La ciudad de oro y de plomo (11 page)

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Authors: John Christopher

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

BOOK: La ciudad de oro y de plomo
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Esta preocupación concreta era innecesaria. Después supe que aquellos a los que no elegían como criados personales pasaban a disposición de la comunidad. Pero entonces no lo sabía, y veía que los puestos de los alrededores se estaban quedando vacíos. Vi pasar a Fritz, que seguía a un Amo. Nos miramos pero no nos hicimos ninguna seña. Un Amo se acercó a mi cubículo, me miró un momento y siguió adelante, sin hablar.

Su número se había reducido, como el nuestro. Me senté en el suelo, maltrecho. Estaba cansado, tenía sed, me dolían las piernas y me empezaba a escocer la piel del pecho y de los hombros debido a la sal del sudor. Apoyé la espalda contra la pared transparente y cerré los ojos. De modo que no vi al Amo que acababa de llegar, sólo oí su voz que me ordenaba:

—Levántate, muchacho.

Me pareció que su voz era más agradable que las de los demás, de un tono grave que sonaba casi cordial. Me levanté trabajosamente y le miré con curiosidad.

Físicamente parecía más bajo que la media y también tenía un color más oscuro. Se quedó mirándome; su piel formaba arrugas alrededor de los ojos. Me ordenó que me pusiera a andar. Junté fuerzas y caminé lo más vivamente que pude; tal vez a los demás les había parecido demasiado aletargado.

Me mandó detenerme y así lo hice. Dijo:

—Acércate más.

Cuando me aproximaba a él surgió un tentáculo que me rodeó el brazo izquierdo. Apreté los dientes. Un segundo tentáculo me palpó críticamente el cuerpo, calibrando las piernas, y luego subió para apretarme con más firmeza en torno al pecho; me agarró tan fuerte que me hizo soltar aire; después se retiró. La voz dijo:

—Tú eres muy raro, chico.

Sus palabras, que resumían mis temores primordiales, me dejaron petrificado. Miré fijamente aquella columna sin rasgos que era el monstruo. Estaba seguro de que debía hacer algo, expresar algo. ¿Excitación… felicidad ante la perspectiva de que se me permitiera servir a una de esta criaturas absurdas y repugnantes? Intenté comportarme así. Pero el Amo estaba hablando nuevamente.

—¿Cómo te hiciste campeón en los Juegos?, ¿en qué deporte humano?

—Boxeo… —dudé—, Amo.

—Eres pequeño, —dijo—, pero fuerte, creo, para tu tamaño. ¿De qué parte de la Tierra eres?

—Del sur, Amo. Del Tirol.

—Tierra de montañas. Los que vienen de las tierras altas son resistentes.

Después guardó silencio. El tentáculo que aún me tenía asido el brazo izquierdo lo liberó y se replegó. Los tres ojos me miraban fijamente. Después la voz dijo:

—Sígueme, muchacho.

Había encontrado a mi Amo.

VOLUMEN II
CAPÍTULO 7
EL GATO DE MI AMO

Tuve suerte con mi Amo.

Me llevó hasta su vehículo, que esperaba junto a otros en las afueras del edificio, me hizo pasar al interior y lo condujo. Conducir sería una de mis obligaciones, me explicó. (No era difícil. Para desplazarse empleaba una energía invisible procedente del subsuelo. No había mucho que hacer para imprimirle una dirección, y resultaba imposible tener una colisión). Vi que algunos de los Amos que tenían esclavos recién adquiridos ya les estaban obligando a aprender, pero el mío no lo hizo porque vio que yo me encontraba cansado y maltrecho. El vehículo se desplazaba sobre numerosas ruedas pequeñas dispuestas bajo un lateral de la pirámide; el conductor tenía un asiento en la parte puntiaguda delantera para controlarlo. Mi Amo condujo hasta el lugar donde vivía, en el centro de la Ciudad.

Por el camino examiné el entorno. Era difícil entender aquel lugar; los edificios, las calles y las rampas eran muy parecidas entre sí y al mismo tiempo confusamente distintos; su construcción, o bien no estaba planificada, o bien obedecía a un plan que yo era incapaz de comprender. Esporádicamente vi unas zonas pequeñas que supuse estarían destinadas a jardines. Casi todas tenían forma triangular y estaban llenas de agua, dentro de la cual crecían unas plantas extrañas de diversos colores (las vi rojas, pardas, verdes, azules), pero siempre de tonos oscuros. Además todas tenían una forma común: más gruesas en la base y más afiladas por encima. De muchos de aquellos jardines de agua emergían vapores, y en algunos vi Amos que se movían lentamente o que permanecían de pie, como si también ellos fueran árboles arraigados en el agua.

Mi Amo vivía en una pirámide alta desde la que se dominaba un gran jardín de agua. Tenía cinco lados pero más bien parecía un triángulo (forma que tanto parecía gustarles a los Amos), pues tres de los lados eran más cortos que los demás y casi formaban una línea recta. Dejamos el vehículo delante de la puerta (volví la vista y vi que el suelo se abría y lo engullía) y entré en el edificio. Nos introdujimos en una habitación móvil, como la que nos recogió en la Sala de los Trípodes. Mi estómago dio una sacudida mientras aquello zumbaba, pero esta vez entendí lo que sucedía: que la habitación se movía hacia arriba y nosotros con ella. Salimos a un pasillo y yo seguí con dificultad a mi Amo hasta la puerta de entrada a su casa.

Había muchas cosas que no entendí hasta más adelante, desde luego. La pirámide estaba dividida en viviendas que pertenecían a los Amos. En el interior había una pirámide más pequeña, completamente rodeada por la exterior, que estaba destinada a almacenes, un lugar donde se guardaban los vehículos, la zona comunal de los esclavos y cosas así. Las viviendas se hallaban en la sección exterior y la importancia que tenía un Amo en la Ciudad venía determinada por la posición de su casa. La más importante era la que estaba justamente en la cúspide (la pirámide que remataba la pirámide). A continuación venían las dos viviendas triangulares, situadas inmediatamente debajo, y después las casas de las esquinas de la pirámide, por orden descendente. Mi Amo tenía sólo una importancia moderada. Su vivienda estaba en una esquina, pero más cerca de la base que del ápice.

Cuando vi por primera vez la Ciudad con todas estas cúspides tan altas pensé que el número de los Amos debía de ser increíblemente elevado. Más de cerca, comprendí que me había formado una impresión hasta cierto punto equivocada. Todo tenía una escala muy superior a la humana, a la que yo estaba acostumbrado. Eran particularmente espaciosas las viviendas, que tenían habitaciones muy altas, de veinte pies o más.

El corredor daba a un pasadizo con varias puertas. (Las puertas eran circulares y funcionaban según el mismo principio que la del Trípode: una sección se elevaba replegándose hacia el interior cuando se tocaba algo que parecía un botón. No había cerraduras ni pestillos). En una dirección, el pasillo formaba un ángulo recto al fondo y su término daba a la parte más importante de la casa: la habitación triangular desde la que se dominaba el exterior del edificio. Aquí el Amo comía y descansaba. En el centro del suelo había un pequeño jardín de agua de forma circular cuya superficie despedía vapor, debido al calor adicional que suministraba; era su lugar favorito.

Pero no me llevaron directamente allí. El Amo me condujo por el pasillo en la dirección opuesta. Acababa en una pared desnuda pero había una puerta a la derecha, un poco antes del fin. El Amo dijo:

—Este es tu refugio, muchacho. Dentro hay una cámara de aire (un lugar donde se cambia el aire) y al otro lado puedes respirar sin la máscara. Allí dormirás y comerás; puedes quedarte allí o en la zona comunal cuando yo no requiera tus servicios. Ahora puedes descansar un rato. En el momento oportuno sonará un timbre. Entonces te tendrás que volver a poner la mascarilla, pasar por la cámara de aire y acudir a mí. Me encontrarás en la habitación mirador, que está al final del pasillo.

Se dio la vuelta y se alejó deslizándose sobre sus pies rechonchos por aquel pasillo amplio y alto. Comprendí que me permitía retirarme y apreté el botón de la puerta situada ante mí. Se abrió, la atravesé y se cerró automáticamente a mis espaldas. Se oyó un silbido y sentí en mis tobillos la fuerza de la corriente de aire cuando se retiró el aire de los Amos, siendo sustituido por aire humano. No fue mucho tiempo, pero me pareció que pasaron siglos antes de que se abriera la puerta de enfrente y yo pudiera pasar. Entonces me desabroché precipitadamente el cinturón que ajustaba la mascarilla.

Yo no me creía capaz de seguir soportando aquel confinamiento agobiante, con mi propio sudor encharcado en el pecho, durante mucho más tiempo, pero más adelante supe que había tenido suerte. A Fritz le habían retenido varias horas, instruyéndole en sus obligaciones, antes de permitirle que se tomara un descanso. La consideración de mi Amo se evidenció de otros modos. Las habitaciones reservadas para los siervos tenían poca superficie, pero la misma altura descomunal que el resto de la vivienda. En este caso el Amo había mandado construir un piso intermedio al que se subía por una escalerilla. Mi dormitorio estaba allí arriba, mientras que en los demás casos había que ajustar la cama dentro del escaso espacio vital.

Aparte de aquello había una silla, una mesa (las dos cosas de la factura más simple posible), un arcón con dos cajones, una alacena para guardar comida y una pequeña sección destinada al aseo. Era un lugar feo y desnudo. No había el calor adicional que tenían las habitaciones del Amo, pero tampoco existía ningún sistema de refrigeración ni de ventilación. Allí se asaba uno y el único alivio estaba en la sección de aseo, donde había un artefacto para rociarse el cuerpo con agua. El agua estaba tibia, tanto para lavarse como para beberla, pero al menos más fresca que el ambiente. Dejé que me cayera por encima durante mucho tiempo, me lavé la ropa y me cambié. El aire humedeció la ropa limpia antes de que me la hubiera puesto: la ropa jamás estaba seca dentro de la Ciudad.

En la alacena encontré comida en paquetes. Había de dos clases, una especie de galletas que se comían en seco y una sustancia que se desmigaba y había que mezclar con el agua caliente del grifo. Ninguna de las dos tenía mucho sabor, y jamás vi otra cosa. La elaboraban unas máquinas en algún punto de la Ciudad. Probé un poco de gal eta, pero descubrí que todavía no tenía hambre suficiente como para comérmela. Entonces me arrastré pesadamente escalera arriba, lo cual suponía un gran esfuerzo en esta Ciudad de Plomo, y me dejé caer en la cama dura y desnuda que me aguardaba. Naturalmente, en mis dependencias no había ventanas, sino dos globos de luz verde; se encendían y apagaban por medio de un botón. Presioné el botón y me sumí en la oscuridad y el olvido. Soñé que había regresado a las Montañas Blancas y le contaba a Julius que los Trípodes eran de papel, no de metal, y que se les podían cortar las piernas con un hacha. Pero, cuando se lo estaba contando, un estruendo salvaje resonó en mis oídos. Me desperté sobresaltado; comprendí dónde estaba y que me llamaban.

Como no conocíamos las condiciones de la Ciudad, Fritz y yo no habíamos podido elaborar ningún plan específico para encontrarnos, aunque naturalmente deseábamos hacerlo lo antes posible. Cuando contemplé el tamaño y la complejidad del lugar, se adueñó de mí el desaliento; no veía cómo podíamos esperar establecer contacto. Era evidente que había millares de Amos en la Ciudad, aun contando con la cantidad de espacio de que disponían todos. Si cada uno de ellos tenía un siervo…

En un sentido era menos difícil de lo que yo había creído; en otros, más. Para empezar, no todos los Amos tenían un servidor. Era un privilegio reservado a los que gozaban de cierto rango; seguramente no llegaban a un total de mil, y no todos hacían uso de aquel derecho. Había un movimiento que se oponía a la presencia de humanos en la Ciudad. Se basaba en el temor no de que los esclavos se rebelaran, pues nadie dudaba de su docilidad, sino de que los Amos, al aceptar el servicio personal de otras criaturas, de algún modo se debilitaran y degradaran. El total de humanos escogidos en los Juegos o seleccionados por otros procedimientos en otros lugares seguramente no superaba los quinientos o seiscientos.

Pero entre estos quinientos o seiscientos las posibilidades de comunicarse eran sumamente limitadas. Aparte de los refugios individuales para dormir, comer y cosas así, había en cada pirámide un lugar comunal para esclavos. Allí, en una habitación mayor, aunque tampoco tenía ventanas, podían reunirse y hablar; en la pared había un recuadro en el que destellaba un número mediante el cual se indicaba el deseo del Amo de que regresara su esclavo. No era posible dirigirse al lugar comunal de otros edificios sin correr el riesgo de hallarse ausente cuando se produjera la llamada. Y jamás se corría aquel riesgo, no por temor al castigo sino porque para los que tenían Placa era inconcebible la posibilidad de fallarle en algo al Amo.

Cabía la posibilidad de que Fritz y yo nos encontráramos en la calle cuando nuestros Amos nos mandaran a algún recado, pero era remota. Pronto se hizo evidente que la única posibilidad real de dar el uno con el otro dependía de que nuestros Amos asistieran a un mismo acto, y allí hubiera (como ocurría en la mayoría de los casos) una habitación de descanso para esclavos.

Descubrí que había varias ceremonias así. La que más le gustaba a mi Amo era una en la que ellos se introducían en un estanque situado en el interior de la pirámide mientras en el centro un grupo agitaba con los tentáculos unos aparatos que rizaban las aguas y removían el aire al tiempo que emitían unos sonidos frenéticos que mi Amo hallaba placenteros y a mí me parecían espantosos. En otras, los Amos hablaban en su idioma, plagado de silbidos y gruñidos; había un tercer tipo en el que los Amos, subidos en una plataforma elevada, daban saltos y vueltas con lo que yo supuse sería un baile.

En distintos momentos yo le acompañé a todas ellas, acudiendo con ansiedad a la sala de descanso para ducharme, secarme y acaso comer un trozo de aquella galleta tan monótona o, por lo menos, lamer algún palo de sal de los que nos daban. Y buscaba a Fritz entre los demás esclavos. Pero una y otra vez me llevaba un chasco y empecé a pensar que no había esperanzas. Sabía que no a todos los Amos les gustaban estas cosas, del mismo modo que había acontecimientos a los que mi Amo decidía no acudir. Empezaba a tener la sensación de que habíamos tenido la mala suerte de que nos escogieran Amos con intereses muy distintos.

En efecto, así era. Lo que más le gustaba a mi Amo eran las cosas relacionadas con la mente y la imaginación. Al de Fritz, todo lo relacionado con el ejercicio y el desarrollo corporal. Aunque por fortuna había un acontecimiento que ejercía un atractivo casi universal. Lo llamaban la Persecución de la Esfera.

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