La chica mecánica (65 page)

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Authors: Paolo Bacigalupi

BOOK: La chica mecánica
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Aunque el sudor surca las sienes de Kanya, se niega a moverse. A pesar de que ha dejado el Ministerio de Medio Ambiente en manos de Akkarat, todavía desea presentarlo de la manera más favorable y disciplinada posible, de modo que se mantiene en posición de firmes, sudando, con Pai a su lado en primera fila, escrupulosamente cincelados sus rasgos en una expresión de inmovilidad.

Divisa a Narong que está de pie algo por detrás de Akkarat, contemplando el procedimiento. El hombre inclina la cabeza en su dirección, y Kanya debe realizar un esfuerzo para no perder los estribos y gritarle que toda esta devastación es obra suya. Caprichosa, absurda y evitable. Kanya rechina los dientes, suda y taladra la frente de Narong con su odio. Es ridículo. A quien en realidad odia es a sí misma. Va a rendir oficialmente ante Akkarat a los últimos de sus hombres, a aceptar la disolución de los camisas blancas.

Jaidee se encuentra a su lado, atento y pensativo.

—¿Tienes algo que decir? —masculla Kanya.

Jaidee se encoge de hombros.

—El resto de mi familia ha perecido. Durante el conflicto.

Kanya contiene el aliento.

—Lo siento. —Desearía poder estirar el brazo. Tocarlo.

Jaidee esboza una sonrisa lacónica.

—Así es la guerra. Es lo que he intentado explicarte siempre.

Kanya se dispone a responder, pero Akkarat le hace una seña. Ha llegado el momento de la humillación. Cómo detesta a ese hombre. ¿Cómo es posible que la rabia de su niñez se haya malogrado de esta forma? De pequeña juró destruir a los camisas blancas, y sin embargo ahora el hedor de los jardines incendiados del ministerio impregna su victoria. Kanya sube los escalones y ejecuta su
khrab
. Akkarat deja que permanezca postrada un buen rato. Sobre su cabeza, Kanya puede oír cómo se dirige a la muchedumbre.

—Es natural llorar por la pérdida de una persona como el general Pracha. Aunque no fuera leal, sí era apasionado, y al menos por eso le debemos un ápice de respeto. Sus últimos días no fueron los únicos. Dedicó muchos años al servicio del reino. Trabajó por defender a nuestro pueblo en épocas de gran incertidumbre. Nunca criticaré su labor, aunque, al final, se descarriara.

Tras una pausa, continúa:

—Nosotros, como reino, debemos sanar. —Pasea la mirada sobre los reunidos—. Como muestra de buena voluntad, me complace anunciar que la reina ha aceptado mi petición de conceder el indulto a todos los contendientes que lucharon a las órdenes del general Pracha y a favor de su intento de golpe de Estado. Incondicionalmente. Para todos aquellos que aún deseéis servir al Ministerio de Medio Ambiente, espero que desempeñéis vuestra labor con orgullo. Nos enfrentamos a todo tipo de retos y nadie sabe qué nos depara el destino.

Le indica a Kanya que se levante y se acerca a ella.

—Capitana Kanya, aunque te opusiste al reino y al palacio, te concedo el perdón y algo más. —Otra pausa—. Debemos reconciliarnos. Todos nosotros, como reino y nación, debemos reconciliarnos. Tendernos la mano unos a otros.

Kanya siente cómo se le revuelven las tripas, asqueada por toda la ceremonia.

—Puesto que ostentas el rango más alto dentro del Ministerio de Medio Ambiente —prosigue Akkarat—, te designo como su líder. Tu deber es el mismo de antes. Proteger al reino y a Su Majestad la Reina.

Kanya se queda mirando fijamente a Akkarat. Detrás de él, Narong sonríe ligeramente. Inclina la cabeza en señal de respeto. Kanya no tiene palabras. Compone un
wai
, muda de asombro. Akkarat esboza una sonrisa.

—General, tus hombres pueden retirarse. Mañana debemos empezar a reconstruir.

Kanya hace un nuevo
wai
y se da la vuelta, sin recuperarse de su consternación. De su garganta solo sale un graznido. Traga saliva y repite la orden, con la voz rota. Las miradas que sostienen la suya muestran tanta sorpresa y recelo como siente ella. Por un momento teme que la tomen por una farsante, que se nieguen a obedecer. Un instante después, sin embargo, las filas de camisas blancas se vuelven como un solo hombre y comienzan a desfilar. Los uniformes resplandecen a la luz del sol. Jaidee se aleja con ellos pero, y esto es lo más doloroso de todo, no sin antes despedirse de Kanya con un
wai
reservado a los generales de verdad.

48

—Se marchan. Se acabó.

Anderson deja caer la cabeza encima de la almohada.

—Entonces, hemos ganado.

Emiko no responde; todavía tiene la mirada perdida en la lejana plaza de armas.

La luz de la mañana que atraviesa la ventana es abrasadora. Anderson está tiritando de frío, aterido y agradecido por el asalto del sol. El sudor mana a chorros de su cuerpo. Emiko le pone una mano en la frente, y Anderson se sorprende al sentir su frescor.

La contempla con ojos vidriosos a causa de la fiebre y la enfermedad.

—¿Todavía no ha llegado Hock Seng?

Emiko niega con la cabeza, apenada.

—Tu gente no es leal.

Anderson está a punto de soltar una carcajada. Manotea las mantas, sin éxito. Emiko le ayuda a apartarlas.

—No. No lo es. —Vuelve la cara hacia el sol otra vez, empapándose de él, dejando que lo bañe—. Pero eso ya lo sabía. —Se reiría si no estuviera tan cansado. Si no pareciera que su cuerpo está cayéndose a pedazos.

—¿Quieres más agua?

No le apetece. No tiene sed. Anoche sí la tenía. Cuando llegó el médico por orden de Akkarat podría haberse bebido el mar entero, pero ahora no.

Después de auscultarlo, el médico se fue con un brillo de temor en la mirada, diciendo que enviaría a alguien. Que habría que dar parte al Ministerio de Medio Ambiente. Que los camisas blancas vendrían para practicar algún tipo de magia negra de contención sobre él. Emiko permaneció escondida todo ese tiempo, y cuando se marchó el médico, aguardó junto a Anderson durante varios días con sus noches.

Eso sugieren sus recuerdos fragmentados, al menos. Ha soñado. Ha alucinado. Yates se ha sentado en la cama con él de vez en cuando. Se ha reído de él. Ha señalado la futilidad de su vida. Se ha asomado a sus ojos y le ha preguntado si lo entendía. Y Anderson intentó responder pero tenía la garganta seca. Las palabras no lograban abrirse camino. También de eso se ha reído Yates, que le ha preguntado qué opina de la recién llegada representante comercial enviada por AgriGen para ocupar su puesto. Si verse reemplazado le hace la misma gracia que le hizo a él en su día. Pero Emiko estaba allí con una compresa húmeda y Anderson se sentía agradecido, desesperadamente agradecido por cualquier clase de atención, por su calidad humana... y se reía sin fuerzas ante la ironía.

Ahora contempla a Emiko con la mirada borrosa y piensa en las deudas que tiene pendientes, y se pregunta si vivirá el tiempo suficiente para saldarlas.

—Vamos a sacarte de aquí —susurra.

Lo asalta una nueva oleada de escalofríos. Lleva toda la noche asándose de calor, y ahora, de golpe, está congelado, tiritando de frío, como si hubiera regresado al norte del Medio Oeste y a las crueles heladas de sus inviernos, como si estuviera viendo la nieve. Tiene frío ahora, no sed, y hasta los dedos de una chica mecánica parecen carámbanos apoyados en su mejilla.

Le aparta la mano con esfuerzo.

—¿Todavía no ha llegado Hock Seng?

—Estás ardiendo. —El rostro de Emiko refleja preocupación.

—¿Ha llegado? —insiste Anderson. Es tremendamente importante que venga. Que Hock Seng esté aquí, en la habitación, con él. Aunque le cuesta recordar por qué. Es importante.

—Creo que no va a venir. Tiene todas las cartas que necesitaba de ti. Las presentaciones. Está ocupado con tu gente. Con la nueva representante. Esa tal Boudry.

Un cheshire se materializa en el balcón. Emite un gañido y se cuela dentro. A Emiko no parece importarle, claro que, son hermanos. Camaradas artificiales, diseñados por los mismos dioses fallidos.

Anderson observa con apatía mientras el gato cruza el dormitorio y atraviesa la puerta. Si no estuviera tan débil, le tiraría algo. Suspira. Ahora eso da igual. Está demasiado cansado para quejarse por un gato. Deja que su mirada se deslice hasta el techo, donde el ventilador de manivela gira con parsimonia.

Le gustaría sentir rabia. Pero incluso eso ha desaparecido. Al principio, cuando descubrió que estaba enfermo, cuando Hock Seng y la niña retrocedieron alarmados, pensó que se habían vuelto locos. Que él no se había expuesto a ningún vector, pero luego, al fijarse en ellos, en su temor y en su seguridad, comprendió la verdad.

—¿La fábrica? —había susurrado, repitiendo las últimas palabras de Mai, y Hock Seng había asentido con la cabeza, sin apartar la mano de su cara.

—La sala de refinado, o los tanques de algas —murmuró.

Anderson deseó sentirse furioso entonces, pero la enfermedad ya había empezado a mermarle las fuerzas. Lo único que logró conjurar fue un berrinche sin objetivo que no tardó en disiparse.

—¿Hay algún superviviente?

—Uno —había susurrado la pequeña.

Él había asentido con la cabeza, y ellos se habían marchado sin hacer ruido. Hock Seng. Siempre con sus secretos. Siempre con sus tejemanejes y sus complots. Siempre esperando...

—¿Viene ya? —Las palabras despegan a duras penas de sus labios.

—No va a venir —murmura Emiko.

—Tú estás aquí.

Emiko se encoge de hombros.

—Soy un neoser. Tu enfermedad no me da miedo. Pero ese no va a volver. Y ese tal Carlyle tampoco.

—Por lo menos te dejarán en paz. Cumplirán su palabra.

—A lo mejor —dice Emiko, pero sin convicción.

Anderson se pregunta si estará ella en lo cierto. Se pregunta si se habrá equivocado con Hock Seng, igual que con tantas otras cosas. Se pregunta si todo lo que creía saber sobre este lugar estaba equivocado. Se obliga a descartar esta sobrecogedora posibilidad.

—Será fiel a su promesa. Es un hombre de negocios.

Emiko no contesta. El cheshire sube a la cama de un salto. Emiko lo espanta, pero la criatura vuelve a encaramarse, como si presintiera la promesa de carroña que representa el
gaijin
.

Anderson intenta levantar una mano.

—No —gime—. Que se quede.

49

Un desfile de empleados de AgriGen abandona los muelles. Kanya y sus hombres, en posición de firmes, forman la guardia de honor de los demonios. Los
farang
entornan los párpados frente al sol tropical, contemplando una tierra que no han visto nunca. Apuntan groseramente con el dedo a las chicas que pasean por la calle, hablan a gritos y se ríen a carcajadas. Son unos salvajes sin modales. Tan confiados.

—Se les ve muy ufanos —rezonga Pai.

Kanya se sobresalta al oír sus propios pensamientos expresados en voz alta, pero no dice nada. Se limita a esperar mientras Akkarat sale al encuentro de estas nuevas criaturas. Encabeza la comitiva una rubia malhumorada que responde al nombre de Elizabeth Boudry, acólita de AgriGen hasta la médula.

Luce una capa negra larga y vaporosa, igual que otros agentes de AgriGen, cuyos logotipos de trigo rojo resplandecen al sol. Lo único satisfactorio de ver a estas personas con sus aborrecibles uniformes es que el calor tropical debe de ser espantoso para ellas. Sus caras brillan de sudor.

Akkarat se dirige a Kanya.

—Estos son los que irán al banco de semillas.

—¿Estás seguro de lo que haces?

Akkarat se encoge de hombros.

—Solo quieren muestras. Diversidad genética para sus experimentos. El reino también saldrá beneficiado.

Kanya estudia a las personas que solían tildarse de «demonios de las calorías» y que ahora se pasean con tanta desfachatez por Krung Thep, la Ciudad de los Seres Divinos. Las cajas de cereales que salen de las bodegas de los barcos se amontonan en carros tirados por megodontes, todas ellas con el logotipo de AgriGen bien visible.

—Atrás ha quedado el momento en que podíamos escondernos detrás de nuestros muros y esperar sobrevivir. Debemos relacionarnos con el mundo exterior —dice Akkarat, como si pudiera leerle el pensamiento.

—Pero se trata del banco de semillas —protesta en voz baja Kanya—. El legado del rey Rama.

Akkarat asiente con la cabeza, conciso.

—Se llevarán solo unas muestras. No te preocupes.

Se vuelve hacia otro
farang
y le estrecha la mano según la costumbre extranjera. Cruza unas palabras en
angrit
con él y deja que siga su camino.

—Richard Carlyle —comenta cuando vuelve a reunirse con Kanya—. Por fin obtendremos las bombas. Va a enviar un dirigible esta misma tarde. Con suerte, nos adelantaremos a la estación de las lluvias. —Le dirige una elocuente mirada de soslayo—. ¿Comprendes todo esto? ¿Comprendes lo que estoy haciendo aquí? Es mejor perder una parte del reino que perderlo todo. Hay un momento para luchar y un momento para negociar. No podemos sobrevivir completamente aislados. La historia nos enseña que debemos abrirnos al resto del mundo.

Kanya asiente secamente con la cabeza.

Jaidee se inclina sobre su hombro.

—Por lo menos no se han llevado a Gi Bu Sen.

—Preferiría entregarles a Gi Bu Sen antes que el banco de semillas —masculla Kanya.

—Sí, pero creo que perder a ese hombre ha sido más irritante para ellos. —Inclina la cabeza en dirección a Boudry—. Se puso como una furia. Llegó a levantar la voz, incluso. Perdió toda la dignidad. No dejaba de andar de un lado para otro, agitando los brazos. —Hace una demostración.

Kanya arruga la frente.

—Akkarat también estaba enfadado. Se pasó el día entero detrás de mí, preguntándome cómo era posible que hubiéramos dejado escapar al viejo.

—Tipo listo.

Kanya se ríe.

—¿Akkarat?

—El pirata genético.

Antes de que Kanya pueda seguir sondeando los pensamientos de Jaidee, Boudry y sus científicos agrícolas se acercan. Un anciano chino tarjeta amarilla los acompaña. Con la espalda recta como el palo de una escoba, saluda a Kanya con una inclinación de cabeza.

—Soy el intérprete de
khun
Elizabeth Boudry.

Kanya se obliga a componer una sonrisa educada mientras inspecciona a las personas que tiene delante. A esto se ha llegado. Tarjetas amarillas y
farang
.

—Todo cambia —suspira Jaidee—. Harías bien en recordarlo. Aferrarse al pasado, preocuparse por el futuro... —Se encoge de hombros—. Es sufrir en vano.

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