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Authors: John Christopher

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

La ciudad de oro y de plomo (19 page)

BOOK: La ciudad de oro y de plomo
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—Dentro de poco las calles estarán atestadas. Tendremos que dejarlo hasta esta noche, Fritz, y regresar a un lugar donde podamos quitarnos las mascarillas, comer y beber.

—Dentro de unas horas le encontrarán.

—Ya lo sé. ¿Pero qué otra cosa podemos hacer?

Hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Yo tengo que descansar.

Se tumbó y yo me agaché dispuesto a echarme a su lado. Estaba mareado por la debilidad, y la sed me desgarraba la garganta como un animal furioso. Fritz parecía encontrarse en peores condiciones incluso. De todos modos, no debíamos quedarnos allí. Le dije que debíamos levantarnos y él no contestó. Me puse de rodillas y le tiré del brazo. Entonces él dijo, con la voz súbitamente encendida por la excitación:

—Creo que… Escucha.

Escuché y no oí nada. Así se lo dije. Él me contestó.

—Túmbate y aplica el oído al suelo. El sonido llega mejor así. ¡Escucha!

Así lo hice, y al cabo de un momento lo oí: un ruido débil y apresurado que podía ser el murmullo lejano de unas aguas tumultuosas. Apreté la oreja contra la superficie de la carretera, haciéndome daño en la cara con la mascarilla. Estaba allí, sin duda, un torrente subterráneo. Aquel ruido era un suplicio que agudizaba aún más la sed, pero sentía que también podía pasar aquello por alto. Por fin habíamos encontrado el río. Es decir, sabíamos aproximadamente dónde estaba. Encontrarlo de hecho podía llevar algo más de tiempo.

Exploramos sistemáticamente todas las rampas descendentes de la zona, comprobando si se oía algo a través del suelo. Unas veces el ruido era más fuerte, otras más débil. Una vez lo perdimos del todo y tuvimos que retroceder para proseguir la búsqueda. Había avenidas engañosas que se mostraban prometedoras, pero que resultaban infructuosas y llevaban a callejones sin salida. Teníamos que esquivar cada vez más Amos, u ocultarnos hasta que hubieran pasado. Una rampa de aspecto prometedor llevaba hasta una sala enorme donde había veinte hombres o más haciendo algo delante de unos bancos: bien pudiera ser que el río se encontrara al fondo, pero no nos atrevimos a cruzar. Y el tiempo pasaba; en la superficie estábamos en pleno día. Entonces, de un modo totalmente inesperado, topamos con él.

Había una rampa muy empinada, por la que fuimos resbalando, corriendo el riesgo de caernos; tras un tramo recto volvía a descender, formando una espiral. Fritz me agarró el brazo y señaló. Más adelante había una caverna de techo puntiagudo en cuyo interior se encontraban montones de cajas que alcanzaban la altura de un hombre. Al fondo, sólo visible a la luz de los globos verdes que colgaban del techo a intervalos regulares, brotaba agua de un enorme agujero, formando un estanque de unos cincuenta pies de anchura.

—¿Lo ves? —preguntó Fritz—. La Muralla.

Era cierto. Al fondo de la caverna, al otro lado del estanque, se distinguía un destello oro mate; no había error posible, era la superficie interior de la barrera que rodeaba la Ciudad, sobre la cual descansaba la cúpula. Contra ella se estrellaba la espuma que se formaba en el estanque. El agua que brotaba era la que ya había circulado por la Ciudad, el desagüe de centenares de jardines de agua. Despedía vapor. Formaba la charca y después… tenía que salir por debajo de la Muralla: no cabía otra explicación.

Avanzamos por la caverna cautelosamente, entre montones de cajas, hasta que llegamos al borde de la charca. Vimos que en el agua había cosas que parecían redes verticales, y también vimos que el agua sólo despedía vapor por el lugar de entrada. Fritz bajó, acercándose más a la Muralla, y metió una mano.

—Aquí está bastante fresca. Las redes deben de retener el calor para que no lo pierda la Ciudad, —se quedó mirando las profundidades agitadas, verdosas como consecuencia de las luces que colgaban sobre ellas—. Will, deja que te lleve la corriente. Antes de que te vayas pondré cierre a los respiraderos de tu mascarilla. La mascarilla tiene aire suficiente para que respires durante cinco minutos: ya lo he comprobado.

Él llamaba «cierre» a una sustancia que los Amos utilizaban para taponar recipientes que se hubieran abierto. Era un líquido que se guardaba en un tubo pero se secaba y endurecía nada más salir.

Yo dije:

—Primero te lo pondré yo a ti.

—Pero si yo no voy.

Me quedé mirándole fijamente.

—No seas tonto. Tienes que venir.

—No. No deben sospechar nada.

—Pero sospecharán cuando descubran que me he ido.

—No lo creo. Tu Amo murió como consecuencia de una caída, un accidente. ¿Qué haría un esclavo ante una cosa así? Creo que muy probablemente iría al Lugar de la Liberación Feliz, porque para él ya no tendría sentido seguir viviendo.

Vi que era un argumento poderoso, pero dije, dubitativo:

—Podrían pensar eso, pero no podemos estar seguros.

—Podemos ayudarles a que lo piensen. Conozco a algunos esclavos de tu pirámide. Si le digo a alguno que te he visto y que me dijiste dónde pensabas ir…

También me hacía cargo de aquello. Fritz había calculado las cosas muy bien. Dije:

—Si te escaparas tú y yo regresara…

Dijo con paciencia:

—Sabes que no resultaría. Es tu Amo el que está muerto, no el mío…, eres tú el que debería ir al Lugar de la Liberación Feliz. Si vuelves, te interrogarán. Sería fatal.

—No me gusta, —dije.

—No importa lo que te guste, ni lo que me guste a mí. Uno de los dos tiene que irse, volver para contar a Julius y a los otros lo que hemos averiguado. Es más seguro que seas tú —me dio un apretón en el brazo—. Yo ya saldré. Ahora que ya sé dónde está el río, es fácil. Dentro de tres días, diré a los demás esclavos de mi pirámide que me encuentro demasiado enfermo para trabajar y que, por tanto, he optado por el Lugar de la Liberación Feliz. Me quitaré de en medio y por la noche vendré aquí.

Yo dije:

—Te esperaré fuera.

—Espera tres días, más no. Debes volver a las Montañas Blancas antes de que llegue el invierno. Y ahora tienes que darte prisa, —sonrió forzadamente—. Cuanto antes te sumerjas, antes podré volver y beber agua.

Extendió el cierre sobre los respiraderos de mi mascarilla, después de haberme indicado que respirara hondo. Al cabo de unos segundos hizo un gesto afirmativo con la cabeza, indicando que ya se había endurecido el cierre. Volvió a darme un apretón en el brazo y dijo: «Buena suerte». Se le oía más lejos, más amortiguado que de costumbre.

No me atreví a demorarme más. El nivel del agua estaba unos seis pies por debajo del muro de contención. Trepé a él y me sumergí, muy hondo, en las aguas turbulentas.

CAPÍTULO 11
DOS, CAMINO DE CASA

Hacia abajo, hacia abajo, penetrando en la oscuridad. La corriente me arrastraba y yo avanzaba con ella, impulsándome a través del agua, intentando tosca y débilmente nadar. Nadaba a un tiempo hacia adelante y hacia abajo. Toqué algo con la mano y luego me di un golpe doloroso en el hombro, y supe que había llegado a la Muralla. Pero seguía sin haber salidas, ni rastro de aberturas, y la corriente seguía arrastrándome hacia abajo.

Me asaltaban una infinidad de posibilidades y temores. El agua podría salir a través de una verja que me resultara imposible quitar. O acaso hubiera más redes en las que quedaría atrapado. Toda la empresa parecía desesperada. Notaba la presión del aire en los pulmones, el comienzo de un estruendo en la cabeza. Aspiré un poco de aire y después inspiré otro poco. Fritz dijo que cinco minutos. ¿Cuánto tiempo llevaba sumergido? Me di cuenta de que no tenía ni idea, puede que diez segundos, o puede que diez veces eso. El pánico, el temor a ahogarme, se apoderó de mí, y quise dar la vuelta y nadar hacia arriba, contra la fuerza del agua, hacia la superficie donde había dejado a Fritz.

Y seguí nadando, descendiendo, procurando dejar la mente en blanco, no pensar en nada, excepto en la necesidad de resistir. Si abandonaba ahora, estábamos perdidos. Y no debíamos perder. Uno de los dos tenía que salir. Muy por encima de mí se divisaba un tenue resplandor verdoso, pero todo en derredor y por debajo de mí había oscuridad, y yo me estaba sumergiendo cada vez más en ella. Tomé otra bocanada de aire, poco profunda, para aliviar mis doloridos pulmones. Me pregunté si habría rebasado el punto en el que ya no era posible volverse. Después una turbulencia; la corriente se interrumpía y cambiaba de dirección. Tanteé hacia delante; seguía encontrando una solidez infranqueable. Hacia abajo, hacia abajo… Un borde, una abertura. La corriente me arrastró hacia allí y comprendí que ahora ya no podía elegir. La corriente cobró más fuerza, era más estrecha. Tenía que seguir porque ya no había esperanza de volver.

De modo que seguí nadando y siendo arrastrado en medio de una oscuridad total. Tomaba bocanadas poco profundas cuando me parecía que era necesario. A medida que iba pasando el tiempo resultaba más difícil medirlo. Tenía la impresión de llevar horas allí, no minutos. A veces tropezaba con la cabeza contra la dura superficie que tenía encima; si me desplazaba hacia abajo unos pocos pies podía tocar el fondo del conducto. Una vez rocé con la mano extendida una pared lateral pero estaba demasiado preocupado por pasar como para querer determinar su anchura.

Ya no bastaba con las respiraciones poco profundas: tenía que coger más aire. Y esto tampoco servía. Respiraba el mismo aire que exhalaba. Sentí un martilleo en el interior de la cabeza. Brotó allí una oscuridad que rivalizaba con la oscuridad del agua. No había ninguna esperanza, era una trampa sin salida. Era mi fin, y también el de Fritz, y el de todos los que habíamos dejado atrás, en las Montañas Blancas… el de toda la humanidad. Ya podía renunciar, dejar de luchar. Y sin embargo…

Al principio fue un brillo debilísimo, algo que sólo un optimismo inextinguible podía considerar luz. Pero seguí agitando mis brazos cansados, y vi que aumentaba. Se filtraba una claridad; luz blanca, no verde. Debía de ser el final del túnel. El pecho me dolía atrozmente, pero vi que podía pasarlo por alto. Más cerca, más claro, pero todavía fuera de mi alcance. Una brazada más, me dije a mí mismo, y otra, y otra. La claridad estaba justamente encima de mí; pataleé y me abrí paso hacia ella, denodadamente. Cada vez más claro, hasta que irrumpí en medio de la luminosidad cegadora del cielo abierto.

El cielo, pero no el aire por el que clamaban mis pulmones torturados. La máscara sellada me lo impedía. Intenté soltar la hebilla del cinturón pero tenía los dedos demasiado débiles. El río me arrastraba, pero la máscara me mantenía a flote. Me mantenía a flote y también me asfixiaba. Lo volví a intentar y volví a fracasar. ¡Qué terrible ironía —pensé— haber llegado tan lejos para morir de asfixia después de encontrar la libertad! Agarré fuertemente la mascarilla, sin resultado. Me colmaba una sensación de fracaso y de vergüenza, y luego aquella oscuridad que durante tanto tiempo había dominado se precipitó sobre mí y me engulló.

Decían mi nombre, pero desde muy lejos.

—Will…

Pensé, amodorrado, que algo no encajaba. Era mi nombre, pero… lo pronunciaban a la inglesa, no con la «uve» inicial a la que me había acostumbrado desde que hablábamos en alemán. ¿Estaría muerto? ¿En el cielo, quizá?

—¿Estás bien, Will?

¿Hablaban inglés en el cielo? Pero era inglés con un acento… una voz que me sonaba. ¡Larguirucho! ¿Es que Larguirucho también estaba en el cielo?

Abrí los ojos y le vi de rodillas, inclinado sobre mí, en la orilla cenagosa del río. Dijo, con alivio:

—¡Sí, estás bien!

—Sí —ordené mis impresiones dispersas. Una mañana luminosa de otoño… el río que corría a nuestro lado… el sol, del que aparté la vista automáticamente… y más lejos… la gran Muralla de oro, rematada por la vasta burbuja de cristal verde. Estaba de verdad fuera de la Ciudad. Me quedé mirándola fijamente.

—¿Pero cómo es que estás aquí?

La explicación era sencilla. Después de que Fritz y yo nos hubiéramos ido, transportados por los Trípodes, él tenía intención de regresar a las Montañas Blancas para contar a Julius lo que había sucedido. Pero no sentía un deseo apremiante de hacerlo y se quedó en la ciudad unos cuantos días, escuchando todo lo que se decía por si pudiera ser de utilidad. Una de las cosas que averiguó fue el emplazamiento aproximado de la Ciudad, y pensó que no estaría de más ir a echarle un vistazo. Le dijeron que se hallaba situada al otro lado de un afluente del gran río por el que habíamos venido juntos. Cogió el bote del ermitaño y remó hacia el sudeste.

Cuando la encontró, decidió inspeccionarla. No se atrevió a correr el riesgo de acercarse a la Muralla de día, pero las noches que brillaba la luna (un poco, no demasiado) llevó a cabo sus indagaciones. El resultado no fue alentador. La Muralla no tenía junturas de ningún tipo y no había esperanzas de escalarla. Una noche excavó varios pies, pero la Muralla ahondaba aún más y tuvo que rellenar el hueco e irse al amanecer. Nadie que tuviera Placa se acercaba a la Ciudad, así que estaba a salvo de que le vieran. Había granjas no muy lejos y vivía de los alimentos que podía coger o robar.

Después de haber rodeado toda la Ciudad, parecía que tenía poco sentido seguir allí. Pero entonces se le ocurrió la idea, también, de que, si alguien pensaba escapar, el río le brindaba lo que probablemente sería la única salida practicable. Era evidente que sus aguas arrastraban los desperdicios de la Ciudad (a lo largo de una milla no crecía nada en sus orillas ni tampoco había peces, como los había antes de que el río entrara en la Ciudad). Me mostró diversos recipientes vacíos, incluyendo un par de burbujas de gas que deberían haber tirado a los depósitos de desperdicios, pero que sin embargo habían ido a parar al río. Una tarde observó un objeto bastante grande flotando en medio de la corriente. Estaba demasiado lejos como para que él pudiera verlo con claridad, sobre todo teniendo en cuenta que sin lentes veía mal, pero cogió el bote y lo recogió. Era metálico, hueco, por eso flotaba, y mediría seis pies por dos, y un pie de profundidad. Si aquello podía salir de la Ciudad, razonó, un hombre también. En realidad resultaba difícil imaginar algún otro modo posible de escapar. En consecuencia, decidió ocupar una posición desde donde pudiera observar el desagüe… observar y esperar.

Y de ese modo se quedó allí, mientras pasaban los días y las semanas. A medida que transcurría el tiempo menguaban sus esperanzas de que escapáramos. No tenía ni idea de cómo eran las cosas en el interior de la Ciudad: podrían haber descubierto el primer día que nuestras Placas eran falsas y habernos matado. Siguió allí, más, —me dijo—, porque irse suponía abandonar la última brizna de esperanza que porque hubiera algo que alimentara la esperanza. Ahora, con el otoño, comprendió que no podía demorarse mucho más tiempo si quería volver a las Montañas Blancas antes de las grandes nevadas. Decidió concederse una semana más, y en la mañana del quinto día vio otro objeto flotando en el río. Volvió a sacar la barca, me encontró y con un cuchillo rajó la parte blanda de la mascarilla para que yo pudiera respirar.

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