—Bueno —repuso Swire—, si no les duele es que no están pasándolo bien. —Engulló otra galleta de jengibre y señaló hacia adelante—: Es por ahí.
E1 círculo de la hoguera quedaba al norte de las cuadras, oculto entre unos pinares y unos matorrales de junípero. Nora siguió el camino y enseguida distinguió la hoguera titilante entre los árboles. Unos enormes leños de pino americano estaban dispuestos en amplios anillos en columnas de tres troncos. El círculo yacía al pie de un alto risco, lleno de cuevas desperdigadas a lo largo de su extensión, y con un saliente que dominaba el cerro desde lo alto. La llama de la hoguera bailaba y temblaba, pintando los colores refulgentes de la arenisca del precipicio sobre la tela de la oscuridad. Nora sabía que encender una hoguera en círculo antes de iniciar un largo viaje era una vieja costumbre de los indios pueblo, y tras presenciar el incidente con las vasijas de Mimbres, no le había sorprendido lo más mínimo que a Goddard se le hubiese ocurrido aquella idea. Se trataba de una prueba más del respeto que sentía por la cultura india.
Se internó en los anillos de la hoguera. Había varias figuras sentadas en los troncos de pino, hablando en voz baja. Se volvieron al verla llegar y Nora reconoció de inmediato a Aaron Black, el insigne geocronólogo de la Universidad de Pensilvania: metro noventa de estatura o más, con una cabeza y unas manazas enormes. Su costumbre de levantar la barbilla y mantener la cabeza erguida le hacía parecer aún más alto, confiriéndole un aire ligeramente pomposo. Sin embargo, su aspecto desdecía de su prestigiosa reputación. Nora lo había visto en numerosos congresos arqueológicos, donde siempre parecía estar dando conferencias que desacreditaban la datación —poco fiable, pero prometedora— de un yacimiento por parte de otro colega arqueólogo; se trataba de un hombre de gran rigor intelectual, que a todas luces disfrutaba de lo lindo echando por tierra las teorías de sus colegas. Pese a todo, era un reconocido experto en datación arqueológica, temido y muy solicitado a la vez. Se decía que nadie había conseguido nunca demostrar que estuviese equivocado, y su gesto arrogante lo expresaba con claridad.
—Doctor Black —dijo Nora, dando un paso hacia adelante—, soy Nora Kelly.
—Ah —exclamó Black, levantándose y estrechándole la mano—, encantado de conocerla. —Parecía un poco confundido. Seguramente no le gustaba la idea de tener a una mujer joven como jefa, pensó. No había rastro de la característica pajarita ni de la chaqueta de cloqué de sus congresos arqueológicos, y ambas prendas se habían visto reemplazadas por un traje de explorador recién estrenado que parecía acabado de salir de una tienda de ropa para jóvenes inquietos. A éste seguro que le dolerá el trasero, se dijo Nora. Eso suponiendo que logre superar el primer día.
Holroyd se acercó y le estrechó la mano, le dio un breve y torpe abrazo y a continuación, sintiéndose incómodo y avergonzado, retrocedió unos pasos con gesto confundido. Tenía la cara radiante de un boy scout en su primera acampada, y los ojos verdes le brillaban intensamente, llenos de ilusión.
—¿La doctora Kelly? —preguntó alguien desde la oscuridad, y otra figura salió a la luz caminando hacia ella. Era un hombrecillo de escasa estatura, moreno y de cincuenta y tantos años, que provocaba una inquietante sensación, incluso cáustica. Su rostro era deslumbrante: de tez morena, tenía el pelo negro peinado hacia atrás, ojos enigmáticos y nariz larga y aguileña—. Soy Enrique Aragón —se presentó estrechándole la mano brevemente; tenía los dedos largos, sensibles, casi femeninos. Hablaba con voz precisa y elegante, y tenía un leve acento mejicano, apenas perceptible.
Nora también lo había visto en diversos congresos, un personaje distante y de cuya vida privada nada se sabía. Estaba considerado como el mejor fisicoantropólogo del país y había obtenido la medalla Hrdlicvka, aunque también era médico, una combinación más que conveniente para la expedición y sin duda un factor decisivo en la elección de Goddard. Nora se maravilló de nuevo por el hecho de que éste hubiese logrado reunir a profesionales de la talla de Black y Aragón en tan breve plazo de tiempo, y le asombraba aún más que fuese ella la encargada de dirigir a aquellos dos hombres, muy superiores a ella tanto en edad como en prestigio y reputación. Trató de librarse de la súbita punzada de inseguridad: si iba a encabezar aquella expedición, más le valía empezar a pensar y comportarse como una líder, y no como una simple profesora adjunta siempre supeditada a sus colegas más veteranos.
—Hemos estado haciendo las presentaciones —explicó Aragón con una leve sonrisa—. Este es Luigi Bonarotti, director de acampadas y cocinero. —Se apartó a un lado y señaló a otra persona que se había situado detrás de él para conocer a Nora.
Un hombre de oscuros ojos sicilianos inclinó el tronco y le tomó la mano. Iba impecablemente acicalado y vestido con unos pantalones recién planchados, y Nora percibió el leve aroma de un
aftersbave
muy caro. El hombre se inclinó en una especie de reverencia con cierta circunspección típicamente europea.
—¿De verdad vamos a tener que ir a caballo todo el camino hasta el yacimiento? —preguntó Black.
—No —repuso Nora—. También habrá que caminar un poco.
El rostro de Black se crispó con un gesto de desagrado.
—Pues en mi modesta opinión, habría sido mucho más lógico utilizar helicópteros.
Siempre me ha bastado con ellos para hacer mi trabajo.
—No en esta zona —puntualizó Nora.
—¿Y dónde está el periodista que va a documentar todo esto para la posteridad?
¿No debería estar aquí? Tengo muchas ganas de conocerle.
—Se incorporará al grupo en el puerto deportivo de Wahweap junto con la hija del doctor Goddard.
Los demás empezaron a situarse alrededor de la hoguera y Nora se acomodó en un tronco, disfrutando del calor e inspirando el olor a humo de madera de cedro, escuchando cómo los silbidos del viento y el crepitar del fuego se burlaban de la oscuridad circundante. Como si estuviera muy lejos de ella, oyó a Black seguir quejándose por tener que realizar el viaje a caballo. Las llamas danzaban frente al precipicio de arenisca, iluminando las entradas recortadas de las cuevas. Creyó ver un destello fugaz de luz en el interior de una de las grutas, pero desapareció con la misma rapidez con que había aparecido. No, seguramente sus ojos la habían engañado. Por algún extraño motivo, le vino a la cabeza el mito de la caverna de Platón. ¿Y qué aspecto tendríamos para esos hombres de las rocas que, en la profundidad de la cueva contemplasen las sombras de la pared?, se preguntó.
Advirtió que el murmullo de la conversación que la rodeaba había cesado. Todos observaban el fuego, absortos en sus propios pensamientos. Nora miró de reojo al entusiasmado Holroyd, satisfecha de que el especialista en detección por radar no se hubiese echado atrás. Sin embargo. Holroyd no estaba contemplando el fuego, sino mirando mas allá, a la oscuridad de la pared del despeñadero.
Nora vio a Aragón mirar hacia arriba y luego a Black. Tras seguir la mirada de ambos, distinguió de nuevo un fucilazo de luz en el interior de una de las cuevas, irregular pero inconfundible. Se oyó un débil chasquido y se vieron más fogonazos amarillos. A continuación, una silueta solitaria y grisácea se dibujó encima de la oscuridad de la cueva. Cuando la figura emergió de las sombras del precipicio de arenisca, Nora reconoció las facciones ajadas de Ernest Goddard, que se acercó al grupo en silencio, con el pelo blanco teñido de carmesí por las llamas, mirándolos a través del humo y la fogata. Movió algo que llevaba en la mano y de nuevo aparecieron los fogonazos, titilando entre sus finos dedos.
Permaneció de pie durante largo rato, fijando en su mirada a cada una de aquellas personas, una a una. Acto seguido, introdujo el objeto que llevaba en la mano en una bolsa de piel y se la entrego a Aragón por encima de las llamas, el que tenía más cerca en el corro.
—Frótelas —le ordenó con su voz susurrante, casi inaudible por el crepitar del fuego—. Luego déselas a los demás.
Cuando Aragón le dio la bolsa, Nora rebuscó en su interior y palpó dos piedras duras y lisas. Las extrajo y las expuso a las llamas de la hoguera. Se trataba de dos hermosas muestras de cuarzo que, a juzgar por su aspecto, debían de provenir del río, y llevaban grabado el dibujo de una espiral, que era el símbolo del ritual
sipapií,
la entrada anasazi en el reino de los muertos.
En ese instante Nora reconoció su significado. Apartándolas del resplandor del fuego, frotó una contra la otra y vio cómo las milagrosas chispas internas iluminaban el corazón de las piedras, parpadeando con ferocidad en la penumbra. Al verla, Goddard asintió con la cabeza.
—Son piedras relampagueantes anasazi —informó con su tono de voz habitual.
—¿Son auténticas? —preguntó Holroyd, arrebatándoselas a Nora y sosteniéndolas frente al fuego.
—Por supuesto —contestó Goddard—. Proceden de un almacén de medicinas encontrado en la Gran Kivade Keet Seel. Antes creíamos que los anasazi las empleaban en las ceremonias de la lluvia como símbolo de la aparición de los relámpagos, pero ahora no estamos tan seguros. La espiral grabada representa el
sipapu,
pero también puede simbolizar un manantial. Nadie lo sabe con certeza. —Tosió durante unos segundos—. Y eso es lo que he venido a decirles. En los años sesenta creíamos saberlo todo acerca de los anasazi. Recuerdo cuando el gran arqueólogo del suroeste Henry Ash les pidió a sus estudiantes que buscaran nuevos campos de investigación. «Este es como una naranja exprimida», solía decir.
»Sin embargo, ahora, después de tres décadas de misteriosos e inexplicables descubrimientos, vemos que no sabemos prácticamente nada sobre los anasazi. No entendemos su cultura, no entendemos su religión, no sabemos leer sus petroglifos ni sus pictogramas, no sabemos qué idiomas hablaban… No sabemos por qué plagaron el sudoeste de este país de faros, altares, rutas y estaciones de señalización. No sabemos por qué de repente, en 1150, abandonaron el cañón del Chaco, prendieron fuego a los caminos y se retiraron a los desfiladeros más remotos e inaccesibles de la zona, construyendo auténticas fortalezas en las paredes de los precipicios. ¿Qué sucedió? ¿De quién tenían miedo? Al cabo de un siglo, abandonaron incluso estas fortalezas y dejaron la totalidad de la meseta del Colorado y la cuenca del San Juan deshabitada, alrededor de ochenta mil kilómetros cuadrados. ¿Por qué? El hecho es que, cuanto más cosas descubrimos, más inextricables son esas preguntas. Ahora algunos arqueólogos creen que nunca llegaremos a conocer las respuestas.
Su voz se hizo aún más inaudible. Pese al calor del fuego, Nora no pudo evitar estremecerse.
—Pero tengo una corazonada —susurró con voz ronca—. Tengo la firme convicción de que Quivira encierra las respuestas a estos enigmas. —Volvió a mirar a cada uno de ellos—. Todos ustedes están a punto de embarcarse en la aventura de su vida. Inician el camino hacia un yacimiento que puede llegar a ser el mayor descubrimiento arqueológico de la década, tal vez incluso del siglo. Pero no nos engañemos. Quivira será un lugar lleno de misterios además de una revelación en sí misma. Puede muy bien plantear tantas preguntas como respuestas, y supondrá un reto para todos ustedes, tanto física como mentalmente, de una forma que ni siquiera pueden imaginar. Habrá momentos de triunfo y de desesperación, pero no deben olvidar ni por un solo instante que representan al Instituto Arqueológico de Santa Fe, y lo que éste representa es el ejemplo a seguir en investigación arqueológica y conducta ética. —Miró a Nora de hito en hito y añadió—: Nora Kelly lleva en el instituto sólo cinco años, pero ha demostrado ser una excelente arqueóloga sobre el terreno, está al mando de esta expedición; he depositado toda mi confianza en ella y no quiero que nadie lo olvide. Cuando mi hija se incorpore al grupo en Page, también se pondrá a las órdenes de la doctora Kelly, no puede haber ninguna confusión con respecto a quién encabeza esta misión.
Retrocedió un paso del fuego, dirigiéndose de nuevo hacia la oscuridad del precipicio en saliente. Nora se inclinó esforzándose por oír sus palabras mientras éstas, en un susurro, se mezclaban con el fuego crepitante.
—Hay quien piensa que la ciudad perdida de Quivira no existe. Creen que esta expedición es una locura, que estoy derrochando mi dinero. Temen incluso que pueda resultar un fracaso muy embarazoso para el instituto. —Hizo una pausa—. Pero la ciudad está allí. Ustedes lo saben y yo lo sé. Ahora, pónganse en camino y encuéntrenla.
L
a expedición llegó a Page, Arizona, a las dos de la tarde. Los remolques con los caballos iban seguidos por la ranchera y la furgoneta, abriéndose paso en caravana por la ciudad hasta llegar al puerto deportivo, donde fueron a parar al gigantesco aparcamiento de asfalto que había junte al lago Powell. Page era una de esas nuevas ciudades del oeste del país sin apenas historia que habían crecido, sucias y feas, como un sarpullido en medio del desierto. Los aparcamientos de autocaravanas y las casas prefabricadas, donde vivían los más desfavorecidos, se extendían hasta la orilla del lago a través de un paisaje yermo de árboles debido a la grasa y la ceniza. En los límites de la ciudad se alzaban, con aire surrealista, las tres columnas de humo de la central eléctrica Navajo Generation Station, cada una de las cuales casi alcanzaba los trescientos metros de altura, despidiendo auténticas llamaradas de vapor blanco.
En el extremo de la ciudad también se hallaba el puerto deportivo y el propio lago Powell, una masa sinuosa de agua verde que se extendía hasta una fabulosa jungla de piedra. Era enorme: casi quinientos metros de longitud y miles de kilómetros de costa. El lago era un espectáculo impresionante, en magnífico contraste con la banalidad de Page. Hacia el este, la enorme cúpula de la montaña Navajo se erguía como un casquete negro, y los barrancos de la cima estaban todavía moteados por manchas de nieve. Lago arriba, los desfiladeros, las mesetas y los cañones se solapaban unos encima de otros, y la propia masa de agua formaba una especie de camino hacia un infinito hecho de arenisca v cielo.
Al contemplar aquella vista, Nora meneó la cabeza. Treinta y cinco años atrás, aquél había sido el cañón del Glen, el que John Wesley Powell había definido como el cañón más bello del mundo. Más tarde habían construido la presa del cañón del Glen y las aguas del río Colorado habían ido creciendo poco a poco hasta formar el lago Powell. El paraje, hasta entonces silencioso y solitario, al menos en los alrededores de Page, se vio invadido por el fragor de las embarcaciones deportivas y las motos acuáticas, ruidos que se mezclaban con el olor de tubos de escape, humo de tabaco y gasolina. El lugar tenía el aire surrealista de un asentamiento encaramado en los confines del mundo conocido.