, por lo que ya era mía y la adorné con todos los sueños para que el premio de la vida me pareciera más bello. La adorné, le atribuí todas las cualidades que necesitaba y que me faltaban, porque debía convertirse, además de en mi compañera, en mi segunda madre, que me induciría a una vida íntegra, viril, de lucha y de victoria.

En mis sueños la embellecí incluso físicamente antes de entregarla a otros. En realidad, en mi vida corrí tras muchas mujeres y muchas de ellas se dejaron alcanzar. En el sueño las alcancé a todas. Por supuesto, no las embellezco alterando sus facciones, sino que hago como un amigo mío, pintor delicadísimo, que, cuando retrata a las mujeres bellas, piensa intensamente en alguna otra cosa bella, por ejemplo, en la porcelana muy fina. Sueño peligroso porque puede conferir nuevo poder a las mujeres con que se sueña y que, al volver a verlas en la realidad, conservan algo de la fruta, las flores y la porcelana con que se las ha vestido.

Me resulta difícil contar mi corte a Ada. Después hubo un largo período de mi vida en que me esforcé por olvidar la estúpida aventura que me daba vergüenza, esa clase de vergüenza que hace gritar y protestar. «¡No puedo haber sido yo ese imbécil!». Y entonces, ¿quién? Pero la protesta da un poco de consuelo y yo insistí. ¡Si al menos hubiera actuado así diez años antes, a los veinte años! Pero haberme visto castigado con tamaña imbecilidad sólo porque había decidido casarme, me parece injusto. Mira por dónde, yo, que ya había pasado por toda clase de aventuras vividas siempre con ánimo atrevido rayano en el descaro, me había vuelto el muchacho tímido que intenta tocar la mano de la amada, acaso sin que ella lo advierta, y después adora esa parte de su cuerpo que tuvo el honor de semejante contacto. Esa que fue la aventura más pura de mi vida, aun ahora que soy viejo la recuerdo como la más sucia. Era algo fuera de lugar, inoportuno, como si un niño de diez años se hubiera aferrado al pecho de su nodriza. ¡Qué asco!

¿Cómo explicar, además, mi larga vacilación a la hora de hablar claro y decir a la muchacha: ¡Decídete! Me quieres o no me quieres? Yo llegaba a aquella casa desde mis sueños; contaba los escalones que me conducían a aquel primer piso: si eran impares, quería decir que me amaba y siempre eran impares, pues había cuarenta y tres. Llegaba hasta ella acompañado de tanta seguridad y acababa hablando de otra cosa. Ada no había encontrado aún la ocasión de comunicarme su desdén, ¡y yo callaba! Yo que Ada, ¡también habría acogido a aquel joven de treinta años con patadas en el trasero!

Debo decir que en cierto sentido no me parecía al muchacho de veintitantos años, enamorado, que calla esperando que la amada se arroje en sus brazos. No me esperaba nada semejante. Iba a hablar, pero más adelante. Si no lo hacía, se debía a las dudas sobre mí mismo. Esperaba llegar a ser más noble, más fuerte, más digno de mi muchacha divina. Podía ocurrir de un momento a otro. ¿Por qué no esperar?

Me avergonzaba también no haber advertido a tiempo que iba camino de un fracaso semejante. Me enfrentaba a una muchacha de las más sencillas y a fuerza de soñar me pareció una coqueta de las más consumadas. Fue injusto mi rencor, cuando consiguió darme a entender que no quería saber nada conmigo. Pero yo había mezclado tan íntimamente la realidad con los sueños, que no lograba convencerme de que no me había besado nunca.

Confundir los sentimientos de una mujer es señal de escasa virilidad. Antes no me había equivocado nunca y debo creer que me equivoqué con Ada por haber falseado desde el principio mis relaciones con ella. No me había aproximado a ella para conquistarla, sino para casarme con ella, lo que es un camino insólito para el amor, un camino muy largo, un camino muy cómodo, pero que no conduce a la meta, si bien muy cerca de ella. El amor así alcanzado carece de la característica principal: el sentimiento de la hembra. Así el macho se prepara para su papel con enorme inercia, que puede extenderse a todos los sentidos, hasta a los de la vista y el oído.

Llevé cada día flores a las tres muchachas y a las tres ofrecí mis extravagancias, y, sobre todo, con una ligereza increíble, les contaba mi vida.

Todo el mundo recuerda el pasado con mayor intensidad, cuando el presente adquiere mayor importancia. Se dice incluso que los moribundos, en la última fiebre, vuelven a ver toda su vida. Mi pasado se me aferraba ahora con toda la violencia del último adiós porque tenía la sensación de alejarme mucho de él. Y no dejé de hablar de dicho pasado a las tres muchachas, animado por la intensa atención de Augusta y de Alberta, que tal vez ocultase la desatención de Ada, de la que no estoy seguro. Augusta, con su carácter dulce, se conmovía con facilidad, y Alberta escuchaba mis descripciones de bohemia estudiantil con las mejillas rojas por el deseo de poder vivir también ella en el futuro aventuras semejantes.

Mucho tiempo después supe por Augusta que ninguna de las tres muchachas había creído que mis historias fueran ciertas. Por eso, a Augusta le parecieron más preciosas, porque inventadas por mí le parecían más mías que si el destino me las hubiera infligido. A Alberta le resultaron agradables, a pesar de no creerlas, porque le aportaban sugerencias excelentes. La única que se había indignado con mis mentiras fue la seria de Ada. El resultado de mis esfuerzos era como el del tirador que ha conseguido dar en el centro de la diana, pero de la contigua a la suya.

Y, sin embargo, gran parte de las historias eran ciertas. Ya no sabría decir hasta qué punto, porque, por haberlas contado a muchas otras mujeres antes que a las hijas de Malfenti, se habían modificado, sin que yo lo quisiera, para volverse más expresivas. Eran verdaderas, dado que yo ya no habría sabido contarlas de otro modo. Hoy no me importa probar su autenticidad. No quisiera desengañar a Augusta, que prefiere considerarlas invención mía. En cuanto a Ada, creo que ahora ha cambiado de parecer y las considera ciertas.

Mi fracaso total con Ada se manifestó en el momento preciso en que consideraba deber hablar claro por fin. Acogí la evidencia por sorpresa y al principio con incredulidad. Ella no había dicho una sola palabra que hubiera manifestado su aversión por mí y yo cerré los ojos para no ver los pequeños actos que no indicaban gran simpatía hacia mí. Y, además, yo mismo no había dicho la palabra necesaria y podía incluso imaginarme que Ada no supiera que yo estaba dispuesto a casarme con ella y creyese que yo —el estudiante extravagante y poco formal— quería algo muy distinto.

El malentendido se prolongaba a causa de mis intenciones matrimoniales más que decididas. Es cierto que ahora deseaba entera a Ada, a quien en mis sueños veía con mejillas más lustrosas, manos más pequeñas, pies más pequeños y tipo más esbelto y fino. La deseaba como esposa y como amante: Pero nuestra forma de acercarnos por primera vez a una mujer es decisiva.

Ahora bien, ocurrió que por tres veces consecutivas me recibieron en aquella casa las otras dos muchachas. La primera vez disculparon la ausencia de Ada con el pretexto de una visita de cumplido; la segunda, con una jaqueca; y la tercera no me dieron disculpa hasta que, alarmado, la pedí. Entonces Augusta, a quien me había dirigido al azar, no respondió. Contestó por ella Alberta, a quien aquélla había mirado como pidiendo ayuda: Ada había ido a casa de una tía.

Me faltó el aliento. Era evidente que Ada me evitaba. El día antes había soportado su ausencia y había prolongado mi visita esperando que por fin apareciera. En cambio, ese día me quedé unos instantes, incapaz de abrir la boca, y después, pretextando un repentino dolor de cabeza, me levanté para irme. ¡Es curioso que esa primera vez el sentimiento más fuerte que tuve al chocar contra la resistencia de Ada fuera la cólera y el despecho! Pensé incluso en apelar a Giovanni para que llamara al orden a la muchacha. Un hombre que quiere casarse es capaz hasta de acciones semejantes, repeticiones de las de sus antepasados.

Aquella tercera ausencia de Ada iba a llegar a ser aún más significativa. Quiso la casualidad que yo descubriera que se encontraba en casa, pero encerrada en su habitación.

Ante todo debo decir que en aquella casa había otra persona que yo no había conseguido conquistar: la pequeña Anna. Ya no me agredía delante de los demás porque la habían reprendido duramente. Hasta había acompañado alguna vez a sus hermanas y había estado escuchando mis historias. Pero, cuando me iba, sé me acercaba en el umbral, me pedía, amable, que me inclinara hasta su altura, se alzaba sobre la punta de los pies y, cuando llegaba para pegar su boquita a mi oído, me decía bajando la voz con el fin que sólo yo pudiera oírla:

—¡Estás loco, loco de atar!

Lo curioso es que delante de los demás la hipócrita me hablaba de usted. Si estaba presente la señora Malfenti, Anna se refugiaba al instante en sus brazos, y la madre la acariciaba diciendo:

—¡Qué buena se ha vuelto mi pequeña Anna! ¿Verdad?

Yo no protestaba y la amable Anna me llamó loco del mismo modo muchas veces más. Yo acogía su declaración con una sonrisa vil que habría podido parecer de agradecimiento. Esperaba que la niña no tuviera el valor de contar sus agresiones a los adultos y me desagradaba hacer saber a Ada el juicio que tenía dé mí su hermanita. Aquella niña acabó incomodándome de verdad. Si, cuando hablaba con otros, mis ojos se encontraban con los suyos, debía encontrar al instante el modo de mirar a otro lado y era difícil hacerlo con naturalidad. Desde luego, enrojecía. Me parecía que aquella inocente podía perjudicarme con su juicio. Le llevé regalos, pero no sirvieron para amansarla. Debió de advertir su poder y mi debilidad y, en presencia de los demás, me miraba indagadora, insolente. Creo que todos tenemos en nuestra conciencia como en nuestro cuerpo puntos delicados y ocultos en los que no pensamos con gusto. Ni siquiera sabemos lo que son. Yo apartaba la vista de aquélla, infantil, que quería sondearme.

Pero aquel día que solo y abatido salía de aquella casa y se me acercó para nacerme inclinarme y oír su cumplido habitual, me agaché hasta ella con tal cara trastornada de auténtico loco y tendí hacia ella con tal amenaza las manos contraídas en forma de garras, que escapó corriendo, llorando y gritando.

Así llegué a ver a Ada también aquel día, porque fue ella la que acudió corriendo ante aquellos gritos. La pequeña contó entre sollozos que yo la había amenazado duramente porque me había llamado loco:

—Porque él es un loco y yo quiero decírselo. ¿Qué hay de malo?

No seguí escuchando a la niña, asombrado al ver que Ada se encontraba en casa. Así, pues, sus hermanas habían mentido; mejor dicho: sólo Alberta, a quien Augusta había pasado la papeleta, con lo que se había eximido. Por un instante, di en el clavo: lo adiviné todo. Dije a Ada:

—Me alegro de verla. Creía que se encontraba desde hace tres días en casa de su tía.

Ella no respondió, porque antes se agachó hacia la niña que lloraba. Esa tardanza en obtener las explicaciones a que creía tener derecho me hizo subir vehemente la sangre a la cabeza. No encontraba palabras que decir. Di otro paso para acercarme a la puerta de salida y, si Ada no hubiera hablado, yo me habría ido y no habría vuelto nunca más. Con la ira me parecía cosa facilísima esa renuncia a un sueño que ya había durado tanto tiempo.

Pero entretanto ella, roja, se volvió hacia mí y dijo que había vuelto hacía unos instantes, por no haber encontrado a su tía en casa.

Bastó para calmarme. ¡Cuánto me gustaba, agachada, maternal, hacia la niña que seguía gritando! Su cuerpo era tan flexible, que parecía haber empequeñecido para mejor acercarse a la pequeña. Me entretuve admirándola y de nuevo la consideré mía.

Me sentí tan sereno, que quise hacer olvidar el resentimiento que poco antes había manifestado y estuve amabilísimo con Ada y también con Anna. Dije riendo con ganas:

—Me llama loco tan a menudo, que he querido hacerle ver la auténtica cara y la actitud de un loco. ¡Le ruego que me disculpe! Tampoco tú, pobre Annucia, tengas miedo, porque yo soy un loco bueno.

También Ada se mostró muy, pero que muy, amable. Regañó a la pequeña, que seguía sollozando, y me pidió disculpas por ella. Si hubiera tenido la suerte de que Anna, con la ira, se hubiese marchado corriendo, yo habría hablado. Habría dicho una frase que tal vez se encuentre incluso en algunas gramáticas de lenguas extranjeras, ya hecha para facilitar la vida a quien no conozca la lengua del país donde vive: «¿Puedo pedir la mano de usted a su padre?». Era la primera vez que yo quería casarme y, por eso, me encontraba en un país del todo desconocido. Hasta entonces, había tenido otra clase de tratos con las mujeres. Las había asaltado metiéndoles mano antes que nada.

Pero no llegué a decir ni siquiera esas pocas palabras. Así, pues, ¡hacía falta tiempo para decirlas! Debían ir acompañadas de una expresión de súplica en la cara, difícil de adoptar al instante después de mi lucha con Anna y también con Ada, y ya se acercaba desde el fondo del pasillo la señora Malfenti, atraída por los chillidos de la niña.

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