—Marchaos, Edward Barton, mi amigo y hermano. Id hacia donde el deber os llama. Sed tan prudente como valiente en medio de los peligros desconocidos que os envuelven. Recordad que viajan con vos mis oraciones, y que día y noche estaré preparada para correr en vuestro auxilio.
Ella
se volvió y los demás abrieron el ataúd.
Edward se introdujo entonces en él, y los dos hombres de Bihac lo cargaron sobre unas parihuelas.
El señor Goëtzi conocía, naturalmente, la contraseña. Después de llamar desde el otro lado del foso (ya que no tenía un cuerno de caza consigo), intercambió las palabras necesarias con el vigía, que le permitió el paso. Cuando le preguntaron qué quería, replicó:
—Deseo ver inmediatamente al conde Tiberio.
—El conde está acabando ahora de cenar —le respondieron—. No es momento adecuado para visitas.
—Cualquier momento es adecuado cuando se trae una buena noticia —insistió el señor Goëtzi—. Id en presencia del conde y explicadle que el hombre que acaba de llegar le trae el ataúd de hierro.
El criado hizo lo que le mandaban. Cuando el señor Goëtzi se quedó de nuevo a solas con Edward, se agachó hacia uno de los orificios del cajón metálico y dijo en un susurro:
—Todo marcha viento en popa. Intentad haceros bien el muerto.
—Estoy dispuesto a lo que sea para salvar a mi amada, pero ¡por mi honra! ¡Aquí me estoy asfixiando! El retorno del criado acabó con este diálogo.
El conde esperaba al señor Goëtzi en sus aposentos. Llamaron de nuevo a los hombres del pueblo, que volvieron a colocar el ataúd de hierro sobre las parihuelas. Se adentraron entonces a lo largo de trece corredores, y atravesaron docenas de habitaciones que en otros tiempos debieron de ser magníficas, aunque el deplorable estado en que se encontraban denotaba un abandono de varios siglos. El señor Goëtzi no pudo reprimir una sonrisa diabólica al pasar junto a las ruinas que indicaban el antiguo emplazamiento de la alcoba de la condesa viuda de Montefalcone. Toda aquella ala del castillo, todavía no rehabilitada, despertaba en él el recuerdo de su incursión al mando de su fallecido amo y se dijo a sí mismo:
—¡Todo aquello estuvo bien, pero ahora lo haré todavía mejor!
Supongo que ya comienzan ustedes a comprender que el desdichado Ned y nuestra querida Ann habían hecho muy mal en depositar en él su confianza.
Por fin llegaron a una zona mejor conservada, con alfombras ya reparadas y muebles sin manchas de polvo.
El conde Tiberio Palma d’Istria se encontraba sentado, o más bien tumbado, en un sillón cuya confección se remontaba a la era de los Dux.
Estaba borracho, como solía pasarle todas las noches después de comer. Letizia le había inculcado esta costumbre salvaje para poder dominarlo mejor. El señor Goëtzi apareció, seguido por los dos porteadores, que dejaron el cajón de hierro en el suelo, recibiendo inmediatamente la orden de salir de la habitación, aunque sin marcharse del castillo.
—¿Traes al inglés en ese arcón? —interrogó Tiberio—. ¡Buenas noches, bribón!
—Os saludo, monseñor —contestó Goëtzi—. Sí, traigo al inglés.
—¿Está completamente muerto?
—Me sorprende incluso que no os sintáis todavía molesto por el olor que desprende el cuerpo.
Tiberio, que se creyó lo que le decía, se tapó inmediatamente la nariz.
—¿Deseáis verle? —añadió el señor Goëtzi, girándose hacia el cajón.
—¡Vete al infierno! —gritó el conde—. ¡Acabo de terminar de cenar! No juegues con mi estómago. ¡El inglés ya debe de haber sido devorado por los gusanos, porque tú, maldito, te tomaste todo el tiempo del mundo para traerlo hasta aquí!
—El féretro es muy pesado, y el camino largo —se excusó el señor Goëtzi.
—¡Qué cosa infecta! De acuerdo, hagámoslo rápidamente. ¿Qué fue lo que te prometí como recompensa?
—A la signora Letizia Pallanti.
—¿Es eso cierto, bribón? Me parece perfecto. La amé como a la niña de mis ojos, pero ya ha pasado el tiempo y ella todavía lleva la peluca de una muerta. ¡Ja, ja, ja! ¡Pobre condesa Greete! ¡Menuda broma le gastamos! Pero ahora deseo desposar a Cornelia, mi discípula, para poder gozar de su juventud al mismo tiempo que lo hago de su fortuna… ¡Perfecto! Ahora deja al inglés en los calabozos. Letizia es tuya, ya puedes irte con ella de una vez. Di, cuando bajes, que me suban más vino y me traigan a mi discípula Cornelia.
El señor Goëtzi se marchó entonces con el ataúd de hierro, mientras el conde Tiberio seguía bebiendo. Ned, a pesar de su incómoda situación, se alegró por el éxito del engaño. Estaba seguro de que ahora lo llevarían al lado de Cornelia, y que ésta encontraría alguna forma de hacer entrar a sus amigos en el castillo. Ése había sido el plan acordado, y las esperanzas de Edward se vieron reforzadas cuando el señor Goëtzi ejecutó únicamente la mitad de las órdenes del conde Tiberio. Pidió que le llevaran más vino, pero no dijo nada de Cornelia.
¿Cuántos pasillos, cuantos puentes levadizos, escaleras, aposentos deshabitados y salones separaban la alcoba de Tiberio de la de Letizia?
La hermosa italiana estaba tumbada a la usanza oriental sobre una montaña de almohadas. Había engordado bastante últimamente. ¡Allí fue donde Ned comenzaría a entender muchas cosas!
—¿Me lo traéis vivo? —preguntó la Pallanti nada más ver al señor Goëtzi.
Y al decirle éste que sí, ella se puso en pie sobre los almohadones, exclamando:
—¡Oh, cielos! ¡Debes de estar muy incómodo ahí dentro, mi amor! ¡Abrid enseguida este ataúd para que pueda embriagarme de gozo al verlo y estrecharlo contra mi corazón!
—¡Calma! —contestó sin embargo el señor Goëtzi—. Este muchacho es fuerte y decidido. Si lo dejáramos en libertad no tardaríamos en arrepentimos.
—¿Crees acaso —interrogó Letizia— que se podría resistir a mis encantos?
—Estoy convencido. ¿Es que no sabéis que a quien ama es a Cornelia?
—¡Esa flacucha! —exclamó la
signora
con un gesto de desdén—. ¡Apuesto a que ni siquiera pesa cien libras de buena carne!
El señor Goëtzi respondió con una mueca y prosiguió:
—Cada cual tiene sus gustos. Yo, sin ir más lejos, la quiero a ella como recompensa, tal y como está.
Ned pensó que no había oído bien. «Seguramente», pensó, «Polly está representando su papel todavía».
—De acuerdo; es justo —respondió sin embargo la italiana—. Te la prometí y será tuya, pero no ahora.
—¿A qué hay que esperar? Tengo prisa.
—Todavía tenemos que deshacernos de ese cretino de Tiberio.
—Eso llevará tiempo —objetó el señor Goëtzi.
Letizia insistió:
—Todo estará preparado mañana por la mañana. Si tienes sed, puedes pedir a mi undécima doncella: ¡tiene dieciséis años… una palomita! La rapté en la granja esta mañana, y podrás comprobar que su sangre es mucho mejor que la de Cornelia.
Por uno de los orificios, Edward pudo ver cómo la mirada del señor Goëtzi brillaba ante aquellas palabras. ¡Entonces cayó la venda de sus ojos! Pensó con espanto que Polly continuaba siendo vampiro, y que él se hallaba a su merced.
—No rechazaré a la joven campesina —dijo entonces Goëtzi—, sobre todo después de lo mucho que he padecido en este viaje y de las pocas ocasiones que he tenido para alimentarme bien. Pero os advierto que no debéis iros a dormir en confiada seguridad. Hay enemigos en las proximidades del castillo.
—¿A qué te refieres?
—Estoy hablando de miss Ann Ward y sus criados.
Ned se estremeció entre las paredes del ataúd metálico. Sin embargo tuvo el temple suficiente como para no mostrar su desaliento con alguna imprudente exclamación.
Entre la italiana y el señor Goëtzi se produjo, a pesar de ello, un momento de silencio. Ella parecía sumida en profundas meditaciones.
—Escucha —dijo finalmente—. Lo mejor será que desciendas por el subterráneo del Norte, que es el más corto de los cuatro, puesto que sólo tiene una legua. Cuando llegues al final, haz girar la piedra que está montada sobre goznes, y así podrás acceder a la campiña. Te unirás entonces a la inglesa y sus esbirros y te ofrecerás hábilmente para conducirlos hasta Cornelia, aunque los traerás ante mi presencia. Yo me ocuparé de lo demás. ¿Está claro? Obedece, entonces. Mientras tanto le daré al hermoso Edward algunas explicaciones, después de las cuales estoy convencida de que me ofrecerá gustoso su corazón y su mano.
La celda de nuestra querida Cornelia se encontraba en el piso más alto del torreón. No por clemencia, sino ante el temor de que una reclusión excesivamente rigurosa pudiese mermar su hermosura, el conde Tiberio había accedido a que pudiese pasearse por la plataforma. En aquel estrecho recinto rodeado de almenas, Cornelia vivía sola, con el pensamiento depositado en su querido amante y con el corazón herido por la felicidad perdida. La contemplación de aquellas regiones inmensas le elevaban el espíritu alimentando al mismo tiempo su melancolía. La bóveda celestial, que iluminaba el sol por encima de ella, los azules destellos del firmamento, la noche, los infinitos diamantes suspendidos en su negrura, todo, en definitiva, le hablaba de Dios y lograba acabar con su desesperación.
Ella había sido la pálida aparición que nuestros amigos habían observado al alcanzar la falda de la montaña.
Esa noche, harta de contemplar el cielo estrellado, desvió la mirada hacia el suelo y se estremeció al descubrir una luz en la montaña vecina. Nunca había visto nada parecido hasta ese momento.
Completamente asombrada, y quizá con algo de esperanza también, observó atentamente aquella luz, con toda la intensidad que le permitían sus hermosos ojos. Temió estar soñando. Le parecía incluso reconocer a Ann, su mejor amiga, a Grey-Jack, su viejo criado, e incluso a Merry Bones, el criado irlandés de su amado Edward. Un cuarto personaje se hallaba junto al fuego, aunque, como le daba la espalda, no lograba verle la cara.
¡Quizá fuese Edward! ¡Seguramente sería Edward!
—¡Edward! ¡Edward! —gritó completamente embriagada por la alegría.
Por desgracia, el personaje a quien tomaba por Edward no era otro que el señor Goëtzi, que acababa de regresar junto a nuestros amigos a través del pasadizo subterráneo del Norte, y que, prosiguiendo con sus fechorías, intentaba arrastrarlos a todos a la perdición.
Edward S. Barton, entre tanto, se había quedado solo con la
signora
Letizia, después de que se marchara el señor Goëtzi. La traidora mujer le dedicó, ya desde el principio, sus más amables atenciones.
—Caballero —le dijo con voz suave y melodiosa—, no veáis en todo cuanto ocurre más que el resultado del amor que os profeso. Este sentimiento se remonta a los tiempos en que, cuando acababais de terminar vuestros estudios, os marchasteis a Inglaterra, donde yo me encontraba visitando a mi discípula, la señorita Cornelia de Witt, que me debe su brillante educación. No pude evitar entonces que mi frágil corazón sufriese la impresión de veros con vuestros labios sombreados apenas por un vello incipiente, y luciendo en cada rasgo todos los encantos de la adolescencia. Educada en los principios más estrictos, respeté las conveniencias, aunque al mismo tiempo me prometí utilizar todas las artes que Dios me ha dado para recuperar la fortuna de mis padres, y de ese modo poder ser un día digna, mi querido
gentleman
, de unir mi destino al vuestro.
Edward S. Barton era inglés y, en consecuencia, muy inteligente. A pesar del espanto que le suscitaban aquellas confesiones, decidió oponer la destreza a la táctica.
—Dada la incómoda situación en que me hallo —dijo con un tono insinuante—, me resulta muy difícil pensar en el amor, mi querida dama. Las paredes de este cajón de hierro le impiden a mi corazón cualquier sobresalto, y además, ¿cómo podría acceder a vuestros encantos si ni siquiera tengo la dicha de poderlos contemplar?
Letizia meditó un segundo, sorprendida ante tan justo comentario.
—Estoy de acuerdo —dijo finalmente— en que estaríamos mucho más cómodos si pudieseis decirme dulces palabras de amor sentado confortablemente en estos almohadones. Por desgracia es la prudencia quien lo impide. Por otro lado, en los tiempos que vivimos, el matrimonio ya no depende exclusivamente de los sentimientos. Debo arrebataros primero la venda que tenéis en los ojos. Hasta ahora habéis pensado que esa niña, Cornelia de Witt, era rica y yo pobre. Superad este error. Cornelia es quien no posee nada, mientras que yo me he convertido en la heredera de una gigantesca fortuna. Sabed que soy de origen principesco. Todavía conservo el vago recuerdo de una cuna adornada con encajes y varias ristras de perlas de cultivo. Una mujer, bella como la luz del amanecer, se inclinaba sobre mi sueño ansiosa por mi primera sonrisa. ¡Era mi madre! Y esta mujer era la princesa Loïska Palma d’Istria, la propia cuñada del conde Tiberio.
A Edward le daba igual que todo aquello fuese cierto, aunque con intención de agradarla exclamó:
—¡Increíble!
—Tengo incluso los documentos —contestó la signora Letizia—, legalmente registrados. ¿Es preciso que os relate cómo una banda de gitanos que merodeaba por las proximidades del castillo me arrebató del regazo de mi madre, la princesa…?
—Tengo sed —dijo Edward, interrumpiéndola.
Sin embargo, tan lista como descarada, Letizia cogió de su mesilla un vaso, lo llenó de buen vino y colocó dentro una pajita. Después introdujo la pajita por uno de los orificios del ataúd, y sumergiendo el otro extremo en el vino, le dijo:
—Podéis beber hasta saciaros, mi querido
gentleman
; me alegra poder saciar por lo menos uno de los deseos de mi amado.
Y mientras él bebía, continuó:
—¿Debo contaros también los inútiles esfuerzos de mis padres para recuperar a su hija única? Por desgracia sólo buscaron entre los gitanos. Sin embargo estos canallas se habían visto atacados, cerca de la costa, por una incursión de corsarios de Lípari, cuyo botín fui yo. Entonces contaba sólo cinco años, por lo que logré salvar mi honra. Unos piratas argelinos me robaron a su vez de los corsarios, y fui preparada para pertenecer a un harén. Un joven eunuco me ayudó a escapar. Regresé entonces a Italia, aunque no recordaba mi nombre ni la dirección de mis padres. Entonces fui sucesivamente alumna en la famosa casa de estudios de Turín, premiada por la academia de Cántaros Rotos, vendedora de pequeñas macetas de porcelana antigua para los ingleses, lectora de un cardenal, criada de uno de los más ancianos ermitaños de los Apeninos, y dama de compañía del célebre Rinaldo, jefe de una cuadrilla de bandoleros. No creo que haya existido jamás una juventud tan accidentada como la mía. Así fue como llegué a los quince años. Por esa época encontré en un bosque frondoso a un individuo harapiento que agonizaba. Al verme lanzó un débil grito y me pidió que le enseñase la parte inferior de mi pierna izquierda. Los deseos de un moribundo son sagrados, de forma que obedecí. Entonces él exclamó: «¡Dios mío! ¡Es ella!» Estaba agotado. «Dios me ha permitido», añadió, «que antes de morir pueda expiar el peor de mis crímenes. Joven forastera, lleváis en vuestro tobillo, cerca del talón, una marca que equivale a un certificado de nacimiento. ¡Lo sé porque fui yo quien os arrebató de vuestra cuna!…» Entonces me dio el nombre de mis nobles padres. Le perdoné, y murió en mis brazos. A partir de entonces, en medio de las mayores y más increíbles dificultades, mi único objetivo fue el de encontrar esos documentos. Mi padre había muerto, ya muy anciano y lleno de honores, y también mi madre se había convertido en una santa en el cielo. El señor Goëtzi, hombre peligroso pero muy astuto y que, me parece, es un vampiro, me ayudó bastante en mis investigaciones. Lo conocí en la corte. Él fue quien me aconsejó para que me encargase de la educación de Cornelia, con la intención de aproximarme a mi tío, el conde Tiberio, que intentaría disputarme sin éxito la riqueza de Montefalcone. También yo le coloqué a él a vuestro lado, para que os enseñara a quererme y a apreciarme.