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Authors: Mark Alpert

Tags: #Ciencia, Intriga, Policíaco

La clave de Einstein (16 page)

BOOK: La clave de Einstein
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Karen negó con la cabeza. Brock mentía. Como abogada corporativa, se ganaba el sueldo negociando acuerdos de fusión, y solía tener claro cuándo la otra parte se estaba marcando un farol.

—Muy bien, demuéstremelo. Enséñeme esos vídeos de vigilancia.

Brock se acercó un paso.

—No se preocupe, los verá en las noticias de esta noche. Mire, su ex marido quería expandir el negocio, así que empezó a trabajar con los
Latin Kings
. Supongo que habrá oído hablar de ellos.

Ella lo miró con recelo.

—¿Me está diciendo que David se codeaba con una pandilla de gánsteres hispanos?

—Los
Latin Kings
controlan el negocio de las drogas en la zona norte de Manhattan. También son los hijos de puta que anoche asesinaron a nuestros agentes. Dispararon a tres agentes encubiertos que estaban realizando una indagación a Swift y a otros tres que formaban parte del equipo de vigilancia.

Karen dejó escapar un resoplido de indignación. Esa historia era absurda. Cualquiera que conociera a David se daría cuenta de eso inmediatamente. ¿Pero por qué el FBI se había inventado esas gilipolleces? ¿Qué intentaban ocultar? Apartándose de Brock, Karen se acercó a la mesa de metal y se sentó en una de las sillas.

—De acuerdo, agente Brock, por un momento me creeré lo que me está contando. ¿Qué es lo que quiere de mí?

Él sacó un cuaderno y un bolígrafo de su americana.

—Necesitamos información de los contactos de su ex marido. En concreto de cualquiera que viva en Nueva Jersey.

—¿Nueva Jersey? ¿Ahí es donde cree que se encuentra David?

Brock torció el gesto.

—Deje que sea yo quien haga las preguntas, ¿de acuerdo? Ya tenemos los nombres de sus colegas de Columbia. Ahora estamos haciendo una lista de amigos, conocidos, ese tipo de cosas.

—No soy la persona más adecuada a quien preguntárselo. David y yo llevamos dos años divorciados.

—No, sin duda sí es la persona idónea. Mire, ahora Swift es un fugitivo y probablemente buscará la ayuda de alguien. Alguien muy cercano, no sé si me entiende.

Él ladeó la cabeza y le dedicó una mirada de complicidad.

—¿Conoce a alguien así en Nueva Jersey?

Karen negó con la cabeza. Qué patético, pensó. Brock intentaba ponerla celosa.

—No tengo ni idea.

—Vamos. ¿No sabe nada de su vida sentimental?

—¿Por qué debería? Ya no estamos casados.

—Bueno, ¿y antes del divorcio? ¿Acaso David no se fue nunca de picos pardos? ¿No hizo ningún viaje a horas intempestivas al otro lado del puente George Washington?

Ella lo miró directamente a los ojos.

—No.

Brock se quedó de pie delante de la silla de Karen. Puso una mano sobre el borde de la mesa y se inclinó, acercando su cara hasta quedarse a unos centímetros de ella.

—No está usted colaborando demasiado, Karen. ¿Es que no quiere ver a su hijo?

Ella sintió una punzada en el estómago.

—¿Me está amenazando?

—No, para nada. Sólo quería recordarle lo del Juzgado de Familia. A no ser que les demos un informe favorable, puede que den a su hijo en acogida. Y usted no quiere perderlo, ¿verdad?

La cara de Brock estaba tan cerca que Karen podía oler su enjuague bucal, un nauseabundo olor a menta verde, y por un segundo creyó que iba a vomitar. En vez de eso empujó la silla hacia atrás y se puso en pie. Pasó a su lado, rozándolo, y se dirigió hacia el espejo unidireccional que había al otro lado de la habitación. Intentó mirar a través del cristal, pero lo único que podía ver era su reflejo.

—Muy bien, capullos —dijo ella, dirigiéndose al espejo—. ¿Han descubierto ya con quién están tratando?

En el espejo vio cómo Brock se acercaba a ella.

—Ahí no hay nadie, Karen. Estamos solos usted y yo.

Ella apuntó con el dedo hacia el cristal.

—Amory Van Cleve. ¿Les suena el nombre? Conoce a la mitad de los abogados del Departamento de Justicia, y no le hará ninguna gracia lo que me están haciendo.

Ahora Brock estaba a unos pocos centímetros de ella.

—Muy bien, ya basta. Será mejor que…

—¡Llévense a este gilipollas de aquí! —gritó Karen, señalando a Brock pero manteniendo la mirada en el espejo—. Voy a contar hasta diez, si este tío todavía está aquí cuando termine, Amory irá a por ustedes. ¿Me oyen bien? ¡Hablará con sus amigos del Departamento de Justicia y se asegurará de que todos ustedes vayan a la cárcel!

La habitación quedó en silencio durante unos cinco segundos. Incluso Brock mantuvo la boca cerrada mientras esperaba a ver qué sucedía. Luego Karen volvió a oír pasos en el pasillo. La puerta se abrió y una mujer mayor que llevaba una blusa blanca y gafas de leer entró en la habitación.

—¿Está usted bien, querida? —dijo con acento sureño—. He oído gritos y he pensado…

Karen se dio la vuelta.

—¡Ni se le ocurra empezar otra vez! —gritó—. ¡Llévenme con mi hijo!

David se despertó en el Corvette de Monique, cuyo asiento del acompañante estaba casi a ras de suelo. Grogui y desorientado, miró por el parabrisas. El coche iba por una autopista interestatal que atravesaba un paisaje exuberante y accidentado, de un verde intenso a la luz de la mañana. Un rebaño de vacas marrones pastaba en una amplia pradera en pendiente, junto a un gran establo rojo y un campo recién arado. Era bonito de ver, y durante largo rato David se quedó mirando el tranquilo e inmóvil ganado. Entonces sintió un dolor sordo en la parte baja de la espalda, provocado sin duda por todas las carreras de la noche anterior, y entonces recordó por qué estaba cruzando el país a toda velocidad.

Se removió en el incómodo asiento envolvente. Monique miraba la carretera con una mano sobre el volante y la otra hurgando dentro de una caja de galletas
Snackwells
de crema de vainilla. Antes de salir de casa se había cambiado y se había puesto una blusa campesina y unos pantalones cortos de color caqui, y ahora también llevaba puestos los auriculares del iPod, que descansaba en su regazo. Movía ligeramente la cabeza al ritmo de la música. Al principio no advirtió que David se había despertado, y durante unos segundos él pudo observarla por el rabillo del ojo, mirando fijamente su precioso cuello y sus largas piernas de color cacao. Al cabo de un rato, sin embargo, empezó a sentirse un voyeur, de modo que para llamar la atención de ella bostezó y se desperezó, estirando los brazos tanto como le permitía el estrecho espacio del interior del Corvette.

Monique se volvió hacia él.

—¡Al fin! —dijo—. Has estado tres horas durmiendo.

Se quitó los auriculares y David oyó un estridente fragmento de música rap antes de que apagara el iPod. Luego le ofreció la caja de
Snackwells
.

—¿Quieres desayunar?

—Sí, claro, gracias. —En cuanto David cogió la caja se dio cuenta de que estaba hambriento. Se metió dos galletas en la boca, y cogió tres más—. ¿Dónde estamos?

—En la bella Pennsylvania occidental. Llegaremos a Pittsburgh en una hora, quizá un poco menos.

David vio la hora en el reloj del salpicadero: las 8.47.

—Estás haciendo un buen tiempo.

—¿Estás loco? —se burló—. Si condujera como suelo hacerlo ya habríamos llegado. No he pasado de ciento veinte por si nos cruzábamos con alguna patrulla estatal.

David asintió.

—Buena idea. Probablemente a estas alturas ya tienen mi fotografía.

Cogió dos
Snackwells
más de la bolsa. Luego miró otra vez a Monique y advirtió las bolsas debajo de sus ojos.

—Debes de estar agotada. ¿Quieres que conduzca yo un rato?

—No, estoy bien —respondió rápidamente—. No estoy cansada.

Ahora agarraba el volante con ambas manos, como queriendo corroborar su afirmación. Estaba claro que no le gustaba la idea de que otra persona condujera su coche. Bueno, era comprensible, pensó él. Su Corvette era una auténtica belleza.

—¿Estás segura?

—Sí, estoy bien. Me gustan los viajes largos. Algunas de mis mejores ideas se me ocurren mientras estoy en la carretera. ¿Sabes mi último artículo en la
Physical Review
? ¿«Efectos gravitacionales de las dimensiones no compactas adicionales»? Se me ocurrió un fin de semana mientras conducía al D.C.

Ella es de ahí, recordó él, del barrio de Anacostia, Washington, D.C. Ahí fue donde su padre fue asesinado y su madre se convirtió en una yonqui. David quería preguntarle a Monique si todavía tenía familia ahí, pero no lo hizo.

—¿Y ahora en qué estabas pensando? —preguntó en vez de eso—. Antes de que yo me despertara, quiero decir.

—Variables ocultas. Algo con lo que seguramente estás familiarizado.

David dejó de comer y puso a un lado la caja de
Snackwells
. Las variables ocultas eran una parte importante de la búsqueda de Einstein en pos de una teoría unificada. En la década de los treinta se convenció de que en el extraño comportamiento cuántico de las partículas subatómicas había un orden subyacente. El mundo microscópico parecía caótico, pero eso sólo era así porque nadie podía ver las variables ocultas, los planos detallados del universo.

—¿O sea que intentas averiguar cómo lo hizo Einstein?

Ella frunció el ceño.

—Todavía no lo acabo de ver. La teoría cuántica simplemente no encaja dentro del marco clásico. Es como intentar meter un clavo cuadrado en un agujero redondo. Las matemáticas de los dos sistemas son completamente diferentes.

David intentó recordar lo que había escrito sobre las variables ocultas en
Sobre hombros de gigantes
.

—Bueno, yo no te puedo ayudar con las matemáticas. Pero Einstein estaba convencido de que la mecánica cuántica era incompleta. En todas sus cartas y conferencias siempre la comparaba a un juego de dados. La teoría no te indicaba cuándo exactamente un átomo radiactivo iba a entrar en descomposición, o dónde exactamente iban a parar las partículas expulsadas. La mecánica cuántica sólo ofrece probabilidades, y a Einstein eso le parecía inaceptable.

—Sí, sí, ya lo sé. «Dios no juega a los dados con el universo». —Puso los ojos en blanco—. Me parece una afirmación más bien arrogante, la verdad. ¿Qué le hizo pensar a Einstein que podía decirle a Dios qué hacer?

—Pero la analogía va más allá. —David acababa de recordar un párrafo de su libro—. Cuando tiras un par de dados, los números parecen aleatorios, pero en realidad no lo son. Si tuvieras el control total de todas las variables ocultas —la fuerza con la que tiras los dados, el ángulo de su trayectoria, la presión del aire de la habitación— podrías obtener sietes siempre que tiraras. No hay sorpresas si conoces el sistema a la perfección. Y Einstein pensaba que lo mismo valía para las partículas elementales. Podías llegar a conocerlas a la perfección si descubrías las variables ocultas que conectaban la mecánica cuántica a la teoría clásica.

Monique negó con la cabeza.

—Suena bien, pero créeme, no es tan sencillo. —Soltó una mano del volante y señaló el campo que tenían delante—. ¿Ves todo este paisaje? Es una buena imagen de una teoría de campo clásica como la relatividad. Hermosas y suaves colinas y valles trazan la curvatura del espacio-tiempo. Si ves una vaca que camina por el campo puedes calcular con precisión dónde estará en media hora. La teoría cuántica, en cambio, equivaldría a la parte más sucia y peligrosa del sur del Bronx. De la nada surge todo tipo de cosas raras e impredecibles que agujerean las paredes —movió la mano en zigzag, como dando a entender la locura cuántica—. Éste es el problema. No puedes hacer que por arte de magia el sur del Bronx aparezca en medio de un campo de trigo.

Monique estiró el brazo hacia la caja de
Snackwells
y cogió otra galleta. Mientras la masticaba siguió mirando fijamente la carretera, y a pesar de que acababa de decir que todo su esfuerzo era fútil, David sabía que todavía le estaba dando vueltas al problema. Se le ocurrió entonces que quizá ella tenía más de una razón para ir a Pittsburgh. Hasta ese momento él había creído que su principal motivación era la ira, el odio visceral a los agentes del FBI que habían invadido su casa, pero ahora empezaba a sospechar que la razón era otra. Quería conocer la Teoría del Todo. Aunque no pudiera publicarla, aunque no se la pudiera decir absolutamente a nadie, quería conocerla.

Y David también quería conocerla. Entonces recordó algo de la noche anterior.

—Anoche el profesor Kleinman mencionó otra cosa. El artículo sobre la relatividad que hice en la escuela.

—¿El que coescribiste con Kleinman?

—Sí, «la relatividad general en un espacio-tiempo bidimensional». Aludió a él justo antes de darme la secuencia de números. Dijo que me había acercado a la verdad.

Monique levantó una ceja.

—Pero ese artículo no presentaba ningún modelo realista del universo, ¿no?

—No, analizamos
Planicie
, un universo de sólo dos dimensiones espaciales. Las matemáticas son mucho más fáciles si no te las tienes que ver con tres.

—¿Y cuáles fueron los resultados? Ya hace mucho que lo leí.

—Averiguamos que las masas bidimensionales no experimentan una atracción gravitacional mutua, pero sí modifican la forma del espacio a su alrededor. Y formulamos el modelo de un agujero negro bidimensional.

Ella lo miró desconcertada.

—¿Y cómo diantres hiciste eso?

David comprendía su confusión. En tres dimensiones, los agujeros negros nacían cuando las estrellas gigantes se desmoronan bajo su propio peso. En dos dimensiones, sin embargo, no habría atracción gravitacional que provocara ese desmoronamiento.

—Creamos un escenario en el que dos partículas colisionaban la una con la otra para formar el agujero. Era algo bastante complicado, así que no recuerdo todos los detalles. Pero hay una copia del artículo en internet.

Monique pensó en ello un momento mientras con el dedo daba golpecitos en el volante.

—Interesante. ¿Sabes lo que he dicho antes acerca de la belleza y la claridad de la teoría clásica? Bueno, los agujeros negros son la gran excepción. Su física es endiabladamente complicada.

Se volvió a hacer el silencio mientras avanzaban por la autopista de Pennsylvania. David vio una señal a un lado de la carretera: PITTSBURGH, 69 KILÓMETROS. Sintió una punzada de ansiedad al darse cuenta de lo cerca que estaban. En vez de ponderar las posibles directrices de la teoría unificada de Einstein, deberían estar pensando en cómo llegar hasta Amil Gupta. Lo más probable era que los agentes del FBI tuvieran el Instituto de Robótica bajo vigilancia e interceptaran a cualquiera que se acercara al Newell-Simon Hall. E incluso en el caso de que David y Monique consiguieran atravesar el cordón, ¿qué harían luego? ¿Avisar a Gupta del peligro y convencerle de que abandonara el país? ¿Introducirlo de algún modo en Canadá o México, y llevarlo a algún lugar en el que estuviera a salvo tanto del FBI como de los terroristas? La tarea era de una envergadura tal que David apenas podía empezar a considerarla.

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