La clave de las llaves (37 page)

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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

BOOK: La clave de las llaves
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Hacía rato que no hablábamos. Ya estaba todo dicho. Después de mi exposición y de la confesión de Conchita, todos nos habíamos quedado mudos, abandonados a una especie de letargo, encarados con la memoria de una muerte un poco más absurda que todas las muertes. Junto con la tristeza, a mí me había asaltado el dolor y el cansancio, y había dejado caer la cabeza hacia atrás y si no me dormí, poco faltó.

El grito de Conchita, «¡Por aquí, a Can Bordaire!», inesperadamente vivo y despierto, me volvió a la vida, y la vi a mi lado, tan animada, tan atenta al camino, al lugar donde nos conducía, hacia el futuro, que no pude evitar pensar en la crueldad de la muerte. La muerte de María Borromeo quedaba atrás en una vertiginosa carrera hacia el olvido, mientras nosotros aún teníamos tantas cosas que hacer. Quizá eso sea sinónimo de vida. Tener muchas cosas que hacer.

Ya clareaba y podíamos ver la carretera más allá del alcance de los faros del Volvo. Una carretera estrecha y sinuosa por la que circulaba con prudencia el Jaguar de Biosca, delante de nosotros. Nos estábamos encaramando por un bosque denso, oscuro y húmedo, por un paisaje abrupto que, al cabo de un par de quilómetros, se abrió a nuestra izquierda en un abismo repentino al fondo del cual, entre los árboles, se podían ver las casitas de belén de Camallada. Humo en las chimeneas, tejados de tejas rojas, luces de Navidad apagadas y una niebla baja que se empezaba a notar también en la carretera y que convertía la realidad en recuerdo.

—¿No podemos ir un poco más deprisa? —protestó Biosca, impaciente.

—La carretera está helada —se explicó Palop, nervioso y de mal humor—. Estamos haciendo patinaje artístico, ¿no lo nota?

—La casa está al final de la carretera —dijo Conchita.

Y me miró. Nos miramos, conscientes de que estábamos llegando al final.

No hacía mucho que nos habíamos mirado con la misma intensidad. Cuando estábamos saliendo de Barcelona y yo había dicho:

—¿Quieren saber qué pasó la noche de la cena de las llaves y quién mató a María Borromeo?

Se había producido un silencio provocado por la sorpresa, que yo interpreté como respuesta afirmativa a mi pregunta. Continué:

—Conchita y Luis Ardaruig iban cabreados, en su coche, por la carretera de Vallvidrera. Frustrados y de mala leche, como te pone el alcohol cuando las cosas se tuercen. Resignados pero no conformados a regresar a casa sin cumplir ninguna de las expectativas que se habían hecho. Y, de repente, cerca de los merenderos de Les Planes, vieron el coche de Danny Garnett. Vieron cómo echaba a la chica del vestido rojo, que se llamaba María Borromeo. Vieron cómo arrancaba y se alejaba y la dejaba allí en medio, sola, abandonada en la noche.

—No —decía Conchita, moviendo la cabeza porque no quería oírme—. No es verdad.

—Luis detuvo el coche para ayudarla…

—No. Se equivoca. —Sólo el «no» persistente y terco de los que no tienen versiones alternativas que ofrecer—. No.

—Y entonces se le ocurre que él sí que podrá follar con otra mujer, aquella noche. La novia de Reig, abandonada por Garnett. Va borracho, y excitado, y frustrado, y ha discutido con su mujer. Y dice: «Mira; si Garnett no quiere a la chica del vestido rojo, yo la puedo aprovechar». Y para el coche…

—¿De dónde saca todo eso? ¿Quién se lo ha dicho?

—Simples suposiciones —reconocí.

—¡Entonces, cállese de una vez! ¡No diga más tonterías!

—¿Quiere decir que no fue así? ¿Quiere decir que no vio cómo Luis bajaba del coche y hablaba con ella? ¿No fue entonces cuando Mary Borromeo le pegó un golpe con el bolso a su marido? ¡Pam! Un trompazo con la mano derecha que le dejó una señal en el pómulo izquierdo. ¡Pam! Y él se cabreó, quiso devolverle el golpe y le pegó una fuerte bofetada, un señor trompazo, un viaje que hizo que Mary Borromeo cayera al suelo. ¿Me está diciendo que no fue así la cosa?

—No puede saberlo —repetía Conchita convencida—. No puede estar seguro.

—Usted lo vio. No pudo ser de otra forma.

Conchita dijo en voz muy baja, muy consciente de que, a pesar de que no decían ni palabra, Biosca, Olivia y, sobre todo, el comisario Palop, escuchaban atentamente nuestra discusión:

—Se fue con Danny Garnett y eso quiere decir que la mató Danny Garnett.

—No, Conchita.

—Sí. Yo lo vi. La mató Garnett.

—¿Sabe por qué no pudo ser Garnett? Porque el domingo pasado salió a jugar al fútbol y llevaba manga corta y no se le veía ningún vendaje, ni tenía ninguna herida en el brazo izquierdo.

Escena 2

Pero esta conversación se había iniciado hacía más de una hora, saliendo de Barcelona. Ahora, de golpe, nos sobresaltó a todos un grito de alarma de Biosca:

—¡Eh, mirad ahí!

Conchita y yo separamos nuestras miradas para dirigirlas hacia delante, para descubrir a través del parabrisas que estábamos subiendo por una recta muy pendiente que acababa en la cima del cerro, donde se veía una vieja masía con una torre adosada. Más allá del Jaguar que nos precedía, venía un coche de cara. Un BMW azul. Olivia lo reconoció.

—¡Es Danny! —dijo.

—¿Se va?

—¡Viene hacia aquí!

—¡Hacedle señales! ¡Hazle ráfagas!

Palop hizo ráfagas y los demás soltamos un grito.

La carretera era estrecha y el BMW de Garnett circulaba casi por el medio, con oscilaciones caprichosas a un lado y a otro, y esperábamos que hiciera una maniobra hacia la derecha, para dejarnos pasar, pero no la hizo. Más bien al contrario, de pronto pareció que embestía al Jaguar. Imposible determinar si lo hacía a propósito o si resbaló sobre el hielo. Beth reaccionó tarde, con un golpe de volante que llevó el descapotable hacia la cuneta, y vimos cómo salía de la carretera por el lado en que había montaña y se clavaba contra un árbol. Biosca exclamó «¡Eh, mi Jaguar, ¿qué hacéis?!» y no nos pudimos entretener contemplando la situación porque el coche de Garnett ya se dirigía frontalmente contra nosotros.

No se le veía la cara, pero sólo por la manera como se agarraba al volante, como si fuera un elemento para sujetarse y no para conducir el vehículo, se adivinaba que le ocurría algo y que, definitivamente, no nos iba a esquivar.

Lógico. Más o menos, lo que me esperaba. Por eso no había sido posible aplazar aquel viaje.

Todos nos alborotamos.

—¡Cuidado!

—¡Atención!

—¡Está loco!

Una hora antes, también se habían alborotado todos al oír mi afirmación: «¿Sabe por qué no pudo ser Garnett? Porque el domingo pasado salió a jugar al fútbol y llevaba manga corta y no se le veía ningún vendaje, ni tenía ninguna herida en el brazo izquierdo.»

—¿Cómo ha dicho, cómo ha dicho? —preguntaba Palop.

—¿Qué ha dicho de una herida? —se interesaba Biosca mientras se volvía hacia mí—, ¿No era en la cara, la herida?

Olivia y Conchita, que viajaban conmigo detrás, una a cada lado, se limitaban a mirarme, como desafiantes. A ver qué me atrevía a decir.

—El hombre que mató a Mary Borromeo —había dicho yo, tratando de ser muy didáctico, poniendo orden en la información— tuvo una idea loca. Para desviar la atención de los investigadores, decidió inventarse un asesino en serie. Un psicòtico que mataba prostitutas y les metía un cigarrillo en la boca, con una muestra de su ADN. Pero, para hacerlo creíble, tenía que matar a más de una, claro, y cuanto antes, y por eso a la noche siguiente salió de caza, localizó a una segunda víctima al azar y la mató, y le puso un cigarrillo en la boca, con el mismo ADN del de la noche anterior. Pero este asesino tan astuto, además, aún quiso cubrirse mejor la espalda. Aquella mañana, había asistido a una reunión de urgencia, cuando Joan Reig, increpado por Lady Sophie, había pedido socorro al presidente Monmeló, y en la reunión seguramente se había dado por supuesto que el culpable del asesinato era Garnett, la persona que se había ido con la chica del vestido rojo. De manera que al asesino se le ocurrió fundamentar aún más la culpabilidad del futbolista inglés. Y, cuando mató a la segunda mujer, le quitó los zapatos, decidió sumar este truco al otro del cigarrillo, en apartente contradicción. En realidad, supongo que pensó «Más valen dos maniobras de distracción que una». Es probable que no fuera desencaminado: si alguno de los que habían ido a la fiesta se iba de la lengua, por mucho cigarrillo con ADN que hubiera, la atención de la policía se centraría necesariamente en los participantes. Y si la policía decidía investigar a Garnett, se convencería de su culpabilidad al encontrar los zapatos de la segunda víctima enterrados en su jardín. Los asesinos en serie ya hacen cosas así; se llevan objetos de las víctimas como recuerdo. El problema fue que, mientras los estaba enterrando, le atacó el perro de la casa. Y yo vi una foto en que el perro le mordía el brazo izquierdo. Muy claramente. En un principio, supuse que había siilo el mismo Garnett quien había enterrado los zapatos y que el perro podía haberle atacado porque iba disfrazado, pero Garnett, como he dicho, el domingo salió a jugar con manga corta y no había rastro alguno de mordeduras caninas en su brazo. En cambio, ayer mismo tuve la oportunidad de agarrar bien fuerte el brazo de Luis Ardaruig, su antebrazo izquierdo para ser más exactos. Mientras pegaba un puntapié a los testículos de mi peor enemigo, aproveché para presionar aquel antebrazo… y debo decir que noté el bulto de las vendas bajo la manga y que Ardaruig se encogió de dolor a la presión de mis dedos.

Silencio.

Silencio mientras veíamos que, al volante del BMW que nos embestía, iba Garnett. Y, súbitamente, daba un cabezazo y caía sobre el volante, como desmayado.

Palop reaccionó accionando el volante. El Volvo giró como una peonza, como en un torbellino, y le ofreció el lado derecho al coche que se nos venía encima. Olivia y Conchita gritaron. Yo supongo que también. Biosca se limitó a sujetarse a la agarradera que había encima de la puerta. Fue un topetazo fuerte y ruidoso, pero no tan catastrófico como nos temíamos. La angustia llegó cuando, después de la colisión, los dos vehículos no se quedaron clavados en su sitio, sino que continuaban corriendo, deslizándose carretera abajo, nuestro Volvo empujado por el BMW con el conductor inconsciente, el abismo a menos de dos metres de distancia.

—¡El suelo está helado! ¡Estamos patinando!

Fuimos conscientes de las curvas y el abismo que habíamos dejado atrás y del peligro al que nos abocábamos inevitablemente. De un momento a otro, llegaríamos al límite del asfalto y nos precipitaríamos. Aquel era el destino que había previsto para Garnett el que lo había emborrachado, o drogado, y lo había metido dentro del BMW y lo había lanzado por la carretera en pendiente para que diera el gran salto. Garnett era el principal sospechoso de los crímenes. Si moría, ya tendríamos a alguien a quien endosarle la culpabilidad y el asesino podría irse a dormir tranquilo. Bastaría con que alguien echara una ojeada a su jardín y encontrase los zapatos enterrados, y podrían cerrar el caso. Lo malo era que Danny Garnett estaba a punto de arrastrarnos a todos hacia su propio final.

No sé cómo se las arregló Palop, pero su destreza nos salvó. Vi cómo cambiaba de marcha y maniobraba con el volante, y el Volvo emitió un rugido de rebeldía y, de pronto, giramos un poco más y empujamos al BMW fuera de la carretera, por el lado de la montaña. El BMW, dando saltos, pasó por encima de unas rocas y fue a dar contra los árboles con una trompazo seco que lo dejó clavado. Nuestro Volvo, en cambio, rebotado, resbalaba imparablemente hacia el vacío, Biosca ya tenía la mano en la manija de la puerta para saltar, yo no podía hacer nada porque estaba entre las dos mujeres. Palop, después, me contó que pudo vencer la tentación de tocar el freno hasta llegar a la estrecha cinta de arena y grava, de apenas un metro, que delimitaba la cuneta, antes del abismo. Cuando las ruedas de la derecha del coche tomaron contacto con aquella superficie más seca, lo clavó. El aullido del freno se impuso al griterío general de terror y todos, instintivamente, nos apiñamos hacia la izquierda, Biosca encima de Palop, yo en un sándwich entre la tetuda señora Garnett y Conchita Ardaruig, por si el coche quedaba colgando y había que hacer contrapeso. El vehículo se desplazó todavía un palmo o dos, muy lentamente, como queriendo favorecer el suspense, y, por fin, se quedó parado, de tal manera y a tan poca distancia del vacío, que si a Biosca se le hubiera ocurrido saltar en aquel momento por su puerta, se habría precipitado inevitablemente sobre el pueblo de Camallada como un meteorito en caída libre.

Estábamos parados. De repente, todo había terminado.

Respiraciones pesadas.

—¡Ardaruig está en la masía! —gritó Palop.

Su reacción me dio a entender que ya no dudaba de nada de lo que yo les había contado. Ardaruig había citado a Garnett para tenderle una trampa. Ardaruig, cuando el jueves día cuatro recogió las colillas pensó que nunca encontrarían a su propietario, porque las posibilidades de que fuera alguien fichado y con el ADN registrado eran mínimas. Y, una vez identificado gracias a Soriano el cura fumador de Gran Celtas y una vez asesinado ese cura de carambola, con una bala que Cañas me dedicaba a mí, pensó «problema resuelto, éste no podrá defenderse» y, en cambio, no se le ocurrió (como tampoco se me ocurrió a mí, lo acepto) que aquel sacerdote huraño y solitario que no salía nunca de su parroquia pudiera tener una coartada de hierro precisamente para la noche del primer crimen, una coartada que sus amigos y familiares proclamaban a los cuatro vientos después de su muerte. De repente, cuando lo veía todo solucionado, cuando la campana había sonado a tiempo para salvarlo, le llegó esta noticia. Y. entonces, ya sólo le quedaba Garnett, suerte que había previsto un plan B, qué oportuno haber enterrado los zapatos de Leonor García en su jardín como medida de precaución suplementaria. Debía de sentirse muy feliz cuando habló conmigo y constató que consideraba que Garnett era el asesino. Cuando me soltó, debía de pensar que mi testimonio jugaría a su favor si todo se hundía. Pero no podía ni quería arriesgarse a que Garnett se defendiera, no quería correr el riesgo de que la policía acabara interrogándolo a él ni, sobre todo, a su mujer. Y, si se había sentido tranquilo después de la muerte del padre Fabricio, cuando pensaba que aquello cerraba el caso, ahora, la única manera de volver a sentirse seguro era matando a Garnett. No debió de costarle mucho atraerlo. «¡Sospechan de ti, hay pruebas, la policía se dispone a acusarte!» Había dispuesto de toda una noche para emborracharlo hasta aturdirlo. Y había pretendido que se matara en un infortunado accidente de coche. Un borracho conduciendo un coche por una carretera helada y de madrugada tiene todos los números para matarse.

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