La ciudad de oro y de plomo (14 page)

Read La ciudad de oro y de plomo Online

Authors: John Christopher

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

BOOK: La ciudad de oro y de plomo
9.34Mb size Format: txt, pdf, ePub

Después Fritz me refirió sus últimas averiguaciones. La más útil era que había dado con un lugar que tenía en las paredes imágenes de las estrellas nocturnas; los Amos podían mover las imágenes. En la misma pirámide había un globo casi tan alto como él, que giraba sobre un eje y estaba cubierto de mapas. No quiso mostrar demasiada curiosidad, pero había reconocido en una parte un mapa de lugares que él conocía: se veía el estrecho mar que habíamos cruzado Henry y yo, las Montañas Blancas, muy al sur, y el gran río por donde había navegado el «Erlkönig». Y en el mapa, en un punto que, según sus cálculos correspondía aproximadamente a nuestra posición actual, había un botón dorado que no podía ser más que la Ciudad.

Por lo que pudo ver, sólo había dos botones más en el globo, los dos bastante más al sur que éste, y muy separados entre sí; uno en el límite de un gran continente, al este, y el otro en el istmo entre dos continentes, al oeste. También debían de representar Ciudades de los Amos, lo cual significaba que había tres en total, desde las cuales se gobernaba el mundo. En aquel momento entró en la sala un Amo y Fritz tuvo que irse, fingiendo que estaba allí haciendo algún recado. Pero pensaba volver a la Pirámide de las Estrellas y grabar más firmemente los detalles en su cabeza.

Yo seguía sin tener nada notable que contar. Exceptuando que era el perrito de mi Amo. Él había dicho que mi labor no era fácil. Vi que por otra parte tenía razón. Pero en todos los demás aspectos la suya era incomparablemente más difícil. Y él era el único que parecía estar llegando a alguna parte.

La Enfermedad de mi Amo duró varios días. No acudía a su lugar de trabajo y se pasaba mucho tiempo sentado en el estanque de la habitación-mirador. Aspiraba muchas burbujas de gas pero no volvió a pegarme. De vez en cuando salía del estanque, me cogía, me hacía caricias y también me hablaba. Decía cosas ininteligibles, como cuando me hablaba de su trabajo, pero no todo era así. Un día, cuando la verde penumbra exterior se desvanecía y el sol declinaba hacia el oeste, al otro lado de la cúpula, me di cuenta de que estaba hablando de cuando los Amos conquistaron la Tierra. Habían llegado en una gran nave capaz de desplazarse por el vacío que hay entre los mundos, y también por el vacío aún mayor que media entre las estrellas que dan calor a los mundos que giran en torno a ellas. La nave se propulsaba a una velocidad inimaginable, casi tan rápido, me dijo, como los rayos del sol, pero aun así el viaje había durado muchos años. (Ahora comprendí que los Amos tenían una vida inmensamente más larga que la nuestra, pues éste, —y creo que también todos los Amos de la Ciudad—, había realizado el viaje y vivía aquí desde entonces). El propósito de la expedición era encontrar mundos que su pueblo pudiera conquistar y colonizar; la expedición había tropezado con numerosos obstáculos e inconvenientes. No todas las estrellas tenían planetas cerca de ellas, y cuando así era, los planetas resultaban inadecuados por diversas razones.

El mundo del que procedían los Amos era mucho mayor que la Tierra, y más cálido. Al ser mayor, los objetos de la superficie pesaban más. Los Amos habían encontrado algunos mundos demasiado grandes y otros demasiado pequeños para sus propósitos; unos eran demasiado fríos (por hallarse demasiado alejados del sol central) y otros demasiado calurosos. De los diez mundos que giraban en torno a nuestro sol, el nuestro era el único que podía servir, aunque la atmósfera era venenosa para ellos y la gravedad demasiado ligera. De todos modos, se consideró que valía la pena conquistarlo.

Y así la gran nave empezó a dar vueltas alrededor de la Tierra, como hace la luna, y los Amos estudiaron el mundo que iban a conquistar. Parece ser que los antiguos tenían unas máquinas maravillosas mediante las cuales podían hablar y enviar imágenes desde lejos; los Amos podían escuchar y ver sin necesidad de que su nave se acercara y fuera vista. Así permanecieron muchos años, enviando de vez en cuando naves más pequeñas para que examinaran más de cerca las cosas que no aparecían en las imágenes a distancia, o que no lo hacían con suficiente detalle. (Mi Amo dijo que algunos antiguos informaron que habían visto estas naves, pero los demás no les creyeron. Esto no les hubiera podido suceder a los Amos; pero los hombres tenían eso tan extraño llamado mentira, algo que utilizaban para hablar de cosas que no habían ocurrido, de modo que no se fiaban unos de otros).

Reconocieron en el hombre a un enemigo que podía ser formidable. Estaban todas esas maravillas, como las imágenes a distancia; estaban las grandes ciudades en la cúspide de su gloria y poder, y también había otras cosas. Los hombres ya habían empezado a construir naves que los transportaban por el vacío. No tenían nada que se pareciera a las naves de los Amos, pero habían empezado y aprendían rápidamente. Y disponían de armas. Una de ellas, por lo que dijo mi Amo, era parecida a los huevos de hierro que había encontrado Larguirucho en el Túnel situado bajo la gran ciudad; pero mucho más poderosa, como un toro comparado con una hormiga. Me dijo el Amo que con uno de esos huevos gigantescos se podía volar y arrasar un área de muchas millas de circunferencia; se podía borrar toda una gran ciudad.

Si hubieran descendido a la tierra con su nave, estableciendo una cabeza de puente, dicha cabeza de puente habría quedado completamente destruida. Tenían que encontrar un método diferente. El que eligieron se basaba en un campo del saber en el que estaban aún más avanzados que en los viajes estelares: la comprensión de la mente y su control.

Cuando en el viaje hacia las Montañas Blancas me insertaron en la axila un botón que los Trípodes después podían seguir, y Henry dijo que yo tenía que saber que lo llevaba, Larguirucho habló del hombre de circo que era capaz de hacer dormir a la gente para que después obedecieran sus órdenes. Yo había visto en una ocasión a un hombre así, que llegó a Wherton con una feria ambulante. Los Amos conocían esto y otras muchas cosas. Podían, con suma facilidad, dormir a los hombres y hacerles obedecer órdenes, aunque no tuvieran Placa, al menos temporalmente. Pero subsistía el problema de llevar a los hombres a una situación que les permitiera emplear su poder. De nada sirve saber hacer un pastel de conejo si antes no se ha cazado el conejo.

Y cazaron sus conejos utilizando una de las maravillas de los propios antiguos: las imágenes a distancia. Estas imágenes se enviaban por medio de unos rayos invisibles que surcaban el aire y se transformaban en imágenes en millones y millones de hogares de todo el mundo. Los Amos hallaron un medio de suprimir tales rayos en su punto de origen y enviaron en sustitución unos rayos que formaban las imágenes que ellos deseaban. Junto con ellos enviaron otros rayos que hacían receptivas las mentes de los hombres. Así que los hombres vieron las imágenes y las imágenes les ordenaron dormirse, y cuando se quedaron dormidos, las imágenes les transmitieron sus órdenes.

Como he dicho, este control acababa por desaparecer, pero duraba varios días, y los Amos emplearon bien el tiempo. Un centenar de pequeñas naves tomaron tierra y los hombres acudieron a ellas en masa, como se les había ordenado, y les insertaron Placas en la cabeza (al principio lo hicieron los Amos, pero después lo hicieron hombres que ya tenían Placa). Era un proceso creciente. Lo único que hacía falta es que hubiera un número suficiente de Placas, y lo había. Los planes habían sido bien trazados.

Cuando los que no estaban viendo las imágenes comprendieron lo que estaba sucediendo, prácticamente ya era demasiado tarde para hacer nada. Estaban separados, aislados, en tanto que los demás ya trabajaban a las órdenes de los Amos, con un propósito común. Y cuando se pasó el efecto de las órdenes transmitidas por las imágenes a distancia, ya había un número suficiente de hombres con Placa como para garantizar que los Amos no encontraran más que una oposición dispersa e ineficaz: una de las primeras cosas que hicieron los que tenían la Placa fue hacerse con el control de las poderosas armas de los antiguos. Así fue posible que la nave principal bajara a la tierra y se estableciera la primera base de ocupación. Aquello no fue ni mucho menos el final, me dijo mi Amo. Siguió habiendo cierta resistencia. Había grandes barcos en el mar, y también barcos que viajaban por debajo del mar; algunos de éstos siguieron en libertad durante cierto tiempo, y disponían de armas con las que podían alcanzar objetivos situados a medio mundo de distancia. Los Amos tuvieron que seguirles el rastro para destruirlos; hubo un barco subacuático que sobrevivió más de un año y al cabo de ese tiempo, no se sabe cómo, localizó la base central y disparó uno de los grandes huevos al aire, fallando el blanco por muy poco. Sin embargo reveló su posición durante el ataque, así que los Amos pudieron emplear una de sus armas, de características similares, y hundirlo.

En tierra, durante algunos años, prosiguieron esporádicamente los combates, aunque cada vez había menos porque el número de los que tenían Placa aumentaba incesantemente y el de los libres disminuía. Los Trípodes se paseaban por la Tierra, guiando y ayudando a sus seguidores en la lucha contra bandas de hombres dotados de armas insignificantes o inexistentes. Al final hubo paz.

Dije:

—Así que ahora todos los hombres son felices, pues tienen a los Amos que los gobiernan y les ayudan, y ya no hay guerras ni perversidad.

Era un comentario esperado y yo procuré poner en él todo el entusiasmo que pude. El Amo dijo:

—No del todo. El año pasado atacaron a un Trípode y los Amos que iban en el interior murieron cuando penetró el aire venenoso.

Dije, sorprendido:

—¿Quién pudo hacer una cosa así?

Con uno de los tentáculos se echó por encima agua del estanque. Dijo:

—Antes de tener la Placa, chico, ¿amabas a los Amos como ahora?

—Claro, Amo, —dudé—. Puede que no tanto. La Placa ayuda.

Hizo un gesto con el tentáculo, que, yo lo sabía, era una señal de asentimiento. Dijo:

—Las Placas se insertan cuando el cráneo está a punto de culminar su crecimiento. Ahora hay algunos Amos que piensan que no se debería esperar tanto, porque algunos humanos, un año o dos antes de que se les inserte la Placa, se vuelven rebeldes y actúan contra los Amos. Esto se sabía, pero no se le daba importancia porque la Placa vuelve a los hombres buenos. Pero fueron unos chicos rebeldes los que encontraron armas antiguas que aún funcionaban y por casualidad las emplearon de tal modo que murieron cuatro Amos.

Tomé nota de que presumiblemente el número medio de tripulantes que llevaba un Trípode era de cuatro y simulé un gran estremecimiento de horror, diciendo apasionadamente:

—¡Entonces claro que hay que insertarles la Placa antes a los chicos!

—Sí —dijo el Amo—. Creo que así será. Eso significa que los que llevan Placa morirán antes y padecerán dolores de cabeza, porque la Placa someterá al cráneo a una tensión mayor; pero no es prudente correr riesgos, aunque sean riesgos menores.

Dije:

—Los Amos no deben correr ningún peligro.

—Por otra parte, hay algunos que piensan que no tiene importancia, porque al fin tenemos a la vista la culminación del Plan. Cuando eso ocurra ya no habrá ninguna necesidad de Placas.

Aguardé, pero él siguió callado. Con gran osadía, dije:

—¿El Plan, Amo?

Siguió sin responder y yo no me atreví a presionarle más. Al cabo de medio minuto aproximadamente, dijo:

—Tengo una oscura sensación cuando pienso en ello. Será seguramente la Enfermedad, la Maldición de Skloodzi. ¿Qué es el bien, chico, y qué es el mal?

—El bien consiste en obedecer a los Amos.

—Sí —se sumergió más en el agua vaporosa del estanque y se rodeó el cuerpo con los tentáculos: yo no conocía el significado de aquel gesto—. En cierto modo, chico, tienes suerte al llevar Placa.

Dije fervientemente:

—Sé que tengo mucha suerte, Amo.

—Sí —soltó un tentáculo y me hizo señas—. Acércate, chico.

Fui hasta el borde del estanque. Me acarició con el tentáculo, baboso a causa del agua, y yo hice lo que pude por disimular la repulsión que sentía. Él dijo:

—Me alegro de esta amistad, chico. Sobre todo me ayuda a sobrellevar la Enfermedad. En el libro del que te hablé, el humano le daba a su perro cosas que le gustaban. ¿Deseas alguna cosa, muchacho?

Vacilé un momento y dije:

—Me gustan las maravillas de la Ciudad, Amo. Me haría feliz ver más.

—Eso es fácil, —me dio un último golpecito con el tentáculo, lo retiró y se dispuso a salir del estanque—. Ahora quiero comer. Prepárame la mesa.

Al día siguiente la Enfermedad había remitido y el Amo volvió al trabajo. Me dio un objeto para que me lo pusiera en la muñeca y me explicó que cuando me necesitara sonaría un ruido parecido al de muchas abejas, independientemente de en qué parte de la Ciudad me encontrara. Entonces yo tendría que acudir junto a él, pero, de no ser así, podía salir a pasear: no era necesario, por ejemplo, que me quedara en la habitación comunal de su lugar de trabajo.

Me sorprendió que se acordara de mi petición, pero aún había más. Me llevó de hecho a visitar la Ciudad. Algunas de las cosas que vi carecían de interés y otras eran incomprensibles; recuerdo una pirámide pequeña en cuyo interior no había más que unas burbujas de colores que ascendían danzando lentamente hasta el ápice y luego descendían por los laterales inclinados. Lo que me explicó el Amo carecía para mí del más mínimo sentido. También hicimos varios viajes a los jardines-lago, que eran versiones mayores de los jardines de agua, cosa que me obligaba a pasar mucho tiempo de pie o sentado mientras él se metía en las aguas hirvientes. Me invitaba a admirar su belleza y yo le obedecía dócilmente. Eran espantosas.

Pero también me llevó al lugar del que había hablado Fritz, donde estaba el globo cubierto de mapas y las paredes con estrellas luminosas que se movían contra la profunda oscuridad cuando el Amo le hablaba en su idioma a una máquina. Eran mapas estelares y en uno de ellos me mostró la estrella de uno de cuyos planetas habían partido los Amos hacía muchísimo tiempo. Hice un esfuerzo tratando de memorizar su posición, aunque no veía qué utilidad podía tener aquello.

Y un día me llevó a la Pirámide de la Belleza.

Una cosa que me tenía intrigado desde que llegué a la Ciudad era que todos los esclavos eran varones. Eloise, la hija del Comte de la Tour Rouge, había sido elegida Reina del Torneo y después se había ido contenta, según me dijo, a servir a los Trípodes en su Ciudad. Yo pensé que a lo mejor la encontraba aquí; lo deseaba y no lo deseaba. Habría sido terrible verla ajada como el resto de los esclavos, su belleza aplastada por la gravedad y el calor pegajoso de este lugar. Pero no vi ninguna chica, y cuando se lo pregunté, Fritz me dijo que tampoco había visto a ninguna. Pero aquella tarde, mientras me arrastraba junto a mi Amo y el sudor se me acumulaba bajo la barbilla, las vi.

Other books

The Beast of Barcroft by Bill Schweigart
Frozen Charlotte by Priscilla Masters
At the Drop of a Hat by Jenn McKinlay
Beyond by Mary Ting
Slow Sculpture by Theodore Sturgeon
Erica's Choice by Lee, Sami