La Ciudad Vampiro (20 page)

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Authors: Paul Féval

Tags: #Humor, Terror

BOOK: La Ciudad Vampiro
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—¡Bonito regalo! —exclamó el joven.

—¡No me juzguéis mal! —reprendió severamente la dama italiana—. Mi excusa es el amor. Respecto a mi alumna, Cornelia de Witt, no es más que una pequeña boba, engreída y absurda, que sólo cuenta con la hermosura del diablo. Os garantizo que no recibirá ni un céntimo de la fortuna de los condes de Montefalcone. Todo me pertenecerá, como debe ser, y lo primero que haré con estas posesiones será cubriros de oro. Ésa es mi oferta. Os permito, por supuesto, la libertad de despreciarla; pero, si lo hacéis, entregaré a la señorita Cornelia al señor Goëtzi, que se la beberá como si fuese un vaso de limonada.

* * * * *

Hemos dejado a Cornelia en la cumbre del Torreón del Cautivo, mirando en la distancia hacia el fuego en el que nuestros amigos conversaban con un extraño que, visto de espaldas, a ella le pareció su amante Ned. Ustedes han adivinado ya que ese extraño no era sino la antigua Polly Bird, que decididamente estaba haciéndose con la personalidad del señor Goëtzi. En algún momento creo haberles contado ya las intenciones de esta criatura, que se había degenerado después de haber estado sometida durante tanto tiempo al poder de un monstruo. A despecho de su sexo original, había decidido contraer matrimonio con Cornelia, por la fuerza si fuese necesario, para poder así disponer de la gigantesca propiedad de los condes, y tener de esta forma un agradable y distinguido final.

No le costó un gran esfuerzo al supuesto señor Goëtzi engañar a nuestra querida Ann, diciéndole que había llevado a cabo con éxito su misión y que Ned se encontraba ahora en el corazón del castillo, pero necesitaba de ayuda para terminar aquella aventura. El viejo Grey-Jack y el propio Merry Bones aceptaron también el engaño. Polly Bird había dado ya tantas pruebas de su fidelidad en la incursión a Selene, que a nadie se le ocurrió sospechar de ella.

De forma que el señor Goëtzi en persona fue quien encabezó aquella pequeña comitiva, que se dirigió inmediatamente hacia el pasadizo subterráneo.

—Tened valor —dijo el traidor, mientras guiaba a nuestros amigos hacia las entrañas de la tierra—. Os espera una noche terrible.

Prendieron algunas antorchas de madera resinosa traídas por el propio Goëtzi, pero su luz se perdió inesperadamente en las lóbregas profundidades de la cueva, iluminando apenas a algunos reptiles asustados por su paso, que huían a toda prisa en medio de la oscuridad. Fue en esa oscuridad donde brotó y murió un extraño sonido, como si fuese un monstruoso suspiro.

—¿Qué ha sido eso? —interrogó Ann, parada con un peso que le oprimía el pecho.

—Proseguid —contestó el traidor—. Son las antiguas arpas eolias de la condesa Elvina, que han pasado de moda y han sido arrojadas aquí porque no hay espacio en el granero.

A
Ella
le hubiese gustado hacer algunas preguntas sobre esa condesa Elvina, pero el señor Goëtzi les apremiaba constantemente.

—¡Levantad las antorchas! —ordenó.

Todos obedecieron, y a la luz de las teas aparecieron vagamente las húmedas paredes de un gran salón subterráneo.

—¡Mirad encima de vosotros! —ordenó de nuevo el señor Goëtzi.

Todos levantaron la vista, y se encontraron con una bóveda elevada en el centro de la cual había un negro y gigantesco agujero circular.

—¿Para qué sirve ese agujero? —inquirió Ann.

—Es el desagüe de los calabozos del conde Tiberio —contestó el señor Goëtzi—. Por ahí son arrojadas las víctimas al abismo que se encuentra, como podéis comprobar, justo debajo.

—¡Cómo! —exclamó estupefacta nuestra querida heroína—. ¡Aún existen estas bárbaras reliquias de la Edad Media! ¿La cegadora luz de la filosofía no ha conseguido destruir todavía estos horrores?

Los dientes del señor Goëtzi rechinaron.

—Ya no se usan con tanta frecuencia. Me parece que no se utilizan desde los tiempos de la condesa Elvina.

De pronto
Ella
se encontró en medio de un salón de estilo gótico del más tenebroso aspecto, cuya alta chimenea se veía coronada por un espejo veneciano de marco labrado que representaba la Pasión de Nuestro Señor. A la derecha de la chimenea, la pared, tapizada con un cuero cordobés de tono castaño oscuro, mostraba una mota blanca que en realidad era un botón de marfil.

El señor Goëtzi tenía en sus brazos un gran gato negro, cuyas patas fracturó, una tras otra, con fría y espantosa crueldad.

—Es para que no huya —dijo—. Ahora veréis algo extraordinario: voy a dejarlo en el mismo sitio en que se encontraba la condesa Elvina. ¡Fijaos bien en el gato!

Dejó al negro animal, que maullaba lastimeramente, sobre una losa del suelo más ancha que las otras. El gato intentó escapar, pero sus patas rotas no le dejaron, y el señor Goëtzi se aproximó sonriendo hacia el muro donde se encontraba el botón de marfil. Colocó el dedo y presionó. La losa se inclinó y el gato desapareció. En ese momento se abrió la puerta y entraron los lacayos del conde Tiberio, armados hasta los dientes. El señor Goëtzi señaló a nuestra querida amiga y sus compañeros, y dijo:

—¡Aquí los tenéis!

Y en esta ocasión, a pesar de la heroica resistencia de Merry Bones, nuestros pobres amigos fueron cubiertos de cadenas y arrastrados lejos de allí…

* * * * *

Imaginen ustedes la horrible mazmorra en la que nuestra desdichada Ann se encontraba tumbada sobre unas pocas briznas de paja, con un grillete de hierro alrededor del cuello. ¡A ese punto la había llevado su generosidad!

De repente una voz maravillosa le susurró al oído:

—Hermosa virgen de Albión, soy la condesa Elvina de Montefalcone.

Ella
abrió los ojos, enrojecidos de tanto llorar, y se encontró a una mujer pálida, arrodillada al lado de su camastro. Era una muchacha todavía, aunque el sufrimiento había blanqueado sus cabellos.

—¡Cómo! —exclamó nuestra amiga—. ¿Cómo habéis podido escapar de los espantos de ese abismo?

—Ese es un asunto que ya tiene varios siglos de antigüedad —contestó la pálida joven, con una melancólica aunque agradable sonrisa—, y lo mejor es que nos ocupemos ahora del presente. He entrado en vuestro calabozo gracias a un poder especial que me permite también romper vuestros grilletes, cosa que haré con sumo placer. Levantaos. En este instante os devuelvo la libertad.

Pero al encontrar en la mirada de nuestra querida Ann el ardiente deseo de saber algo más, tuvo la gentileza de añadir:

—Un cruel tirano os había condenado a muerte. Ese canalla al que llamáis Goëtzi, y que no es otro que la maldita Gertrudis de Pfafferchoffen, mi rival, cuyo espíritu, después de varias migraciones, se estableció en el cuerpo de la campesina Polly Bird, es quien os ha traicionado. Debéis saber que el conde Tiberio y la signora Pallanti, separados durante un tiempo por la codicia y la concupiscencia, se han reconciliado esta noche. ¿Y queréis saber por qué? Porque el joven y valiente
gentleman
Edward S. Barton ha rechazado enérgicamente las indecentes proposiciones de la italiana, y la hermosa Cornelia también ha humillado al conde Tiberio con su desprecio. Unidos por una misma sed de venganza, estos dos monstruos con rostro humano han decidido ejecutar a Edward S. Barton y a Cornelia de Witt esta misma noche.

—¿Qué puedo hacer para salvarlos? —preguntó ansiosa nuestra querida Ann, frotándose las manos.

—¡Dios siempre es el más poderoso! —exclamó la mujer pálida—. ¡Ahora sois libre!

Ann se arrojó hacia la puerta del calabozo, que acababa de abrirse como por arte de magia.

Avanzó impulsada por una instintiva esperanza. Después de atravesar siete pasillos se encontró con un marmolista que estaba tallando un par de brazos en un bloque de alabastro. Ambos brazos parecían pertenecer a cuerpos de diferente sexo, y estrechaban sus manos en tierna unión.

El escultor intentó abrazar a Ann, mientras le preguntaba:

—¿Qué opináis de mi trabajo, querida mía? Se trata de una broma de la gorda Letizia, que desea adornar con ella las tumbas del joven inglés y de la dama Cornelia.

Ella
huyó desesperada, mientras el escultor proseguía su trabajo, riendo. De esa forma, completamente sola, tuvo que recorrer varias leguas de pasillos interminables, en medio de los derruidos salones.

Finalmente, en la esquina de una galería, percibió una luz que se filtraba por debajo de una puerta, y simultáneamente llegó hasta sus oídos el ruido de unas voces airadas, mezcladas con otras lastimeras. A pesar de que se sentía completamente exhausta, hizo acopio de todas sus fuerzas y entró por la puerta abierta. Inmediatamente lanzó un grito de horror al ver a sus desventurados amigos, Ned y Corny, cargados de cadenas. La bella melena de Cornelia había sido cortada. Ned tenía también una soga al cuello, y llevaba además la ropa típica y funesta de los desdichados a los que la Inquisición condenaba antiguamente a morir en el tormento. Tras ellos había un hombre terrible, con un traje completamente rojo y un hacha que cargaba sobre su hombro, indicando perfectamente que su oficio era el de verdugo.

En el otro extremo del salón había un segundo grupo formado por el conde Tiberio, la signora Pallanti y el señor Goëtzi. Este último no parecía muy satisfecho, y no cesaba de reclamar el cumplimiento de la promesa que le habían hecho de entregarle a Cornelia para calmar su infame sed. Pero Letizia se reía de él, y Tiberio le amenazaba con mandarlo decapitar. Los dos se daban el brazo y parecían ahora íntimos amigos.

Al ver aparecer a nuestra querida Ann, una cruel sonrisa se dibujó en sus labios, y la signora Pallanti dijo:

—¡Precisamente, aquí esta la niña querida!

Pero
Ella
, sin prestar atención a sus burlas, se precipitó hacia sus amigos, abrazándolos.

—¡No podría hacer nada más apropiado! —dijo la feroz italiana—. Ella misma se ha colocado en posición. ¡Ahora acabemos con los tres pájaros de un tiro!

La signora Pallanti se giró y avanzó hacia la chimenea. Al hacerlo descubrió una parte de la pared que había tras ella, lo que espantó sobremanera a nuestra querida Ann. En su turbación, no había reconocido el salón de las torturas; pero ahora podía ver el espejo grabado de Venecia, el tapiz de cuero cordobés y el botón de marfil.

—¡Corramos! —exclamó enloquecida de espanto. ¡Pero era demasiado tarde! La vampiro italiana apretó el botón y la losa del suelo se abrió. Entonces, ¡oh, milagro!, nuestra querida Ann, Corny y Ned quedaron suspendidos por una mano sobrenatural, y la condesa Elvina, surgiendo inesperadamente del abismo, exclamó con la voz de la señora Ward:

—¡Vamos, querida! ¿Qué tipo de antojo es éste? ¡Abre ahora mismo! ¿Es que piensas quedarte en la cama hasta las diez de la mañana el día de tu boda?

Podía escucharse mucho ruido en el pasillo. William Radcliffe se sonaba, mientras el simpático señor Ward decía que tenían que llamar a un cerrajero.

—¡Salvados! ¡Salvados! —exclamó nuestra querida joven, que de repente se encontró vestida con el traje de novia, en medio de su cuarto, por cuyas ventanas penetraba a raudales el sol de marzo…

Creo que mylady cometió el error de sonreír, porque la señorita 97 se calló bruscamente.

—Entiendo muy bien lo que le pasa —dijo con tono de censura—. Piensa que nuestro relato va a acabar con esa fórmula gastada hasta la saciedad: «¡Era un sueño!»¡Confiese que es lo que creía! ¡Muy bien, pues está equivocada!

Tomó un pequeño sorbo y apuró su última taza de té, antes de proseguir:

—¡No, no y no! Yo sería incapaz de incomodar al caballero aquí presente por tan poca cosa. ¡No señor! NO SE TRATABA DE UN SUEÑO. En primer lugar, debo decir que desde los nueve años
Ella
padecía crisis de «alucinaciones», aunque sus padres se cuidaban mucho de mantener en secreto semejante virtud, o enfermedad. Evidentemente, no pretendo afirmar que nuestra querida joven realizase todo ese largo y accidentado viaje en una sola noche, pero como enseguida verán se trataba de algo más que un sueño. Apenas abrió la puerta, el señor Radcliffe entró, acompañando a sus padres, y todos pudieron observar con espanto la mudanza que había sufrido su persona. Les examinó a todos con aire ausente, preguntándoles qué había pasado con la condesa Elvina. Pensaron que había enloquecido, especialmente cuando
Ella
exigió firmemente, antes de proseguir con la celebración de la boda, que le permitieran partir inmediatamente hacia Montefalcone, pasando primero por Rotterdam.

* * * * *

Partieron inmediatamente después de la boda, ya que ella se negó a dar su brazo a torcer. Debo recordarles la existencia de las cartas recibidas en la víspera. Éstas tampoco pertenecían a ningún sueño, y exigían de su amistad con Ned y Corny que intentasen averiguar inmediatamente lo que ocurría.

En adelante sólo podré contarles los hechos sin hacer nuevos comentarios sobre los mismos. Cuando llegaron a Londres, lo primero con lo que se tropezó Ann, absolutamente sorprendida, fue con un cartel que decía:

¡¡CAPITAL EXCITEMENT!!

EL AUTÉNTICO VAMPIRO DE PETERWARDEIN

DEVORARÁ A UNA JOVEN VIRGEN

Y BEBERÁ VARIAS COPAS DE SANGRE

COMO SIEMPRE, AL SON DE LA MÚSICA

DE LOS GUARDIAS ECUESTRES

¡¡WONDERFUL ATTRACTIONINDEED!!

Ann señaló el cartel al viejo Grey-Jack, pero su fiel criado no recordaba absolutamente nada. El fenómeno que había dado origen a nuestra historia era un hecho completamente personal.

Cruzaron el Canal. Al abandonar Rotterdam, nuestra querida Ann reconoció el camino quebrado en el que viera por primera vez a ese joven desconocido semejante a un semidiós.

De hecho durmió también en la posada de
La Cerveza y la Amistad
, en el mismo cuarto que tenía el hueco de la chimenea, las cortinas con grandes flores y las guerras del almirante Ruyter.

En resumen, ella fue reconociendo cada lugar, incluso en sus detalles más insignificantes.

—¿Y la Ciudad Vampiro? —preguntó mylady.

—Paciencia. Vayamos por partes. En primer lugar hicieron lo más urgente, es decir, viajar a Montefalcone, adonde llegaron precisamente el día de la boda de Cornelia y Edward.

—Que fueron salvados por la condesa Elvina, imagino —añadió la incorregible mylady.

—No —contestó la señorita 97 ligeramente turbada—. A pesar de que existe en la región la leyenda que habla de esta desgraciada víctima del feudalismo. El conde Tiberio y la signora Letizia Pallanti alimentaban los más rastreros propósitos contra los novios, no lo duden. Pero no se atrevieron a realizarlos gracias a un acontecimiento que yo calificaría de providencial. El joven lord Arthur apareció por esas tierras acompañado de su venerable sacerdote y tutor, con la intención de examinar los campos de batalla del famoso Scanderberg…

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