Read La clave de las llaves Online
Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera
Pero me gustaba lo que me hacía.
«No tengo que quedarme a dormir aquí», pensaba.
Sonó el móvil.
Suerte tuve del móvil. De no ser por él, igual se me habría hecho de día en aquel piso. Ya llevaba en él unas cuantas horas, tumbado en aquel incómodo sofá de mimbre y, al abrir los ojos, diez o doce modalidades de dolor diferentes atenazaron mi cuerpo. Gemí y no me levanté de un salto porque tenía todas las articulaciones oxidadas y chirriantes. Sé que blasfemé. Sólo estaba encendida la luz de la cocina, a lo lejos, y la llama de la estufa, a mi lado, y Ginni (no Cristina: Eugenia, Ginni) dormía en el suelo, al pie del sofá, desnuda. Y estaba sonando el móvil.
La cumparsita.
Qué difícil resultó encontrarlo, los dos rezongando y gateando, buscando la ropa, los bolsillos, tropezando el uno con el otro, y los compases de
La cumparsita
riéndose de nosotros.
—¡Aquí!
—¡Sí!
Era Beth.
—Perdona, Ángel. ¿Te he despertado?
—¡No, no!
—¿Te pillo en mal momento?
—¡No, no!
—Bueno, ya veo que sí, lo siento, pero perdona, es urgente… Me parece que te interesará…
¿Qué hora era? Cerca de las doce de la noche. Oscuridad absoluta, aparte de la luz de la cocina. Los cristales, helados por el frío que hacía en el exterior. A ver si el hombre del tiempo iba a tener razón y nevaba.
—Sí, sí, dime.
—Acaba de llamarme Olivia Garnett, la mujer de Danny Garnett. La he localizado esta tarde, me ha costado pero la he pillado hará unas dos horas, hacia las diez. ¿Me oyes? ¿Estás despierto?
—¡Sí, sí!
Ginni se desperezaba, desnuda y descarada como una gata, en el suelo, delante de mí. Me sonreía. Una tentación.
—Me ha parecido que estaba muy angustiada, asustada, hecha polvo. Se pone y dice: «¡Danny no está!», sin preguntar ni quién era, ni qué quería, no sé qué le pasaba. No sé si se creía que llamaba alguien que preguntaba por su marido, o si estaba sufriendo por la ausencia de Danny y tenía que contárselo a alguien, a quien fuera, al primero que llamase. Dice: «¡Danny no está!». Le he dicho: «Mire, señora Garnett, no se asuste, la llamo por lo que pasó el jueves cuatro», como tú me habías dicho. Todo lo que me dijiste: que mirase si alguien había enterrado algo en su jardín. Nada más. Se ha puesto a llorar, pidiendo explicaciones, y sólo le lie dicho que eso formaba parte de una investigación oficial. Que, sobre todo, no le dijera nada a su marido. Que yo volvería a llamar.
Ginni estaba excitada y me incitaba a iniciar algún juego sexual. Aparté la mirada, huí de sus manos, empecé a pasear por la sala, sin pantalones ni calzoncillos ni calcetines, muy inquieto. Esquius puede ser muy desagradable, cuando se pone.
Continuaba Beth:
—La he vuelto a llamar hacia las once. Y no contestaba. Y he insistido, e insistido, hasta que se ha puesto, por fin, hace un momento. Estaba llorando, destrozada. Digo: «¿Ha encontrado algo en el jardín?». Dice: «Sí». Digo: «¿Qué ha encontrado?». Dice: «Unos zapatos», fíjate que yo no le había dicho nada de zapatos. Dice: «Unos zapatos de mujer». Le digo: «¿Lo sabe su marido?». Y se ha puesto a gritar: «¡Mi marido no está! ¡Mi marido no está!». Y entonces, no he sabido qué hacer. Le he dicho: «No haga nada, ahora volveré a llamarla».
—Muy bien. Lo has hecho muy bien… —Ginni, desde suelo, se retorcía y decía «¿Sí? ¿Lo he hecho muy bien?»—. Ahora, hazme un favor: primero, avisa a Olivia Garnett de que iremos a verla. Y llama a Biosca y dile que ya tenemos al asesino de las prostitutas, que vaya a casa de Garnett ahora mismo. Yo también voy…
Ginni, con cara de decepción: «¿Ahora mismo?».
—¿Puedo ir yo también? —preguntó Beth.
No podía decirle que no.
Colgué el teléfono. Recogí los calzoncillos y me los puse procurando mantenerme fuera del alcance de Ginni, que rodaba por el suelo persiguiéndome. Tuve que forcejear con ella para obtener los pantalones y, mientras me los ponía, noté que ella se enfadaba. Yo no quería ni verla. A la mierda. A hacer puñetas. Mientras me acababa de vestir, Ginni estaba sentada en un rincón de la habitación, abrazada a sus piernas plegadas, las rodillas cerca de la barbilla, muy seria, casi hostil.
—Pasas de mí, ¿verdad? —decía—. ¿No podrás perdonarme nunca? —Cosas así.
Y yo tenía ganas de decirle que sí, que pasaba de ella, que no la perdonaría nunca. Sobre todo porque tenía la cabeza en otra parte y no podía concentrarme en ella.
Estaba llamando a Palop.
—… Soy Esquius. ¿Te he despertado?
—¿Y a ti qué coño te importa? —me soltó. Quería decir que sí.
—Tengo al asesino de las dos putas. ¿Te interesa? Si quieres saber quién le pegó el tiro a Soriano, pasa del juez Santamaría y ven inmediatamente.
Gruñó, tosió, carraspeó, suspiró y se puso a mis órdenes. Le cité en casa de Garnett, en Pedralbes.
—¿Garnett? —exclamó—. ¿Danny Garnett? ¿Me estás hablando del futbolista?
—Sí, tío, pero si estás pensando en pedirle un autógrafo, olvídate porque me parece que no lo encontraremos en casa. Hablaremos con su mujer.
Corté la comunicación para ahorrarme más explicaciones, porque he leído muchas novelas policíacas y me gustan las explicaciones delante de público, ver las caras de sorpresa y sentirme inteligente, sagaz y protagonista.
Me volví hacia Ginni y le dije:
—Tengo que irme.
Y ella enfurruñada:
—Me da igual. Tengo la agenda llena de números de teléfono de fontaneros. Vete a la mierda.
Era broma, sí, me esforcé en pensar que era broma, pero no me hizo gracia, porque me pareció que de Ginni se desprendía una atmósfera cargada de mala leche, como de un rencor demasiado agrio para tolerar bromas. En aquel momento, intuí por qué no le duraban los maridos ni los amantes, y no tuve ganas de hablar del tema. Al contrario, me entraron unas ganas incontenibles de echar a correr. Como debe de pasarles cada noche de luna llena a las mujeres que se han casado con Hombres Lobo.
Un taxista malcarado y lacónico me hizo el favor de detenerse veinte metros más allá de donde yo le había hecho señales, y me esperó, y arrancó bruscamente en cuanto cerré la puerta, antes de que le dijera dónde quería ir. Fuimos a buscar la Diagonal y subimos, de semáforo en semáforo, por la abotargada noche barcelonesa, hasta que doblamos a la derecha de repente, y fuimos a buscar la Cruz de Pedralbes y, un poco más arriba, yo dije «Aquí mismo» y clavó el coche de manera que fui a parar de narices contra el respaldo de su asiento. Taxistas nocturnos en la gran ciudad: si no demuestran lo que valen, son hombres muertos.
—Si no le gusta su trabajo —le dije, mientras le entregaba una de las tarjetas falsas que siempre llevo encima—, y alguna vez ha pensado de ejercer como asesino a sueldo, llámeme.
La tarjeta decía Pedro X. Lobo, Centro de Operaciones Clandestinas, Ministerio de Defensa, Amador de los Ríos, 7, Madrid, y el número de teléfono de un conocido Instituto Psiquiátrico. Le proporcioné materia de preocupaciones durante un rato. Era una noche llena de pequeñas venganzas.
Abrumado por el frío, pasé por delante del edificio donde vivía el fotógrafo furtivo, amigo de Tete Gijón, y bordeé el muro inmenso de la mansión de los Garnett hasta una verja majestuosa. Había un portero electrónico con un solo botón. Cuando lo pulsabas, se encendía un foco deslumbrador, te sentías espiado por la cámara indiscreta, te contestaba una voz y se desencadenaban los ladridos de un perro que, a juzgar por su voz de tenor, debía de ser de dimensiones espectaculares.
—¿Quién es?
Una voz femenina y seca como la cazalla.
Un coche me hizo luces. Me volví justo cuando la verja se abría con un clac. El coche era un Volvo enorme, más que familiar, cuadrado, sólido, blindado, como un tanque. Salió de él Palop, con las solapas del abrigo subidas para protegerse las orejas, y se me acercó con paso pesado. Los dos íbamos agarrotados, las manos en los bolsillos, aturdidos por la baja temperatura.
—¿De qué se trata, Esquius?
—Ya te lo he dicho.
Nubes de vaho delante de las bocas. Me sujetó. El perro continuaba ladrando, escondido en las sombras.
—No. No voy de pelele. Dime de qué vas. Esta mañana, en el hospital, no sabías nada de nada. Ahora, todo arreglado. No me manipules, Esquius.
—No te manipulo, Palop. ¿Cuándo te he manipulado yo?
—Siempre.
En el portero electrónico, con el foco encendido aún como un ojo asustado, la voz femenina se impacientaba:
—¿Quién es?
Le cedí la palabra a Palop. Consideré que era la voz más autorizada.
—Comisario Palop, de la policía judicial. Me están esperando.
—Pase —dijo la voz, desmayada.
Un zumbido y otro clac indicaron que la verja continuaba abierta, es decir, que nada sólido se interponía entre nosotros y aquel perro que no se cansaba de ladrar derrochando decibelios. Habría ganado un campeonato de resistencia.
En aquel momento, dos automóviles aparecieron en el fondo de la calle, con faros deslumbrantes y estruendo de carrera de fórmula, y nos embistieron como
kamikazes
, y bruscamente frenaron con estrépito escalofriante. Eran un Jaguar XK 180 descapotable y biplaza, y un Audi A6 aparatoso y rojo, abollado y cubierto de polvo, propiedad de Octavio, que siempre y en todo apuntaba por encima de sus posibilidades.
Biosca conducía el Jaguar y bajó de él airoso, atlètico y elegante como un
gentleman
de la
City
. Para él, a pesar de su edad, parecía que el frío no existía. Del Audi salió Beth, con un abrigo de piel de conejo, y medias negras, y botas, y cabellera verde, y un Octavio inoportuno y consciente de su inoportunidad. Señalaba a la joven Beth excusándose por el método de acusar:
—Ella me ha dicho que la trajera.
—¿Pero qué os pasa? —protesté—. ¿Os creéis que esto es un circo?
Los ladridos nos obligaban a hablar levantando la voz. Fingíamos que no nos importaba la presencia de aquel animal custodio de la casa.
—No se presenta cada día la oportunidad de acusar a Danny Garnett de asesinato —dijo Beth, con un entusiasmo desaforado.
—Es un error, una confusión —protestó Octavio, indignado—. Garnett no puede ser un asesino. ¡Lo necesitamos, Esquius! Si ha matado a alguien, carguémosle el muerto a otro y aquí no ha pasado nada. ¡Sin él, iremos a parar a segunda!
—… A mí, además, me lo debes porque, por tu culpa, no pude ver a Joan Reig en calzoncillos —decía Beth al mismo tiempo.
El perro invisible había conseguido imprimir un ritmo fastidioso a sus berridos enloquecidos. Biosca me puso una mano en el hombro, paternal:
—Permita que entren los chicos, Esquius, no acapare toda la gloria para usted solo. Ellos aprenderán y la gente de ahí dentro nos estará tan agradecida por los problemas que les vamos a solucionar que no podrá ningún inconveniente en invitarnos a chocolate con churros para tonificarnos en esta noche tan fría. Por cierto, ¿cuál es el problema que les venimos a solucionar, exactamente?
Antes de que pudiera responderle, una voz nueva, que chirriaba en un castellano teñido de inglés, surgió, aguda y estentórea, del portero electrónico:
—¿Quieren hacer el favor de entrar de una vez? ¿Se puede saber qué quieren? ¿Es una broma? ¿O es que me quieren volver loca?
Los cinco visitantes pegamos un brinco sincronizado y nos encontramos dentro del jardín.
Entonces, el chucho se calló y su presencia y su amenaza crecieron en la tiniebla. Me había habituado hasta tal punto a su voz que ya casi podía leerle el pensamiento. «Pasad, pasad, que os estoy esperando…» Pero ninguno de nosotros estaba dispuesto a reconocer que tenía miedo. ¿Dónde se ha visto que una pandilla de policías e investigadores privados se eche atrás ante un vulgar animal doméstico?
Mientras cruzábamos el jardín, reconocí el decorado que había visto días atrás desde el balcón vecino del
paparazzo
, a través del objetivo de su cámara. Los árboles centenarios, el camino de losas sobre el césped blanqueado por la escarcha, los enanos de jardín. Me sentí vigilado, fotografiado, inmortalizado, carne de revista sensacionalista. «A altas horas de la noche, la mansión de los Garnett recibió la visita de cinco sospechosos, uno de los cuales era el comisario Palop de la policía judicial, y a otro le habían partido la cara; también había una chica de cabellos verdes, un gorilazo y un hombre que probablemente dirige unas cuantas empresas multinacionales. Los cinco murieron despedazados por una bestia de enormes proporciones…»
Pasamos por el lugar donde el perro había mordido al intruso aquel viernes día 5, poco después de que asesinaran a Leonor García. En un punto determinado, cerca de allí, se veía la tierra revuelta.
De pronto, de la oscuridad del último rincón del jardín surgió el rottweiler, tan monstruoso como habíamos imaginado. Ojos de fuego y dientes blancos y antropófagos. Mentiría si dijera que no nos asustamos.
Pero, cuando la bestia ya se nos acercaba, sus ojos diabólicos se fijaron en mi rostro y la expresión del animal cambió radicalmente. Debía de ser el aposito que me cubría media cara, o quizá el color azul amarillento que iba conquistando mi cutis, el caso es que el perro clavó las patas de delante, emitió una especie de gemido que evidenciaba su pánico y huyó a su rincón con el rabo entre las piernas.
Subimos los cuatro escalones hasta la puerta cubierta por el porche.
Salió a recibirnos una chica morena, joven y hermosa, de cabellos rizados y negros, con una especie de jersey de cuello alto de seda negra y brillante, collar de perlas y pantalones beige, anchos y de raya afilada. Demasiado joven para ser tan elegante, o demasiado elegante para ser tan joven. En todo caso, una presencia impropia de aquellas horas de la noche.
—¿Qué quieren? —dijo de mal humor.
No podía apartar la vista del apósito que me enmascaraba y también debía de pensar que mi presencia era impropia.
Del interior de la casa, nos llegaban los sollozos de una mujer desesperada.
—Policía —Palop mostró la placa.
—Olivia Garnett quiere vernos —aseguré.
Beth intervenía:
—¡He hablado con ella! Le he dicho que vendríamos y me ha dicho que sí, que de acuerdo.
—¿Está el señor Garnett? —se hacía oír Octavio.
Biosca se abrió paso, se colocó en lugar preferente y tomó la palabra como portavoz de todos nosotros.