—¿Y qué esperaba? —le preguntó Aragón con tono seco e impasible—. ¿El
lie de
Frunce?
Bonarotti extrajo un pequeño frasco de su chaqueta caqui cuidadosamente planchada, desenroscó la parte superior de vidrio y lo rellenó con dos dedos de líquido. A continuación añadió agua de una cantimplora y agitó la mezcla amarillenta. Volvió a colgar la cantimplora en un gancho y ofreció el vaso a los presentes.
—¿Qué es eso? —preguntó Black.
—Pernod —respondió—. Lo mejor para los días calurosos.
—No bebo —repuso Black.
—Yo sí —intervino Smithback—, pásemelo.
Nora volvió a mirar a Willard Hicks, que estaba dando golpecitos a un reloj ficticio en su muñeca. La mujer asintió con la cabeza y soltó las amarras del muelle. Los motores emitieron un rugido como respuesta y, en medio de terribles chirridos, la barca empezó a abandonar la plataforma marcha atrás.
Holroyd miró alrededor e inquirió:
—¿Y la doctora Goddard?
—No podemos esperar más —contestó Nora con una extraña sensación de alivio: puede que al final no tuviese que vérselas con aquella chica misteriosa. Que Sloane Goddard los siguiese si quería.
Los miembros del equipo intercambiaron miradas de sorpresa mientras la barcaza iniciaba un lento giro y el agua bullía por la popa. Hicks hizo sonar la sirena brevemente.
—¡No puede estar hablando en serio! —Exclamó Black—. No se marchará sin ella, ¿verdad?
Nora miró fijamente aquel rostro sudoroso e incrédulo.
—Pues claro que sí —respondió—. Claro que me marcho sin ella.
T
res horas más tarde, el
Laura del mar
había dejado el caos del puerto deportivo de Wahweap ochenta kilómetros atrás. La amplia proa de la barcaza cortaba con facilidad la superficie turquesa del lago Powell mientras las máquinas vibraban ligeramente y el agua silbaba a través de los pontones. Poco a poco habían ido desapareciendo las lanchas motoras, las estridentes motos acuáticas y las casas flotantes de colores llamativos. La expedición se había adentrado en un majestuoso y místico mundo de piedra, rodeados de un silencio sepulcral, estaban solos sobre la extensión reverdeciente del lago, cercado por despeñaderos de miles de metros de altura y por un desierto de roca resbaladiza. El sol descansaba suspendido sobre el Grand Bench, la Neanderthal Cove hacía su aparición a la derecha y el nacimiento lejano de la bahía de Last Chance a la izquierda.
Media hora antes, Luigi Bonarotti había servido una comida a base de codorniz braseada al coñac y ahumada a la manzana con pomelos y hojas secas de ruca. Este sabroso plato, elaborado como por arte de magia en el mugriento hornillo de gas, incluso había conseguido acallar el murmullo de quejas de Black. Habían cenado en torno a la mesa de aluminio y brindado con un Orvieto bien fresco. Después el grupo se había desperdigado por la barcaza en una contemplación letárgica de la comida, esperando el atraque del barco al pie del nuevo camino.
Smithback, que había comido estupendamente y consumido una escandalosa cantidad de vino, se hallaba sentado junto a Black. Antes de la cena, el escritor había bromeado sobre la cocina de los campamentos y los estofados de alimañas, pero la llegada de la comida transformó el tono de su discurso en un inminente panegírico.
—¿No fue usted quien escribió ese libro sobre los asesinatos en el museo de Nueva York? —Le preguntó Black, y los labios de Smithback esbozaron una sonrisa de infinita satisfacción—. ¿Y lo de la matanza en el metro hace unos cuantos años?
Smithback se llevó la mano a un sombrero imaginario y se lo quitó con un ademán grandilocuente.
Black se rascó la barbilla.
—No me malinterprete, me parece estupendo —dijo—, pero es que… no sé, siempre había creído que el instituto era una entidad que prefería pasar inadvertida, no sé si me comprende…
—Bueno, lo cierto es que ya no soy Bill Smithback, el terror de la prensa sensacionalista —repuso Smithback—. Ahora trabajo para el solemne y respetable
New
York Times,
y estoy en el puesto que antes ocupaba un tal Bryce Harriman. Pobre Bryce. El también cubrió la matanza del metro. Fue una pena que mi obra maestra en reportajes de investigación fuese su oportunidad perdida. —Se volvió y sonrió a Nora—. Verán, soy un modelo de respetabilidad periodística al que ni siquiera una institución tan honorable como su instituto puede oponerse.
Nora reprimió una sonrisa. No había nada gracioso en el jactancioso discurso de aquel reportero, aunque estuviese atenuado con un toque de autocrítica. Apartó la mirada con un gesto de irritación y una vez más tuvo serias dudas acerca de que Goddard hubiese acertado contratando a aquel petimetre. Luego miro a Holroyd, que estaba sentado en el suelo de metal de la barcaza con los codos apoyados en las rodillas y leyendo lo que a los ojos de Nora era un libro de verdad: un ejemplar en rústica algo maltrecho de
Coronado y la
ciudad del oro.
Mientras lo observaba, Holroyd levantó la cabeza y le sonrió.
Aragón estaba de pie junto la barandilla, y Roscoe Swire se hallaba de nuevo junto a los caballos, metiéndose un poco de tabaco de mascar en la boca, garabateando algo en un viejo dietario y murmurando unas palabras a los animales de vez en cuando. Por su parte, Bonarotti estaba fumando tranquilamente su cigarrillo habitual, el de después de las comidas, con una pierna encima de la otra y la cabeza echada hacia atrás, disfrutando de la brisa. Nora estaba sorprendida y agradecida por los esfuerzos del cocinero en aquel primer día de viaje. No hay nada como una buena comida para hacer confraternizar a la gente, pensó, recordando el animado banquete, las amistosas discusiones sobre los orígenes de los cazadores clovis y la forma correcta de excavar un yacimiento. Incluso Black parecía haberse relajado y había contado un chiste increíblemente malo sobre un proctólogo, una secuoya gigante y los anillos de crecimiento de los árboles de por medio. Sólo Aragón había permanecido en silencio; no es que estuviese distante, sino más bien ensimismado en sus pensamientos.
Nora lo miró, de pie e inmóvil junto a la barandilla, contemplando la luz menguante con un brillo severo en la mirada. Tres meses en las montañas de Gallego, excavando el yacimiento del chacal calcinado, le habían enseñado que la dinámica humana en una expedición de aquellas características tenía una importancia capital, y no le gustaba el silencio pertinaz de aquel hombre. Había algo extraño en él. Se acercó con paso tranquilo hasta apoyarse en la barandilla, a su lado. Aragón la miró y luego hizo un ademán con la cabeza a modo de saludo cortés.
—Menudo banquete —comentó ella.
—Fabuloso —convino Aragón, entrelazando sus manos morenas por encima de la baranda—. El signore Bonarotti se merece nuestros mejores cumplidos. ¿Qué cree usted que lleva en ese armario tan curioso?
Se refería a un armario de madera de aspecto antiguo, una especie de baúl para transportar víveres y utensilios de cocina con innumerables y pequeños compartimientos, que el cocinero mantenía cerrados a cal y canto y bajo custodia permanente.
—No tengo ni idea —respondió Nora.
—No sé cómo se las apaña para preparar esos platos.
—Bueno, no se adelante a los acontecimientos. Ya verá como mañana nos tocará tocino y galletas duras.
Ambos se echaron a reír, hasta que Aragón volvió a dirigir la mirada hacia el lago y sus vastas murallas de piedra.
—¿Había estado aquí antes? —le preguntó Nora.
De repente una sombra cruzó fugazmente por aquel par de ojos hundidos, la sombra de una emoción intensa que se ocultó de inmediato.
—En cierto modo, sí.
—Es un lago precioso —comentó Nora, tratando de que el hombre participara activamente en la conversación.
Al cabo de unos segundos, Aragón se volvió hacia ella y puntualizó, ante la mirada atenta de Nora:
—Perdone, pero no estoy de acuerdo con usted. En los años sesenta vine aquí como ayudante en una expedición que trataba de documentar varios yacimientos en el cañón del Glen, antes de que el lago Powell lo anegara por completo.
De pronto, Nora lo comprendió todo.
—¿Había muchos?
—Logramos documentar alrededor de treinta y cinco y excavar parcialmente doce, antes de que el agua los sepultara, pero el total aproximado de yacimientos ascendía a unos seis mil. Creo que mi interés por los ZST se remonta a ese suceso. Recuerdo estar excavando con una pala en una kiva, con el agua a menos de un metro por debajo. Aquello no era forma de tratar un lugar sagrado, pero no tuvimos elección. El agua estaba a punto de destruirla.
—¿Qué es una kiva? —Preguntó Smithback mientras se acercaba a ellos y sus botas nuevas chirriaban sobre la cubierta de goma—. ¿Y quiénes fueron los anasazi?
—Una kiva es una estructura circular semienterrada que constituía el centro de la actividad religiosa de los anasazi y de sus ceremonias secretas —explicó Nora—. Solían acceder a ella a través de un agujero en el techo. En cuanto a los anasazi, eran los indios americanos que habitaron esta región hace mil años. Construyeron ciudades, altares, sistemas de irrigación y estaciones de señalización. Luego, hacia el año 1150 de nuestra era, su civilización desapareció de repente.
Tras unos segundos de silencio, Black se sumó al grupo.
—¿Eran importantes esos yacimientos en que trabajaba cuando el agua los barrió? —preguntó metiéndose un palillo entre dos dientes molares.
Aragón levantó la vista e inquirió a su vez:
—¿Acaso hay algún yacimiento que no lo sea?
—Pues claro —repuso Black—. Algunos tienen más cosas que decir que otros. Unos cuantos marginados anasazi, luchando desesperadamente por sobrevivir en una cueva durante diez años, no nos dejan tanta información como, por ejemplo, mil personas viviendo en un asentamiento de un precipicio durante dos siglos.
Aragón le lanzó una mirada gélida a Black.
—Hay suficiente información en una sola vasija anasazi como para mantener ocupado a un investigador durante toda su carrera profesional. Tal vez no sea una cuestión de yacimientos poco importantes, sino de arqueólogos poco importantes.
El rostro de Black se ensombreció.
—¿En que yacimientos trabajó usted? —se apresuró a intervenir Nora.
Aragón señaló con la cabeza hacia estribor.
—A casi dos kilómetros de aquí, a unos ciento veinte metros de profundidad se halla el Templo de la Música.
—¿El Templo de la Música? —repitió Smithback.
—Sí, una gran hendidura en la pared del cañón, donde se juntan los vientos y las aguas del río Colorado para emitir unos sonidos aterradores, sobrenaturales. Fue descubierto por John Wesley Powell, que le puso ese nombre. Excavamos el fondo y hallamos un insólito yacimiento arcaico, además de otros muchos en los alrededores. —Señaló en otra dirección y agregó—: Y por allí había otro llamado el Pozo de los Deseos, un asentamiento de ocho estancias construido alrededor de una kiva excepcionalmente profunda. Un pequeño yacimiento, trivial, de ninguna importancia. —Lanzó una elocuente mirada a Black—. En dicho yacimiento los anazazi habían enterrado con sumo cariño a dos niñas, envueltas en telas tejidas, con collares de flores y conchas, pero para entonces ya no quedaba tiempo. No pudimos salvar cuanto había enterrado porque el agua ya estaba subiendo. Ahora el agua lo ha disuelto todo, incluyendo las estructuras de adobe que mantenían las piedras de la ciudad en su sitio. Todas las piezas delicadas han quedado destruidas para siempre.
Black resopló y meneó la cabeza.
—Que alguien me dé un kleenex…
La barca dejó atrás el Grand Bench. Nora vio entonces la negra proa de la meseta de Kaiparowits alzándose, majestuosa, salvaje e inaccesible, teñida de un rosa oscuro por el sol del crepúsculo. Como reaccionando ante aquel estímulo, la barca empezó a virar, dirigiéndose a una estrecha apertura en las paredes de arenisca: el comienzo del cañón del Serpentine.
Una vez que la barca se adentró en los angostos confines del desfiladero, el agua se tiñó de un verde más oscuro. Las paredes de piedra caían en picado, reflejándose con tanta nitidez que resultaba difícil saber dónde terminaba la piedra y empezaba el agua transparente. El capitán le había dicho a Nora que casi nadie subía hasta aquel cañón, ya que no había lugares donde acampar ni playas, y las paredes eran tan altas y verticales que las excursiones a pie se hacían imposibles.
Holroyd se desperezó.
—He estado leyendo cosas sobre Quivira —comentó, señalando el libro—. Es una historia apasionante. Escuchen esto: «Los indios cicuye ordenaron dar un paso al frente a uno de los esclavos que habían capturado en tierras remotas para mostrárselo al general. Éste interrogó al esclavo por medio de varios intérpretes y el esclavo le habló de una ciudad lejana llamada Quivira. Es una ciudad santa, dijo, donde viven los sacerdotes de la lluvia, que custodian los anales de su historia desde el principio de los tiempos. Explicó que era una ciudad muy próspera; el servicio de mesa era del oro puro más refinado imaginable, y las jarras, los platos y los cuencos también estaban hechos con oro, refinado, pulido y decorado. Dijo que despreciaban cualquier otra clase de material.»
—Aja —exclamó Smithback, frotándose las manos con gesto histriónico—. Eso me ha gustado: «Despreciaban cualquier otra clase de material.» Oro. Qué palabra tan sumamente agradable, ¿no les parece?
—No existe la más mínima prueba de que los indios anasazi poseyesen oro alguno —aclaró Nora.
—¿Platos de oro? —Repuso Smithback—. Perdone, señora directora, pero eso suena de lo más convincente.
—En ese caso, prepárese para llevarse una gran decepción —prosiguió Nora—. Los indios sólo estaban diciéndole a Coronado lo que éste quería oír para que siguiese su camino y los dejase en paz.
—Pero escuchen —intervino Holroyd—, hay más: «El esclavo le advirtió al general que no se acercase a la ciudad. Los sacerdotes de la lluvia y el sol de Xóchitl custodian la ciudad, dijo, e invocarán al dios del Mal de las Cenizas para que su ira caiga sobre todos aquellos que se acerquen sin su permiso y los destruya.»
—¡Qué miedo! —se burló Smithback.
Nora se encogió de hombros.
—Es normal que aparezca en esos viejos documentos. Una pizca de verdad en lo que se cuenta, adornada para intensificar el efecto dramático.