Read La clave de las llaves Online
Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera
—¿Esta carta es para los Merlet? —preguntó, con un tono que significaba «Te acabo de pillar a punto de leer la correspondencia ajena»—. Segundo primera.
—Ah, sí. Estaba en el suelo…
Devolví el sobre al buzón y lo cerré de golpe. Al mismo tiempo, se encendió la luz de la escalera y descubrí que la chica no era tan chica. Quizá estaba alrededor de los treinta. Pero tenía la figura, la forma juvenil de vestir y la voz de una muchacha.
—¿Qué es usted? —me dijo, burlona ante mi confusión—. ¿Cobrador de un banco? Me extraña que no vaya vestido con frac, o de escocés, o de Pantera Rosa… Aquí, los hemos visto de todas clases. ¿Qué busca?
Llevaba el cabello corto, cara de luna, pecosa, de mirada clara, descarada y alegre, con dos arrugas que le enmarcaban una boca grande, enorme, de mejilla a mejilla y acostumbrada a reír. Una chaqueta azul, cruzada; un jersey con escote en V; unos pantalones vaqueros.
—Estamos haciendo una investigación —dije.
—¿De los Merlet? —Miraba directamente a los ojos y entrecerró ligeramente los suyos, achinados y oscuros, para aventurar una suposición. Aquella expresión, y las arrugas que provocó, aumentaron su edad un lustro más pero también aumentaron su atractivo—. Una investigación bancaria. ¿Una investigación de solvencia? —Parecía confusa. Paseó la vista por el zaguán, como si lamentara lo que había dicho—. Entonces, he metido la pata, ¿verdad? Oiga, no quería decir que el cobrador del frac y todo eso vinieran por los Merlet. Bueno, será mejor que no quiera arreglarlo, porque será peor. ¿Quiere decir que por fin Esteban se ha decidido a pedir el crédito? ¿Sí? Oiga, eso de los acreedores era broma. ¿Podemos hablar un poco? Me gustaría que me permitiera sacar la pata de donde la he metido.
Me gustaba.
—¿Usted es…?
—Cristina Pueyo, la vecina del cuarto segunda. —Me ofreció la mano. Una mano pequeña, delicada y fría—. Colega y cómplice de Esteban, tengo que confesarlo. —Estreché aquella mano, y se me hizo extraño, como si pensara que lo normal era saludar a las mujeres con besitos en las mejillas, aquellas mejillas fruncidas por las comisuras de unos labios que no podían dejar de sonreír. Con su aspecto, si fuera actriz de cine, sólo le permitirían hacer comedias, sería la Goldie Hawn, la Meg Ryan con la boca ensanchada—. Me gustaría hablarle de ese chico, de verdad. ¿Puede aguantarme esto un momento? Me ha recordado que tengo que recoger mi correspondencia. A ver si encuentro la llave. —Me miró con picardía—. Claro que usted, a lo mejor, me lo podría abrir sin llave, se ve que tiene práctica en ello, ja, ja…
Aguanté la bolsa de la farmacia y mantuve mi expresión impertérrita mientras ella encontraba la llave y abría el buzón del cuarto segunda para sacar de él un puñado de cartas. Por los sobres, vi que dos o tres eran de propaganda de productos cosméticos. No me pareció que necesitara tantos.
—Y ahora… ¿Me permite que suba a dejar todo esto…? No tardaré. Me aseguro de que mi madre tenga la comida a punto y bajo, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —acepté.
Pasó entre la escalera y la pared y me descubrió que el ascensor estaba encajado al fondo. Cuando se cerró la puerta del ascensor tras ella, se apagó la luz de la escalera. Salí afuera a esperarla, renunciando a continuar hurgando en el buzón de los Merlet, ahora que me sentía descubierto.
En la calle, consulté el reloj y me decidí a telefonear a casa de Ori. Contra todo pronóstico, se puso Mónica.
—Eh, Mónica, ¿qué haces ahí tan pronto?
—Ah, he venido a ayudar a Silvia, que hoy prepara canelones y me ha dicho que me enseñaría a hacerlos.
—Vaya, pues yo me los voy a perder.
—¿Ah, sí? ¿No vienes?
—No. Lo siento. Tengo una reunión que ya hace rato que tendría que haber empezado y que se alargará bastante. No sé cuándo terminaremos.
—Ah, bueno. Yo quería… Quiero decir que te esperaba para hablar contigo…
—Ya. Ya sé de qué querías hablar. Aún me lo estoy pensando. He roto la hucha y estoy contando las monedas, a ver si me llega el presupuesto…
—No, papá, de verdad…
—De verdad. Me lo estoy pensando.
—Bueno, bueno… ya lo entiendo. Ya nos dirás algo, ¿eh?
«Nos», dijo.
—Sí, ya te diré algo.
Colgamos el teléfono.
Con las manos en los bolsillos, cabizbajo y pensativo, tuve tiempo de dar unos doscientos treinta y tres pasos, arriba y abajo, antes de que reapareciera la mujer pecosa de los cabellos cortos, menuda y delgada como una adolescente. A la luz del sol, pude comprobar que su cabello era castaño con chispas rojas y que sus ojos eran verdes muy claros y que pasaba de los cuarenta.
—Hecho —dijo—. ¿Conoce el barrio?
—No.
—Le enseñaré un bar que no está mal.
Caminando por el Ensanche, un día frío de diciembre que invitaba a buscar las aceras donde tocaba el sol.
—¿Es detective privado?
—Sí.
—¿Lo que se dice detective privado? ¿Tipo Marlowe, Sam Spade, Poirot, Mágnum…?
—Me gusta más decir investigador privado. Yo investigo siempre, no detecto casi nunca.
Le enseñé mis credenciales. Ella dijo, riendo: «No, si no hace falta, no hace falta, ya le creo», pero cogió el carnet y lo estudió con interés, y me lo devolvió diciendo: «Ángel Esquius», como si mi nombre le hiciera mucha gracia.
—¿Qué le hace tanta gracia?
—Nunca había conocido a un detective privado.
—Es lo que dice todo el mundo. Pues mira que hay detectives, en Barcelona. En las páginas amarillas encontrará más de cien.
—Bueno, la verdad es que tampoco he conocido nunca a ningún militar de carrera, ni a ningún foniatra, ni sastre, ni cazador de cocodrilos, ni boxeador, ni enólogo, ni astronauta, ni director general de multinacionales… —Ya estábamos riendo. Recitaba la lista sin vacilar, como si se la hubiera aprendido de memoria, «personas que me falta por conocer»—. Y tengo años suficientes como para haber conocido un poco de todo.
—No tantos años —dije, porque supuse que era lo que se esperaba de mí.
—Más de los que te crees.
No insistí en el tema.
Llegamos a un bar donde habían conservado la decoración de principios del siglo veinte con un cuidadoso trabajo de restauración. Encima del gran espejo que había detrás del mostrador, se exhibía la bandera del arco iris y la escasa clientela presente estaba compuesta exclusivamente por hombres. No obstante, nadie se volvió para mirar a Cristina. No había problemas de exclusividad.
Elegimos una mesa en un rincón. Mármol y hierro forjado. Ella pidió vermut blanco dulce con mucho hielo y unas patatas chips. Yo me conformé con una cerveza.
—Hábleme de ese chico. Esteban.
—Como ya nos hemos reído juntos y tenemos edades similares, ¿por qué no nos tuteamos?
—Buena idea —dije—. Buena idea, Cristina.
—Buena idea, Ángel. ¿Qué quieres que te diga de Esteban? Es él quien ha pedido el crédito, ¿no? —Yo hice un gesto vago que podía pasar por un «sí». Ella se planteaba por dónde empezar—. Mira, en lo referente a lo que a ti te puede interesar, que es la solvencia económica, no hay problema. Sus padres pueden asumir los pagos mensuales del crédito. Su madre es agente comercial y se gana bien la vida. Bueno, supongo que el chico la habrá presentado como avaladora, ¿no? O, si no, su padre, que, desde que se divorciaron, vive en Girona y tiene una tienda que le va muy bien. En cualquier caso, los dos responderán por él, seguro. Y él… Eso es lo que te quería decir sobre todo, él lo necesita. Me dijo que necesitaba dinero para grabar una sinfonía que ha compuesto con un instrumento que inventó él mismo. Es un genio…
Sonó mi teléfono, con los compases de
La cumparsita
. Me disculpé con un gesto de contrariedad.
—¿Sí?
Era Octavio:
—¡Eh, Esquius! Que me ha dicho Beth que el lunes vas a hablar con Reig, ¿no? ¡Bueno, pues cuenta conmigo!
—¿Que cuente contigo?
—¿Cómo podía decirle que no lo necesitaba para nada?
—Sí, sí, cuenta conmigo, entendido en fútbol, detective de primera, toda mi fuerza y mi coco a tu disposición, Esquius. ¡Y me debes una, que el otro día aquel mamarracho me partió la cara!
—Sí, de acuerdo —me rendí—. Te debo una. Pero, para entrar en la Feria se necesita invitación, y sólo tengo una…
—¡Yo tengo otra! —aulló triunfante—. ¡Le he birlado la suya a Amelia, tú! —Se reía como un sátiro—. La tenía en el cajón y ya no la tiene. Toda la mañana va de cráneo buscándola, tú, que dice que han entrado ladrones. —Se partía de risa—. Dice: «Seguro que me la has cogido tú», digo: «¿Yo? ¿Para ver tíos en calzoncillos? ¡A mí me dan asco los tíos en calzoncillos, aunque no todo el mundo puede decir lo mismo, en esta agencia!» y ahora sospecha del Fernando, tú, jajajá. —Una carcajada odiosa e interminable.
—Bueno, Octavio. Ya continuaremos hablando, ¿de acuerdo?
—Pero no te olvides de mí el lunes, ¿eh? ¡Tengo que conseguir un autógrafo de ese hijo de puta! ¡Le sacaré el autógrafo a hostias y le diré cuatro cosas a la cara sobre la manera como ha jugado los últimos partidos, especialmente el del domingo! ¡Ja, ja, ja!
¿Qué queréis? Los compañeros de trabajo son como los parientes políticos; no se eligen. Con un cabezazo, le transmití a Cristina que lamentaba la interrupción y me acodé en la mesa. Durante mi conversación, ella se había estado removiendo incómoda en la silla, mirando aquí y allá, como si se negase a escuchar mis secretos. Al volver a tener mi atención, clavó sus ojos en los míos para retenerla definitivamente.
—Mira: el problema de ese chico, de Esteban, es su madre. Yo lo sé porque lo conozco desde pequeño, siempre han vivido en esta escalera. Yo no tengo hijos y… Bueno, el chico sube con frecuencia a mi casa. Yo tengo piano y él puede practicar, porque en su casa no tiene, y lo invito a cerveza y hablamos, y me cuenta sus problemas… En su casa, finge que estudia arquitectura, y en mi casa es feliz haciendo lo que realmente quiere hacer. Su madre… es un desastre. Una mujer egoísta, que siempre va a la suya, que no lo cuidó cuando era pequeño, que no supo cuidar tampoco al marido, que la envió a escardar cebollinos hace unos años. Una tía que sólo mira por ella, que va a la suya, que pasa de todo. Una moderna como aquéllas del mayo del 68, ¿entiendes lo que quiero decir? Lo único que le interesa de su hijo es que estudie arquitectura. Claro que lo hace porque piensa que el chico tendrá un futuro mejor como arquitecto, pero no parece tener en cuenta que Esteban será un desgraciado si tiene que ganarse la vida lejos de la música… Porque es toda su vida. Es un apasionado de la música y sabe mucho, muchísimo, y no sé si triunfará, pero, en todo caso, no hay nada que le guste más.
Me contagió el entusiasmo con que se expresaba. Haciendo investigaciones de solvencia, con frecuencia te encuentras con vecinos resentidos o envidiosos que aprovechan la oportunidad para pintarte al investigado como una mierda con cuatro patas, con ánimo de perjudicarle. O con esos otros, amigos del alma del vecino investigado, que te hablan de ellos de tal manera que terminas preguntándote cómo es posible que el Vaticano todavía no haya iniciado el proceso de beatificación. Al final, esta clase de informaciones tendenciosas resultan inútiles. Por suerte, aquel no parecía ser el caso.
Cristina bebió un trago de vermut y acabó:
—… Y, en caso de que no triunfe, no te preocupes, que su madre, o su padre, pagarán los plazos del crédito. —Y, por fin—: Me gustaría haberte convencido.
—Bueno… —titubeé—. Ya sabes que no tienes que convencerme a mí. Yo no soy el que firma los papeles del crédito. —Y, de inmediato, porque ya hacía rato que pensaba que tenía que hacerlo antes de que fuera demasiado tarde, antes de que mis mentiras se convirtieran en una barrera insalvable entre los dos—: No. No estoy trabajando para el banco. En realidad, estoy investigando por mi cuenta. Soy el padre de Mónica. ¿Te ha hablado Esteban de Mónica?
—¡Pues claro! —Su sonrisa luminosa e infantil exclamó «¡Qué agradable sorpresa!»—. ¡Pues claro que me ha hablado de Mónica! ¿Tú eres su padre? ¿Y eres detective privado?
—Investigador.
Se reía, feliz.
—¡Oh, es fantástico! Esteban está enamoradísimo de Mónica. La tiene en un altar. No habla de otra cosa. Ahora se ha ido a vivir con ella, ¿no?
—Sí. Y el crédito me lo ha pedido a mí. Lo quiere para grabar ese concierto que ha compuesto.
—Ya me extrañaba que su madre lo hubiera avalado… O su padre, porque no lo ve nunca. ¿Y qué? ¿Les dejarás el dinero?
—La verdad es que no me sobran… —Se me ocurrió una idea insensata—. Tú debes de ser amiga de la madre. ¿No podrías convencerla de que les dejara ella el dinero?
—¡Qué dices! A mí la madre me tiene excomulgada, me tiene una tirria que me mataría… —Y añadió, venciendo una duda—: Nunca le ha gustado que su hijo pase Horas en mi casa. Nos saludamos y basta, una especie de guerra fría. Mira, si te lo ha pedido a ti es porque no se lo ha querido pedir a ella, o porque ella se lo ha negado. O sea, que tú eres su última esperanza. Tienes que hacerlo. El chico lo vale, te lo aseguro. ¿Has escuchado el concierto?
—Es una clase de música que no…
—Bueno, es verdad, yo tampoco termino de entender la música que hace con ese aparato, pero es modernísima, es excepcional… Tendrías que hablar con Roberto Montaraz, ¿te ha hablado de Roberto Montaraz? Un genio de la música, profesor de acústica en la Universidad de Roma. Un genio. Precisamente ahora está por aquí, ha sido él quien le ha metido la idea de que su composición será un éxito. Le está ayudando mucho… Deberías conocerlo…
Me gustaba su apasionamiento, y el verde de sus ojos, y la facilidad con que sonreía, y sus manos, tan delgadas, pequeñas, moviéndose nerviosas por encima de la mesa. Le pregunté si conocía algún restaurante por allí cerca, y me dijo que sí, que había uno nuevo que tenía muchas ganas de probar y, naturalmente, terminamos comiendo juntos y descubriendo que compartíamos opiniones sobre temas generales, sociales, políticos, incluso televisivos.
—¿En qué trabajas ahora? —preguntó en los postres.
Cuando dices que eres detective privado, siempre acaban haciéndote esta pregunta. Supongo que esperan que les cuentes aventuras trepidantes, a la manera de las películas. Que estoy persiguiendo a un asesino en serie que mata prostitutas y les quema la lengua con un cigarrillo, por ejemplo, y que los principales sospechosos son el rey y un famoso jugador de fútbol. Cosas así. Hay que aclarar a la gente que la vida es más vulgar.