La colina de las piedras blancas (41 page)

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Authors: José Luis Gil Soto

BOOK: La colina de las piedras blancas
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La madre se echó a llorar amargamente.

—Fue él. Fue Ledesma. El hideputa. Él nos dejó para que los luteranos nos mataran y nos reventaran los sesos a golpes —seguía diciendo mientras miraba al frente.

Estuve un rato más con él y con su desconsolada madre. No acababa de reponerme de la impresión. Ni del desmayo. Me encontraba medio mareado y necesitaba abandonar aquella casa. Las repetidas frases de De la Vega me estaban martirizando. No había sido buena idea la visita, como bien me había advertido el anciano.

Cuando decidí despedirme de ambos, acaricié el cabello de Pedro. Y lo miré por última vez. Entonces, con sus palabras, me hirió muy dentro:

—Y fue por tu culpa, Montiel. Por tu culpa. Ledesma iba a por ti —me dijo, esta vez mirándome a los ojos con sus pupilas de mochuelo enloquecido.

Capítulo 53

N
o volví a decir palabra a lo largo del camino que une Osuna con Sevilla. Iba consternado, corroído de odio y asqueado de la vida. No podía albergar en mí más rencor del que portaba entonces, después de haber escuchado las palabras ciertas y agraviantes de Pedro de la Vega. Me había acusado de algo que era la pura verdad, por más que yo no hubiera podido evitarlo.

A cada paso que daba hacia Sevilla se acrecentaba mi animadversión por Ledesma. Me palpaba el pomo de la espada, el filo de la vizcaína y la empuñadura de la pistola. Escupía continuamente al suelo polvoriento y sudaba a chorros bajo los rigores del estío andaluz que me calentaban el sombrero como si fuese un horno. Más de dos años fuera, soportando los fríos y las nieves de Irlanda, Escocia, Flandes y los Alpes me habían hecho débil y vulnerable ante el calor.

Antes de entrar en Sevilla nos dividimos los diez o doce que quedábamos del grupo. Nos despedimos y yo permanecí a las puertas, admirándome del ir y venir de carros cargados de mercancías, caravanas enteras de género de todo tipo, soldados, menesterosos, literas escoltadas, caballos, ganados… Estuve un buen rato contemplando la gran actividad comercial que vivía la ciudad; Sevilla era, con seguridad, el mayor centro comercial del reino, y en su interior se controlaban las transacciones con el Nuevo Mundo, desde la afamada Casa de Contratación.

Luego traspasé las murallas y me adentré en la ciudad con la intención de descansar, reponerme de los rigores del viaje y encaminarme a Llerena lo antes posible, pues me notaba alterado, con grandes ansias por llegar. Pero antes debía visitar alguna iglesia, o la propia catedral, para poner en orden mi conciencia. Tantos sentimientos perniciosos me corroían las entrañas, que me vi en la obligación de disculparme ante el Altísimo por lo que iba a hacer.

Sevilla me pareció una ciudad desordenada y a la vez maravillosa. Estaba siendo transformada gracias a la construcción de nuevos edificios o la remodelación de algunos antiguos: la catedral con su majestuoso campanario, la Casa de Contratación, la Audiencia, la Casa de la Moneda, la iglesia de la Anunciación, el Hospital de las Cinco Llagas…

Aunque sus calles eran estrechas, se estaban remodelando las fachadas, que tenían aún saledizos y grandes balcones, los cuales daban tristeza y humedad a las fachadas, exentas de sol. Sin embargo, se estaban abriendo plazas que daban prestancia a la ciudad, especialmente la de San Francisco, porticada y con una fuente en uno de sus extremos. También había sido construida otra recientemente, denominada de la Laguna, en la que se había enclavado una alameda y se habían colocado dos estatuas: una de Hércules y otra de César.

Lo peor era la basura que se acumulaba en sus calles. Todo eran desperdicios, animales muertos, inmundicias, escombros y despojos junto a la muralla y el Arenal, de los cuales emanaba un olor fétido que se hacía insoportable en algunos rincones. A paliar este desaguisado contribuían los amplios huertos, jardines y patios de muchas casas, palacios y conventos. En ellos crecían los jazmines, rosales, cidros y otras plantas.

Me llamó la atención la forma de vestir de sus mujeres. Se adivinaban lindas bajo sus vestiduras, que eran excesivamente cerradas, como si tuvieran aún la costumbre de las moras. Desde que abandonase Escocia no había visto más que mujerzuelas en los campamentos y ni las irlandesas, ni las escocesas, ni mucho menos las daifas que visitaban la tropa, eran mujeres tan tapadas como aquéllas de Andalucía.

Parecióme por un momento que me encontraba en uno de esos puertos del norte de África, con edificios y patios árabes. Incluso la muralla estaba construida a la usanza de las de aquellos lugares.

Pude admirar la casa biblioteca de don Hernando Colón, hijo del Almirante, en el barrio de los Humeros, cercana a la Puerta Real. Y también las avanzadas obras de lo que había de ser la Lonja de mercaderes, junto a la catedral. Detrás, en el Alcázar Real, se encontraba la Casa de Contratación, o Casa y Audiencia de Indias.

Al pasar ante una pequeña iglesia me decidí a entrar para pedir perdón por última vez antes de que todo se precipitase en los días venideros. Un sacerdote decía misa ante escasos feligreses que llamaban la atención por sus ricas vestimentas y su presencia distinguida. Enseguida supe que eran nobles de alguna casa de postín de Sevilla. Vestían de riguroso luto y supuse que se trataba de una misa de difuntos, por el alma de algún familiar fallecido.

Al principio no puse cuidado, más ocupado en curiosear pasando la mirada desde atrás a cada uno de los personajes que se habían dado cita en el pequeño y coqueto templo. Mas luego, cuando presté atención a las palabras del sacerdote, me sobresalté ante el verdadero motivo de aquella misa: los familiares de uno de los fallecidos en el galeón
San Esteban
pagaban la misa para rogar a Dios que el alma de Boetius Clancy, el asesino de su hijo, se pudriera en el infierno sin consuelo y a perpetuidad.

De súbito se me vinieron a la mente las imágenes de mis compañeros colgados, masacrados por los ingleses en aquella colina ante los acantilados. Sus caras desfiguradas, sus largas lenguas al aire, sus ojos picados por los cuervos… Sentí que una arcada me obligaba a arrojar lo último que había comido aquella mañana, y tuve que salir del templo apresuradamente.

Me apoyé en el muro, justo en la esquina de la plazoleta que se abría ante la puerta principal. Cuando intentaba recuperarme respirando hondo, vi que se aproximaba una singular comitiva: un coche de calidad, escoltado por varios soldados que montaban caballos muy bien enjaezados. Aunque me encontraba algo mareado, tuve curiosidad por ver transitar ante mí aquel conjunto magnífico pero, al pasar a mi altura, uno de los soldados se desvió de la caravana y se vino hacia mí con su caballo. Asustado eché mano de la toledana, sólo para ponerme en guardia; no sabía cuáles eran las intenciones de aquel hombre, pese a que mi actitud había sido de simple observador. Paró el caballo a cierta distancia, me miró, entornó los ojos y volvió a mirarme con detenimiento. Era un caballero de buena planta, tocado de un sombrero con plumas bajo el que ocultaba su rostro, y vestía con galas de soldado distinguido. Su mostacho abundante me resultó conocido.

—¡Que me ahorquen ahora mismo, voto a Cristo, si no sois el mismísimo Rodrigo Díaz de Montiel en persona! —dijo, y enseguida lo reconocí.

—Pero… ¡Idiáquez!, bendito sea Dios.

Descabalgó al instante y nos fundimos en un sólido abrazo. Parecía un milagro que con el gentío que entraba y salía de Sevilla hubiera dado yo precisamente con mi amigo. En realidad, tanto el desagradable reencuentro con Pedro de la Vega como aquella extraña misa que se estaba celebrando dentro de aquella pequeña iglesia, eran signos que me devolvían a la ensenada donde comenzaron mis desgracias.

—¡Os dábamos por muerto, Rodrigo! ¡Por muerto! —me decía con los ojos brillosos por las lágrimas.

—Es largo de contar, Idiáquez. Han pasado tantas cosas…

—¡Dios mío! ¡Cómo sufrimos después de perderos!

El alférez se mostraba aún más emocionado que yo. A toda prisa quería que le contase cómo había conseguido salvar la vida y qué me había ocurrido desde el día del naufragio, pero yo era incapaz de contar nada. Tenía en la mente una pregunta que no podía esperar:

—¿Fuisteis a Llerena? —le pregunté sin rodeos.

La cara del alférez se ensombreció. Se acarició el mostacho a contrapelo, varias veces. Noté enseguida que no se atrevía a hablar, por lo que le insté con un gesto. Entonces dijo:

—Decidme Rodrigo, ¿no habéis pasado aún por Llerena?

—No —respondí muy preocupado—. ¿Qué pasa? Por Dios, Idiáquez. ..

El alférez se excusó ante los compañeros de la comitiva, que resultó ser la del gobernador de la Lonja de mercaderes, donde servía desde su regreso, ayudando a organizar las flotas de Indias. Luego volvió a girarse hacia donde me encontraba y cuando nos hallamos frente a frente me sujetó por los brazos, mirándome mientras meneaba ligeramente la cabeza de un lado a otro. Frunció el ceño y miró a ambos lados para ver si alguien podía importunarnos.

—Montiel, vamos a sentarnos.

—Contádmelo todo —le dije— aquí y ahora.

—Rodrigo, lo siento. Vuestra madre ha muerto.

Capítulo 54

M
e lo contó todo con detalle, en torno a unas frituras y una jarra de vino. No fui capaz de beber nada. Había llorado como si no lo hubiera hecho nunca, y luego me calmé y permanecí en silencio mientras él hablaba. Por mi cabeza pasaban muchos pensamientos en aquellos instantes.

—Yo llegué al pueblo cuando Ledesma ya estaba aquí. Tuve que pasar por la Corte a reclamar lo que te pertenecía, pero sólo accedieron a que lo cobrasen tu madre o tu hermana. Hice las gestiones para que pudieran reclamarlo desde Llerena y eso me entretuvo.

Me explicó que mi madre había enfermado al poco de zarpar la Armada de Lisboa y había permanecido así, sin cuidados, hasta que regresó Ledesma y fue a anunciarle con regodeo que yo había muerto descuartizado a manos de los ingleses. Entonces empeoró y murió de pena, sola en aquella hacienda, con la única compañía de los viejos lacayos de mi señora tía.

Luego, Ledesma había intentado que la enterrasen en la misma hacienda, junto a las pocilgas, como si fuese un puerco, o un perro, o una rata.

—Al final no sé qué se hizo —me consolaba Idiáquez—. Supongo que se impondrían las leyes y la cordura, y se enterraría en suelo sagrado, como ha de ser. Yo tuve que abandonar el pueblo, pues Ledesma me amenazaba. Cuando le dije que iba a cumplir vuestra última voluntad me arrebató los documentos que llevaba y me dijo que él se los daría a vuestra hermana y que no quería verme por allí so pena de verme ahorcado. No tuve elección.

—Tengo que partir hacia Llerena hoy mismo. Llevo mucho tiempo de retraso y debo recuperarlo. Siento no poder contaros mis aventuras; las dejaremos para otra ocasión. ¿Qué pensáis hacer aquí?

—De momento estoy empleado en la Lonja y en la Casa de Contratación, por lo de las flotas de Indias. No sé cuánto tiempo estaré por aquí. Hay tanta gente que se embarca para el Nuevo Mundo que me dan ganas de hacerlo yo también.

Idiáquez me habló luego de los trámites que se necesitaban en la Casa de Contratación para pasar a Indias y de lo tedioso que era todo con tanta burocracia. Pero yo ya no lo escuchaba. Tenía la mente puesta en otro lugar, en otras miras. Tenía fuego en mi interior, lava de un volcán a punto de escupir el contenido de sus entrañas. Era el mismo diablo quien me habitaba.

No quise volver a la iglesia. Era consciente del pecado que iba a cometer. Había matado a mucha gente; muchos soldados habían muerto bajo mi espada o mi daga. Empleé picas cuando me lo encomendaron; y arcabuces y mosquetes. Maté a degüello, por la espalda. Pero en todos esos casos fue la guerra la causante. Cada uno de esos días confesé, escuché misa y comulgué antes de hacerlo. Todo era por la verdadera religión y la salvación de nuestra nación. Pero ahora… Ahora era consciente de mi falta antes de cometerla. Y no había más explicación que el despecho, el odio y el afán de venganza. Quería escupirle a la cara las mismas palabras que me dedicó desde el barco: «vas a morir, maldito hideputa». Y hasta que no lo hiciese, la media alma que Blaithin me había dejado no descansaría en mi interior.

Esa noche el alférez me ofreció cena y cama, aunque yo ya no quería permanecer un minuto más en Sevilla y no pude conciliar el sueño. A la mañana siguiente me dispuse a partir definitivamente. Mientras tomaba algo de bizcocho y vino, conté al alférez lo que había escuchado en la iglesia el día antes.

—Una serie de nobles está organizando en secreto una pequeña escuadra para acudir a Irlanda. Quieren encontrar la sepultura donde se encuentran los ciento treinta hombres que tú viste ajusticiar, los náufragos del
San Marcos
y
el San Esteban
, y traer de vuelta los cuerpos de sus hijos para prodigarles los honores que merecen.

—¡Están locos! —me sorprendí—. La costa irlandesa es peligrosa en extremo. No encontrarían la tumba ni en mil años buscando con tranquilidad. ¡Y te puedo asegurar que no van a tenerla ni un solo minuto!

—Conozco a algunos de ellos. Están dispuestos a lo que sea. Gastarán parte de sus fortunas para conseguirlo.

Miré al alférez con sorpresa. Aunque el plan me parecía descabellado, no dejaba de tener algo de desgarrador.

—Me parece imposible, pero les honra.

Finalmente nos despedimos. Acordamos que cuando hubiese puesto en orden mis negocios familiares volvería a Sevilla y tal vez me decidiese de una vez a cambiar de aires y viajar a Indias. Me iba a hacer falta después de todo aquello, y me gustaría acompañar a Idiáquez en busca de nuevas aventuras.

Capítulo 55

M
e encaminé hacia Llerena por la que los romanos llamaban Vía de la Plata, buscando el norte. Dejé atrás Sevilla para adentrarme en los bosques de encinas que me conducían, a cobijo del sol implacable, por las sierras de Extremadura. Pasé la noche a la intemperie, sobre un lecho de pasto que me fabriqué a los pies de un alcornoque altísimo.

Al romper el día me puse de nuevo en camino. Me separaba apenas una legua de Llerena, así que era aún muy temprano cuando avisté el pueblo. Tenía muy claro cuál era el primer paso que debía dar: había de visitar a mi hermana en el convento, y que ella me contase todo con detalle. Como era posible que me cruzase con Ledesma, cargué la pistola, aflojé las presillas y dejé la espada libre en la funda, y coloqué la daga a mi alcance ensayando el movimiento de desenvainar fugazmente.

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