La Ciudad de la Alegría (43 page)

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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama

BOOK: La Ciudad de la Alegría
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—Dile que vuelva a empujar lo más fuerte posible —ordenó Max.

Lambert tradujo al bengalí. Meeta contrajo el cuerpo jadeando. Lágrimas de dolor rodaban por sus mejillas.

—¡No, así no! Tiene que empujar hacia abajo. Dile que primero respire hondo y que luego empuje al sacar el aire. ¡Date prisa!

Max estaba empapado. Se secó la cara y el cuello. Tenía en la boca un sabor a rancio. ¿Era el calor, el
ragoût
de búfalo que no conseguía digerir, el hedor o el tener ante los ojos todas aquellas mutilaciones? Sintió un incontenible deseo de vomitar. Al verle blanco como un papel, Lambert vació el resto del frasco de coramina en el vasito en el que acababa de beber la leprosa.

—¡Tómate eso, aprisa!

Max dio un respingo al ver el recipiente.

—¿Estás loco?

—No hay más remedio. Todos te están mirando. Si te ven aprensivo, podrían enfadarse. Con los leprosos no se sabe nunca.

Lambert sabía que Meeta no era contagiosa, pero la idea de aterrar al norteamericano larguirucho le encantaba. Al ver que se iba poniendo cada vez más pálido, tuvo compasión.

—No hay nada que temer, su lepra no se contagia.

Max se llevó el vaso a los labios, cerró los ojos y tragó el líquido de golpe. Una niña de ojos negros maquillados de
khol
se había acercado a él y le abanicaba con un pedazo de cartón. Se sintió mejor. Volvió a inclinarse sobre la parturienta para examinarla más de cerca y comprobó que el niño salía torcido. Lo que estaban viendo no era la parte superior del cráneo, sino nuca. Para que saliese no había más que un medio: cambiarlo de posición.

Lambert esperaba el parecer del norteamericano.

—¿Crees que el niño aún vive?

—¿Cómo saberlo sin estetoscopio?

El médico aplicó la oreja al vientre de la leprosa. Se incorporó, muy decepcionado. «Ninguna pulsación. Pero eso no quiere decir nada. Está puesto al revés». Señalando a la mujer, dijo exasperadamente: «Por el amor de Dios, ¡dile que empuje más fuerte!».

La coramina producía su efecto. La leprosa se contrajo con redoblado vigor. Max comprendió que había que aprovechar aquella energía, porque sin duda era la última oportunidad.

—Ponte al otro lado —le dijo a Lambert—. Mientras yo intento enderezar al niño, tú le das un fuerte masaje en el vientre, de arriba abajo para ayudar a la expulsión.

Cuando Lambert estuvo al otro lado de la parturienta, el médico introdujo delicadamente su mano tras el cogote del bebé. Meeta gimió al notar el roce de los dedos.

—Dile que respire hondo y que empuje regularmente sin interrupción.

Todos los músculos de la leprosa se tensaron. Con la cabeza hacia atrás, la boca crispada, hacía un desesperado esfuerzo.

Lo que pasó entonces podrá parecer inverosímil. La mano del americano acababa de alcanzar los hombros del bebé cuando dos bolas peludas le rozaron la cabeza y rebotaron sobre el vientre de la madre. En la techumbre de las chabolas había ratas que habían sobrevivido a la ola de calor. Eran tan grandes como gatos. Sorprendido, Max retiró la mano. ¿Fue lo brusco de su gesto? ¿O el choque provocado por la caída de los animales? Una cosa era segura: el cuerpo del niño se había enderezado de golpe.

—¡Empuja, empuja aprisa! —gritó Max a la madre.

Diez segundos después recibía en las manos un paquete de carne envuelto en mucosidades y en sangre. Lo levantó como un trofeo. Era un niño espléndido que debía de pesar al menos seis libras. Vio cómo se hinchaban sus pulmones y cómo se le abría la boca para lanzar un grito que provocó un formidable eco de alegría en el corralillo. Una de las matronas cortó el cordón de un golpe seco e hizo una ligadura con un hilo de yute. La otra trajo una palangana para proceder a las abluciones. Al ver el color de los paños, el norteamericano sintió como una náusea. «¡Hay que ver lo resistentes que son esas gentes!», pensó. Como ningún brahmán aceptaba entrar en un corralillo de leprosos, correspondió a Paul Lambert el honor de cumplir el primer rito que sigue al nacimiento de un niño. Notó que le tocaban los pies, y de pronto descubrió que era Anonar, quien acababa de llegar sobre su tabla con ruedas. Después de limpiar el polvo de sus zapatillas de deporte, el lisiado se llevaba los muñones a la frente en señal de respeto. Su cara barbuda exultaba.

—¡Paul, gran hermano, me has dado un hijo! ¡Un hijo!

Paralizado por la angustia, el «marido» de Meeta se había mantenido apartado hasta aquel instante triunfal. Ahora traía un cuenco lleno de granos de arroz. Sujetándolo entre sus muñones, lo levantó como una ofrenda hacia el sacerdote. «Toma», le dijo, «deposita este arroz al lado de mi hijo para que los dioses le den una vida larga y prosperidad». Luego pidió una lámpara de aceite a una de las matronas. Según el rito, la mecha debía arder sin interrupción hasta el día siguiente. Si se apagaba, el recién nacido dejaría de vivir.

En su primera carta a su novia, Max Loeb contó en estos términos la manifestación de entusiasmo que se produjo a continuación: «Todos los leprosos desbordaban de júbilo. Imposible contenerles. Manos atrofiadas se arrojaron a mi cuello, rostros mutilados me besaban. Había inválidos agitando sus muletas y haciéndolas entrechocar como palillos de tambor. “¡Gran hermano, gran hermano, que Dios te bendiga!”, gritaban. Hasta las matronas se unieron a la fiesta. Unos niños trajeron galletas y golosinas que no hubo más remedio que comer so pena de infringir las reglas de la hospitalidad. Yo me ahogaba. Estaba mareado. El olor a podredumbre era aún más insoportable en el patio que en el interior de la casucha. Paul Lambert parecía en su elemento. Apretaba todas las manos sin dedos que se le tendían. Yo me contentaba con juntar las mías en ese hermoso gesto de saludo que había visto hacer desde mi llegada. Los lloros del recién nacido llenaban la noche. Mi primera noche en Calcuta».

50

«
NO hay solamente tigres y serpientes en esta jungla de Calcuta», se maravilló Hasari Pal. «Existen también ciervas y corderos. Incluso entre los taxistas». En general, éstos eran verdaderos matones que no sentían ninguna simpatía por los hombres-caballo. Instalados como rajás en sus bólidos negros y amarillos, no perdían la oportunidad de afirmar su superioridad.

Cierto día, en un atasco, uno de esos «rajás» arrinconó a Hasari y a su carrito en una zanja. Y entonces se produjo el milagro. El taxista, un hombrecillo calvo que tenía una cicatriz alrededor del cuello, frenó para disculparse. No era un
sardarji
del Punjab con la barba arrollada, el turbante y el puñal, sino un bengalí como Hasari, oriundo de Bandel, una pequeña localidad a orillas del Ganges, que estaba a unos treinta kilómetros de su aldea. Se apresuró a ayudar a Hasari a sacar el
rickshaw
de la zanja e incluso le propuso beberse una botella de
bangla
con él cuando se presentase la ocasión. Ésta se presentó dos días después, durante un aguacero torrencial. Abandonando sus vehículos, los dos hombres se refugiaron en una taberna clandestina que había detrás de Park Street. El taxista se llamaba Manik Roy. Había empezado como conductor de autocar, pero una noche una banda de
dacoits
, salteadores de caminos, le obligaron a detenerse en la carretera. Después de haber hecho bajar a sus viajeros y de habérselo quitado todo, les degollaron. Manik era incapaz de decir por qué milagro estaba aún con vida al día siguiente. Pero de aquella noche de horror conservó una impresionante cicatriz de carne abollonada alrededor del cuello. Lo cual le valió el apodo de «Chomotkar», que significa literalmente «Hijo del Milagro».

Para Hasari, este hombre merecía el nombre de «Hijo del Milagro», pero por otro motivo. En vez de aferrarse a las varas de un
rickshaw
, sus manos acariciaban un volante; en vez del asfalto y de los hoyos, sus pies viajaban alegremente sobre tres pequeños pedales de caucho; en vez de echar los bofes y sudar, se ganaba el arroz de sus hijos tranquilamente aposentado en el asiento de un carro más hermoso que el de Arjuna.

¡Un taxi! Todos los
rickshaws wallahs
soñaban que un día uno de los cuatro brazos del dios Vishwakarma iba a rozar su carrito para metamorfosearlo en una de esas carrozas negras y amarillas que surcaban las avenidas de Calcuta. Mientras, Hijo del Milagro invitó a Hasari a acompañarle durante todo un día. Desde luego, era el mejor regalo que podía hacerle. «Era como partir para Sri Lanka con el ejército de los monos», dirá Hasari, «o invitarme a que me sentara en el carro de Arjuna, rey de los Haihayas». ¡Qué placer, en verdad, instalarse en una banqueta tan mullida que el respaldo se hundía a la menor presión del cuerpo! Tener ante los ojos toda clase de esferas y de agujas que nos informan acerca de la salud del motor y de los demás órganos. Hijo del Milagro introdujo una llave en una rendija y en seguida se oyó un petardeo bajo el capó. Luego apretó uno de los pedales con el pie y movió una palanca que había bajo el volante. «Era fantástico», dirá Hasari, «aquellos simples gestos bastaron para que el taxi se pusiera en movimiento. Fantástico pensar que el único esfuerzo que había que hacer para que arrancara y luego irle dando cada vez más velocidad, era apoyarse con la punta del pie en un pequeño pedal». Contemplaba fascinado a su compañero. «¿Podría yo también hacer esos gestos?», se preguntaba. «¿Acaso fue Hijo del Milagro taxista en una encarnación anterior? ¿O sólo aprendió a conducir en su vida actual?». El taxista advirtió la perplejidad de su compañero.

—Un taxi es mucho más fácil de llevar que tu carrito —afirmó—. Mira, basta apretar este pedal y se para en seco.

El coche se inmovilizó tan bruscamente que Hasari fue proyectado contra el parabrisas. Hijo del Milagro se echó a reír: «¿Qué te parece, so bobo? ¡Con tu carreta no vas a poder pagarte nunca una maravilla así!».

Maravilla o lo que fuere, el hombre del
rickshaw
descubría otro mundo. Un mundo en el que se hacía trabajar a unos esclavos mecánicos y no a los propios músculos, donde la fatiga no existía, donde se podía hablar, fumar y reír mientras se trabajaba. Hijo del Milagro conocía los mejores lugares de la ciudad, los restaurantes de lujo, las
boîtes
nocturnas y los hoteles del sector de Park Street. Estaba de acuerdo con toda una red de ojeadores que le reservaban las mejores carreras. Éstos estaban a su vez en connivencia con los porteros de los establecimientos. Y los porteros con los criados y los
maîtres
. El sistema funcionaba perfectamente.

Hijo del Milagro tomó a sus dos primeros clientes del día delante del Park Hotel. Eran unos extranjeros. Pidieron que los condujese al aeropuerto. «Entonces sucedió algo que me dejó sin habla», contará Hasari. «Antes de arrancar, mi compañero salió de su taxi, dio la vuelta al vehículo y bajó una especie de banderita metálica que había sobre una caja fijada cerca del lado izquierdo del parabrisas. Entonces asistí a un espectáculo que me pareció tan extraordinario que no podía apartar los ojos. A medida que corríamos, cada cinco o seis segundos aparecía una nueva cifra en esta caja. Podía ver cómo caían las rupias en el bolsillo de mi compañero. Sólo el dios Vishwakarma había podido inventar una máquina semejante. Una máquina que fabricaba rupias y que a cada momento hacía un poco más rico a aquel que la poseía. Era fabuloso. Nosotros, los
rickshaws wallahs
, nunca veíamos caer así el dinero en nuestros bolsillos. Cada una de nuestras carreras correspondía a cierta tarifa fijada de antemano. Podía discutirse para pedir un poco más o aceptar un poco menos. Pero la idea de que bastaba apretar un pedal para que lloviesen rupias como rosas silvestres en un día de ventolera, era algo tan inimaginable como ver crecer billetes de banco en un campo de
paddy
». Cuando Hijo del Milagro detuvo su taxi ante la estación aérea de Calcuta, el taxímetro señalaba una cantidad que pareció tan astronómica a Hasari que se preguntó si se trataba de rupias. ¡Pues sí, la carrera era de treinta y cinco rupias! Casi lo mismo que él ganaba durante la mitad de la semana. De regreso, Hijo del Milagro paró ante un gran garaje que había en la Dwarka Nath Road.

—Cuando hayas ahorrado las rupias suficientes —anunció—, tienes que venir aquí a buscar tu nirvana.

El pasaporte para aquel nirvana era un pequeño carné de tapas rojas con dos páginas que contenían sellos, una fotografía de identidad y la huella de un dedo. Hijo del Milagro tenía razón: aquel carné era la joya más valiosa con la que podía soñar un
rickshaw wallah
, la llave que permitía salir de su
karma
y que abría la puerta de una nueva encarnación. Se trataba de la
West Bengal motor driving license
, el permiso de conducir de Bengala, y aquel garaje era la autoescuela más importante de Calcuta, la
Grewal motor training school
. En el interior había un gran patio con camiones, autobuses y coches para prácticas, y una especie de aula con bancos en un cobertizo. En las paredes había paneles con las diversas partes de un coche, las señales de circulación que se veían en las calles y en las carreteras y dibujos esquemáticos de todos los accidentes posibles. Había también un inmenso plano de Calcuta en colores, con toda una lista de itinerarios destinados a futuros taxistas. Hasari ya no sabía qué mirar, tantas eran las cosas que le parecían dignas de admiración. Como aquel montón de piezas mecánicas que los alumnos tenían que aprender a reconocer y a reparar. Pero, ¿qué
rickshaw wallah
podía esperar franquear algún día las puertas de aquella escuela de ensueño? Seguir el curso y obtener el permiso representaba un gasto imposible, casi seiscientas rupias, más de cuatro meses de giros a la familia que había quedado en la aldea.

No obstante, al volver a subir al taxi, Hasari comprendió que llevaba aquel sueño como tatuado en su piel. «Me cuidaré para recobrar fuerzas y trabajaré aún más. Prescindiré de más cosas. Pero algún día, lo juro sobre la cabeza de mis hijos Manooj y Shambu, guardaré mi cascabel en la caja con nuestros vestidos de fiesta, y devolveré a Musaphir las varas y el viejo carrito para instalarme, con mi bonito carné colorado, detrás del volante de un taxi negro y amarillo. Y oiré caer las rupias en el contador como las gruesas gotas de la tormenta del monzón».

51

N
O es el Hilton de Miami —se excusó Lambert—, pero piensa que la gente de aquí viven en grupos de doce a quince en cuchitriles que son la mitad de éste.

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