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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

La cicatriz (45 page)

BOOK: La cicatriz
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Los hombres mosquito habían sido reducidos a sabios esclavos.

Las ruinas de la isla albergaban antiguos textos escritos en el Alto Kettai que los anophelii sabían leer o en los códigos olvidados tiempo atrás y que habían de descifrar poco a poco. Y así, con la lenta acumulación de libros procedentes de Kohnid y los registros escritos de sus ancestros, los anophelii continuaban adelante con sus propias investigaciones. Algunas veces, una de las obras que escribían era enviada por mar a los señores de la isla en Kohnid. Y puede que hasta fuese publicada.

Eso era lo que le había ocurrido al libro de Krüach Aum.

Dos mil años antes, los hombres mosquito habían gobernado las tierras del sur en una corta pesadilla de sangre y plaga y una sed monstruosa. Bellis no sabía cuánto conocían los machos anophelii sobre su propia historia pero era evidente que no se hacían ilusiones sobre la naturaleza de las hembras de su especie.

¿Cuántas habéis matado?
, escribió Crahn,
¿Cuántas mujeres?

Y cuando Bellis, tras un momento de vacilación, escribió
Una
, él asintió y respondió
No son muchas
.

En la aldea no existía jerarquía. Crahn no era un gobernante. Pero estaba deseoso de ayudar y de contarles a sus invitados todo cuanto quisieran saber. Los anophelii respondían a los armadanos con una fascinación cortés y comedida, una reacción contemplativa, casi abstracta. En su flemático comportamiento, Bellis detectó una sicología que le era por completo ajena.

Escribía las preguntas de la Amante y de Tintinnabulum tan deprisa como le era posible. Todavía no habían abordado la cuestión más importante, la razón misma que los había llevado a la isla, cuando se escuchó un tumulto en la habitación contigua, donde esperaban sus compañeros. Voces imperiosas en Sunglari y respuestas a gritos en sal.

Los mercaderes piratas de Dreer Samher estacionados en la isla habían regresado a sus barcos y habían descubierto la presencia de los recién llegados. Un hombre-cacto ataviado con ropas chillonas entró a grandes zancadas en la pequeña sala, seguido por dos de sus antiguos compatriotas, ahora cactos de Armada, y discutiendo con ellos en Sunglari.

—¡Mierda solar! —gritó en un sal con mucho acento—. ¿Quién coño sois? —empuñaba un enorme machete en una mano y lo blandía con aire enfurecido—. Esta isla es territorio de Kohnid y está prohibido desembarcar aquí. Nosotros somos sus agentes y estamos autorizados a proteger sus jodidas posesiones. Decidme por qué no debería mataros aquí mismo y ahora.

—Señora —dijo uno de los cactos armadanos mientras hacía con la mano un gesto de presentación—. Éste es Nurjhitt Sengka, capitán del
Corazón Polvoriento de Tetneghi
.

—Capitán —dijo la Amante dando un paso al frente. Uther Doul la siguió como si fuera su sombra—. Me alegro de conoceros. Debemos hablar.

Sengka no era un filibustero sino un oficial corsario de Dreer Samher. Los cometidos de los Samheri estacionados en aquella isla eran monótonos, sencillos y aburridos: nada ocurría, nadie venía y nadie se iba. Cada mes, o dos o seis, llegaba una nueva misión de Kohnid o Dreer Samher con un cargamento entero de ganado para las hembras anophelii y puede que algunas mercancías para los machos. Los recién llegados sustituían a sus aburridos camaradas y estos se hacían a la mar llevándose los brillantes trabajos y los restos científicos que hubiesen logrado intercambiar.

Los que se quedaban en la isla pasaban su tiempo peleando entre sí y apostando, ignorando a las mujeres mosquito y visitando a los hombres cuando necesitaban comida o maquinaria. Y, oficialmente, estaban allí para controlar el flujo de información en la isla, la pureza lingüística que le proporcionaba a Kohnid su primacía… y para impedir cualquier intento de fuga de los anophelii.

La idea era ridícula; nadie visitaba nunca aquella isla. Muy pocos marineros sabían de su existencia. En raras ocasiones, algún barco perdido arribaba a sus costas pero, por lo general, sus ignorantes tripulaciones solían sufrir rápidas muertes a manos de las mujeres de la isla.

Y nadie salía jamás de ella.

Por consiguiente, desde un punto de vista formal, el acuerdo entre Dreer Samher y Kohnid no prohibía la presencia de los armadanos en la isla. Después de todo, sólo estaban utilizando el Alto Kettai y no habían traído consigo nada para comerciar. Pero la presencia de extraños que pudiesen comunicarse con los nativos era un hecho sin precedentes.

Sengka miraba salvajemente en derredor. Cuando comprendió que aquellos intrusos de aspecto extraño provenían de la misteriosa ciudad flotante de Armada, se le abrieron mucho los ojos. Pero eran corteses y parecían ansiosos por explicarse. Y, aunque lanzó miradas furiosas a los cactos que una vez habían sido sus compatriotas, los insultó entre siseos, los llamó traidores y fingió desdén hacia la Amante, los escuchó y se dejó conducir de regreso a la sala principal en la que esperaba el grupo de los armadanos.

Mientras la Amante y los guardias cactos y Uther Doul se marchaban, Tintinnabulum se colocó junto a Bellis. Se había recogido el largo cabello blanco en una cola de caballo y sus poderosos brazos y hombros los ocultaban a la vista de los demás.

—No te detengas ahora —murmuró—. Al grano.

Crahn
, escribió ella.

Por un momento fugaz, lo absurdo de la situación hizo que se sintiera ligeramente histérica. Si ponía un pie en el exterior, lo sabía, se arriesgaba a sufrir una muerte desagradable. Aquellas voraces mujeres mosquito no tardarían en encontrarla. A un saco de sangre como ella lo olerían desde lejos y le chuparían hasta la última gota en menos que canta un gallo.

Y sin embargo, protegida tras aquellos muros, apenas una hora después de haber presenciado la carnicería en la ladera y haber dejado una anophelius reventada sobre la piel y los huesos de los animales secos, le estaba formulando educadas preguntas a un anfitrión muy atento utilizando una lengua muerta. Sacudió la cabeza.

Estamos buscando a uno de los vuestros
, escribió.
Tenemos que hablar con él. Es muy importante. ¿Conoces a alguien llamado Krüach Aum?

Aum
, respondió él, ni más deprisa ni más despacio que antes, sin una brizna más o menos de interés,
el que busca libros viejos en las ruinas. Todos conocemos a Aum
.

Puedo llevaros con él
.

24

Tanner Sack echaba de menos el mar.

Le estaban saliendo ampollas por el calor y tenía los tentáculos irritados.

Había esperado durante casi un día mientras la Amante, Tintinnabulum y Bellis Gelvino conversaban con el mudo macho anophelii. Sus compañeros y él habían cuchicheado y habían masticado su cecina y habían tratado en vano de conseguir algo de comida fresca de sus curiosos y reservados anfitriones.

—Estúpidos caraculo —escuchó que decían algunos hombres hambrientos.

Los armadanos estaban traumatizados por la famélica voracidad de las hembras anophelii. Eran conscientes de que las compañeras de sus anfitriones acechaban en el aire, más allá de aquellas paredes, de que el plácido silencio que reinaba en la aldea era engañoso… de que estaban atrapados.

Algunos de los compañeros de Tanner hacían chistes nerviosos sobre las hembras anophelii.
Mujeres
, decían y reían estrepitosamente mientras comentaban las hembras de todas las especies eran chupadoras de sangre y cosas semejantes. Tanner trató de imitarlos por el bien de la convivencia pero no logró que sus idioteces le hicieran reír.

Había dos bandos en el interior de la grande y austera cámara. A un lado se encontraban los armadanos y al otro los cactos de Dreer Samher. Cada uno de los grupos observaba al otro con cautela. El capitán Sengka estaba manteniendo una violenta discusión en Sunglari con Hedrigall y otros dos cactos armadanos y su tripulación observaba y escuchada con aire incierto. Cuando, finalmente, Sengka y sus hombres abandonaron la sala hechos una furia, los armadanos se relajaron. Hedrigall caminó lentamente hasta la pared y se sentó junto a Tanner.

—Bueno, no le gusto demasiado —dijo y esbozó una sonrisa fatigada—. No deja de llamarme traidor —puso los ojos en blanco—. Pero no hará nada estúpido. Le tiene miedo a Armada. Le dije que nos marcharíamos enseguida y que ni habíamos traído nada ni nos llevaríamos nada pero también insinué que si se ponía tonto, sería como una declaración de guerra. No habrá problemas.

Al cabo de un rato, Hedrigall reparó en que Tanner se rascaba sin parar la piel y en que se lamía los dedos y los pasaba sobre ella. Abandonó la gran cámara y Tanner se sintió muy conmovido cuando, quince minutos más tarde, el hombre-cacto regresó con tres grandes pellejos llenos de agua salada, que Tanner se echó por encima y vertió sobre sus agallas.

Vinieron unos anophelii y observaron a los armadanos. Asintieron para sí y ulularon y silbaron. Tanner observó como comían aquellos herbívoros, introduciendo puñados de flores en sus tensos orificios-boca y succionándolas con la misma fuerza, supuso, que aplicaban sus hembras cuando succionaban carne viva.

A continuación expulsaban los pétalos consumidos con una pequeña bocanada de aire, aplastados y desecados, desprovistos de néctar y jugos, descoloridos.

La tripulación armadana tuvo que soportar la sed y el calor durante horas mientras la Amante y Tintinnabulum hacían planes. Al cabo de algún tiempo, Hedrigall y varios cactos más dejaron la cámara, guiados por un anophelius.

La luz que se colaba por las grietas de la roca empezó a extinguirse. El anochecer llegaba deprisa. A través de las pequeñas aberturas y por medio de espejos en los que se reflejaba la luz, Tanner pudo ver que el cielo era de color violeta.

Tuvieron que ponerse cómodos lo mejor que pudieron donde estaban tendidos o sentados. Los anophelii llenaron de juncos el suelo de la sala. La noche era calurosa. Tanner se quitó la camisa empapada de sudor y la plegó para hacer de ella una almohada. Se lavó con un poco de agua salada y vio que, por toda la habitación, los demás armadanos estaban tratando de realizar sus abluciones lo mejor que podían.

Nunca había estado tan cansado. Se sentía como si le hubiesen absorbido hasta la última chispa de energía y la hubiesen reemplazado con el calor de la noche. Apoyó la cabeza sobre la improvisada almohada, empapada con su propio sudor y a pesar del duro suelo, esa delgada e ineficaz capa de vegetación (el olor del polen y las plantas era muy intenso) se quedó dormido enseguida.

Cuando despertó pensó que sólo habían pasado unos pocos minutos pero vio la luz del sol y gruñó miserablemente. Le dolía la cabeza y bebió algo del agua que le quedaba en los pellejos.

Mientras los armadanos despertaban, la Amante y Doul entraron desde la pequeña sala lateral, acompañados por los cactos que habían salido la pasada noche. Parecían cansados y estaban cubiertos de polvo pero sonreían. Un anophelius muy viejo, vestido con las mismas túnicas que sus congéneres y con la misma expresión de interés calmado en el rostro, los acompañaba.

La Amante se dirigió a los armadanos.

—Éste —les dijo— es Krüach Aum.

Krüach Aum estaba a su lado, haciendo reverencias y contemplando a la multitud allí congregada.

—Sé que este viaje os inspiraba gran desconfianza a muchos de vosotros —dijo la Amante—. Os dijimos que en esta isla había algo que necesitábamos, algo vital para llamar al avanc. Pues bien, esto… —señaló a Aum— es lo que necesitábamos. Krüach Aum sabe cómo convocar a un avanc —esperó a que sus palabras hicieran efecto—. Hemos venido hasta aquí para aprender de él. Hay muchos procesos implicados. Los problemas de contención y control requieren que utilicemos una ingeniería tan sofisticada como nuestra taumaturgia y nuestra oceanología. La señorita Gelvino traducirá para nosotros. Será un proceso largo, así que tendréis que ser pacientes. Confiamos en haber acabado dentro de una semana o dos. Pero eso significa que tendremos que trabajar muy duro y muy deprisa. —Guardó silencio un momento y entonces su voz severa volvió a alzarse mientras les ofrecía una sonrisa inesperada—. Enhorabuena a todos vosotros. A todos nosotros. Éste es un gran, gran día para Armada.

Y aunque la mayoría de los que se encontraban allí no tenía una idea real de lo que estaba ocurriendo, sus palabras tuvieron el efecto previsto y Tanner se unió a algarabía.

Los cactos montaron un campamento en la aldea. Encontraron casas vacías y a salvo de las hembras anophelii para poder albergar a los armadanos en grupos pequeños y que estuvieran más cómodos.

Los anophelii seguían mostrándose tan desapasionadamente curiosos como siempre, encantados de hablar, encantados de implicarse. No tardó en hacerse evidente que Aum tenía una reputación dudosa: vivía y trabajaba solo. Pero, con los recién llegados en la isla, las mejores mentes de la aldea querían ayudar. Las armas que habían traído ocultas en el
Tridente
no podían haber sido menos necesarias. Y, por una cuestión de diplomacia, la Amante permitió que todos ellos participaran en las deliberaciones, aunque sólo escuchaba a Aum y le dijo a Bellis que prescindiera de todas las demás contribuciones.

Durante las cinco primeras horas del día, Aum se sentaba a discutir con los científicos de Armada. Sacaron su libro y le mostraron el apéndice perdido y aunque, para asombro de todos, no tenía ninguna copia, recordaba las matemáticas y con la ayuda de un ábaco y de algunos de los crípticos motores que había por allí, empezó a completar la información que les faltaba.

Después de comer —los cactos habían recogido vegetales y pescados suficiente completar las raciones secas de sus camaradas— eran los ingenieros y constructores los que estudiaban con Krüach Aum. Por la mañana, Tanner y sus colegas discutían sobre umbrales de tensión y capacidades de los motores, dibujaban toscos bocetos y elaboraban listas de preguntas a las que sometían a Aum, con cierta timidez, por la tarde.

La Amante y Tintinnabulum estaban presentes durante todas las sesiones, sentados junto a Bellis Gelvino. Ella debía de estar exhausta, pensaba Tanner con pena. La mano con la que escribía temblaba y estaba manchada de tinta, pero nunca se quejaba ni pedía un descanso. Se limitaba a transmitir las preguntas y respuestas sin parar, escribiendo resma tras resma de papel, traduciendo al sal las respuestas de Aum.

Al cabo de cada día venía un pequeño momento de miedo, cuando los humanos, hotchi y khepri corrían en pequeños grupos a los alojamientos que les habían sido asignados. Ninguno de ellos debía de pasar más de treinta segundos a campo abierto pero a pesar de todo eran vigilados constantemente por cactos armados con arcos huecos y anophelii macho que protegían a sus invitados de sus letales hembras con palos, piedras y cláxones.

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