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Authors: Mark Alpert

Tags: #Ciencia, Intriga, Policíaco

La clave de Einstein (17 page)

BOOK: La clave de Einstein
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Un rato después, Monique dejó los cálculos mentales y se volvió hacia él. David pensó que le iba a hacer otra pregunta sobre su artículo y la
Planicie
, pero en vez de eso le dijo.

—Así que ahora estás casado, ¿no?

Ella había procurado que su tono fuera lo más natural posible, pero no le había salido del todo bien. David advirtió una ligera vacilación en su voz.

—¿Qué te hace pensar eso?

Ella se encogió de hombros.

—Cuando leí tu libro vi que estaba dedicado a alguien llamado Karen. Supuse que sería tu esposa.

Su rostro era inexpresivo, decididamente desinteresado, pero a David no lo engañó. Era algo francamente inusual recordar el nombre de una dedicatoria. Estaba claro que Monique había mantenido una sana curiosidad por él desde aquella noche que habían pasado juntos veinte años atrás. Seguramente lo había buscado en Google tantas veces como él a ella.

—Ya no estoy casado. Karen y yo nos divorciamos hace dos años.

Ella asintió, todavía inexpresiva.

—¿Y sabe ella algo de todo esto? ¿Sobre lo que te pasó anoche, quiero decir?

—No, no he hablado con ella desde que vi a Kleinman en el hospital. Y ahora no se lo puedo contar porque el FBI rastrearía la llamada. —Volvió a sentir una punzada de ansiedad al pensar en Karen y Jonah—. Sólo espero que esos malditos agentes no empiecen a acosarlos.

—¿Acosarlos?

—Tenemos un hijo de siete años. Se llama Jonah.

Monique sonrió. Aparentemente en contra de su voluntad, esa sonrisa desmontó su estudiada indiferencia, y de nuevo a David le volvió a sobrecoger lo encantadora que era.

—Eso es maravilloso —dijo ella—. ¿Cómo es?

—Bueno, le encanta la ciencia, aunque eso no es ninguna sorpresa. Ya está trabajando en un cohete que podrá ir más deprisa que la velocidad de la luz. Pero también le encanta el béisbol y los Pokémon y en general alborotar. Deberías haberlo visto ayer en el parque con la Super… —David se detuvo al recordar lo que había ocurrido con la
Super Soaker
.

Monique esperó unos segundos, mirando la carretera, claramente a la espera de oír el resto. Entonces se volvió hacia él y dejó de sonreír de golpe.

—¿Qué ocurre?

Él respiró hondo. Tenía el pecho tenso como una piel de tambor.

—Dios mío —susurró—. ¿Cómo diablos vamos a salir de ésta?

Ella se mordió el labio inferior. Con un ojo puesto en la carretera, estiró el brazo hacia el asiento de él y le puso la mano sobre la rodilla.

—Tranquilízate, David. Hagamos las cosas paso a paso. Lo primero que tenemos que hacer es hablar con Gupta. Luego ya pensaremos un plan.

Sus largos dedos le acariciaron la rodilla. Luego le dio un apretón reconfortante y volvió a centrar su atención en la carretera. A pesar de que estos gestos no habían calmado un ápice sus miedos, David se los agradeció.

Un minuto más tarde, Monique señaló otra señal de la carretera. En ésta ponía «ÁREA DE SERVICIO DE NEW STANTON A DOS MILLAS».

—Será mejor que paremos ahí —dijo ella—. Casi no tenemos gasolina.

David estuvo alerta por si veía a algún policía mientras se acercaban al área de servicio. Gracias a Dios no había ningún coche patrulla delante de la gasolinera
Shell
. Monique detuvo el coche delante de los surtidores y llenó el depósito del Corvette con
Shell Ultra Premium
mientras David permanecía agachado en el asiento del acompañante. Luego volvió a entrar en el coche y condujo hasta el aparcamiento del área de servicio. Pasaron por delante de un enorme edificio de hormigón en el que había un
Burger King
, un
Nathan's
y un
Starbucks
.

—Odio poner las cosas más difíciles, pero tengo que ir a mear —dijo ella—. ¿Tú no?

David escudriñó el aparcamiento y no vio ningún coche de policía. Pero ¿y si había algún agente dentro del edificio, apostado justo delante del servicio de caballeros? Las probabilidades eran remotas, pero era un riesgo.

—Yo me quedaré en el coche. Puedo mear en un vaso o algo así.

Ella le lanzó una mirada de advertencia.

—Muy bien, pero ten cuidado. Será mejor que no mojes el asiento del coche.

Aparcó en un rincón vacío del aparcamiento, a unos diez metros del vehículo más cercano. David le dio un par de billetes de veinte dólares.

—¿Podrías aprovechar para comprar algunas cosas? Quizá unos sándwiches, un poco de agua, unas patatas…

—¿Quiere eso decir que te has cansado de los
Snackwells
? —Ella volvió a sonreír mientras abría la puerta del conductor y se dirigía hacia los servicios.

En cuanto se hubo ido, David se dio cuenta de que necesitaba mear inmediatamente. Buscó dentro del Corvette algún tipo de recipiente, hurgando por debajo de los asientos en busca de una botella de agua vacía o una taza de café, pero no tuvo suerte: el coche estaba inmaculado. No había basura, ni siquiera en la guantera. Podía esperar que Monique regresara con las botellas de agua que acababa de comprar y vaciar una, pero no le gustaba la idea de mear delante de ella. Sin saber qué hacer, miró hacia el aparcamiento y entonces divisó a unos quince metros una zona de picnic con hierba y una arboleda. Una familia tomaba un desayuno
Burger King
en una de las mesas, pero parecían estar a punto de marcharse. La joven madre les decía a los niños que recogieran los despojos mientras el padre permanecía de pie, impaciente, con las llaves del coche ya en la mano.

Unos minutos después la familia se dirigió hacia su monovolumen y David salió del Corvette. Caminó hacia la zona de picnic, mirando antes por encima del hombro a un lado y a otro. La única persona a la vista era un anciano que paseaba con su dachshund por un extremo del aparcamiento. David pasó por delante de las mesas del picnic, se escondió detrás del árbol más grande y se bajó la bragueta. Cuando hubo terminado volvió al Corvette, por fin aliviado. Al salir de la zona de hierba, sin embargo, vio que el anciano del perro se acercaba a toda prisa hacia él.

—¡Eh, oiga! —le gritó.

David se quedó inmóvil. Durante un segundó pensó que se trataba de un policía disfrazado. Pero al acercarse David vio que era un anciano de verdad. Tenía saliva en los labios y su sonrosado rostro estaba tan arrugado como una pasa. Golpeó el pecho de David con su periódico enrollado.

—¡He visto lo que ha hecho! —le regañó—. ¿Es que no sabe que aquí tienen servicios?

Divertido, David sonrió al anciano.

—Mire, lo siento, era una emergencia.

—¡Es asqueroso, eso es lo que es! Lo que debería…

De pronto el anciano dejó de reprenderlo. Se quedó mirando a David fijamente, entrecerrando los ojos, luego miró hacia el periódico que llevaba en la mano. Su rostro empalideció. Se quedó quieto durante un segundo con la boca abierta, dejando a la vista una hilera de dientes torcidos y amarillentos. Entonces se dio la vuelta y empezó a correr, tirando frenéticamente de la correa del dachshund.

En ese mismo instante, David oyó que Monique le gritaba:

—¡Vuelve aquí!

Estaba de pie junto al Corvette, con una bolsa de plástico en la mano. Mientras él se acercaba apresuradamente, ella tiró la bolsa dentro del coche, se sentó en el asiento del conductor y arrancó el motor.

—¡Vamos, vamos métete dentro!

En cuanto David se deslizó en el asiento del acompañante, el Corvette arrancó. Monique puso a tope el motor y en unos segundos ya estaban fuera del área de servicio y cogiendo la rampa de entrada a la autopista.

—¡Joder! —gritó ella—. ¿Por qué has tenido que ponerte a hablar con ese anciano?

David estaba temblando. El anciano lo había reconocido.

La aguja del cuentaquilómetros llegó a los ciento cincuenta. Monique pisó a fondo el acelerador y el Corvette avanzó a toda velocidad por la autopista.

—Espero que la siguiente salida esté cerca —dijo ella—. Tenemos que salir de esta autopista antes de que tu amigo llame a la policía.

En su mente, David visualizó al tipo del perro otra vez. El periódico enrollado, pensó. Así es como me ha reconocido.

Como si hubiera leído sus pensamientos, Monique alargó el brazo hacia la bolsa de plástico que se encontraba entre los dos y sacó un ejemplar del
Pittsburgh Post-Gazette
.

—He visto esto en el quiosco que había al lado del
Starbucks
.

David vio la noticia en la parte superior de la primera plana. El titular decía: «SEIS AGENTES ASESINADOS EN NUEVA YORK DURANTE UNA REDADA DE DROGAS», y debajo, en letra más pequeña, «LA POLICÍA BUSCA A UN PROFESOR DE COLUMBIA». Y encima del titular reproducían la fotografía de David en blanco y negro que había aparecido en la solapa de
Sobre hombros de gigantes
.

Simon observaba el tranquilo río Delaware desde el parque Washington Crossing State de Nueva Jersey. Estaba de pie en un aparcamiento desierto que daba al río, apoyado en el lateral de un reluciente Ferrari amarillo.

Había cogido el coche —un Maranello 575 cupé— del garaje del
Princeton Auto Shop
. Keith, el mecánico que había conocido en la casa de Monique Reynolds, le había dicho dónde encontrar las llaves. Los acontecimientos se habían desarrollado de forma francamente afortunada, teniendo en cuenta que Simon se había visto obligado a abandonar su Mercedes después de su encuentro con el agente del Departamento de Policía de Princeton. Keith habría sido todavía de mayor ayuda si le hubiera dicho adónde habían ido David Swift y Monique Reynolds, pero el joven mecánico insistió en que no lo sabía, incluso después de que Simon le hubiera cortado tres dedos y le hubiera sacado las entrañas.

Simon negó con la cabeza. Lo único que tenía ahora era la nota que Monique había dejado en la encimera de la cocina. Sacó la hoja de papel doblada del bolsillo y la volvió a estudiar, pero no contenía ninguna pista.

Keith,

Lamento todo esto, pero David y yo tenemos que irnos ahora mismo. Tiene unos importantes resultados que hemos de evaluar. Te llamaré cuando vuelva.

P.D.: Hay zumo de naranja en la nevera y bagels en la cesta del pan. No te olvides de cerrar la puerta.

Las líneas finales habían quedado oscurecidas por una huella de sangre que Simon había dejado al coger la nota. Antes de salir de la casa, cogió los bagels. Keith ya nunca más volvería a comer.

Simon se volvió a meter la nota en el bolsillo y miró la hora: eran las 9.25. Quedaba poco para la conversación diaria con su cliente. Cada mañana, exactamente a las 9.30, Henry Cobb lo llamaba para estar al tanto de los progresos de la misión. Casi con toda seguridad «Henry Cobb» era un alias. Simon nunca lo había visto en persona —cerraron el contrato por teléfono, utilizando varios códigos que Henry había diseñado—, pero a juzgar por su acento, su verdadero nombre debía de ser Abdul o Muhammad. Aunque Simon todavía no había descubierto la nacionalidad del tipo, lo que sí tenía claro era que sin duda su residencia estaba en algún lugar entre El Cairo y Karachi. Dado que Simon se había pasado tantos años matando insurgentes musulmanes en Chechenia, le sorprendió un poco que un grupo islámico quisiera contratarlo. Pero quizá no les había dado a los yihadistas suficiente crédito. Si estaban de verdad comprometidos con su causa, no les importaría otra cosa que conseguir al mejor hombre para el trabajo. Y el historial de Simon, bien lo sabían los chechenos, era excelente.

Cualesquiera que fueran la naturaleza e intenciones de la organización de Henry, una cosa estaba clara: contaban con importantes recursos. Para preparar a Simon para la misión, Henry le había enviado toda una caja de libros de texto sobre física de partículas y relatividad general, así como una docena de ejemplares de la
Physical Review
y el
Astrophysical Journal
. Y lo que es más importante, había transferido a Simon 200.000 dólares para cubrir sus gastos y le había prometido un millón más cuando hubiera terminado el trabajo.

Lo irónico del asunto era que Simon hubiera estado encantado de hacer el trabajo gratis de haber sabido desde el principio de qué iba. No había sido consciente de la magnitud de la ambición de Henry hasta hacía una semana, cuando acudió a la casa de campo que Jacques Bouchet tenía en la Provenza. Simon había atacado al físico francés mientras estaba en la bañera, y, después de una refriega breve y pasada por agua, el tipo empezó a hablar. Lamentablemente, sólo conocía unas pocas partes de la
Einheitliche Feldtheorie
, pero sí habló bastante acerca de las posibles consecuencias del uso incorrecto de las ecuaciones. Estaba claro que Bouchet esperaba que Simon se horrorizara ante esa información, quizá lo suficiente como para abandonar del todo la misión, pero en vez de eso Simon se sintió exultante. Quiso la suerte que los deseos de su cliente encajaran perfectamente con los suyos. Sintiendo una oleada de triunfo, siguió interrogando a Bouchet hasta que el anciano se sentó temblando en la bañera. Entonces le cortó las muñecas y vio cómo las nubes de sangre teñían el agua.

A las 9.29, Simon cogió su teléfono móvil y lo abrió, anticipando la llamada de Henry. Sergéi y Larissa aparecieron en la pantalla, sonriendo expectantes. Sed pacientes, susurró Simon. Ya falta poco.

A las 9.30, el teléfono sonó. Simon se llevó el aparato a la oreja.

—Hola, aquí George Osmond —dijo. Era su alias.

—Buenos días, George. Me alegro de volver a hablar con usted —dijo una voz queda y cuidadosa con acento de Oriente Medio—. Dígame, ¿qué tal el partido de anoche?

Por alguna razón, Henry solía utilizar metáforas de béisbol a modo de código. Aunque sus veladas conversaciones a veces rayaban lo ridículo, Simon tenía que admitir que las preocupaciones tenían sentido. Desde el 11-S ninguna llamada era segura. Tenías que suponer que el gobierno lo escuchaba todo.

—El partido fue un poco decepcionante —dijo—. No hubo tantos, de hecho.

Hubo una larga pausa. Estaba claro que Henry no estaba satisfecho.

—¿Y qué hay del lanzador? —Ése era el código que utilizaban para referirse a Kleinman.

—No tuvo oportunidad de jugar. Ni lo hará ya esta temporada, me temo.

Una pausa todavía más larga.

—¿Cómo ha podido pasar eso?

—Los
Yankees
[8]
se metieron por medio. Puede leerlo en los periódicos de hoy. Claro que los periodistas no conocen bien todos los detalles. Han intentado convertirlo en otro escándalo de drogas.

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