La Colmena (20 page)

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Authors: Camilo José Cela

BOOK: La Colmena
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El señor frunció un poquito las cejas.

—¿Trabaja usted en una imprenta de por aquí?

—Sí, ahí en la calle de la Madera. Por eso le decía que me dejase usted, otro día nos veremos.

—Espérate un momento.

El señor, cogiendo la mano de la chica, sonrió.

—¿Tú quieres? Victorita sonrió también.

—¿Y usted?

El señor la miró fijo a los ojos.

—¿A qué hora sales esta tarde? Victorita bajó la mirada.

—A las siete. Pero no venga a buscarme, tengo novio.

—¿Y viene a recogerte?

La voz de Victorita se puso un poco triste.

—No, no viene a recogerme. Adiós.

—¿Hasta luego?

—Bueno, como usted quiera, hasta luego.

A las siete, cuando Victorita salió de trabajar en la tipografía "El Porvenir", se encontró con el señor, que la estaba esperando en la esquina de la calle del Escorial.

—Es sólo un momento, señorita, ya me hago cargo de que tiene que verse con su novio.

A Victorita le extrañó que volviera a tratarla de usted.

—Yo no quisiera ser una sombra en las relaciones entre usted y su novio, comprenda usted que no puedo tener ningún interés.

La pareja fue bajando hasta la calle de San Bernardo. El señor era muy correcto, no la cogia del brazo ni para cruzar las calles.

—Yo me alegro mucho de que usted pueda ser muy feliz con su novio. Si de mí dependiese, usted y su novio se casaban mañana mismo.

Victorita miró de reojo al señor. El señor le hablaba sin mirarla, como si hablase consigo mismo.

—¿Qué más se puede desear, para una persona a la que se aprecia, sino que sea muy feliz?

Victorita iba como en una nube. Era remotamente dichosa, con una dicha vaga, que casi no se sentía, con una dicha que era también un poco lejana e imposible.

—Vamos a meternos aqui, hace frío para andar paseando.

—Bueno.

Victorita y el señor entraron en el Café San Bernardo y se sentaron a una mesa del fondo, uno frente al otro.

—¿Qué quiere usted que pidamos?

—Un café calentito.

Cuando el camarero se acercó, el señor le dijo:

—A la señorita tráigale un exprés con leche y un tortel; a mí déme uno solo.

El señor sacó una cajetilla de rubio.

—¿Fuma?

—No, yo no fumo casi nunca.

—¿Qué es casi nunca?

—Bueno, pues que fumo de vez en cuando, en Nochebuena...

El señor no insistió, encendió su cigarrillo y guardó la cajetilla.

—Pues si, señorita, si de mí dependiese, usted y su novio se casaban mañana sin falta. Victorita lo miró.

—¿Y por qué quiere usted casarnos? ¿Qué saca usted con eso?

—No saco nada, señorita. A mi, como usted comprenderá, ni me va ni me viene con que usted se case o siga soltera. Si se lo decía es porque me figuraba que a usted le agradaría casarse con su novio.

—Pues si me agradaría. ¿Por qué voy a mentirle?

—Hace usted bien, hablando se entiende la gente. Para lo que yo quiero hablarle a usted, nada importa que sea casada o soltera.

El señor tosió un poquito.

—Estamos en local público, rodeados de gente y separados por esta mesa.

El señor rozó un poco con sus piernas las rodillas de Victorita.

—¿Puedo hablarla a usted con entera libertad?

—Bueno. Mientras no falte...

—Nunca puede haber falta, señorita, cuando se hablan las cosas claras. Lo que voy a decirle es como un negocio, que puede tomarse o dejarse, aquí no hay compromiso ninguno.

La muchacha estaba un poco perpleja.

—¿Puedo hablarla?

—Sí.

El señor cambió de postura.

—Pues mire usted, señorita, vayamos al grano. Por lo menos, usted me reconocerá que no quiero engañarla, que le presento las cosas tal como son.

El Café estaba cargado, hacía calor, y Victorita se echó un poco hacia atrás su abriguillo de algodón.

—El caso es que no sé cómo empezar... Usted me ha impresionado mucho, señorita.

—Ya me figuraba yo lo que quería decirme.

—Me parece que se equivoca usted. No me interrumpa, ya hablará usted al final.

—Bueno, siga.

—Bien. Usted, señorita, le decía, me ha impresionado mucho: sus andares, su cara, sus piernas, su cintura, sus pechos...

—Sí, ya entiendo, todo.

La muchacha sonrió, sólo un momento, con cierto aire de superioridad.

—Exactamente: todo. Pero no sonría usted, te estoy hablando en serio.

El señor volvió a rozarle las rodillas y le cogió una mano que Victorita dejó ir, complaciente, casi con sabiduría.

—Le juro que le estoy hablando completamente en serio. Todo en usted me gusta, me imagino su cuerpo, duro y tibio, de un color suave...

El señor apretó la mano de Victorita.

—No soy rico y poco puedo ofrecerle...

El señor se extrañó de que Victorita no retirase la mano.

—Pero lo que voy a pedirle tampoco es mucho. El señor tosió otro poquito.

—Yo quisiera verla desnuda, nada más que verla. Victorita apretó la mano del señor.

—Me tengo que marchar, se me hace tarde.

—Tiene usted razón. Pero contésteme antes. Yo quisiera verla desnuda, le prometo no tocarla a usted ni un dedo, no rozarla ni un pelo de la ropa. Mañana iré a buscarla. Yo sé que usted es una mujer decente, que no es ninguna cocotte... Guárdese usted esto, se lo ruego. Sea cual sea su decisión, acépteme usted esto para comprarse cualquier cosita que le sirva de recuerdo.

Por debajo de la mesa, la muchacha cogió un billete que le dio el señor. No le tembló el pulso al cogerlo.

Victorita se levantó y salió del Café. Desde una de las mesas próximas, un hombre la saludó.

—Adiós, Victorita, orgullosa, que desde que te tratas con marqueses ya no saludas a los pobres.

—Adiós, Pepe
.

Pepe era uno de los oficiales de la tipografía "El Porvenir".

Victorita lleva ya mucho rato llorando. En su cabeza, los proyectos se agolpan como la gente a la salida del Metro. Desde irse monja hasta hacer la carrera, todo le parece mejor que seguir aguantando a su madre.

Don Roberto levanta la voz.

—¡Petrita! ¡Tráeme el tabaco del bolsillo de la chaqueta!

Su mujer interviene.

—¡Calla, hombre! Vas a despertar a los niños.

—No, ¡qué se van a despertar! Son igual que angelitos, en cuanto cogen el sueño no hay quien los despierte.

—Yo te daré lo que necesites. No llames más a Petrita, la pobre tiene que estar rendida.

—Déjala, éstas ni se dan cuenta. Más motivos para estar rendida tienes tú.

—¡Y más años! Don Roberto sonríe.

—¡Vamos, Filo, no presumas, todavía no te pesan! La criada llega a la cocina con el tabaco.

—Tráeme el periódico, está en el recibidor.

—Sí, señorito.

—¡Oye! Ponme un vaso de agua en la mesa de noche.

—Sí, señorito.

Filo vuelve a intervenir.

—Yo te pondré todo, hombre, déjala que se acueste.

—¿Que se acueste? Si ahora le dieses permiso se largaba para no volver hasta las dos o las tres de la mañana, ya lo verías.

—Eso también es verdad...

La señorita Elvira de vueltas en la cama, está desasosegada, impaciente, y una pesadilla se le va mientras otra le llega. La alcoba de la señorita Elvira huele a ropa usada y a mujer: las mujeres no huelen a perfume, huelen a pescado rancio. La señorita Elvira tiene jadeante y como entrecortado el respirar, y su sueño violento, desapacible, su sueño de cabeza caliente y panza fria, hace crujir, quejumbroso, el vetusto colchón.

Un gato negro y medio calvo que sonríe enigmáticamente, como si fuera una persona, y que tiene en los ojos un brillo que espanta, se tira, desde una distancia tremenda, sobre la señorita Elvira. La mujer se defiende a patadas, a golpes. El gato cae contra los muebles y rebota, como una pelota de goma, para lanzarse de nuevo encima de la cama.

El gato tiene el vientre abierto y rojo como una granada y del agujero del trasero le sale como una flor venenosa y maloliente de mil colores, una flor que parece un plumero de fuegos artificiales. La señorita Elvira se tapa la cabeza . con la sábana. Dentro de la cama, multitud de enanos se mueven enloquecidos, con los ojos en blanco. El gato se cuela, como un fantasma, coge del vientre a la señorita Elvira, le lame la barriga y se ríe a grandes carcajadas, unas carcajadas que sobrecogen el ánimo. La señorita Elvira está espantada y lo tira fuera de la habitación: tiene que hacer grandes esfuerzos, el gato pesa mucho, parece de hierro. La señorita Elvira procura no aplastar a los enanos. Un enano le grita "¡Santa María! ¡Santa María!". El gato pasa por debajo de la puerta, estirando todo el cuerpo como una hoja de bacalao. Mira siniestramente, como un verdugo. Se sube a la mesa de noche y fija sus ojos sobre la señorita Elvira con un gesto sanguinario. La señorita Elvira no se atreve ni a respirar. El gato baja a la almohada y le lame la boca y los párpados con suavidad, como un baboso. Tiene la lengua tibia como las ingles y suave, igual que el terciopelo. Le suelta con los dientes las cintas del camisón. El gato muestra su vientre abierto, que late acompasadamente, como una vena. La flor que le sale por detrás está cada vez más lozana, más hermosa. El gato tiene una piel suavísima. Una luz cegadora empieza a inundar la alcoba. El gato crece hasta hacerse como un tigre delgado. Los enanos siguen moviéndose desesperadamente. A la señorita Elvira le tiembla todo el cuerpo con violencia. Respira con fuerza mientras siente la lengua del gato lamiéndole los labios. El gato sigue estirándose cada vez más. La señorita Elvira se va quedando sin respiración, con la boca seca. Sus muslos se entreabren, un instante cautelosos, descarados después...

La señorita Elvira se despierta de súbito y enciende la luz. Tiene el camisón empapado en sudor. Siente frío, se levanta y se hecha el abrigo sobre los pies. Los oídos le zumban un poco y los pezones, como en los buenos tiempos, se le muestran rebeldes, casi altivos.

Se duerme con la luz encendida, la señorita Elvira.

—¡Pues, sí! ¡Qué pasa! Le di tres duros a cuenta, mañana es el cumpleaños de su señora.

El señor Ramón no consigue ponerse lo bastante enérgico; por más esfuerzos que hace, no consigue ponerse lo bastante enérgico.

—¿Que qué pasa? ¡Tú bien lo sabes! ¿No te andas con ojo? ¡Allá tú! Yo siempre te lo tengo dicho, asi no salimos de pobres. ¡Mira tú que andar ahorrando para esto!

—Pero, mujer, si se los descuento después. ¿A mí qué más me da? ¡Si se los hubiera regalado!

—Sí, sí, se los descuentas. ¡Menos cuando te olvidas!

—¡Nunca me he olvidado!

—¿No? ¿Y aquellas siete pesetas de la señora Josefa? ¿Dónde están aquellas siete pesetas?

—Mujer, necesitaba una medicina. Aun así, ya ves cómo ha quedado.

—¿Y a nosotros, qué se nos da que los demás anden malos? ¿Me quieres decir?

El señor Ramón apagó la colilla con el pie.

—Mira, Paulina, ¿sabes lo que te digo?

—Qué.

—Pues que en mis cuartos mando yo, ¿te das cuenta? Yo bien sé lo que me hago y tengamos la fiesta en paz.

La señora Paulina rezongó en voz baja sus últimas razones.

Victorita no consigue dormirse; le asalta el recuerdo de su madre, que es una bestia.

—¿Cuándo dejas a ese tísico, niña?

—Nunca lo dejaré; los tísicos dan más gusto que los borrachos.

Victorita nunca se hubiera atrevido a decirle a su madre nada semejante. Sólo si el novio se pudiera curar... Si el novio se pudiera curar, Victorita hubiera sido capaz de hacer cualquier cosa, todo lo que le hubieran pedido.

A vueltas en la cama, Victorita sigue llorando. Lo de su novio se arreglaba con unos duros. Ya es sabido: los tísicos pobres, pringan; los tísicos ricos, si no se curan del todo, por lo menos se van bandeando, se van defendiendo. El dinero no es fácil de encontrar, Victorita lo sabe muy bien. Hace falta suerte. Todo lo demás lo puede poner uno, pero la suerte no; la suerte viene si le da la gana, y lo cierto es que no le da la gana casi nunca.

Las treinta mil pesetas que le había ofrecido aquel señor, se perdieron porque el novio de Victorita estaba lleno de escrúpulos.

—No, no, a ese precio no quiero nada, ni treinta mil pesetas, ni treinta mil duros.

—¿Y a nosotros qué más nos da? —le decía la muchacha—. No deja rastro y no se entera nadie.

—¿Tú te atreverías?

—Por ti, sí. Lo sabes de sobra.

El señor de las treinta mil pesetas era un usurero de quien le habían hablado a Victorita.

—Tres mil pesetas te las presta fácil. Las vas a estar pagando toda la vida, pero te las presta fácil.

Victorita fue a verlo; con tres mil pesetas se hubieran podido casar. El novio aún no estaba malo; cogía sus catarros, tosía, se cansaba, pero aún no estaba malo, aún no había tenido que meterse en la cama.

—¿De modo, hija, que quieres tres mil pesetas?

—Sí, señor.

—¿Y para qué las quieres?

—Pues ya ve usted, para casarme.

—¡Ah, conque enamorada! ¿Eh?

—Pues, sí...

—¿Y quieres mucho a tu novio?

—Sí, señor.

—¿Mucho, mucho?

—Sí, señor, mucho.

—¿Más que a nadie?

—Sí, señor, más que a nadie.

El usurero dio dos vueltas a su gorrito de terciopelo verde. Tenía la cabeza picuda, como una pera, y el pelo descolorido, lacio, pringoso.

—Y tú, hija, ¿estás virgo? Victorita se puso de mala uva.

—¿Y a usted qué leche le importa?

—Nada, hijita, nada. Ya ves, curiosidad... ¡Caray con las formas! Oye, ¿sabes que eres bastante mal educada?

—¡Hombre, usted dirá! El usurero sonrió.

—No, hija, no hay que ponerse así. Después de todo, si tienes o no tienes el virgo en su sitio, eso es cosa tuya y de tu novio.

—Eso pienso yo.

—Pues por eso.

Al usurero le brillaban los ojitos como a una lechuza.

—Oye.

—Qué.

—Y si yo te diera, en vez de tres mil pesetas, treinta mil, ¿tú que harías?

Victorita se puso sofocada.

—Lo que usted me mandase.

—¿Todo lo que yo te mandase?

—Sí, señor, todo.

—¿Todo?

—Todo, sí, señor.

—¿Y tu novio, qué me haría?

—No sé; si quiere, se lo pregunto. Al usurero le brotaron en las pálidas mejillas unas rosetitas de arrebol.

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