CONFIDENCIAL: PROHIBIDO HACER COPIAS
Entendía muy bien por que era necesaria aquella clase de información estadística, pero no podía evitar pensar que el instituto, bajo la dirección de Murray Blakewood, estaba estancándose, obsesionado con la tipología. Era como si, por sus extensas colecciones y la cantidad de talentos que trabajaban para él, el instituto estuviera ignorando los nuevos avances —la etnoarqueología, la arqueología contextual, la arqueología molecular, la gestión de recursos culturales— que estaban produciéndose fuera de sus gruesos muros de adobe.
Extrajo las fichas de registros escritas de su puño y letra, que presentaban en forma de tabla aquellas piezas, e introdujo en la base de datos la información: «46 Mesa Verde N/A, 23 Chaco/ McElmo, 2 Politécnico de St. John, 1 Socorro N/A…» ¿O era otro Mesa Verde N/A? Abrió el cajón en busca de una lupa y lo registró sin encontrarla. ¡A la mierda con éste!, pensó, apartando el fragmento a un lado y pasando al siguiente.
Su mano se cerró en torno a un pequeño fragmento de cerámica pulido que evidentemente correspondía al borde de un cuenco. Éste se parece más, pensó. Pese a su reducido tamaño, el fragmento era muy bonito, y todavía recordaba el momento en que lo había encontrado. Estaba sentada junto a un matorral de tamarisco, estabilizando un frágil canasto con acetato de polivinilo, cuando su ayudante, Bruce Jenkins, profirió un grito: «¡Chaco negro sobre amarillo micáceo!», había exclamado. «¡Hostia!»
Nora recordó el entusiasmo, la envidia que había suscitado el hallazgo de aquel pequeño fragmento. Y ahora ahí estaba, abandonado en el interior de una enorme bolsa de plástico. ¿Por qué no ponía más empeño el instituto en descubrir, por ejemplo, el motivo por el que aquel fantástico estilo de cerámica era tan insólito —ya que nunca se habían encontrado vasijas completas, nadie sabía de dónde procedía o cómo se había hecho— en lugar de numerar y rellenar tablas incesantemente, como si todos ellos no fueran más que una especie de contables de la prehistoria?
Se quedó mirando la colección de trozos de color pardo que yacía ante sus ojos y, de repente, se apartó de la mesa y se dirigió hacia el teléfono para marcar el número del servicio de información.
—Pasadena —pidió a la voz que la atendió—. Con el Laboratorio de Reacción de Propulsión. —Hicieron falta una operadora externa y dos internas para comunicarle que la extensión de Leland Watkins era 2330.
—¿Sí? —contestó al fin una voz aguda e impaciente.
—Buenos días. Soy Nora Kelly, del Instituto Arqueológico de Santa Fe.
—¿Sí? —repitió la voz.
—¿Es usted Leland Watkins?
—Sí, soy el doctor Watkins.
—Perdone que le robe unos minutos de su valioso tiempo —se disculpó Nora de antemano, hablando deprisa—. Estamos trabajando en un proyecto en el sudeste de Utah, buscando antiguas rutas anasazi, y quería saber si podrían ustedes…
—No tenemos cobertura de radar en esa área —la interrumpió Watkins.
Nora inspiró hondo.
—¿Existe algún modo de conseguir cubrir la zona? Verá, es que…
—No, no hay ningún modo —la interrumpió de nuevo con una voz cada vez más nasal por la irritación—. Tengo una lista de espera larguísima de gente que quiere cobertura: geólogos, biólogos de la selva tropical, científicos agrícolas…
—Ya veo —repuso tratando de conservar la calma—. ¿Y cuál es el proceso habitual para solicitar esta clase de cobertura?
—Hasta la fecha, tenemos para dos años con las solicitudes que hemos recibido, y ahora mismo tengo demasiado trabajo como para explicárselo. Como supongo que ya sabrá, la lanzadera
Republic
está en órbita en estos momentos.
—Esto es muy importante, doctor Watkins. Creemos que…
—Todo es importante. Y ahora, si me disculpa… Envíe la solicitud si quiere.
—¿Y a qué dirección…? —Nora se interrumpió cuando se dio cuenta de que estaba hablando con el tono de marcado—. ¡Capullo arrogante! —exclamó—. ¡Me alegro de que mi hermano se tirara a tu novia! —Y colgó el auricular con violencia.
A continuación, observó el teléfono con gesto maquiavélico. La extensión del doctor Watkins era la 2330.
Volvió a descolgar el auricular y marcó muy despacio un número correspondiente a una llamada de larga distancia.
—Sí —dijo al cabo de unos segundos—. Con la extensión 2331, por favor.
L
anzando un fuerte suspiro, Peter Holroyd se acomodó en el viejo asiento —que parecía el de un tractor—, giró a la derecha la empuñadura para retrasar el avance del encendido y el motor de la motocicleta cobró vida violentamente. Esperó unos minutos para dejar que se calentase y a continuación puso primera, salió del complejo para zambullirse en el tráfico de California Boulevard y tomó dirección oeste para ir hacia el auditorio Ambassador. Una fina bruma estaba suspendida sobre las montañas de San Gabriel. Corno de costumbre, sus ojos —rojos tras una larga jornada frente a pantallas gigantes de ordenador e imágenes de colores falsos— le escocían en el ozono. Una vez liberada de la atmósfera purificada del complejo, la nariz empezó a moquearle sin cesar y arrojó un generoso esputo de flema sobre el asfalto. Había pegado una pequeña figura de plástico del muñeco de Michelín en el depósito de gasolina, y tendió el brazo para acariciarle la oronda tripa.
—Oh, dios del tráfico de California —entonó—, haz que tenga un buen viaje, sin lluvia ni gravilla suelta en la carretera ni conductores nerviosos.
Veinte minutos más tarde, después de haber recorrido diez manzanas, giró con la vieja motocicleta hacia el sur, en dirección a Atlantic Boulevard y al vecindario de Monterrey Park, donde residía. El tráfico se hacía allí menos denso, y cambió a tercera por primera vez desde que había puesto en marcha el vehículo, dejando que el viento se llevase consigo el calor de los cilindros que había bajo sus posaderas. Pensó de nuevo en la persistente arqueóloga que lo había tenido al teléfono tanto rato esa misma mañana. Imaginó a una de esas académicas rollizas con cara de rata de biblioteca, el pelo cortado casi al cero y sin habilidad ninguna para el trato social con los seres humanos. Sólo le había prometido un breve encuentro, lejos del LRPC, por supuesto; si Watkins llegaba a imaginar siquiera aquella clase de tratos fuera del ámbito del laboratorio, se metería en un buen lío. Sin embargo, toda aquella información acerca de una supuesta ciudad perdida le había intrigado mucho más de lo que estaba dispuesto a admitir. Holroyd nunca había tenido mucha suerte con las mujeres, de modo que la idea de que una mujer —con cara de ratón o sin ella— estuviese dispuesta a dejar cuanto estuviese haciendo para conducir desde Santa Fe hasta allí para reunirse con él le parecía sumamente halagadora. Además, le había prometido que ella pagaría la cena.
Tras un breve y rápido recorrido, las calles empezaron a congestionarse y a hacerse cada vez más agresivamente urbanas. Una VEZ, que hubo dejado atrás tres manzanas y otros tantos semáforos, subió la moto a la acera que había junto a una hilera de edificios de cuatro pisos. Extrajo una bolsa marrón de debajo de la cinta elástica del guardabarros trasero y levantó la cabeza para echar un vistazo a la ventana de su apartamento. Las viejas cortinas amarillas se movían con languidez entre la brisa cálida e intermitente. Eran un legado de un inquilino anterior y nunca habían conocido las bondades del aire acondicionado. Sorbiéndose la nariz de nuevo, Holroyd echó a andar hacia el cruce, donde el letrero de Alʹs Pizza brillaba en el contraste de la oscuridad creciente.
Miró alrededor y se deslizó en su reservado habitual, disfrutando del airecillo fresco del restaurante. Había llegado tarde por culpa del tráfico, pero el lugar todavía estaba vacío. Holroyd trató de decidir si se sentía decepcionado o, por el contrario, aliviado.
El propio Al en persona, un hombrecillo menudo y asombrosamente imberbe, se acercó a su mesa.
—¡Buenas tardes, profesor! —exclamó—. Se nos presenta una bonita noche, ¿no le parece?
—Sí, es verdad —contestó Holroyd. Por encima de los hombros de Al, vio un pequeño televisor cuyas imágenes veteadas luchaban por hacerse ver tras una tupida capa de grasa. Su dueño siempre tenía sintonizada la misma cadena, la CNN, con el sonido al mínimo, de forma que no se oía nada. En esos momentos se veía una imagen de la lanzadera
Republic
donde aparecía un astronauta flotando boca abajo, atado con una cuerda blanca, con la magnífica esfera azul de la Tierra como telón de fondo. Sintió una breve punzada familiar de nostalgia y se volvió hacia el rostro alegre y animado de Al.
El hombrecillo dio un golpe encima de la mesa con la mano llena de harina.
—¿Qué le apetece esta noche? Tenemos una pizza de anchoas riquísima que saldrá del horno dentro de cinco minutos. ¿Le gustan las anchoas?
Holroyd dudó unos instantes. Seguramente aquella mujer se lo había pensado dos veces antes de emprender un viaje tan largo: a fin de cuentas, al hablar con ella por teléfono, no la había animado demasiado a venir.
—Me encantan las anchoas —dijo—. Tráeme dos trozos.
—¡Ángelo! ¡Dos trozos de pizza de anchoas para el profesor! —gritó Al, deslizándose de nuevo detrás del mostrador.
Holroyd lo observó mientras se alejaba y luego puso la bolsa marrón del revés para volcar su contenido encima de la mesa. De ella cayeron dos rotuladores fosforescentes de color azul, un cuaderno y unos ejemplares de bolsillo de
The White Nile, Aku Aku, y
el
Endurance
de Lansing. Lanzando un hondo suspiro, buscó entre las páginas de
Endurance,
localizó el punto de libro y se arrellanó en su asiento.
Oyó el chirrido familiar de la puerta de la pizzería y, de soslayo, vio entrar a una mujer joven con un enorme maletín. Su pelo, una mezcla de cobrizo y dorado muy poco corriente, le caía en ondas sobre los hombros, y tenía unos penetrantes ojos de color avellana. Exhibía una espléndida figura y, al arrastrar el maletín para introducirlo por la puerta, Holroyd no pudo evitar fijarse en su hermoso trasero. La mujer se volvió y el levantó la vista rápidamente, con gesto culpable, y se quedó embobado al ver la cara, el rostro despierto, inquieto e impaciente de aquella mujer.
No pedía ser ella.
La mujer también levantó la mirada y lo observó con sus ojos avellana. Holroyd cerró el libro de golpe y se mesó el pelo, que llevaba despeinado por el trayecto en moto. La mujer avanzó directamente hacia él, arrojó su portafolio encima de la mesa y se sentó deslizándose en el otro extremo del reservado con un susurrante movimiento de sus largas piernas. Se echó hacia atrás el pelo cobrizo; estaba morena y Holroyd reparó en el reguero de pecas que le salpicaban el puente de la nariz.
Hola —dijo—. ¿Es usted Peter Holroyd?
El hombre asintió con la cabeza. Le asaltó un súbito ataque de pánico: aquella mujer no era la rata de biblioteca avejentada que había esperado, sino toda una belleza.
—Soy Nora Kelly —se presentó, tendiéndole la mano.
Holroyd titubeó unos instantes, dejó el libro encima de la mesa y estrechó la mano que le ofrecía la mujer. Tenía los dedos fríos e inesperadamente fuertes.
—Siento haberle acorralado de esta manera. Gracias por haber accedido a verme.
Holroyd trató de esbozar una sonrisa.
—Bueno, lo cierto es que su historia era interesante, aunque un poco vaga. Me gustaría oír más cosas acerca de esa ciudad perdida en el desierto.
—Verá, me temo que va a tener que seguir siendo una historia un poco vaga por el momento. Supongo que comprende la necesidad de guardar el máximo secreto…
—En ese caso, no estoy seguro de qué puedo hacer por usted —contestó Holroyd—. Ya se lo dije por teléfono; todas las solicitudes tienen que pasar antes por las manos de mi jefe. —Vaciló unos segundos—. Sólo estoy aquí para averiguar más cosas sobre ese proyecto.
—Y supongo que su jefe es el doctor Watkins. Sí, también he hablado con él. Un tipo realmente simpático. Y muy modesto, además. Me gusta la modestia en un hombre. Lástima que no pudiera dedicarme más que nueve segundos.
Holroyd se echó a reír y luego, rápidamente, cortó en seco su propia risa.
—¿Y bien? ? ¿Qué cargo ocupa en el instituto? —le preguntó, removiéndose en su asiento.
—Soy profesora adjunta.
—Profesora adjunta —repitió Holroyd—. ¿Y es usted quien está al frente de la expedición o hay alguien más?
La mujer le lanzó una penetrante mirada y respondió:
—Más o menos, estoy al mismo nivel que usted: bastante abajo en el escalafón y sin demasiado control sobre mi propio destino. Pero esto —añadió dando unas palmaditas al portafolio— podría cambiarlo todo.
Holroyd no estaba seguro de si debía sentirse ofendido.
—Bien, ¿y para cuándo necesitan los datos exactamente? Tal vez si el director del instituto en persona se pusiera en contacto con mi jefe el proceso podría acelerarse. Le impresionan los nombres importantes, ¿sabe? —Se reprendió por haber hecho un comentario tan desdeñoso sobre su jefe. Nunca se sabía cuándo una cosa así podía volverse en contra de uno, y Watkins no era de los que perdonaban un desliz semejante.
La mujer inclinó el cuerpo para acercarse a él y susurró:
—Señor Holroyd, tengo que confesarle algo. De momento no cuento con todo el apoyo del instituto. De hecho, ni siquiera piensan considerar la posibilidad de organizar una expedición para localizar la ciudad hasta que les traiga pruebas más convincentes. Por eso necesito su ayuda.
—¿Y por qué tiene tanto interés en encontrar esa ciudad?
—Porque podría ser el descubrimiento arqueológico más importante de nuestros días.
—¿Y cómo lo sabe?
De pronto, Al apareció con dos gruesos trozos de pizza recubiertos de anchoas y los colocó bajo la nariz de Holroyd. La pizza despedía un olorcillo salado que se quedó flotando en el aire.
—¡Encima del portafolios no! —exclamó Nora. Confuso por la enérgica voz de autoridad, Al dejó los dos trozos de pizza en la mesa contigua y se deshizo en disculpas a medida que se alejaba.
—¡Y tráigame un té helado, por favor! —le ordenó de nuevo antes de dirigirse a Holroyd—. Escucha, Peter… ¿te importa que te tutee? No he venido hasta aquí para hacerte perder el tiempo con un yacimiento de tres al cuarto. —Se acercó un poco más a él y Holroyd percibió un leve olor a champú—. ¿Te suena el nombre de Francisco Vázquez de Coronado, el explorador español? Llegó al sudeste en 1540 en busca de las Siete Ciudades de Oro. Unos años antes un fraile había emprendido el camino hacia el norte, para salvar unas cuantas almas, y había regresado con un gigantesco cristal tallado de esmeralda y un montón de historias sobre ciudades perdidas. Sin embargo, cuando el propio Coronado se dirigió hacia el norte, sólo encontró los pueblos de adobe de las tribus indias de Nuevo México, ninguna de las cuales poseía oro ni riquezas. Pero, en un lugar llamado Cicuye, los indios le hablaron de una ciudad de sacerdotes llamada Quivira, cuyos habitantes comían en platos de oro y bebían de copas también de oro. Como puedes suponer, aquello exaltó los ánimos de Coronado y sus hombres.