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Authors: Mark Alpert

Tags: #Ciencia, Intriga, Policíaco

La clave de Einstein (13 page)

BOOK: La clave de Einstein
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En la pantalla de su portátil apareció una larga lista de direcciones de páginas web, 4.755 en total. Demasiadas para poder examinarlas una a una. Había, sin embargo, una forma de acortar la lista: mirar únicamente las búsquedas realizadas en Google. Lo que uno busca revela lo que desea, pensaba Simon. Google era la nueva ventana del alma humana.

Simon encontró 1.126 búsquedas. Seguían siendo demasiadas, pero ahora podía centrar su atención en los términos buscados. Tenía un programa en el portátil que podía identificar nombres de pila en cualquier muestra de texto. El análisis de las direcciones restantes mostraba que David Swift había tecleado un nombre en 147 de esas búsquedas. Ahora la lista de direcciones de páginas web era lo suficiente corta como para que Simon las pudiera inspeccionar una a una, aunque en realidad Swift le había puesto las cosas todavía más fáciles. Sólo un nombre aparecía más de una vez. En tres fechas distintas desde septiembre, David Swift había buscado a alguien llamado Monique Reynolds. Y en cuanto Simon buscó el nombre por sí mismo, rápidamente entendió por qué.

Llamó a la recepción del hotel y le dijo al conserje que tuviera listo su Mercedes en cinco minutos. Iría a Nueva Jersey a visitar la última casa del judío errante de Baviera.

David respiró hondo.

—Hans Kleinman ha muerto —empezó a decir—. Lo han asesinado esta noche.

Monique se echó hacia atrás como si hubiera recibido un golpe. Sus labios se abrieron formando una O de desconcierto.

—¿Asesinado? ¿Cómo? ¿Quién lo ha hecho?

—No lo sé. La policía dice que ha sido un robo que ha salido mal, pero yo creo que se trata de otra cosa —dijo, e hizo una pausa. Su teoría acerca del asesinato del profesor era, como mucho, vaga, y ni siquiera estaba seguro de cómo explicársela a Monique.

—He podido hablar con Kleinman en el hospital antes de que muriera. Así es como ha empezado toda esta pesadilla. —Iba a contarle lo que había ocurrido en el complejo del FBI en la calle Liberty, pero se detuvo. Sería mejor ir con calma. No quería asustarla de buenas a primeras.

Ella negó con la cabeza, con la mirada fija en la brillante superficie de la mesa de la cocina.

—Dios —susurró ella—. Es espantoso. Primero Bouchet y ahora Kleinman.

David se sobresaltó al oír el primer nombre.

—¿Bouchet?

—Sí, Jacques Bouchet, de la Universidad de París. Sabes quién es, ¿no?

David lo conocía bien. Bouchet era uno de los nombres ilustres de la física francesa, un científico brillante con cuya ayuda se diseñaron algunos de los más poderosos aceleradores de partículas de Europa. También fue uno de los ayudantes de Einstein a principios de la década de los cincuenta.

—¿Qué le ha ocurrido?

—Hoy su esposa ha llamado al director del Instituto. Bouchet murió la semana pasada y ella quería realizar una donación en su honor. Al director le ha sorprendido porque no había visto el obituario de Bouchet en ninguna parte. Su esposa ha dicho que la familia no lo había hecho público porque se había tratado de un suicidio. Al parecer se cortó las muñecas en la bañera.

David había entrevistado a Bouchet como parte de su investigación para
Sobre hombros de gigantes
. Compartieron un magnífico almuerzo en la casa de campo que el físico tenía en la Provenza, y luego jugaron a las cartas hasta las tres de la madrugada. Era un hombre sabio, divertido y despreocupado.

—¿Estaba enfermo? ¿Lo hizo por eso?

—El director no me ha dicho nada al respecto. Pero sí ha mencionado que su esposa parecía estar muy consternada. Como si todavía no se lo pudiera creer.

La mente de David se aceleró. Primero Bouchet y ahora Kleinman. Dos de los ayudantes de Einstein muertos en apenas una semana. Ciertamente eran todos bastante viejos, tenían entre setenta y muchos y ochenta y pocos. De modo que era de esperar que empezaran a fallecer. Pero no de este modo.

—¿Me dejas un momento tu ordenador? —preguntó él—. Necesito mirar una cosa en internet.

Confusa, Monique señaló un portátil negro que estaba junto a una caja sobre el mármol de la cocina.

—Puedes utilizar mi
MacBook
, que tiene conexión inalámbrica. ¿Qué quieres buscar?

David puso el portátil sobre la mesa, lo encendió y abrió la página principal de Google.

—Amil Gupta —dijo mientras tecleaba el nombre en el buscador—. También trabajó con Einstein en la década de los cincuenta.

En menos de un segundo aparecieron los resultados en la pantalla. David fue desplazando la página hacia abajo con rapidez. La mayoría de las entradas hacían referencia al trabajo de Gupta en el Instituto de Robótica de la Universidad Carnegie Mellon. En la década de los ochenta, después de tres décadas como científico, Gupta abandonó repentinamente el mundo de la física y fundó una compañía de software. En apenas una década ganó varios cientos de millones de dólares. Se convirtió en filántropo, donaba su dinero a diversos proyectos de investigación de lo más extravagante, aunque su principal interés era la inteligencia artificial. Dio cincuenta millones de dólares al Instituto de Robótica y unos pocos años más tarde pasó a ser su director. Cuando David entrevistó a Gupta le costó horrores que le hablara de Einstein. Sólo le interesaban los robots.

David examinó la lista, y luego otros cien resultados antes de quedarse convencido de que no había malas noticias acerca de Gupta. Aunque tampoco se quedó especialmente tranquilo. Podía ser que estuviera muerto pero que el cuerpo todavía no hubiera sido descubierto.

Mientras David miraba fijamente la pantalla del portátil, Keith se acercó a la mesa con una taza de café en cada mano. Le dio una a David.

—Aquí tienes —dijo—. ¿Quieres leche o azúcar?

David cogió la taza agradecido. Se moría por tomar cafeína.

—No, no, lo tomaré solo. Muchas gracias.

Keith le dio la otra taza a Monique.

—Escucha, Mo, yo me voy a la cama. He de estar en el taller a las ocho de la mañana —le dijo, poniéndole la mano sobre el hombro e inclinándose un poco para acercar su cara a la de ella—. ¿Estarás bien?

Ella le cogió de la mano y le sonrió.

—Sí, estaré bien. Tú ve a descansar un poco, cariño —le dio un beso en la mejilla y luego una palmadita en la nalga cuando se iba.

David estudió el rostro de Monique mientras se tomaba el café. Era fácil ver cómo se sentía. Era obvio que le tenía cariño a ese cachas. Y, aunque tenía veinte años más que él, parecían de la misma edad. La cara de ella apenas había cambiado desde la última vez que David la había visto, sobre el sofá de su pequeño apartamento de la escuela de posgrado.

Unos segundos más tarde, Monique se dio cuenta de que David la estaba mirando fijamente. Avergonzado, éste se llevó la taza de café a los labios y se bebió la mitad en largos tragos a pesar de que todavía quemaba. Luego la dejó sobre la mesa y volvió al portátil. Quería buscar otro nombre. Tecleó «Alastair MacDonald» en el buscador.

MacDonald fue el menos afortunado de los ayudantes de Einstein. En 1958 sufrió un ataque de nervios que le hizo abandonar el Instituto de Estudios Avanzados. Regresó a Escocia, a casa de su familia, pero nunca llegó a recuperarse del todo; su comportamiento empezó a ser errático, les gritaba a los transeúntes de las calles de Glasgow. Pocos años después atacó a un policía, y su familia lo envió a un manicomio. Allí fue donde David lo visitó en 1995, y aunque MacDonald le estrechó la mano y se sentó con él para la entrevista, no respondió ninguna de las preguntas de David sobre su trabajo con Einstein. Se quedó sentado mirando al frente fijamente.

En la pantalla apareció una larga lista de resultados pero, al examinarlos más atentamente, resultaron ser sobre distintas personas: el cantante folk Alastair MacDonald, el político australiano Alastair MacDonald, y así. Nada acerca del físico Alastair MacDonald.

Monique se puso de pie y miró por encima del hombro de David.

—¿Alastair MacDonald? ¿Quién es?

—Otro de los asistentes de Einstein. Éste desapareció del mapa, así que resulta difícil encontrar información sobre él.

Ella asintió.

—Ah, sí. Lo mencionabas en tu libro. El que se volvió loco, ¿no?

David se ruborizó, complacido. Ella se había leído
Sobre hombros de gigantes
con atención. Antes de contestar, sin embargo, se le ocurrió algo. Se dirigió al alféizar, cogió el ejemplar que Monique tenía de su libro, y lo abrió por el capítulo sobre MacDonald. Encontró el nombre del manicomio, Institución Mental Holyrood; entonces volvió al portátil y tecleó las palabras en el buscador, junto a «Alastair MacDonald».

Sólo obtuvo un resultado, pero era reciente. David hizo clic en la dirección de la página web y un momento más tarde apareció en la pantalla una página de la versión
online
del
Glasgow Herald
. Era una noticia breve fechada el 3 de junio, hacía tan sólo nueve días.

INVESTIGACIÓN EN HOLYROOD

El Departamento de Salud escocés ha anunciado hoy que llevará a cabo una investigación acerca del fatídico accidente que tuvo lugar en la Institución Mental Holyrood. Uno de los residentes, Alastair MacDonald, de setenta y nueve años, fue hallado muerto en la sala de hidroterapia del centro a primera hora del martes. Funcionarios de Salud han dicho que MacDonald se ahogó en una de las piscinas de terapia después de haber abandonado su habitación por la noche. El Departamento estudiará si la falta de supervisión del personal nocturno puede estar relacionada con el accidente.

David sintió un escalofrío mientras miraba atentamente la pantalla. MacDonald, ahogado en una piscina de terapia; Bouchet en la bañera con cortes en las muñecas. Recordó entonces lo que le había dicho el detective Rodríguez en el hospital Saint Luke: la policía había encontrado a Kleinman en el cuarto de baño. Los tres viejos físicos estaban relacionados no sólo por su colaboración con Einstein, sino por un terrible modus operandi. Los mismos cabrones que habían torturado a Kleinman hasta matarlo también habían matado a MacDonald y Bouchet, disfrazando sus asesinatos como un accidente y un suicidio. Pero ¿y el motivo? ¿Cuál había sido el motivo? La única pista eran las últimas palabras de Kleinman:
Einheitliche Feldtheorie
. Destructor de mundos.

Monique se inclinó sobre David para poder leer la noticia por encima de su hombro. Su respiración se fue acelerando a medida que iba avanzando.

—Mierda —susurró—. Todo esto es muy extraño.

David se dio la vuelta y la miró a los ojos. Estuviera o no preparada, era el momento de exponerle su hipótesis.

—¿Qué sabes de los artículos de Einstein acerca de la teoría del campo unificado?

—¿Qué? —dio un paso hacia atrás—. ¿Artículos de Einstein? ¿Qué tiene eso…?

—Ahora lo verás, ten paciencia. Me refiero a sus intentos para derivar una ecuación de campo que incluyera la gravedad y el electromagnetismo. Ya sabes, su investigación sobre variedades de cinco dimensiones, geometría posriemanniana. ¿Conoces esos artículos?

—No mucho. El interés de todo esto es meramente histórico. No tiene ninguna relevancia para la teoría de cuerdas —dijo mientras se encogía de hombros.

David torció el gesto. Esperaba, quizá ingenuamente, que Monique conociera el tema al dedillo y pudiera así ayudarlo a examinar las posibilidades.

—¿Cómo puedes decir eso? Claro que está relacionado con la teoría de cuerdas. ¿Qué hay de las investigaciones de Einstein con Kaluza? Fueron los primeros en postular la existencia de una quinta dimensión. ¡Y tú te has pasado toda tu carrera estudiando dimensiones adicionales!

Ella negó con la cabeza. La expresión de su rostro era la de un resignado profesor explicando los rudimentos a un ignorante estudiante de primer año.

—Einstein intentaba obtener una teoría clásica. Una teoría basada estrictamente en relaciones causa-efecto y sin extrañas incertidumbres cuánticas. La teoría de cuerdas, sin embargo, deriva de la mecánica cuántica. Es una teoría cuántica que incluye gravedad, lo cual no tiene nada que ver con lo que Einstein estaba investigando.

—Pero en sus últimos artículos adoptó un nuevo enfoque —argumentó David—. Intentaba integrar la mecánica cuántica en una teoría más general. La teoría cuántica sería un caso especial en un marco clásico más amplio.

Monique hizo un gesto desdeñoso con la mano, rechazando esa idea.

—Ya lo sé, ya lo sé. Pero al final, ¿qué salió de todo esto? Ninguna de sus soluciones se sostenía. Sus últimos artículos son un absoluto disparate.

David notó como su rostro enrojecía. Odiaba el tono que había empleado ella. Quizá no era un genio matemático como Monique, pero esta vez sabía que estaba en lo cierto.

—Al final, Einstein descubrió una solución, lo que pasa es que no la publicó.

Ella levantó la cabeza, alzó ligeramente las comisuras de sus labios y le dedicó una mirada inquisitiva.

—¿Ah, sí? ¿Acaso alguien te ha enviado un manuscrito perdido tiempo atrás?

—No, eso es lo que Kleinman me dijo antes de morir. «
Herr Doktor
lo consiguió». Éstas fueron sus palabras exactas. Y por eso ha sido asesinado esta noche, por eso todos ellos han sido asesinados.

Monique advirtió el tono apremiante de su voz y se puso seria.

—Mira, David, entiendo que estés alterado, pero lo que estás sugiriendo es imposible. Es imposible que Einstein pudiera formular una teoría unificada. Sus conocimientos se limitaban a la gravedad y al electromagnetismo. Los físicos no comprendieron la fuerza nuclear débil hasta la década de los sesenta y no descifraron la fuente hasta diez años después. ¿Cómo pudo Einstein elaborar una teoría del todo si no entendía dos de las cuatro fuerzas fundamentales? Es como armar un rompecabezas sin la mitad de las piezas.

David pensó en ello un momento.

—Pero no tenía por qué conocer todos los detalles para elaborar una teoría general. Sería más un crucigrama que un rompecabezas. Con las suficientes pistas puedes deducir el patrón, y más adelante ya rellenarás los espacios en blanco.

A Monique no le convencía. Por la cara que ponía, David podía ver que la idea le parecía absurda.

—Además, si finalmente consiguió elaborar una teoría válida, ¿por qué no la publicó? ¿Acaso no era el sueño de su vida? —dijo ella.

David asintió.

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