Con el tiempo, Shank informó al joven matón que su tosca habilidad tenía nombre. Glaucous era un ventajista natural.
—En caso contrario, a estas alturas en la calle habrían aplastado a un perro faldero como tú —explicó—. Algunos lo llaman suerte, otros fortuna. Aquí lo llamamos aventajar, que es gran fuerza de
Voluntad
aplicada consistentemente a circunstancias aleatorias para guiar su favor… para tu caballero y sólo para él, evidentemente.
Bajo la tutela de Shank, Glaucous hizo que las monedas cayesen del lado requerido, reordenó cartas sin tocarlas, redirigió el rebote de una bola de plata en la ruleta y el entrechocar de esferas de madera en una jaula giratoria. Su guapo y noble amo no era un jugador, pero reconocía que muchos con esa inclinación ofrecerían favores e incluso dinero a cambio de la compañía de un muchacho así en los clubes de la época.
Y así mejoró la situación de Maxwell Glaucous, mientras que sus compañías fueron de peor calado moral, aunque de buena vestimenta y situación.
Glaucous tomó un ejemplar de
The Stranger
y lo abrió por los anuncios por palabras. Allí estaba… el anuncio, pero no
su
anuncio. Dejó el periódico sobre la mesa y subió la escalera del hotel con pasos silenciosos.
En el segundo piso, olisqueó y alargó la mano, buscando flujos retrógrados. Quedaban dos tramos más. En el cuarto, Glaucous se paró junto a una puerta de incendios, comprobó si las bisagras crujían para luego empujar. Más allá había seis habitaciones, tres a cada lado del pasillo, y al final una ventana lechosa reforzada por cables de acero. La luz de la ventana se estremeció. A la luz no le gustaban los ventajistas, y ahora había dos muy cerca.
Glaucous rozó el pomo de la primera puerta a la izquierda. Música tosca competía con las voces irritantes de niños mayores…
televisión
. Silencioso como un gato, atravesó el pasillo y tocó la puerta opuesta. Habitación vacía pero no en silencio… no para sus dedos indagadores. Alguien se había dejado asesinar. Los nudos de la mala suerte todavía vibraban como un cordón tensado.
Glaucous recorrió el pasillo. Bajo la siguiente puerta encontró lo que buscaba: respiración suave y constante, comparativamente joven —el Chandler tenía menos de un quinto de su edad— y fuerza, pero derrochada y mal administrada.
Una vez más sus fosas nasales se estremecieron… en esta ocasión al oír algo similar al humo de vela. Debía de ser la compañera del Chandler; una mujer con velo, muy peligrosa. Glaucous se inclinó y oyó el lanzamiento de una moneda: un dólar de plata Morgan, a juzgar por el tintineo apagado al rebotar en la gruesa moqueta de la habitación. El Chandler practicaba. El dólar cayó cara. Cualquiera podía ejecutar ese truco, pero él no contaba los giros de la moneda. Él estaba recogiendo las líneas de las monedas. Desde diferentes alturas —incluyendo un rebote en el techo y otro en una pared— siempre salía cara.
Glaucous sincronizó su respiración con la del hombre. También igualó otros ritmos: flujo sanguíneo, goteo de linfa y bilis. Se convirtió en una sombra.
Pegado a la pared, con los ojos cerrados.
Esperó.
Poco después de su última visita a Hounslow, en el mejor momento de su empleo como compañero de jugador —su fama empezando a afectar a sus perspectivas laborales— el noble caballero le había informado de que era hora de pasar a otra cosa. Los días de juego de Glaucous habían terminado, al menos en Londres, y probablemente en toda Europa.
—Deberías probar con Macao, amigo —le propuso Shank, pero luego añadió, con voz baja y los ojos mirando a otro lado, que podía arreglarse un encuentro especial… si deseaba, a fin de cuentas, un puesto seguro y permanente.
Hacía tiempo que Glaucous se había cansado de las calles.
Como en un sueño, fue a donde le indicó Shank —siguiendo una carretera estrecha y sucia cerca del mercado en Whitechapel— y al final de un callejón sin salida se reunió con un hombre extraño y retorcido, pálido como la muerte y mohoso como una ropa mojada. El enano le entregó una tarjeta grabada con una única palabra o nombre:
Whitlow
. En el otro lado, con lápiz, habían garabateado un lugar de reunión… y una advertencia:
Ahora, por siempre. Nuestra Lívida Señora espera lo que le corresponde
.
En sus viajes Glaucous había recibido información incompleta y confusa sobre ese personaje. Supuestamente la líder de un pequeño grupo de hombres con reputaciones extremadamente dudosas; se hablaba de ella entre susurros, pero rara vez se la veía. Poseía múltiples nombres: nuestra Lívida Señora, la Princesa de Caliza, la Reina de Blanco. Nadie sabía a qué se dedicaba realmente, pero daba la impresión de que una mala fortuna extremadamente singular daba invariablemente con las criaturas buscadas por los hombres y mujeres que trabajaban para ella… mala fortuna y algo llamado «el Ansia» que debía evitarse a toda costa.
Ahora en libertad por primera vez en una década, y sufriendo de una curiosidad perversa, Glaucous tomó el tren y luego caminó hasta Borehamwood, donde se reunió con un hombre joven de pie zambo y piel lisa y cerúlea, nariz estrecha, pelo ralo y rubio fantasmal, y profundos ojos azules. Vestía un traje negro ajustado y ofreció su nombre, sólo su apellido.
Era Whitlow.
Whitlow llevaba un bastón lacado en negro con punta de plata y una cajita gris con un curioso dibujo en la tapa.
—Esto no es para ti —le dijo a Glaucous—. Más tarde tengo una reunión con otro. Vamos.
Desde los recuerdos de ese encuentro —una paleta reducida de grises y marrones apagados— recuperó nervios vacilantes y vergüenza por su traje de lana mal ajustado. (Shank había insistido en que devolviese todas las buenas prendas de su amo. «¿Qué mono posee su propia librea, dime?») Whitlow compartió un trago de brandy sacado de una petaca de plata. Luego le escoltó por la entrada bordeada de setos hasta la casa principal, una desatención, paraíso de ratones, un ala desmoronada, las habitaciones llenas de palomas. Whitlow entró empleando una llave enorme y vieja, y luego, con tranquilo humor, empujó a Glaucous por un pasillo salpicado de muebles rotos y los huecos de ratones y gatos —dispuestos en anillos y bucles— hacia una especie de habitación especial donde, dijo Whitlow, no había entrado o vivido nadie durante varios cientos de años. Habitaciones como ésas —difíciles de encontrar hoy en día— eran las más adecuadas para los servidores más cercanos de su Dama, quien —le explicó con susurros, abriendo una puerta interior— era en última instancia la que pagaba las facturas.
Cuando pasó Glaucous, Whitlow cerró la puerta con llave.
Después de un periodo de silencio viciado —el suficiente para sentir pinchazos de hambre— a Glaucous se le unió, aunque sin pasar por ninguna puerta que pudiese detectar, un ser insustancial… un caballero, a jugar por la voz suave y su olor o ausencia del mismo. Dicha figura nebulosa, rodeado por una capa de sombras negras, no asumió en ningún momento una forma o tamaño definido. A juzgar por los toques de sus manos alrededor de la cara y hombros de Glaucous —dedos como moscas golpeando— era posible que el caballero fuese ciego.
—Nunca voy a ninguna parte —le susurró—. Siempre estoy aquí. desplaza allí donde preciso estar. Me llaman la Polilla. Transporto y recluto para nuestra Señora.
Aquí
se habló durante lo que pareció ser un largo lapso de tiempo. Su voz era sugerente, modulada, indefinida. Habló sobre libros, palabras y permutaciones, y de una gran guerra… mayor que cualquier combate horrible entre cielos e infiernos imaginarios.
—
Nuestros
infiernos son más que reales —dijo—. Y nuestra Señora los controla todos —esa Dama, le dijo, buscaba
desplazadores
y
soñadores
. Los ventajistas, con la instrucción adecuada, eran cazadores y recolectores ideales. Polilla le pasó una corteza de pan, recubierta de moho, luego tocó la sien de Glaucous con un dedo apenas sentido—. Si sirve bien, nunca le faltará trabajo —dijeron sus palabras apagadas. Aparentemente, habiendo llegado a este punto, no se permitía ninguna negativa—. Pagamos con algo más que monedas. El tiempo no es un problema. Pájaros diferentes, jaulas diferentes, señor Glaucous. Preste atención y le cantaré todas las canciones que deba oír.
Después de unas horas, la puerta se abrió, clavando la habitación con un rayo roto de sol. Glaucous parpadeó como un topo. Whitlow reapareció para guiarle a la salida. A su espalda, la estancia emitió un sonido desdichado y lleno de dolor que no se parecía a ninguno que hubiese oído antes, y reclamó su vacío: agotada.
De regreso al camino de entrada, aturdido y agotado, Glaucous preguntó:
—¿Alguna vez veré a la Señora?
—No seas tonto —le recriminó Whitlow—. Es algo que jamás deseamos. La Polilla ya es lo suficientemente grave y él no es más que la punta del meñique de la Señora.
Durante los ciento veinte años posteriores, Glaucous viajó de ciudad en ciudad por el Reino Unido y luego Estados Unidos… trabajando como tapadera en ferias ambulantes, salones de juego, puestos ambulantes… siempre buscando, siempre pasando desapercibido. Y allí a donde iba, contrataba anuncios en los periódicos, anuncios que no cambiaban jamás excepto por la dirección y, recientemente, por el número de teléfono…
Siempre la misma pregunta:
¿Sueñas con una Ciudad al final del Tiempo?
Glaucous se mantuvo absolutamente inmóvil. Podía sentir todas las vibraciones en las tablas y las vigas. Todo estaba tranquilo. No habría visitantes durante los próximos minutos.
El recolector tras la puerta —lanzando sin esfuerzo su dólar de plata— no había cumplido con ciertas cortesías. No había alertado a Glaucous de su presencia, ni tampoco había compartido información. Cazaba furtivamente.
Glaucous llamó a la puerta con un nudillo calloso, luego aflautó su voz, joven e inquieta, la misma voz que había empleado por teléfono para responder al anuncio del Chandler.
—¿Hola? Soy Howard. Howard Grass.
El hombre esbelto que abrió la puerta sostenía el dólar de plata entre el pulgar y el dedo medio. Tenía las pupilas grandes, negras y firmes. Le ofreció una sonrisa fría de sorpresa… y luego una sonrisa de superioridad.
—Señor Glaucous. Qué agradable verle.
Glaucous conocía las señales de un ventajista a punto de atacar. No se podía perder tiempo.
En los dedos del hombre esbelto, la cara de la mujer coronada del Morgan miraba al norte. Glaucous giró un ojo hacia arriba, atrapó una fibra contraria, la dobló de lado… y la cabeza miró al sur.
El corazón del Chandler también viró, llenando instantáneamente su pecho de sangre. Sus dedos se agitaron al soltar la moneda. Cayendo, la onza estampada de metal gris cayó plana sobre la moqueta… con el águila hacia arriba. El rostro del hombre se volvió de un verde enfermizo. En silencio, cayó bocabajo, rígido como una tabla, y tapó la moneda.
Igual que la moneda, la cara hacia abajo.
En el baño, la mujer con velo se puso a gritar. Sin el Chandler, su talento y pasión fluían sin control. El fuego saltó alrededor de la puerta del baño. Glaucous le dio su ayuda.
La mujer logró lo que su corazón más deseaba.
Esa tarde, envuelto en la melancolía, Glaucous se sentó en su cálido apartamento, con las cortinas cerradas, con una única luz en todo el pequeño salón apuntando a un teléfono colocado en una mesita junto al sillón. Tras la puerta cerrada del dormitorio, su compañera, Penelope, cantaba con voz baja e infantil. Alrededor de su canción se apreciaba un zumbido continuo, como el de una bombilla eléctrica a punto de apagarse.
Los ojos de Glaucous tenían sueño. Una hora antes había tomado un almuerzo mínimo… una manzana y algo de pan de trigo con tres delgadas lonchas de salami. En aquellos primeros días de Londres, habría sido todo un festín.
Miró al teléfono situado bajo el oblongo de luz dorada. Algo se agitaba. Podía sentir un tirón fuerte en el hilo que anunciaba una presa. Antes, sus empleadores siempre le habían informado de cualquier regla nueva, de los cambios en el juego. Esta advertencia llegaba sin previo aviso. Quizá no hubiese habido tiempo.
¿Había cometido un error al eliminar al Chandler?
Extendiéndose, en la vecindad podía sentir al menos a tres pajarillos —casi con seguridad tres— aunque uno parecía extraño, no lo que podría haber esperado. En el caso de los otros dos, guiándose por su larga experiencia, estaba seguro de conocer sus hábitos, sus preocupaciones y miedos, sus necesidades.
Llegaba un aire más tenebroso. Max Glaucous podía sentirlo en sus dedos ligeros y afortunados. Temido desde hacía tiempo, esperado desde hacía tiempo —destrucción, seguida de la libertad—, una conclusión extraordinaria para sus problemas.
Tres sumadoras.
Whitlow se unirá a nosotros. Y la Polilla. No pueden hacerlo sin mí. Al fin… mi recompensa
.
Y mi liberación
.
Wallingford
Intentando contener su revuelta aflicción líquida, Daniel caminó a espasmos. La acera, vieja, gris y rota, era una pista ondulada de obstáculos desiguales. Se inclinó a la izquierda en la avenida Sunnyside, decidido sombríamente a llegar a casa. Sentía vergüenza. Daniel siempre había sido el controlador de su propia alma, dirigiéndola por las autopistas y caminos del multiverso fibroso. Ahora… apenas podía evitar ensuciarse los pantalones.
El vecindario no había cambiado tanto como para no poder apreciar las diferencias. En realidad, nunca había prestado demasiada atención a las casas que estaban a más de doce puertas de la suya. Dada su prisa actual, no había tiempo de hacer un catálogo de diferencias evidentes.
El sol descendió. Este nuevo cuerpo enfermizo no llevaba reloj ni llaves; a pesar de lo mucho que Daniel rebuscó, no pudo encontrar las llaves en los bolsillos ni en la mochila… pero tanto él como su nuevo cuerpo estaban de acuerdo, al acercarse a los escalones de cemento, al techo del porche a dos aguas y pilares cuadrados, que
aquí
vivían,
aquí
colgaban lo poco que poseyesen.
Su
casa. La misma casa. Al menos eso era igual, gracias a los poderes fácticos.
Los poderes que puedan considerarse responsables de esta locura. ¿Y qué hay de las sumadoras?
El césped del jardín estaba alto, marrón y lleno de malas hierbas. Subió los escalones desde la calle y recorrió el jardín lateral hasta llegar a la parte de atrás, echando —aparentemente no estaba acostumbrado a entrar en la casa de día— una mirada furtiva. Luego un espantapájaros apareció en la selva de la parte posterior. Ya no se veían los viejos rosales que habían pertenecido a su tía y —se dio cuenta de este hecho al rodear el porche trasero intentando decidir dónde habría escondido la llave—
no había llave
…